Último asalto (Jugando con fuego 3)

Niall Leonard

Fragmento

cap-1

1

Al cabo de tres días, dejé de orinar sangre. Para entonces, ya abría el ojo izquierdo del todo y los verdugones y cardenales del torso y las piernas habían adquirido un repugnante color amarillo verdoso. Apenas había sido capaz de levantarme de la cama, aunque tampoco había podido dormir, en parte por el dolor, pero, sobre todo, porque por fin había llegado el verano, un verano que se suponía que no volveríamos a tener, con un sol implacable que brillaba días tras día en un cielo sin nubes y el aire en calma y pegajoso, incluso de noche. Pero, en cuanto vi que era capaz de tenerme en pie, vestirme y andar, cerré la casa y me encaminé a la estación de metro.

En la calle vi que los transeúntes apartaban la mirada al verme y que algunos incluso se desviaban de su camino para evitarme. Parecía que creyeran que recibir una paliza con cadenas y palanquetas era una enfermedad contagiosa y que, si chocaban conmigo, al día siguiente amanecerían con un ojo morado y el labio partido. En la estación de metro subí al primer tren que pasó, me senté con mucho cuidado y vi como mi reflejo aparecía y desaparecía en las ventanillas del vagón: casi dos metros de estatura, pelo rubio oscuro, con la constitución de un boxeador y la cara como un saco de boxeo. Cuando el tren empezó a circular bajo tierra hacia el este de la ciudad, el aire relativamente puro de las afueras dio paso a la sofocante humedad del metro londinense, cuyos túneles y andenes olían como una sauna llena de cerdos. Conforme iban entrando y apretujándose más pasajeros en el vagón, su tensión, fatiga e irritación se hacían tan palpables como el sudor que nos corría por la espalda.

Incluso en el amplio vestíbulo con el suelo de granito de la estación de King’s Cross, protegido del sol por altas paredes de ladrillo rojo, hacía un calor sofocante y el aire estaba cargado. Camino de la taquilla, me crucé con policías armados que se paseaban despacio entre la multitud, con los dedos crispados en los seguros de sus pistolas ametralladoras y las gorras caladas hasta las cejas para que nadie supiera hacia dónde miraban ni a quién consideraban sospechoso. Hacía unos días habían perpetrado un atentado en Londres, recordé en ese momento, en algún sitio del centro: lo había escuchado en la radio mientras me lavaba la ropa para quitarle las manchas de sangre. Un terrorista suicida había detonado una mochila llena de explosivos en unos grandes almacenes atestados de clientes que habían ido a las rebajas. Siete muertos, una veintena de heridos, algunos graves; pero, si los londinenses que me rodeaban estaban nerviosos o temían correr la misma suerte, no se notaba. Supuse que todos pensábamos lo mismo: que la posibilidad remota de saltar por los aires y morir descuartizados solo era un inconveniente más de vivir en una gran ciudad, igual que el calor, el tráfico y las sudorosas multitudes de conciudadanos.

El moderno tren a York aguardaba en el andén, con los motores en marcha. Dentro, el aire acondicionado estaba tan fuerte que tirité de frío cuando me senté hacia la mitad del vagón, en un asiento con mesa, para poder estirar las piernas doloridas. Como no era hora punta, los viajeros no se habían tomado la molestia de reservar plaza y, poco antes de que el tren saliera, subieron varios pasajeros más, cargados con bolsas demasiado grandes para dejarlas en el pasillo, esperando poder sentarse conmigo a la mesa. No es que yo les mirara mal, pero mi postura y mi cara magullada debieron de dejarles claro que no me apetecía viajar acompañado. Volvieron a coger las bolsas y siguieron adelante. Por mí, estupendo; necesitaba tiempo y espacio para pensar en lo que había sucedido y en lo que me habían ordenado hacer. Y en lo que yo había decidido hacer. Llevaba días dándole vueltas y ni siquiera en ese momento estaba seguro de que fuera buena idea. Pero, casi de forma imperceptible, el tren se puso en movimiento, salió del oscuro andén y puso rumbo al norte bajo un sol de justicia. Y ya fue demasiado tarde para dar media vuelta.

Me llamo Finn Maguire; cuando empecé con el boxeo amateur, me pusieron el sobrenombre de Trituradora porque se me daba bien. Fue mi padre quien me apuntó a clases de boxeo, para intentar meterme en cintura después de que pasara una temporada en un centro de detención de menores. El truco había dado resultado, en su mayor parte: había abandonado mi prematura carrera de ladronzuelo y me había enderezado, y las técnicas que había aprendido en el ring me habían servido de gran ayuda, sobre todo después de que asesinaran a mi padre.

Aquello había ocurrido hacía una eternidad, en primavera. Con diecisiete años, estaba solo en el mundo, aunque no precisamente sin un céntimo; tenía una casucha en West London, unos cuantos cientos de miles de euros en el banco y un castillo en España que no había visto desde que era niño. Había heredado todas aquellas cosas después de que mi padre muriera, pero ninguna de ellas me compensaba el haberlo perdido. Cuando me propuse descubrir quién lo había asesinado, el rastro me condujo hasta un gánster llamado Joseph McGovern, el Gobernador, el rey indiscutible del hampa londinense, al decir de la prensa amarilla. Yo estaba presente cuando un policía corrupto que trabajaba para él le había plantado cara y lo habían matado a tiros, y yo solo había sobrevivido, con la condición de tener la boca cerrada, porque el Gobernador me había tomado simpatía. Aquel era un honor que habría estado encantado de no tener.

McGovern tuvo que marcharse del Reino Unido hasta que el escándalo se olvidara y, en su ausencia, diversos contendientes se habían disputado su trono vacío; al final, el ganador resultó ser no mucho mayor que yo, un extranjero conocido simplemente como el Turco. De algún modo, se había enterado de que yo era el ojito derecho de McGovern y se había presentado en mi puerta hacía cuatro noches, acompañado de media docena de matones. Fueron ellos los que me dieron la paliza, en venganza por haberme entrometido en los negocios de su jefe. Ellos habrían seguido hasta hacerme picadillo, pero el Turco me necesitaba para que le presentara al Gobernador. Me había dejado claro que, si me negaba, no sería el único que lo pasaría mal.

Al otro lado de las ventanillas tintadas del tren, el llano paisaje norteño pasaba a toda velocidad como un manchón verde. Una joven gordinflona y aburrida envuelta en una bata de poliéster se acercó por el pasillo con un carrito cargado de comida basura. No se inmutó al verme la cara magullada cuando le hice una seña para que se detuviera y le pedí algo de comer porque ni siquiera me miró. Me dejó en la mesa una manzana que parecía de plástico y un vaso de café hirviendo, contó despacio las monedas que le di y siguió su camino después de darme las gracias con una voz monótona que parecía un buzón de voz. Tomé un sorbo de café con cuidado por temor a que me doliera el labio hinchado. No lo hizo. Tenía buena encarnadura; era una de mis pocas virtudes.

No le tenía miedo al Turco, de igual forma que no se lo había tenido al Gobernador. Estaba asustado, sí, pero no por mí. En el ring había aprendido que el miedo se puede canalizar para centrar y servir de guía, y en aquel momento me estaba guiando hacia el norte, a la ciudad de York. Ya no me quedaban parientes cercanos ni amigos íntimos: la única persona que me importaba era una chica llamada Zoe Prendergast. De algún modo, el Turco se había enterado de que

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