Ocho noches blancas

André Aciman

Fragmento

A media cena ya sabía que reviviría la velada entera a la inversa: el autobús, la nieve, el recorrido por la pequeña cuesta, la catedral imponente ante mí, la desconocida en el ascensor, el espacioso salón atestado de gente donde los rostros iluminados por las velas brillaban radiantes de risa y premonición, la música de piano, el cantante de voz ronca, la fragancia de madera de pino por todas partes mientras pasaba de una habitación a otra pensando que tal vez debería haber llegado mucho antes, o un poco más tarde, o que no debería haber ido. He ahí los grabados clásicos en sepia colgados de la pared junto al baño, donde una puerta batiente se abría a un largo pasillo que conducía a las zonas de la casa vedadas a los invitados, pero que luego describía otra curva y, milagrosamente, desembocaba de nuevo en el salón, donde se agolpaba cada vez más gente, y donde, junto a la ventana en la que creía haber hallado un rincón tranquilo detrás del enorme árbol de Navidad, alguien se volvió de repente hacia mí, me tendió la mano y dijo:

—Soy Clara.

Soy Clara, dos palabras soltadas de sopetón, como si fuera el hecho más evidente del mundo, como si yo ya lo supiera desde siempre o debiera haberlo sabido y ella, viendo que no le hacía ningún caso, o quizá intentaba no prestarle atención, quisiera ayudarme a abandonar todo fingimiento y poner rostro a un nombre que a buen seguro todo el mundo había ya pronunciado mil veces.

En cualquier otra persona, Soy Clara habría sido un vacilante intento de romper el hielo: dócil, en apariencia confiado, excesivamente informal, distante, hecho a la ligera como un pensamiento repentino, el equivalente verbal de un apretón de manos que ha aprendido a transmitir firmeza y vigor imprimiendo demasiada fuerza a unos dedos por lo demás flácidos y sin vida. En una persona tímida, Soy Clara requeriría tanto esfuerzo que quizá la habría dejado exhausta y casi agradecida al ver que su interlocutor no reaccionaba.

En este caso, Soy Clara no era una declaración osada ni indiscreta, sino una frase pronunciada con la sonrisa segura y algo irónica de quien la ha dicho demasiadas veces para preocuparse del modo en que rompe el silencio. Algo forzada, indiferente, cansada y divertida —por sí misma, por mí, por el hecho de que la vida convirtiera las presentaciones en los acontecimientos tensos y torpes que son—, se deslizó entre nosotros como una formalidad sin importancia que había que quitarse de encima cuanto antes, y por qué no ahora, ya que los dos estábamos algo apartados de los que se habían congregado en el centro del salón y se disponían a cantar. Sus palabras llegaron a mí como una de esas ráfagas de viento que superan todos los obstáculos y abren puertas y ventanas trayendo consigo fragancias de abril en pleno invierno, alborotándolo todo a su paso con la familiaridad despreocupada de las personas a las que nada importan los demás y que no tienen nada que perder. Ella no irrumpía afanosa ni se saltaba los pasos tediosos, pero en sus dos palabras se advertía un toque de crisis y agitación que no era del todo inintencionado ni estorbaba. De hecho, encajaba con su figura, con la arrogancia de su barbilla, la blusa finísima de gasa púrpura que llevaba desabrochada hasta el escote, el montículo de piel tan terso y formidable como el diamante engastado en su delgado collar de platino.

Soy Clara. Palabras que irrumpieron sin anunciarse, como una espectadora que se cuela en la sala de conciertos abarrotada segundos antes de que se alce el telón, molestando a todo el mundo, pero al mismo tiempo tan divertida por el revuelo que causa que, al localizar el asiento que será suyo durante el resto de la temporada, se quita el abrigo, lo desliza sobre los hombros, se vuelve hacia su nuevo vecino y, con la intención de disculparse por las molestias sin dar demasiada importancia al asunto, susurra «Soy Clara» en tono cómplice. Significa: Soy la Clara que verás aquí durante toda la temporada, así que más vale que nos llevemos bien. Soy la Clara a la que nunca habrías imaginado sentada a tu lado, y sin embargo, aquí estoy. Soy la Clara a la que anhelarás ver todos y cada uno de los días de los meses que quedan de este año todos los demás años de tu vida…, lo sé y, admitámoslo, por mucho que intentes fingir que no es así, tú también lo sabes desde el momento en que me has visto. Soy Clara.

Estaba a medio camino entre un burlón «¿Cómo es posible que no lo supieras?» y un «¿A qué viene esa cara?». «Toma —parecía decir, como un mago a punto de enseñar un truco sencillo a un niño—, coge este nombre y enciérralo en la palma de tu mano, y cuando estés solo en casa, abre la mano y piensa: Hoy he conocido a Clara.» Era como ofrecer a un anciano una onza de chocolate con avellanas justo antes de que pierda los estribos. «No digas nada hasta que lo hayas probado.» Te daba un empellón, pero te lo compensaba aun antes de que lo notaras, de modo que no sabías qué había venido primero, la disculpa o el empujoncito, o si ambos habían llegado juntos en el mismo gesto, revoloteando alrededor de sus dos palabras como juguetonas amenazas de muerte disfrazadas de bromas sin importancia. Soy Clara.

La vida antes de. La vida después de.

Todo antes de Clara se antojaba inerte, hueco, provisional. La vida después de Clara me emocionaba y me asustaba, un espejismo de agua al final de un valle infestado de serpientes de cascabel.

Soy Clara. Era lo que mejor conocía, la frase a la que podía volver cada vez que quisiera pensar en ella, viva, cálida, cáustica y peligrosa. Toda su esencia manaba de esas dos palabras, como si formaran un misterioso mensaje urgente garabateado en el dorso de una carterita de cerillas que te guardas en la cartera porque siempre evocará una noche en la que un sueño, una vida potencial, floreció de repente ante ti. Podía ser tan solo eso, un sueño y nada más, pero suscitó un deseo tan intenso de ser feliz que casi me sentí dispuesto a creer que de hecho lo era.

¿Seguiría sintiéndome así cuando me fuera de la fiesta? ¿O hallaría formas habilidosas de aferrarme a pequeños defectos para que empezaran a molestarme y me permitieran ir mitigando el sueño hasta que perdiera fuerza y lustre y, una vez perdido el lustre, me recordara una vez más que la felicidad es lo único en nuestra vida que no pueden proporcionarnos los demás?

Soy Clara. Las dos palabras evocaban su voz, su sonrisa, su rostro cuando desapareció entre el gentío aquella noche y temí que ya la había perdido, que no había sido más que fruto de mi imaginación. «Soy Clara», repetía para mí, y ella volvió a ser Clara, de pie junto a mí tras el árbol de Navidad, viva, cálida, cáustica y peligrosa.

Empecé —y lo supe a los pocos minutos de conocerla— a ensayar la vida sin volver a verla, a preguntarme cómo llevarme conmigo Soy Clara y guardar esas palabras en un cajón junto a los gemelos, las ballenas para el cuello de las camisas, el rel

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