Prólogo
Samuel Beckett, ante la imposible pregunta de un periódico de París: «¿Usted por qué escribe?», respondió que no había otra cosa que supiera hacer: Bon qu’à ça. Georges Bernanos decía que escribir era como remar hacia mar abierto: la línea costera desaparece, es demasiado tarde ya para dar media vuelta, y el que rema se convierte en galeote. Cuando Colette tenía setenta y cinco años y había quedado lisiada por la artritis dijo que por fin podría escribir cualquier cosa sin tener en cuenta qué le reportaría. Marguerite Yourcenar contaba que si hubiera heredado la fortuna que dejó su madre y después perdió su padre en las apuestas, es posible que no hubiera escrito una sola palabra. Jean-Paul Sartre decía que escribir es un fin en sí mismo. Yo tenía veintidós años y trabajaba para un periódico de Montreal cuando le entrevisté. No le había preguntado el porqué de la cuestión sino el qué de la cuestión en sí. El poeta polaco Alexander Wat me dijo que era como la historia del camello y el beduino, al final es el camello el que toma el relevo. Así que esa era la vida del escritor: la de un camello obstinado.
He escrito, o al menos he pensado en cosas sobre las que escribir, desde que era niña. Inventaba rimas e historias cuando no podía dormirme y por la mañana, cuando me decían que era demasiado pronto para levantarse, pronunciaba diálogos para mi gran colonia de muñecos de papel. En cierta ocasión me sorprendió oír a mi madre decir: «Ah, habla sola sin parar». Yo no me había dado cuenta de que ese tipo de discurso podía escucharse y, claro está, yo no hablaba, sino que daba voz. Hablando de mi vocación en la edad adulta, les diré que he vivido de la escritura, como un cubo de agua alojado en un río, durante más de cuarenta y cinco años. Si añadimos los seis años que pasé en un semanario, The Standard, hoy día muerto y enterrado, son más de cincuenta. En aquella época, en casa, me dedicaba con entereza a llenar una vieja cesta de picnic con libretas y manuscritos. La distinción entre periodismo y ficción es la diferencia que existe entre contar con algo y no contar con ello. El periodismo recuenta, tan exacta y económicamente como sea posible, el tiempo que hace en la calle; la ficción no considera ese tiempo en particular, sino que da vida a una destilación de todos los tiempos, el clima de la mente. Lo cual no quiere decir que no tenga que ser exacto y económico: se trata de una precisión de distinto cariz.
Todavía no sé qué es aquello que empuja a alguien en su sano juicio a dejar tierra firme para pasarse la vida describiendo gente que no existe. Si se trata de un juego de niños, una extensión del mundo de la fantasía, algo que te aseguran frecuentemente aquellos que escriben sobre la escritura, ¿cómo se explica que exista un deseo primordial de hacer eso y solo eso, y considerarlo una ocupación tan racional como subir a los Alpes en bicicleta? Tal vez ese agregado cultural de la embajada canadiense que me dijo: «Sí, pero ¿a qué se dedica realmente?» estaba expresando una opinión adulta. Puede ser que un escritor tan solo sea en realidad un niño disfrazado que improvisa al intentar dotar de sentido el comportamiento adulto, alguien con esa perspectiva lúcida, tan fiel como el ambiente le permite, que tiene el niño acerca de los mayores. Cuando Peter Quennell imaginaba a Shakespeare, que es lo mismo que decir cuando imaginaba lo inexplicable, decía que Shakespeare había recibido la llamada secreta que lo había llevado por la senda adecuada. Las llamadas secretas y la senda adecuada es lo que los genios y los santos tienen en común. Igual les pasa a los grandes escritores, los medio grandes, los buenos, los menores, los que son tenaces, aquellos a los que les cuesta horrores y aquellos que no cuentan más que con su ansiedad por hacerlo. Todos ellos descubrirán que el Paraíso (el futuro de todo hombre) está oculto por setos. Si miramos a través de ese seto hacia el verde lugar en el que se consigna el genio, podríamos verlos a todos juntos, esperando recibir una recompensa colectiva, aunque tan solo sea porque están de acuerdo en la procedencia de su vocación y el comienzo de la senda adecuada. Y pudiera ser que en su ansia de conocimiento ese coro de voces que flota sobre el seto vaya cantando: Bon qu’à ça.
Janet Flanner, una gran periodista en su época, corresponsal del New Yorker en París durante medio siglo, dijo cuando estaba a punto de cumplir ochenta años que habría preferido ser una escritora de ficción. La necesidad de ganarse la vida, nuestro equipaje común, evitó que dejara aquello para lo que estaba tan dotada y se embarcara hacia quién sabe dónde. Había publicado ficción, pero no mucha, y con pocas satisfacciones. Así que pensó que sus deseos de escribir eran mayores que su talento. Había algo que no encajaba. Mi padre, que era más joven que Janet Flanner, y que murió apenas cumplidos los treinta años, nunca pensó en sí mismo más que como pintor. Tal vez fuera bueno —para él— que no llegara a descubrir que jamás podría ser más que un aficionado con dedicación. No es que lo intentara y fracasase. En cierto modo nunca llegó a emprender el camino, excepto el recorrido por un firme ideal en el que vida y arte se implicaban mutuamente. La idoneidad requería un desplazamiento, así que marchó de Inglaterra a Canadá. Sus amigos le recordaban como una persona sensata. Nadie le oyó jamás decir que había esperado esto, o que se arrepentía de aquello otro. Su personalidad de artista era algo tan asumido, se daba tanto por hecho, era tan aceptado por los demás, que me costó años comprender aquello que debería haber sido obvio: que él también había trabajado, que antes de que llegara a enfermar hasta el punto de no poder trabajar en nada, había estado yendo a la oficina diariamente.
«¿Y de qué pensabas que vivíais?», me dijo aquel amigo de la familia que acababa de darme a conocer que mi padre era, bien mirado, como la mayoría de la gente. Estaba en una empresa que empleaba trabajadores ingleses. Importaban unos muebles de oficina enormes hechos con una madera pesada. No todas las empresas querían a los ingleses. Tenían fama de criticar Canadá y no hacer nada para tirar del carro. Con mucha frecuencia los ponían en puestos en los que no pudieran hacer daño real o les otorgaban cargos genéricos. Esto creó una pequeña inflación de inspectores, controladores, estimadores, gerentes, ayudantes, consejeros y vicepresidentes. Algunos de ellos se agarraban a su rango militar de la Primera Guerra Mundial, e iban por ahí haciéndose llamar capitanes y comandantes. Esta farsa de imperio menor prosperó en los años treinta, cuando la Depresión se desmoronó sobre todos esos puestos y supuestos puestos de trabajo.
A los dieciocho fui a echar un vistazo a aquel edificio de oficinas, una casa de ladrillo gris situada en Beaver Hall Hill. Recuerdo que cuando me llevaron allí iba con el uniforme de la escuela de monjas, sarga negra con collarín de cura, y que me presentaron a un hombre con acento inglés. Mi padre tenía tendencia a exhibir a su hija en público, así que ya estaba acostumbrada. Lo que se me quedó marcado de aquella visita fue una lámpara resplandeciente de cristal verde, un escritorio pulido de alguna madera de color oscuro, y un cuarto en penumbra, una habitación invernal. Precisamente fue en Beaver Hall Hill, más o menos por aquella época, donde me encontré a otro extraño que me paró en la calle al tener yo un sorprendente parecido con mi difunto padre. La posibilidad de que tuviera una hija mayor no podía haber sido más crucial: yo había desaparecido de Montreal a los diez años y había vuelto por cuenta propia. Pero la edad legal para tomar una decisión como esa eran los veintiún años, y yo lo había hecho a los dieciocho esperando que nadie se diera cuenta. Había cierta gente en Montreal que me creía muerta. Era un rumor, una historia que rondaba por ahí sin fundamento alguno, y entonces ya había dejado de importarle a nadie, excepto a una familia francocanadiense que había estado rezando plegarias por mí todo este tiempo el día de mi cumpleaños.
Unos años más tarde, en una ciudad llamada Châteauguay, escuché el eco de los últimos coletazos de la crónica. Este era el sitio donde pasábamos los veranos, e incluso hubo un tiempo en que vivimos allí durante dos temporadas completas. Ese paralizante viento invernal que soplaba desde el río Châteauguay supuestamente había de ser reconstituyente para el enfermo. Mi madre, que jamás tuvo un solo resfriado, respiró el aire y dijo con sinceridad: «¿No os parece maravilloso?». Volví allí cincuenta años después de la última vez que tomé el tren desde Montreal para cruzar el puente sobre aquel río. Fui con un equipo de televisión de Toronto. Buscábamos localizaciones en las que yo hubiera estado de pequeña. En una de las direcciones de Montreal había ahora un banco. Mi primera escuela era un solar en venta. Aquel pequeño edificio en el que había alquilado mi primer apartamento, en el que me había instalado con mis propios muebles y había llenado las estanterías de libros y panfletos políticos (tantos como era posible de los prohibidos en Quebec), en el que había colgado cuadros, comprados a pintores de Montreal, una escuela floreciente por aquella época, era ahora una residencia de estudiantes que se venía abajo, se desmoronaba por el abandono. Jamás habría vuelto a Châteauguay yo sola. Aquel fue el último lugar en el que vivimos juntos como familia. Cuando mi padre murió me dijeron que se había ido a Inglaterra y que no tardaría en volver, y yo me lo creí. Una unidad de televisión está compuesta por extraños, en su mayoría indiferentes, que tienen como objetivo cumplir su encargo y volver a casa cuanto antes. Su indiferencia era lo que yo necesitaba: un muro de cristal grueso contra los efectos de la memoria.
Dibujé un mapa del sitio y se lo di al productor: la ciudad, el puente, la estación de tren, la iglesia católica, la iglesia anglicana, la escuela protestante, casas junto a una carretera que daba al río, incluso la tienda de caramelos. Todo era exactamente así, excepto la escuela protestante, que nos olvidamos de buscar. Vi la casa, tal como la recordaba, aún en pie, aunque visiblemente alterada. La tienda de caramelos era ahora una cafetería cochambrosa con un par de mesas de billar. La granja de los Duranseau había sido reemplazada por una señal: RUE DURANSEAU, que no indicaba más que la calle. Pude reconocer el Dundee Cottage, que ahora se llamaba de otra forma, y villa Crépina, donde vivían aquellos chicos, los Crépin. Les tiraban piedras a los perros de los demás, especialmente si eran perros ingleses. El seto bajo de hoja perenne que tenían en la vereda todavía daba bayas rojas. En cierta ocasión me advirtieron de que no tocara las hojas ni las bayas, que se decía que eran venenosas. Yo me comí unas cuantas hojas y nunca me pasó nada. Sabían como a té fuerte, algo que también estaba prohibido, y por lo tanto era deseable. Las bayas estaban envueltas en un aura de peligro que daba rienda suelta para imaginar un largo sueño de cuento de hadas.
En el café pude hablar con unos hombres que estaban sentados, arracimados sobre la barra. Cuando entramos hablando en inglés el lugar quedó en silencio. Les pregunté si alguien había oído hablar de familias que yo conocía, los Duranseau, con cuyos hijos yo jugaba, los arrendatarios del Dundee Cottage, cuyo nombre apareció repentinamente para volver a disolverse, u otro anciano vecino —anciano en mis recuerdos, tal vez no llegara a los cuarenta— que se quejó a mi madre porque yo había dicho «maricón» y que se volvió a quejar cuando me dirigí a él alegremente como «viejo chocho». Yo no tenía ni idea de lo que significaba nada de aquello. Ninguno de los que había en la barra me miró. Sus espaldas jorobadas hablaban la lengua de la desconfianza pueblerina. Al final uno de los más jóvenes dijo que era pariente de los Crépin. Debió de nacer toda una generación más tarde de aquellos tiempos en que yo cogía una hoja envenenada cada vez que pasaba por el seto de su tío abuelo. Conocía mi casa, radicalmente cambiada ahora, por cierto crío, una niña, que vivía allí hacía mucho tiempo y se había ahogado en el río. Me dio el número de teléfono de su tía abuela, diciendo que ella lo sabía todo de cada casa, árbol, piedra, y persona que hubieran desaparecido. Jamás llamé. No había nada que preguntar. Había otra familia anglocanadiense con hijo único que había vivido en la misma orilla del río. Tenían una casa mucho más grande, con una empalizada de piedra a modo de cerca, y el que se había ahogado era un chico. Le pusieron su nombre a la escuela protestante.
El miedo de haber heredado un legado defectuoso, una vocación sin un talento que la sostuviera, me persiguió desde muy joven. Esa era la razón de que hiciera trizas más de lo que salvaba, el porqué de que fuera reacia a enseñar mi trabajo, salvo a uno o dos amigos, y no con mucha frecuencia. Cuando tenía veintiún años alguien a quien le había dado dos historias solo para que las leyera, las mandó a una revista literaria local, y pude ver el aspecto que tenía un relato rodeado de poesía y otras ficciones. Envié otra de mis historias a una emisora de radio. Me pagaron algo y descubrí cómo sonaba mi trabajo con una voz diferente. Después de eso seguí escribiendo sin la intención de publicar nada ni de pedir opinión alguna durante seis años. Entonces yo tenía veintisiete años y me estaba convirtiendo exactamente en aquello que no quería ser: una periodista que escribía ficción en su tiempo libre. Pensé que la cuestión de escribir o dejar de hacerlo de una vez por todas tenía que ser decidida antes de cumplir los treinta. La única solución parecía ser romper con todo e intentarlo: me daría dos años. No daba la impresión de que me preocupase mucho de qué viviría durante aquellos dos años. Cuando miro atrás creo que tenía concentrados todos mis esfuerzos en largarme.
No había ciudad en el mundo que me atrajera más que París. Cuando me preguntan el porqué no soy capaz de decirlo. Se trataba de un lugar en el que no tenía amigos, contactos, ni posibilidad de encontrar empleo en caso de que fuera necesario —aunque tal como yo razonaba las cosas, si tenía que ir allí con un trabajo y un salario en mente, era mejor quedarme donde estaba—; un lugar en el que posiblemente me quedaría sin dinero. Aquello de que tal vez no sobreviviera, que tal vez tuvieran que rescatarme de lo más profundo y ponerme en un barco rumbo a casa, jamás me entró en la cabeza. Lo que creía era que si había de darme el nombre de escritora, tendría que vivir de la escritura. Si no era capaz de vivir de ello, al menos modestamente, destruiría cada uno de los legajos, cada traza, cada libreta, y viviría de cualquier otro modo. Pasara lo que pasase no iba a hacer mi entrada en los treinta como una periodista (o lo que fuera) cuyas historias se iban amontonando en su cesta de picnic. Decidí enviar tres de mis historias a The New Yorker, una después de otra. Con que me aceptaran una sería suficiente. Si rechazaban las tres lo tomaría como algo decisivo. Pero entonces hice algo que puede parecer extraño y contradictorio: unos días antes de poner la primera historia en el correo (estaba pasándolas canutas calibrando si estaba bien o era una basura), le dije al director del periódico que dejaba el trabajo. Creo que tenía miedo de echarme atrás. No hacía mucho que el periódico había comenzado un plan de pensiones y yo había pedido quedar al margen de él. Trabajaba en una oficina en la que había visto a gente desfilar hacia la jubilación y esa perspectiva me horrorizaba. El director creyó que por alguna razón yo no estaba contenta. Me mandó a ver a otra persona que tenía el papel de averiguar de qué se trataba. En esa segunda oficina me dijeron que me había vuelto loca, que no servía de nada enseñarles el oficio a las mujeres, que siempre abandonaban, que algún día volvería arrastrándome a pedir que me devolvieran el puesto, que todos los reporteros piensan que pueden escribir, que tenía la audacia de llamarme a mí misma escritora cuando tan solo era como un arquitecto que jamás ha diseñado una casa. Volví a mi escritorio, mecanografié una renuncia formal y la entregué.
The New Yorker devolvió la primera historia con una amable carta que decía: «¿Tiene usted alguna otra cosa que pueda enseñarnos?». La segunda la admitieron. La tercera ya no me gustaba. La rompí y mandé una nueva historia desde París.
El trabajo en el periódico me sirvió como aprendizaje. Nunca me pareció que fuese un lastre, una lata o una pérdida de tiempo. No tenía experiencia alguna y jamás me hubieran aceptado de haber algún hombre disponible. En aquella época el periodismo todavía era una profesión de hombres. Oí a un director decir: «De no haber sido por la guerra, no habríamos empleado a una sola de esas malditas mujeres». Las horribles leyes de Quebec hacían que los periódicos lo tuvieran fácil para prohibir los sindicatos. Percibía la mitad de sueldo que los hombres y continuamente tenía que oír, y no solo de los hombres, que tenía «un buen trabajo, para una muchacha». Aparentemente, al mantenerlo, me estaba interponiendo en el camino de un buen número de hombres cualificados, todos ellos con mujer e hijos a los que alimentar. Esa era la visión que se aceptaba de cualquier muchacha periodista, a menos que escribiera sobre dobladillos o mermelada de frutas variadas.
Mi método para conseguir algo publicable era el mismo que utilizaba para escribir ficción en casa: no empezaba la segunda frase hasta que la primera sonaba real. ¿Real en base a qué? A cierto arreglo mental, supongo. Escribía a mano, con lápiz, haciendo cambios constantemente. Borraba, rellenaba, lo pasaba a máquina, corregía, lo volvía a pasar a limpio. Dicen que una ventaja de practicar el periodismo a una edad temprana es que te enseña a escribir rápido. Cualesquiera que fueran mis enseñanzas, entre ellas no se incluía la velocidad. Siempre estaba al límite de la fecha de entrega, incluso fuera de plazo. Al pensar ahora en aquella ultrajante lentitud mía, no sé cómo no me despidieron una decena de veces. O tal vez sí. Yo era capaz de escribir un inglés inteligible, cobraba la mitad que un hombre y parecía tener una fuente inagotable de ideas para artículos, entrevistas o historias para trabajar junto a un fotógrafo. Era la época de la fotonovela y a mí me encantaba dar vida a aquellas historias. Eran algo así como guiones en miniatura. Siempre vi las fotografías como si fueran fotogramas de una película. Me conocía Quebec de cabo a rabo, no solo los enclaves anglohablantes de Montreal. Podía entrevistar a los francocanadienses sin tener que arrastrarlos hasta el inglés, un terreno de reserva y animadversión. Sugería temas sobre los que quería saber más, y sobre lugares y personas que tenía curiosidad por conocer. Solo me rechazaron unas pocas, normalmente porque atacaban el poder político o la sensibilidad de los anunciantes. Escribía crónicas desde el principio. Fui crítica ocasional hasta que hice una crítica impertinente sobre una película y varios cines reaccionaron cancelando un buen número de anuncios. Escribía una columna, hasta que el director de una agencia protestó por un articulito que se mofaba de un anuncio de la radio, momento en el cual la columna fue retirada. Todo esto no es más que una parte de la historia social de una época en una región de Norteamérica que vivía un momento de estancamiento político.
Me las ingenié para conseguir una autonomía impresionante, librándome de escribir sobre los temas ñoños reservados para las mujeres, y todo eso sin que me despidieran, ni tan siquiera cuando alguien escribió para protestar contra «esa niña mimada marxista», a pesar de que no eran ni el momento ni el lugar oportunos para estar a salvo de tales acusaciones. Tenía un salario modesto, pero había muchas familias viviendo con menos dinero. Había reunido un enorme catálogo mental sobre lugares y gente, una información que todavía se filtra en mis narraciones. El periodismo era un tipo de vida que me gustaba, pero no era la que yo quería. Una amiga norteamericana me contó que cuando teníamos quince años yo ya decía que estaba decidida a escribir y vivir en París. No recuerdo aquella conversación, pero mi amiga no es de las que inventan anécdotas a posteriori. Esto es todo en lo referente al proyecto. El resto son recuerdos y evidencias incuestionables.
El impulso de escribir y la tozudez necesaria para seguir adelante supuestamente deberían haber salido de algo que me conmovió de manera drástica a una edad temprana. Hay incluso un término para ello: la conmoción del cambio. Probablemente se trate de una sacudida que se salta la puerta que hay entre la percepción y la imaginación, dejándola entreabierta a la vida, o que fusiona el recuerdo con el lenguaje y las ensoñaciones. Puede que algunos escritores vengan directamente al mundo con una visión que solapa las cosas tal y como se ven con la visión de las cosas como podrían llegar a ser vistas. Todos tienen la capacidad de contener la respiración mientras continúan respirando: este es el requerimiento básico. Si la conmoción y el cambio explicaran el resto, millones de hombres y mujeres que han sido golpeados dura y firmemente no harían otra cosa sino escribir. Lo cierto es que no es así. No hay niñez que sea inmune a la alteración. Siempre hay un temblor en el subsuelo cuando un adulto en el que confiamos dice una cosa y hace otra. Saca a relucir ese universal e incontestable lamento: «¡No es justo!», con la consabida réplica de que la vida tampoco lo es no consigue restaurar el orden.
Yo daba por hecho que mientras la vida de los niños era dura los adultos lo pasaban de miedo. Mis padres disfrutaban, o al menos eso parecía. Si quiero retrotraerme a uno de esos sábados por la noche de pleno verano, con las parejas bailando en la galería frontal (así llamamos en Quebec a la veranda inglesa), el gramófono a toda marcha y una pila de discos quebradizos, tan solo necesito escuchar el principio de «West End Blues». Los bailarines bajan de Montreal o suben desde Estados Unidos, donde impera la ley seca. En Quebec la Prohibición sería algo impensable a pesar de que el resto de Canadá disfrute mostrando su sequedad. Tan solo lo menciono para decir que no existe nada a lo que se pueda llamar una infancia canadiense. Los orígenes de uno son regionales. Los míos son por completo quebequenses, ingleses y protestantes, sí, pero con una fuerte influencia francesa y católica. Fueron mis jóvenes padres los que me introdujeron en esa corriente al enviarme a una escuela de monjas francesas por razones que nunca quedaron claras. Recuerdo que mi abuela dijo: «Bueno, yo abandono». Era una cosa bastante peculiar, algo inaudito en aquellos días. Heredé así los modos de ver la vida divididos por la sintaxis y la tradición, dos entornos a considerar —uno de ellos encallado en una larga penumbra de religiosidad del siglo XIX—, dos códigos de conducta social y mucha experiencia práctica de la diferencia entre una regla y un argumento moral.
En algún lugar de esta dualidad debe encontrarse el punto exacto en el que comencé a escribir. De lo único de lo que estoy segura es que aquella frágil raíz, aquel provisional sí o no, fuera puesto a salvo gracias a la lectura. No puedo recordar la época en que no sabía leer. Me acuerdo de que leían para mí y quería tomar el libro para descifrarlo por mí misma. Un amigo de la familia recuerda haberme visto sentada en una silla alta con mi padre mientras intentaba enseñarme el abecedario. Ponía el libro apoyado contra una bandeja —cualquier libro que sacara de la estantería, tal vez una novela— y me señalaba las mayúsculas. Parece ser que yo era capaz de traducir a simple vista del inglés al francés, leyendo en voz alta sin dificultad. No fui precoz en nada más: durante años iba siguiendo la estela de los demás niños para aprehender las sumas más sencillas, decir la hora (leía las agujas al revés, las siete en punto eran para mí las cinco) o distinguir la derecha de la izquierda. Pensaba que el hijo mayor de una familia era el que nacía el último. A los siete años me preguntaba por qué nadie se casaba con un perro cariñoso. Cuando mi madre me lo explicó me quedé de una pieza. (Es posible que la cuestión se remontara a mi atenta lectura de unas historietas cómicas para niños llamadas El anuario de Pip y Squeak, en el cual había un perro, Pip, y un pingüino llamado Squeak, que parecía ser el padre de un conejo llamado Wilfred.) Yo no sabía que hubiera ninguna diferencia en particular entre el cuerpo de las chicas y el de los chicos hasta que tuve ocho años, pensaba que era una cuestión de ropas, peinados y temperamento en general. A los nueve todavía buscaba sirenas en el río Châteauguay. Mi padre me había pintado un biombo en el que salían sirenas con el pelo largo y rojo surgiendo entre las olas. Todavía no había visto el océano, tan solo lagos y ríos. El río que había al cruzar la calle se volvía blanco al helarse en invierno, y en el deshielo tomaba una tonalidad cobriza clara. Aparte de un error en los colores, parecía impropio que él pintara algo que no fuera verdadero.
Cuatro semanas después de mi cuarto cumpleaños, cuando me inscribieron como interna en mi primera escuela, que estaba dirigida por una orden de semiclausura de monjas educadoras y misioneras, me llevé conmigo desde casa algunos libros de historias inglesas junto con mi nuevo, extraño, rígido, incómodo y tan poco inglés uniforme, y una ropa interior abotonada de modo severo. Tenía algunos libros en francés, regalo de un médico, un especialista francocanadiense que me atendió de una infección mastoidea debida a la escarlatina, y que se convirtió en un gran amigo de mis padres. Yo era demasiado niña para comprenderlos. Se trataba de fábulas morales para niños mayores, e incluso años después me parecieron una lectura pesada. Eso estaba bien —lo de tener libros en inglés— porque a partir de ese momento prácticamente no iba a escuchar ni a hablar inglés, salvo en las vacaciones de verano, Navidad y Semana Santa, y esos raros fines de semana en que me venían a buscar para llevarme a casa. Siempre que volvía a la escuela llevaba libros nuevos que eran sometidos a examen, pero como nadie sabía inglés y la monja que lo enseñaba no sabía hablarlo en absoluto, les echaban un vistazo rápido a las ilustraciones por decencia y me devolvían los libros, que eran apilados en la mesita de noche que había junto a mi cama.
A los libros para niños (libros de fotos, tebeos y después los clásicos ingleses y norteamericanos) debo la plena asimilación del ritmo de la prosa inglesa, el orden que han de tener las palabras en la oración y su ortografía. No me enseñaron a escribir y a pronunciar el inglés de modo correcto hasta que tuve ocho años, y aquello que me enseñaron ya lo había aprendido por mi cuenta. Entonces el inglés se había convertido ya de manera inalterable en la lengua de la imaginación. No había nada que tuviera la forma de la suposición, ensoñación, creación o invención, que entrara en mi cabeza a través del francés. En la época de los muñecos de papel, inventé una mezcolanza de inglés y francés, junto a las misteriosas sílabas italianas de las grabaciones de bel canto que gustaban a mi madre y que ella tocaba con frecuencia. Llamé a esta mezcla «hablar en Marigold». Marigold desapareció pronto junto a los muñecos de papel. Después de esto solo hubo un sonido para las narraciones y para contar cuentos.
La primera ráfaga de ficción llega sin palabras. Consiste en una imagen fija, como una diapositiva, o mejor aún, como una instantánea congelada que muestra personajes en una situación simple. Por ejemplo, la visión de Barbara, Alec y sus tres hijos bajando de un tren en el sur de Francia anunciaron «Sin remisión». La escena en cuestión no sale en la historia pero permanece como una vieja fotografía de un periódico con una leyenda al pie en la que se dan todos los nombres. La rápida llegada y salida de esa imagen silenciosa podría asimilarse a los primeros momentos de una obra de teatro antes de que se pronuncie la primera palabra. La diferencia es que los personajes de ese fotograma no se ven, sino que son una evocación de futuro, y no necesitan hablar para explicarse. Todos los personajes salen a la luz con su nombre (que puedo cambiar), edad, nacionalidad, profesión, una voz y un acento característicos, un pasado familiar, una historia personal, un destino, cualidades, secretos, una actitud hacia el amor, la ambición, el dinero, la religión, y con un centro de gravedad propio.
Durante los siguientes días anoto largos parlamentos de los diálogos. A esto le siguen escenas completas, completas en sí mismas, pero que conforman algo así como las partes de una película que aún no han sido ensambladas. No es que invente de manera deliberada nada de esto: simplemente ocurre. Hay escritores que dicen escuchar las palabras en sí, pero creo que ese «escuchar» hay que ponerlo entre comillas. Yo no escucho nada: sé lo que se está diciendo. Finalmente (describo un largo y complejo proceso de la manera más sencilla posible) parecerá que la historia está completa, en el sentido de que todo lo que hacía falta decir se ha escrito. Está completa pero es ilegible. Nada encaja. Una analogía cercana sería una película sin el montaje. Puede que el primer fotograma se haya disuelto en el sonido y el movimiento (Sylvie con su madre caminando cogidas del brazo en «Cruzar el puente»), o que acabe siendo el final (Jack y Netta en la place Masséna, en «La mujer del moro»), o algo secundario, como el joven Angelo mendigando monedas de Walter, que aparece someramente en «El verano de un hombre soltero».
A veces se ve enseguida qué es lo que hace falta, lo cual no significa que se pueda hacer deprisa: he dejado aparte elementos de una historia durante meses e incluso años. Está acabado cuando parece cuadrar con un plan que, aunque es muy probable que yo tenga en la mente, no soy capaz describir, o cuando llego a la conclusión de que no puede ser escrito de manera más satisfactoria, al menos por mí. En unas pocas ocasiones esa lenta transformación de imagen a ficción comienza con algo atisbado en la realidad: una joven leyendo una carta del extranjero en el metro de París por la mañana temprano, un hombre en Berlín comiendo un plato de fiambre junto a una cortina de encajes que filtra la luz plomiza de la tarde; una madre norteamericana en Venecia haciendo todo lo posible para que se vea que lo está pasando bien y sus dos niñas atentas y discretas. Alguna vez, casi nunca, he visto claramente cómo un personaje que ha aparecido de nadie sabe dónde se está haciendo pasar por alguien que conocí en algún momento, disfrazado con tanto tacto como un extraño en un sueño. Siempre los he dejado estar. Todo lo que comienzo llega a publicarse, a su debido tiempo, y pasa a ser como una casa en la que viví antaño.
La mayoría de las historias se publicaron en The New Yorker. La buena y la mala suerte van por rachas. Fue una buena racha la que me llevó hasta William Maxwell, que leyó mi primera historia y todas las que le siguieron durante veinticinco años. Nunca ha querido que lo compense de ninguna manera, un sencillo ejemplo de que jamás podré pagarle todo lo que le debo. Así que ahora intentaré compensarle aunque no tenga respuesta: a él se lo debo todo. Cuando nos encontramos por primera vez, aquella primavera de 1950, no le relacioné inmediatamente al autor de La hoja plegada. Por supuesto él no dijo nada de sí mismo. Me hizo unas cuantas preguntas y me dejó pensar que mandar al garete tu trabajo, todos tus amigos y cualquier cosa familiar, y marcharte a escribir a miles de kilómetros era lo más natural del mundo. Hizo que no pareciera más absurdo o inusitado que tomar un autobús para ir al museo. El resto de las personas que conocía decían más bien todo lo contrario. De repente me sentí como un ejército perdido con un aliado inesperado. Yo estaba a punto de emprender algo completamente normal y de lo cual (él hizo que sonara obvio) no iba a arrepentirme.
Siempre me ha parecido el más norteamericano de todos los escritores y el más norteamericano de todos los norteamericanos que he conocido. Pero incluso al decir esto sé que no tiene sentido, que es algo indefinible y que no soy capaz de explicar lo que quiero decir. De la única manera que me puedo escapar es diciendo que se trata de un halago.
Hay algo que siempre quiero decir acerca de leer relatos cortos. Y lo hago ahora porque tal vez sea la última oportunidad que tenga para hacerlo: los relatos no son capítulos de novelas. No se deberían leer uno tras otro como si fueran correlativos. Hay que leer uno. Luego cerrar el libro. Leer otra cosa. Volver más tarde. Los relatos pueden esperar.
MAVIS GALLANT
1996
Los treinta y los cuarenta
La mujer del moro
A l sur de Francia, muy cerca de la casa en la que Katherine Mansfield escribía «Las hijas del difunto coronel», en las oficinas de un hotel en el que nadie había oído hablar de ella, el padre de Netta Asher manifestó que en Europa jamás se volvería a producir una catástrofe provocada por el hombre. El término de la guerra reciente y la maldita desfachatez de los bolcheviques rusos habían conseguido por fin meter un poco de juicio en las cabezas de los europeos. Lo que la gente quería ahora era sacar sus vidas adelante. Decía vidas, pero en realidad quería decir negocios.
¿Quién habría podido llevarle la contraria al señor Asher? Netta no, desde luego. No entendía lo que quería decir su padre tan bien como parecía hacerlo aquel abogado francés, pero sí que le escuchó con interés y respeto, y observó después cómo firmaba unos papeles que, como ella sabía, le concernirían de por vida. Su padre estaba renovando la larga concesión que su familia mantenía sobre el hotel Prince Albert and Albion. Por aquel entonces Netta tenía once años. Le quedaban al menos cien en la flor de la vida según dijo el señor Asher bromeando tan solo a medias, ya que no cabía duda de que él pensaba que su vástago era inmortal.
Netta presumía que podría vivir fácilmente hasta los cien, o por lo menos durante muchos más años. Sabía que su padre no quería que se casara antes de los veintiséis y que, después de esto, tendría que tener dos hijos, varón el mayor de ellos. Netta, su padre, y el abogado francés se dieron la mano para sellar la concesión y ella tomó su primera copa de champán. En honor al año de su nacimiento se escogió una botella de 1909. La chica se pronunció valientemente sobre el espumoso diciendo que era delicioso, pero su padre le dijo que tendría ocasión de probar añadas mucho mejores antes de que se diera cuenta.
Netta recordaba haber sellado este pacto pero no cuáles fueron las condiciones. A la concesión aún le quedaban ochenta y ocho años cuando se casó con su primo hermano Jack Ross, que no se parecía en nada a lo que su padre había pensado para ella. Tampoco tendrían aquella práctica parejita de niños, ya que Jack no podía ni verlos. Al igual que Netta, él venía de una familia de hoteleros en la que los jóvenes se echaban a perder. Ella no había mostrado el más mínimo instinto maternal de momento, pero el señor Asher pensaba que Jack habría sido un padre cariñoso, o cuando menos, simpático. Para Netta el hotel era su medio natural, así que cuando el señor Asher dijo en su lecho de muerte: «Se comporta como siempre quise que lo hiciera», estaba en lo cierto en cuanto al interés que ella ponía en su conducta, pero equivocado respecto al curso que tomaría.
Aunque el hotel de los Asher no estaba en el paseo marítimo, se podían conseguir botes y acceder al mar desde las habitaciones que daban al sur.
Junto a la carretera, que apenas tenía tráfico, había unas casas de campo encantadoras de cuyas traseras y laterales surgían olivos robustos y un esplendoroso limonar. El hotel estaba pintado con tonos ocres vivos y orlado de blanco. Tenía balcones de hierro negro, pintados de modo tan reluciente que parecían cajas chinas, toldos blancos y contraventanas verdes. Contaba con dos pistas de tenis, un estanque con lirios, un jardín de rosas, un invernadero y árboles llenos de ruiseñores. En la oscuridad del verano las damas de noche brillaban de amarillo limón, blanco y rosa, y tras el riego de la tarde desprendían un perfume que variaba de una planta a otra y parecía concordar con la coloración de cada pétalo. En mayo las noches estaban llenas de estrellas y luciérnagas. Desde el rosal se podía ver el palpitar de cigarrillos gemelos en el balcón donde Jack y Netta se sentaban a beber su último brandy con soda antes de volver al interior. La mayoría de las habitaciones estaban cerradas en aquel momento, ya que no había viajero que pudiera soñar con estar en el sur a no ser que fuera invierno. Netta contrataba entonces trabajadores para que repintaran lo que fuera necesario: la sala de juegos azul, las paredes rojas del bar y el comedor blanco, en el que sus espejos victorianos ofrecían paredes satinadas, cortinas que se agitaban y marinas decimonónicas de la costa de Liguria, obra de un bisabuelo de los Asher. Todo, escaleras arriba y abajo, se limpiaba, fregaba y pulía, incluso los cuadros, que lavaban despiadadamente con jabón ordinario y trapos suaves. Netta también mandaba revisar la caldera, arreglar las sábanas con nuevos bordados, repasar el lacado de los espejos y sacar las contraventanas de las bisagras, con el fin de rascarlas y devolverles su verde impoluto para que el sol del año siguiente se comiera de nuevo el color. Entretanto, Jack hablaba con los decoradores y los expertos en jardinería (incluso escribía a algunos de ellos) y estrellaba bolas de tenis contra el nuevo garaje. También leía libros y traducía poesía por gusto, a la par que practicaba el clarinete. Hubo un tiempo en que estudió música y todavía pensaba que tal vez no estuviera lejos el día en que encontraría una vida importante para él: la vida del músico. Hubo cierto verano en que tradujo, tan solo para ver si era capaz de hacerlo, unas páginas de Saint-John Perse que a Netta, independientemente de la lengua, le parecían menos expresivas que la pared del garaje.
Netta adoraba cada minuto de su vida y pensaba que Jack también disfrutaba de una buena vida, pues tenía casi la mitad del año para emplearla en lo que más le gustaba. Cuando todos los terrenos, las habitaciones, los tejados y la bodega estaban listos, Jack y ella hacían las maletas y se iban de viaje. Jack se encargaba de planearlo todo. No había momento en que se le viera más animado que cuando compraban las guías de viaje y arrastraban sus maletas llenas de pegatinas. Pero Netta no era muy viajera. Le bastaba con ver desde su ventana cómo salía ese mismo sol del mismo mar cada día hasta el día de su muerte. Quería a Jack y lo que más le gustaba después de él era el hotel. Fue un sitio al que en otro tiempo iba a morir gente enferma de tuberculosis, pero ya no quedaba en él sensación ni huella alguna del peligro. Cuando Netta caminaba con sus trabajadores a través de las habitaciones de verano ya arregladas, escuchando las cigarras y a Jack, que tocaba, paraba y volvía a comenzar una música que le era completamente extraña —aunque su memoria fuera capaz de ponerle nombre al compositor—, lo que acudía a su mente es que allí nunca se había permitido corromper a los vivos con la muerte. Los muertos se vestían de domingo y eran puestos en la calle en cuanto su primera tensión muscular se relajaba. Algunos eran sacados en silla de ruedas y otros reclinados en camillas plegables como si estuvieran simplemente descansando.
Por eso aquí no hay mal ambiente, se decía. La muerte había sido barrida, eliminada. Cuando las ventanas de una habitación se cerraban era para dormir o para hacer el amor. A Netta le resultaba fácil pensar esto porque ni ella ni Jack solían ponerse enfermos. No tenían ni idea de lo que era el insomnio y hacían el amor todos los días; de hecho, se habían casado para poder hacer esto.
En los viejos tiempos la primavera era la estación de la muerte. Aquellos inválidos que habían sufrido en la oscura comodidad del invierno se asustaban cuando la noche retrocedía. Se sentían sin protección. Netta lo sabía, y también sabía la diferencia que hay entre la oscuridad y la luz, pero nada de ello le afectaba. No tenía miedo de la muerte ni de los muertos. No eran más que una decoración cargada y fría. Tenía un instinto natural para recolocar mandíbulas y cerrar ojos de la misma manera en que otras mujeres lo tienen para calcular la temperatura de la leche para su bebé.
«No hay fantasmas —solía decir cuando entraba en la habitación en la que habían muerto primero su madre y después su padre—. Si los hubiera yo lo sabría.»
Ahora que estaba casada, Netta daba por hecho que para Jack y para ella la luz, la oscuridad, el amor y la muerte significaban lo mismo. En algunas cosas, ninguna física, eran como gemelos. Hablaban de la misma forma, con el mismo acento, hacían las mismas bromas (la mayoría de ellas sobre los demás), y casi toda la vida habían estado juntos tanto tiempo como sus familias les habían permitido. A Netta los otros hombres le parecían aburridos, menos avispados quizá, les faltaba esa compenetración que ella tenía con Jack. Eso nunca lo mencionaba. Los dos estaban de acuerdo en que un inglés no debe hablar demasiado. Al haber nacido ambos en el extranjero, tenían una forma forzada de ser ingleses que su inocencia hacía errónea y que se basaba esencialmente en los modales. Sus familias habían sido hoteleros en la costa desde hacía siglos, incluso antes de que el doctor James Henry Bennet descubriera la Riviera genovesa. Este, en una de sus guías de la región, menciona a un tal señor Ross como propietario de un hotel que acepta cheques de la banca inglesa y a cierto señor Asher proveedor de confianza de comestibles ingleses. Los hermanos Montale, convertidos a la Iglesia anglicana, aparecen en 1860 como los agentes portuarios más formales, poseedores de un salvoconducto británico a Malta y Egipto. Estas familias, que ahora eran uña y carne, estaban vinculadas a Netta y Jack y continuaban en el negocio desde más allá de Marsella hasta Génova. No es raro que los otros hombres le aburrieran ni que ambos se sintieran a la vez próximos y únicos. Por supuesto también tenían sus diferencias. Una vez les preguntaron: «¿Tenéis alguna relación con el poeta Montale?». Netta respondió: «¿Qué poeta?», y Jack dijo: «Ojalá».
No había poetas en la familia. Aparte del tío abuelo que pintaba paisajes, el único que había intentado hacer algo original había sido Jack con su música. Hasta cierto punto le habían permitido estudiar. Su padre no había sido bueno en lo de los hoteles (de hecho, había sido un desastre y sus primos lo habían tenido que sacar a flote en cuatro ocasiones), y en su momento pensaron que Jack Ross sería otro alelado. Quizá la música le fuera bien, tal vez no sirviera para nada más.
Netta ya había recibido información de este tipo, sobre lo que significaba el fracaso, cuando años atrás se percató por primera vez de la existencia de Jack. El padre y la madre de Jack, los revientanegocios, habían llegado al Prince Albert and Albion para hacer frente a una crisis. Aunque ya se encontraban entre la desaparición y una bancarrota irreparable había una persona que era educada: Netta veneraba a sus tíos. Había puesto sus ojos en Jack. Aún no era capaz de leer, pero podía analizar y clasificar actitudes. Se le acercaba, chupándose el labio inferior, con las manos a la espalda. Por primera vez era consciente de la belleza de otro niño. Él era más pequeño que Netta. Estaba aprisionado en un parquecito en el que se movía sin parar, de una manera aparatosa, obstaculizado por una barrera que de haber querido habría superado fácilmente. Estaba bronceado de un moreno cobrizo, tan atractivo como su madre irlandesa. Su mirada azul no era la de un bebé, era demasiado desafiante. Solo llevaba un pantaloncito corto que le quedaba grande y parecía que se le fuera a caer. La causa del bronceado y de su desnudez eran la indolencia y los extraños hábitos de su madre. Netta, cuya madre era perfecta, llevaba botas, medias, un vestido de mangas largas y un sombrerito blanco. Escuchaba cómo los mayores reían y decían que Jack parecía un boxeador profesional. Le miraba mientras paseaba alrededor de su prisión y aquel boxeador de ojos azules le devolvía la mirada.
Los Ross se quedaron bastante tiempo mientras la familia mandaba telegramas e intentaba conseguir algo de dinero para ellos. Nadie se ocupaba mucho de Jack. Lo dejaban en un escalón de mármol observando a los huéspedes entrar en la sala de juegos o en el comedor. Una noche, por una razón que el arrepentimiento borraría en un minuto, Netta le dio tal patada (a pesar de que ni siquiera estaba en su camino) que tuvo parálisis en una pierna durante bastante tiempo.
«¿Por qué lo has hecho?», le preguntó su padre en la habitación donde la tenían encerrada a pan y agua. Netta no lo sabía. Quería a Jack, pero ¿quién podría creerla ahora? Jack aprendió a caminar, después a correr y, con el tiempo, a esquiar y a jugar al tenis, pero ella le dejó un imperecedero regalo en forma de pérdida de estabilidad, un desequilibrio repentino que hacía que sus rodillas flaquearan. Por aquel entonces a los padres de Jack les dieron la concesión de un pequeño hotel en Bandol. El señor Asher, avalista de un crédito, le echaba un ojo al local. Iba con frecuencia en un coche del hotel con chófer, y Netta se sentaba a su lado. Cuando años después las familias se enteraron de que aquellos jóvenes primos inseparables se habían convertido en amantes los separaron sin decir palabra. Netta era demasiado independiente para tratar el tema. Además, su padre no quería reñir. Acababa de perder a su esposa y necesitaba a Netta. A Jack, cuyas pretensiones musicales eran aún objeto de mofa, lo mandaron a estudiar a Inglaterra de improviso. Netta se dio cuenta de que en su fuero interno estaba consternado. A él le habría gustado ser casi cualquier cosa a condición de que fuera algo imposible y solo otorgado por la gracia divina. El padre de Netta se veía en el deber de mostrarle a ella que el matrimonio era un arreglo concertado, inadmisible sin una corriente de sangre nueva y un capital. Como primos, Netta y Jack no podían ofrecerse más que un dinero improductivo. Nada pudo pararles: cuatro meses después de que Jack cumpliera veintiún años ya estaban casados. Netta oyó el comentario de alguien que decía: «Ella no necesita un marido», aludiendo quizá al tipo de persona práctica y con los pies en la tierra en la que ella parecía haberse convertido. Tenía en efecto ese aspecto adusto y agotado de las personas introvertidas, unos ojos oscuros que irradiaban una pálida luz sobre su delgada cara. Tenía el cuerpo de una chica de catorce años. Jack, que era grande y esbelto, y engordaría a los cuarenta si no se cuidaba, parecía de su misma edad, y daba la impresión de estar perfectamente preparado para casarse.
Netta no podía comprender cómo amando a Jack como lo hacía no se parecía aún más a él. Tiempo atrás le había preocupado que no pensaran exactamente la misma cosa al mismo tiempo. Durante los encuentros secretos de su largo noviazgo, ella se había percatado de que incluso antes de que se separaran ya estaban apartados de alguna manera, ya habían empezado a desenredarse, como ella decía. Mientras bebían una última copa, normalmente en el bar de una estación de tren, se daba cuenta de que Jack estaba en otra parte, pensando en algo por venir que fuera mejor que Netta. Ese algo por venir podía ser sencillamente un libro que quería terminar, pero eso bastaba para que se sintiera excluida. Él le decía con frecuencia: «Yo no te retengo. Eres libre». Porque pensaba que era necesario decirlo, y por supuesto porque quería esa libertad para él mismo. Pero a Netta la palabra «libertad» le daba escalofríos. Se preguntaba ¿Es eso lo que quiero? ¿Es eso lo que creo que él debería ofrecerme? Sus separaciones estaban siempre al límite de ser definitivas, no solo porque Jack dijera, hiciera o pensara lo incorrecto, sino porque entre ellos había una gran tensión sexual que les llevaba a la discusión. Apenas diez minutos después de mostrarse de acuerdo en que nadie más podía saber lo que ellos sabían, uno de ellos, cualquiera de los dos, podía maldecir al otro a causa de cualquier bobada. Aun así estaban enamorados y continuaron estándolo, y cuando estaban separados Netta le escribía unas cartas de un encanto casi descorazonador.
Jack respondía, por supuesto. Pero las suyas eran cartas más cautas. En ella la exploración de los sentimientos era parte de la ilimitada capacidad que parecía tener para la pasión, en contraste con su apariencia, que ya era retraída y mordaz incluso en su infancia. A excepción de una o dos frases eróticas casi al final, que Netta leía al principio, las cartas de Jack podrían haber estado dirigidas a cualquier prima que le cayera especialmente bien. El amor era recuerdo y a él no se le daba bien eso de recordar, necesitaba que Netta estuviera allí. En el mismo instante en que la veía sabía todo lo que se había perdido. Pero llegado ese punto Netta se sentía olvidada y se presentaba a cada nuevo encuentro dolida y con ganas de pelea, afectada por las señales físicas de sus dudas y agravios: resfriados dolorosos, erupciones, fiebres misteriosas, periodos fuera de fecha… Si trataba de discutir sobre ello él le decía: «No vamos a empezar otra vez con lo mismo, ¿verdad?». Por lo que ella sabía, él se apoyaba en la fe que ambos se tenían, pero Netta, cuyo dios era más secreto y salvaje, quería un ruego de un minuto y no precisamente para hablar de revelaciones y milagros hasta la eternidad.
Cuando al fin se casaron los dos sintieron alivio al ver que acabarían la tirantez de las separaciones y las tensas disputas en las estaciones de tren. En su interior cada uno culpaba al otro por la violencia pasada y ambos creían que una vez pudieran vivir juntos abiertamente, sin interferencias, no volverían a tener desacuerdos. Netta no quería que Jack se arrepintiera de esa fría libertad que había intentado ofrecerle en vano. Él debía conservar su libertad, su música, las otras personas, y en fin, todo lo que él quisiera, cualquier cosa con tal de que no dijera que estaba preparado para dejarla en libertad. Lo primero que Netta hizo fue asegurarse de que tenían la mejor habitación del hotel. De hecho, hasta ese momento nunca había tenido una habitación para ella. Los apartamentos privados de la familia habían estado siempre sometidos a la incertidumbre, todos tenían que recoger y mudarse según se necesitaran las camas. Ella y Jack eran irremisiblemente desordenados porque ambos se habían pasado la vida yendo arriba y abajo por los pasillos del hotel, siguiendo la pista de cinturones y chubasqueros, con las zapatillas de tenis colgando de un nudo sobre los hombros y las manos entre libros, jerséis y bultos de franela gris. Ambos habían recibido sus lecciones en un rincón del salón entre el tintineo de tazas y copas, los juegos de otros niños y las voces de los ingleses alzándose por encima de todo. Jack, que en cierto sentido había tenido una educación, recordaba los internados como lugares en los que uno tiene una cama permanente. Netta eligió para el matrimonio una habitación de las que daban al sur, con un balcón grande y un toldo de un blanco deslumbrante. Estaba amueblada con la madera de limonero que los rusos habían llevado tiempo atrás para sus propias casas de campo. A la madera de limonero la madre de Netta añadió estampados ingleses. A los ojos de Netta el resultado no era aberrante sino encantador. La habitación estaba llena de espejos. En las tardes calurosas, cuando las contraventanas permanecían cerradas, el juego de luces volvía las paredes tan verdes como el bosque y hacía que los cristales se vieran tan azules como el agua del mar. Una sensación de estar suspendida, de desconfiar de la gravedad, se apoderó de Netta. Se volvió ordenada y silenciosa, menos introspectiva, tan observadora y brillante como los espejos de su dormitorio. Jack, por suerte, permaneció tal como era. Cualquier alteración la habría preocupado, como preocupa a un niño pequeño el más mínimo cambio en una historia que se cuenta con asiduidad. Era feliz de una manera intensa y casi fuera de lo común.
Cierto día no pudo evitar oír a un médico inglés, cuya esposa jugaba al bridge cada tarde en el hotel, referirse a ella, a Netta, como «la mujercita del moro». Lo dijo afectuosamente, porque ella le caía bien al médico. Se preguntó si habría visto a través de las paredes cómo recogía la ropa y las toallas húmedas que Jack dejaba esparcidas como si fueran indicios de su presencia. Aquella frase dejó huella, y pasó de boca en boca entre la gente de la ociosa colonia inglesa. Netta, que sería la última persona en el mundo en escuchar a hurtadillas (no tenía ese tipo de interés en los demás), se esforzaba especialmente en lo que concernía a su matrimonio. Tenía una antena especial para Jack, para lo que decía entre líneas, para sus intenciones secretas, sus inocentes contradicciones. Tal vez lo de mujer del moro significara varias cosas, y con toda probabilidad cualquiera que tuviera ojos vería como cosa obvia que Jack, aun sin pretenderlo, tenía buena mano con las mujeres. Según Netta, la variedad de mujeres a las que atraía era asombrosa. Ya las había catalogado: grupos de ancianas elegantes con lenguas afiladas como cuchillos de trinchar; chicas inteligentes y adorables a las que deslumbraba lo inalcanzable; niñas bonitas intocables recelosas de su virginidad que se preguntaban si Jack sería lo suficiente hombre para justificar el sacrificio. Y aún quedaba otro tipo: mujeres duras, bronceadas, vestidas con colores oscuros, que Netta relacionaba con el lenguaje de los horóscopos. Sus gemas eran los diamantes; su color, el negro; su vocabulario, peor que el de Netta. Ella se daba cuenta de que aun cuando a Jack la mujer en cuestión no le importase, nunca dejaba que se percataran de ello. Se ocupaba de cualquiera que le demostrase interés. Asumía, según creía Netta, una aureola de patriarca que era rara en un hombre tan joven. Se interesaba por la intriga de la atracción sin importarle cómo acabase. Era como alguien que lee varias novelas al mismo tiempo o juega partidas de ajedrez simultáneas.
Netta no quería que su matrimonio se hiciera algo distante y difícil de llevar. Se limitaba a decir: «Mira Jack, llevo en el negocio hotelero más tiempo que tú. Es mejor no intimar tanto con los huéspedes». En navidades las más mayores le regalaban cajas de jabón del caro. «Deben pensar que alguien por aquí necesita un lavado», comentaba Netta. Fuera de esa área vallada para las bromas y el amor privado, había un paisaje demasiado abierto, demasiado iluminado para hablar en serio. ¿Y entonces cuándo? Por la mañana Jack se levantaba temprano y rápido con una sonrisa tan pura como la de un niño. Ella sabía dónde estaba él a cualquier hora y día de la semana. El mejor momento era el del primer cigarrillo. Cuando algo desagradable ocurría nunca era antes de las seis de la tarde. Por la noche él tenía una mirada sombría que a veces acompañaba de un humor igualmente sombrío. En esos momentos si Netta le hubiera dicho que veía un velero en el aire que formaba parte de la Vía Láctea a través del oscuro horizonte habría recibido esa mirada por toda respuesta. Pero nunca le duraba mucho. Su memoria era demasiado corta para permitirle estar de mal humor, independientemente de lo turbador que fuera aquello que se le había ocurrido. Al haberse pasado la vida escuchando a otras parejas ella sabía lo importante que era que al menos sus conversaciones no fueran meras cacofonías conyugales, que de haber sido guau guau o cuá cuá habrían tenido idéntico significado.
Si por casualidad Jack se sorprendía a sí mismo junto a otra mujer, si la marea de atracción se volvía en su contra, sentía la necesidad imperante de hablar urgentemente con su esposa. Se sentaban en el balcón casi toda la noche y él se ponía a hablar de su madre irlandesa. La excentricidad de su madre (las chifladuras de Vera, según la familia) había hecho que Jack no se tomara nada en serio. Siempre había tenido miedo de contagiarse de sus locuras. Había fingido tuberculosis, cáncer, y anunciado la inminencia de su propia muerte incontables veces. En cierta ocasión llamaron por teléfono desde un hospital y les notificaron que había muerto. «Una vida nueva, una vida nueva», mascullaba su marido cuando volvía del teléfono. Fue entonces cuando Jack apreció la hermosura de su padre.
«Las mujeres son hermosas cuando se enamoran —decía Jack—. A veces el brillo les dura unas horas, otras puede que incluso llegue a uno o dos días. Ya sabes, esa mirada de sorpresa en la cara de la chica», continuaba Jack como si Netta supiera de lo que le hablaba.
Pues bien, esa misma incandescencia fue la que bañó la cara del padre de Jack cuando pensó en la muerte de su esposa, y continuó brillando hasta que un taxi llevó a la chiflada de Vera pregonando el éxito de su broma del día de los Inocentes. Cuando el padre de Jack murió ella se volvió agresiva. «Fue violento alejarme de ella —decía Jack—, pero lo hice.» Esa era la razón de que fuera una persona reservada. Por eso era independiente. Nunca había querido que una mujer se entrometiera en su vida.
Netta escuchaba esto con calma. Creía que cuando le hablaba de sus propios sentimientos inventaba historias para salir del paso. El jardín tenía un fresco olor a mimosas y jazmín. Ella se preguntaba cuál sería el nombre de su nueva chica, como si él fuese a dejar que se le escapara. Pero Jack en lo único que pensaba era en que su madre —loca, malcriada, diabólica, lo que fuera— tendría que irse a vivir con ellos a menos que Netta accediera a darle una mensualidad. Una mensualidad le permitiría quedarse donde estuviera (en ese momento en la comunidad Rudolph Steiner de Suiza, entregada a la jardinería medieval y a sacar provecho de sus lecturas de Goethe). Lo que Netta había aprendido de su padre la prevenía incluso del pensamiento de desperdiciar dinero en tal cosa.
«¿No te arrepentirás de todo eso que me has dicho, verdad?», le preguntaba ella. Era consciente de que esa nueva situación sería una carga, una cadena, la bromita pesada que le gastarían con frecuencia. Jack apenas vaciló al decir que en lo que se refería a Netta jamás podría arrepentirse de nada. Pero era su madre lo que ahora le preocupaba.
—Los ascensores le dan claustrofobia —decía él—. No debemos ponerla más arriba de la segunda planta. —Sonaba como un hombre que lleva a su casa a una concubina legal, ansioso por dar los mismos derechos a todas sus mujeres—. Y espero que haga amigos —decía—. A su edad no le resultará fácil y no se puede vivir sin ellos.
Probablemente se refería a que él no tenía ninguno. Netta había sido educada de manera que no esperaba tener amigos: si quieres llevar un hotel no puedes tener muchas ataduras personales. Ella esperaba de la gente que fuera educada, puntual, que cumplieran lo que decían y nada más. Jack se daba fácilmente a la amistad pero a cambio esperaba una considerable diversión.
—Si juega al bridge puede hacerlo con la señora Blackley —decía Netta secamente.
Se trataba de la mujer de aquel médico que fue el primero en llamarla la mujer del moro. Él había ido hasta allí, a la Riviera, por la salud de su mujer. Ambos pertenecían a la subcolonia de expatriados que vivían en apartamentos. Su práctica médica se limitaba a los hipocondríacos y a pacientes reumáticos. Tenía todo el tiempo del mundo. A menudo Netta lo veía en la sala de lectura del hotel, de pie, hojeando libros, a él le gustaba tenerlos entre las manos. A Netta, como no leía, no le gustaba tocar un libro a no ser que estuviera nuevo. El médico tenía un deje en su acento que a Jack le encantaba imitar: rompía la estructura de las palabras con una sílaba de más, pero solo en algunas palabras y no siempre. «Todo es un problema de esh-tilo», decía, en vez de «estilo». O la favorita de Jack: «Sí, bueno al final todo se reduce al sek-so». «Flujj-o y reflujj-o de hormonas», fue su descripción para el comportamiento de los santos. Netta lo miró dos veces al escuchar esto. El médico era un agnóstico convencido, y la primera persona de la que ella escuchó que existía un mágico doctor Freud. Cuando el padre de Netta murió de neumonía su «Lo shi-ento, Netta» sonó tan sincero que no pudo desear que lo hubiera dicho de otra forma.
Georgina, su mujer, era capaz de bajar su propia presión arterial o de parar los latidos de su corazón prácticamente a voluntad. A veces Netta se preguntaba por qué el doctor Blackley la había llevado a un clima más cálido en vez de a ese hombre de Viena que él admiraba tanto. Georgina era lo suficientemente buena para jugar reñidas partidas de bridge con Jack, o con cualquiera que lo hiciera bien. Normalmente su marido iba a recogerla al caer la tarde, cuando los otros jugadores paraban para tomar el té. Cierta vez que él estaba obligado a volver sin demora por un paciente que lo requería ella dijo:
—¿Es que no puedes ser competente en nada? —Netta creyó comprender al momento aquella repetición resignada de «Todo se reduce al sek-so»—. Oh, no me lo cuentes. Me aburres —le dijo su mujer volviéndole la espalda.
Netta lo siguió hasta el coche. Llevaba un chal de la India que había pertenecido a su madre. El viento le movía el cabello. Tenía que sujetárselo.
—¿Por qué no la mata? —le dijo ella.
—No soy un hombre desesperado —dijo él. Observó a Netta mientras ella alzaba la vista, porque tenía que levantar la vista con casi todos menos con los niños—. Me pregunto por qué no nos hemos acostado nunca —añadió.
—¿Quiénes? —dijo Netta—. ¿Su mujer y usted? Ah, se refiere a mí. —No se sentía ofendida. Simplemente se dio un tirón brusco del chal y dijo—: Ni lo sueñe. Nunca con un huésped. —Aunque obviamente la razón no era esa.
—Quizá tendría que hacerlo si el huésped fuera un marajá —dijo él sin maldad—. Según me han dicho es parte de la cortesh-ía que esperan recibir.
—No hacemos negocios con ellos —dijo Netta.
Esto no hizo que el médico le cayera mal. Más bien le dio pena, por su esposa y porque él no era Jack y no podía poseerla.
—Te quiero —dijo el médico decidiendo finalmente entrar en el coche—. Muchíí-shimo.
Se quedó mirando cómo se alejaba como si ella también le amase y no fuera a verlo nunca más. Jamás se le pasó por la cabeza comentar algo de esta conversación con Jack.
Esa misma primavera, quién sabe si a causa de las palabras del médico, el hotel hizo lo que se podría llamar un negocio con un marajá. Eran tres hermanas pequeñas con rizos de ébano, pestañas de hombre, cabezas grandes, delicadas manos y pies. Ocupaban cuatro habitaciones, en una de las cuales se hospedaba su institutriz. Tenían también un chófer a su completa disposición que se alojaba en otro sitio. La institutriz, que era holandesa, tenía un triángulo perfecto por nariz y decía «qué» en vez de «quién», pronunciándolo «cué». Las chicas habían ido para recibir clases de francés, tenis y natación. El chófer llegó con un peluquero que les cortó sus largas melenas. Dejó el cabello sobre la alfombra de la institutriz, y había suficiente para llenar un almohadón. Les limaron las uñas de las manos y de los pies en punta de modo que parecían dientes de gato. Bajaron las escaleras sonriendo con sus raquetas de tenis nuevas, vistiendo faldas de lino azul y americanas azul marino. La señora Blackley levantó la vista de su partida de bridge cuando pasaron por la sala. Ella era una de las que se habían opuesto a que recibieran sus clases en el English Lawn Tennis Club, por razones que para ella eran totalmente evidentes.
—Tendrán que ir de blanco —dijo en voz alta.
—Perdón, di bianco? —protestó la institutriz señalándose su nariz triangular.
—No pueden entrar en la pista a no ser que vayan de blanco. Es un club privado. Completamente de blanco.
—¿Cué se han creído ustedes que son? —preguntó la institutriz, poniéndose en guardia. Pero las chicas, con su cabello recién cortado y sus vulnerables cuellos a la vista, se dieron cuenta de lo que pasaba y se negaron a ir.
—Cué, sin duda —dijo Georgina jugueteando con su manojo de cartas alegremente.
—La costurera de mi mujer podría hacerles vestidos blancos en un minuto —dijo Jack. Tal vez no le disgustaran tanto los niños al fin y al cabo.
—Cué podría hacerlo —musitó Georgina.
Pero resultó que la institutriz no tenía permiso para elegir el vestuario de las niñas, así que Jack les dio clases en el mismo hotel. Durante seis semanas vagaron por las pistas vestidas de ese azul que, dependiendo de quién las mirara, las hacía parecer ángeles o irremediablemente extranjeras. Era obvio que todas se enamoraron de Jack, ofreciéndole una lealtad apasionada que no podrían haber dado a nadie más. Netta observó cómo le otorgaban ese regalo a la vez encantador y vehemente. Cuando se marcharon, Jack estuvo de mal humor durante varias tardes y después nunca más habló de ellas. Ni que decir tiene que a ellas tuvieron que arrancarlas de sus brazos llorando.
Cuando pasó esto los Ross llevaban casados casi cinco años. Aunque no tenían hijos, no significaba que no fueran cariñosos, tan solo les costaba decidir cuál de ellos dos era el más niño. Netta oyó por ahí: «Él es estupendo, pero ella es sin duda una sargento de lo más desagradable». También oyó: «Él es un vago asqueroso. La engaña. Ella no se entera de nada». Miró en su interior de nuevo para plantearse lo de los niños. ¿Fue Jack o fue Netta quien primero dijo no? El único niño al que ella había admirado era Jack, y no como niño, sino como el boxeador que la desafiaba. Jack y ella no eran de esos que adoptan mascotas como sustitutivo de los niños, y con la madre chiflada de Jack probablemente tendrían ya suficiente niño para manejar entre los dos. De todas formas, Jack parecía adoptar a su modo patriarcal a la mitad de las mujeres que se enamoraban de él. La única mujer que se resistía a la adopción era Netta, que aún era ardiente, impetuosa, y de alguna forma parecía tener todavía catorce años. Entretanto apareció por allí la madre, con esa aura maliciosa de disfrute de sus propias gracias, exactamente el mismo aspecto que debía de tener aquel día de los Inocentes. Al principio no dio muchos problemas, aunque se quejaba de una pierna ulcerada. Tras años de pretensiones, por fin podía atenerse a algo real. La política de silencio de Netta hizo que se sintiera más confiada. Empezó por reírse de la música de Jack: «¡Todo ese dinero gastado para nada!», o bien: «¡Lo que hemos malgastado en escuelas! La de horas que ha tirado metiendo las narices en libros. Tanto leer, si al menos le hubiera servido para algo…». Netta se percató de que ahora él dedicaba más tiempo a jugar al bridge y charlar con sus compinches del bar. Le dio muchas vueltas hasta que decidió que ese asunto no iba con ella. La madre de Jack había sido hermosa en su momento; tal vez él aún la viera de ese modo. Provenía de una familia de abolengo venida a menos. Hablaba de los Ross y los Asher como si hubieran sido chatarreros cuando ella los conoció. Los residentes ingleses, que mantenían las distancias con Jack y Netta, se mostraban abiertos con la loca de la madre. Parecía que la tomaban realmente en serio cuando hablaba de sí misma. Empezó a comportarse como si perteneciera a una clase superior de huésped. Invitaba a grupos grandes a comer a su mesa y pedía vinos caros y platos especiales a horas intempestivas. Se quedaba en el bar haciendo rondas interminables.
Netta se decía que eso era lo que Jack quería. También era su casa. Empezó a hacer su vida y a dejar a Jack para su madre. Se sentaba a bregar con las cuentas, vestida con el chal que había pertenecido a su propia madre, encorvada sobre una nueva calculadora moderna. «Curiosa pareja», oía decir ahora. Ella fruncía el entrecejo sonriendo para sus adentros. Ninguno de ellos podía saber lo que les unía o lo apegados que estaban el uno al otro. Tenía la costumbre de escabullirse del grupo de su suegra diciendo: «Tengo un montón de cosas que hacer». A ellos esto les hacía reír porque pensaban que era su forma de decir que iba a explotar a los empleados. Creían que estos hacían el trabajo y que Netta estaba demasiado ocupada con la contabilidad para controlar a Jack, que a sus veintiséis años estaba más atractivo que nunca.
Una de las nuevas amigas de la madre de Jack se llamaba Iris Cordier. Alta, ruidosa y vestida con colores invernales claros, a Netta le recordaba a un pingüino rubio. Su voz iba del mugido al chillido, una característica de la distinguida familia literaria a la que pertenecía su padre. Su madre, una francesa, llevaba años entrando y saliendo de las clínicas de salud. Los Cordier solían frecuentar la Riviera con Iris, que cuidaba de sus padres y controlaba sus dietas. Ahora ella vivía con su madre en un apartamento en algún lugar de Roquebrune, según creía Netta. Iris se paró y posó la mirada en la oficina en la que el señor Asher había firmado el contrato por cien años. Se dirigía a almorzar, obviamente como invitada de la madre de Jack.
—Usted es la señorita Asher, ¿no?
—Lo era —contestó Netta. Iris, como el doctor Blackley, era seguramente más joven de lo que aparentaba.
Hurgando en los recuerdos de su propia infancia, Netta extrajo la imagen de una Iris adolescente y desesperada, con unos padres de mediana edad que la aprisionaban como esposas.
—¿Cómo está su madre? —Netta iba a decir «¿Cómo está la señora Cordier?», pero le sonó demasiado servil.
—No sabía que la conociera.
—La recuerdo perfectamente. Y también a su padre. Era una buena persona.
—Y aún lo es —dijo Iris con irritación—. Vive conmigo, y siempre lo hará. Las francesas no abandonan a sus padres. —Netta jamás había oído a una persona que sonara más inglesa—. ¿Y sus padres?
—Los dos muertos. Ahora estoy casada con Jack Ross.
—No me lo habían dicho —dijo Iris, de una forma que a Netta le hizo pensar: Por Dios bendito, ¿con Iris también?
En lo que a ella respectaba, Jack no le parecía una figura patriarcal. Quizá en este caso el juego fuera al contrario y era ella la que hacía el papel de matriarca de la tribu. La idea de Jack o de cualquier otro hombre arrojándose a ese busto de hierro hacía sonreír a Netta. Iris cubrió su boca como sobresaltada. Parecía tener miedo de devolverle la sonrisa.
Ah, bueno, Iris también, y qué, se dijo Netta, volviendo de repente a sus cuentas. Se equivocaba como de costumbre, de la misma forma en que nunca lo haría con las cuentas. Ese día Iris y Jack se encontraban por primera vez. El desenlace de estos errores y encuentros fue una invitación a Roquebrune para visitar al padre de Iris. La madre de Jack fue excluida despiadadamente, a pesar de que Iris le debiera una invitación por el almuerzo. Netta se imaginó que Iris pensaba que para llegar hasta Jack primero tenía que pasar por ella, lo cual no se ajustaba a la realidad. O tal vez fuera Netta a quien ella perseguía. En tal caso el error se transformaba en una farsa. Netta casi no tenía experiencia en hogares particulares. Fue a dar con sus ojos en algo que no le acababa de interesar mucho —porque detestaba dejar su propia casa—, y vio al padre de Iris, que parecía demasiado viejo y tembloroso para poder levantarse de su sillón. Él le sonrió y asintió mientras acariciaba a un gato avejentado.
—Te pareces a tu madre —dijo—. Una mujer encantadora, atenta y tranquila. Yo solía decirle que estaba deseando que llegara el momento de poder vivir en su hotel para que me cuidaran.
No seré yo quien lo haga, pensó Netta.
Las pulseras de ámbar de Iris tintineaban mientras empujaba y tiraba de unos y otros al presentarlos.
A Jack y Netta les habían dicho que les presentarían a un joven norteamericano que ella había visto con frecuencia en su propio bar, y a una pareja que respondía al nombre de Sandy y Sandra Braunsweg, que resultaron ser anglo-suizos y gemelos. Iris los rodeaba con sus largos brazos mientras le decía a Netta: «¿No conoces a los chicos?». Tenían veintitantos años, como los Ross. Jack observaba con sus ojos azules llenos de interés, que sonreían a todo lo nuevo. Netta supuso que se encontraba ante los típicos petimetres sin blanca. Petimetres, pero ¿de qué tipo? Intelek-tualesh imaginó que añadía el doctor Blackley. Nada más cruzar la primera palabra ya tenía ganas de volver a casa, pero acababan de llegar. El norteamericano se volvió hacia Netta. Parecía aburrido y realmente sorprendido de estarlo. Tan solo necesita encontrar la palabra para «aburrido», pensó Netta. Cuando la encuentre también podrá marcharse a casa. La Riviera no era sitio para los norteamericanos. No podían sentarse durante todo el día a esperar el correo y los diarios o a que el reloj diera la hora adecuada para empezar a beber. Eran de lo más curioso cuando se les veía atrapados en una casa que se habían precipitado en alquilar sin verla antes. A menudo Netta los tenía en pensión para las comidas. El comedor de un hotel brindaba alternativas para conocer a gente. Pagaban una tarifa por usar las pistas de tenis, y el bar les agradaba. Netta se daba cuenta en esos momentos de la facilidad con la que a Jack se le pegaba cualquier acento que escuchase.
Ahora Jack se mostraba solícito con el hombre mayor, el padre de Iris.
—Mi mujer y yo somos primos hermanos y primos segundos a la vez —dijo Jack, aunque no fuera asunto del señor Cordier.
—Pues no lo parecéis.
Todo el mundo empezó entonces a hablar al mismo tiempo y pasaron uno o dos minutos antes de que Netta pudiera oír de nuevo a Jack:
—Venimos de una familia de grandes…
Ya lo había estropeado. Y ahora qué diría: ¿de grandes hoteleros? ¿Trabajadores? ¿Tacaños? Dijera lo que dijese, el señor Cordier continuó asintiendo para mostrar su aprobación.
—Por aquí no estamos acostumbrados a ver a jovencitos como tú —dijo.
—¡Y que lo digas! —dijo Iris escandalosamente—. Aquí vivimos en un mundo de hastío lleno de mujeres enfermas. —Netta pensó que no estaba bien decir eso ante el norteamericano, el señor Cordier y el gemelo Braunsweg, pero ninguno de ellos pareció ofenderse—. Yo no pierdo el tiempo con las mujeres —continuó. Dio un manotazo a un vaso de whisky de manera que salpicó, y chocó los nudillos contra la mesa—. ¿Queréis saber por qué? Porque las mujeres no carburan. Simplemente no carburan. —Nadie se lo discutió. Iris siguió: las mujeres estaban desinformadas, solo se podía tener conversaciones viriles con hombres, el miedo hacía a las mujeres estar apegadas al pasado, mientras los hombres tenían un sentido de la historia audaz—. Los hombres sí carburan —dijo echándole una mirada a Jack.
—Yo no le tengo ningún apego al pasado —dijo Netta con calma—. El pasado carece de interés. —No estaba acostumbrada a las conversaciones normales. Creía que cualquier palabra había de considerarse y ser contestada—. No puede haber nada peor que la forma en que nos vestían cuando éramos niños. Y nuestras madres, con esos cardados y los labios tan blancos. Pienso en sus penosas siluetas y me pregunto si esas mujeres alguna vez fueron jóvenes.
A la pobre Netta, que se veía como una mujer extremadamente inglesa, saberse de repente tan extranjera y corrompida la llenaba de desazón. Los ingleses la oyeron hablar de los niños expatriados como si estuviera leyendo en voz alta. Los gemelos estaban estupefactos, pero al norteamericano consiguió conmoverlo. Se sentó a su lado en un sofá de terciopelo raído. Era tan corpulento que al hacerlo la atrajo hacia su lado unos centímetros. Se trataba del amigo especial de Sandra Braunsweg. Habían estado juntos en Londres. Decía estar intentando escribir.
—¿A qué se refiere? —preguntó Netta—. ¿Escribir el qué?
—Bueno, una novela, para empezar —dijo. Su padre lo había mantenido primero durante un año, después durante otro más. Se refirió a lo fácil que lo había tenido todo Sandra y a cómo ella había batallado para que él dejara de ser tan norteamericano. En cierta ocasión, en Londres, le había hecho pasar una vergüenza horrible al preguntarle a la camarera: «¿Señorita, dónde está el urinario?».
—¿No le importó que le corrigiera? —dijo Netta.
—Ah, no. Solo pretendía ser amable.
Mientras tanto, Jack escuchaba a Sandra hablar de su educación inglesa y de sus antepasados, también ingleses.
—Durante muchos años tuve una escolarización intachable y excelente: Mitten Todd.
—¿Y eso qué es? —preguntó Jack
—Está cerca de Bristol. Conocí a chicas excelentes de Italia, España… A él me lo llevé allí de visita —dijo incluyendo generosamente al norteamericano—. Le dije: «Búscate una corbata amarilla», y salió directamente a comprarse una. Yo llevaba una pequeña Schiaparelli. La compré en Génova, pero aun así era una auténtica… Bueno, ya sabéis una chaqueta amarilla sobre gris… En fin, llegamos a mi excelente antigua escuela, y aunque estaba chispeando le dije: «Baja la capota». Hizo lo que le dije enseguida y entonces lo comprendió todo. El interior del coche armonizaba a la perfección con el amarillo y el gris.
Los gemelos eran huérfanos. Iris era como una madre para ellos.
—Cuando mamá murió no sabíamos dónde poner todo el Chippendale —prosiguió Sandra—. Iris se llevó un montón.
Netta pensó: Pero mira que es tonta ¿cómo quiere que le responda? Los hoyuelos, las pecas, y las manos suaves de la muchacha eran para ella imposibles de describir. Jamás en su vida había pensado siquiera en una palabra como «bonita». Una persona era hermosa o no lo era. Su felicidad había sido siempre demasiado grande para que algo así la desanimara. Sin embargo, era consciente de que había gente que pensaba que Jack era feliz y ella no.
—¿Y por qué te casaste con tu primo pequeño? —le lanzó el viejo a Netta. Tal vez su pasado le diera permiso para hacer preguntas impertinentes como esta. Debía haberlo hecho desde siempre. Acariciaba a su gato. Tenía seguridad en sí mismo. Era el portavoz de una corte expectante.
—Jack era un niño difícil y le prometí a su madre que cuidaría de él —dijo Netta. En su estilo irremediablemente tan poco inglés pensaba que había dicho algo gracioso.
Dieron las once y el coche del hotel que tenía que recoger a los Ross no aparecía por ningún sitio.
Volvieron a casa a pie a la luz de la luna con paso cansino. Jack había pasado la última hora de la tarde enzarzado en conversaciones viriles, primero con Iris y después con Sandra, a quien Netta ya había apodado Chippendale. Eso probaba que lo que decía Iris de que los hombres carburan era cierto. Jack incluso encontró a Sandra más bien guapa.
—¿Más guapa que yo? —dijo Netta sin la más remota idea de lo que quería decir, pero consciente de que había dicho algo estúpido.
—Menos atractiva —dijo Jack. Su leve cojera regresaba desde la infancia. La causante del accidente había sido ella.
—Pero no siempre habla claro —dijo Netta—. Mitten Todd, por ejemplo.
—¿De quién estás hablando?
—¿De quién hablas tú?
—De Iris, claro está.
Se quedaron callados como si de repente se hubieran peleado. Entraron en silencio en la habitación y se prepararon para acostarse. Jack se sirvió un whisky, pasó por encima de la ropa que había tirado al suelo y se llevó su bebida al baño.
—¿Por qué has dicho esa burrada de que prometiste cuidar de mí? —preguntó de repente a través de la puerta entreabierta.
—Me pareció tan ridículo que pensé que les haría reír. —Se vio a sí misma en el espejo recogiendo la ropa que él había arrojado.
—Entonces, ¿es verdad o no? —dijo él.
Estuvo tanto rato callada que Jack entró en la habitación para comprobar que ella continuaba allí.
—No, tu madre nunca dijo eso, ni nada por el estilo —dijo ella.
—No deberíamos haber ido a Roquebrune —dijo Jack—. Creo que esa gente se va a convertir en un dolor de cabeza. Iris quiere dejar aquí a su padre con el gato mientras ella se va a Inglaterra durante un mes. ¿Cómo nos vamos a librar de eso?
—Diciendo que no.
—No sé decir no.
—Ya te dije que no intimaras tanto con las mujeres —dijo ella de nuevo a modo de chanza. Pero las bromas eran su forma de derramar lágrimas.
Antes de que diera tiempo para arreglarlo, el padre de Iris ya se estaba mudando con su gato metido en una cesta. Observó su habitación y dijo: «Medianamente grande». Observó su cama y dijo: «Razonablemente larga». En resumen: le pirraban las medidas. Cuando se llevaba libros de la sala de lectura los devolvía con la leyenda «Este volumen contiene unas setenta mil palabras» escrita en el interior de la contracubierta.
Netta no quería que fuera el padre de Iris, pero Jack ya había dicho que sí. Tampoco quería que llevara el gato enfermo, pero Jack también había dicho que sí. El viejo, que estaba perdido sin Iris, solo vivía para las comidas. Aparecía ante las puertas del comedor una hora antes de que se abrieran y esperaba a que elaboraran el menú y lo colgaran. Con una voz que era igual que la de Iris cuando quería demostrar su poder, leía en voz alta:
—Consomé. ¡Por Dios! ¿Otra vez? ¿No hay otra cosa que no sea chuleta ni pescado? No creo que pueda comer nada de eso. Un poco de ensalada y un huevo cocido. Eso es todo lo que podría comer.
Eran tonterías, porque el señor Cordier se comía el menú y mucho más, y si había dos postres, o postre y helado, se comía los dos y luego pedía algún dulce, fruta o queso. Un día, después de ser atendido por el doctor Blackley de un desmayo, Netta mandó llamar a Iris, que había vuelto de Inglaterra hacía un par de semanas pero no parecía tener prisa por llevarse a su padre.
—Keith Blackley cree que su padre debería ponerse a dieta.
—No puede —dijo Iris—. Nuestro médico dice que las dietas producen cáncer.
—No pueden haberle dicho eso —dijo Netta.
—Es como esos tontos que fuman para mantener la figura —dijo Iris—. Ponerse a dieta, por favor.
—Blackley no ha dicho que fume, tan solo que debería comer menos.
—Mi padre no ha fumado en la vida —protestó Iris—. En cuanto a la dieta, hace años que peso la cantidad de comida que ingiere. No se va a quedar allí para siempre. Lo traeré de vuelta en cuanto se haya cansado de los hoteles.
Se quedaron largo tiempo, él y el gato. Y los dos fueron una pesadilla para los empleados. Cuando el gato se puso demasiado pachucho para caminar, el viejo lo llevó a un camino que había detrás de las pistas de tenis y lo dejó sobre la gravilla para que muriera. Netta salió con el té del anciano en una bandeja (no hacía esto para cualquiera, pero tenerlo fuera de la vista ya era un consuelo) y vio al gato tumbado sobre un costado, con los ojos abiertos, como si estuviera concentrado en sus pensamientos. Vio que tenía suciedad sin lamer en el costado y había hormigas recorriéndole las patas. El viejo estaba sentado en una silla de jardín, llevaba un panamá y sus manos abrazaban un bastón.
—Oh, Netta, llévatelo. Soy demasiado viejo para ver morir cualquier cosa. Ya sé lo que vendrá ahora —dijo con indiferencia, mientras su voz se debilitaba al tiempo que ella se acercaba—. Sí, ya lo sé. Se dará la vuelta y dará un chillido. Lo he oído muchas veces.
Netta descargó la bandeja en una mesa de jardín y puso el paño de la bandeja debajo del gato. Estaba enfadada por la prisa indecente de las hormigas.
—Lo correcto sería dejarlo solo —dijo—. No quiere que lo miren.
—Yo siempre me siento aquí —dijo el viejo.
Jack, que iba camino de las pistas con Chippendale, parecía deleitarse viendo cómo los dos conversaban. Entonces se dio cuenta y se puso el gato y el paño de la bandeja al hombro. Lo dejó a la sombra de un árbol del amor y en menos de una hora ya estaba muerto.
—Aquí no tengo con quién hablar. Ese es el problema. Ese sudario era demasiado pequeño para mi pobre Polly. Dile a mi hija que venga a buscarme.
Esa misma noche, a causa de la atención que se le había dado al gato, la madre de Jack parecía creer que no había incordiado lo suficiente. «Seguro que te gustaría que yo también tuviera una hija atenta para que me llevara con ella», le dijo. «Mi pierna se está muriendo antes que yo», llegó a decir más tarde, implorando a Jack que si se la amputaban se asegurase de que la enterraran con ella.
Ahora quería tener a Jack a su lado en todo momento para poder apoyarse en él. Tras horas sentada jugando al bridge tenía problemas para subir dos tramos de escaleras. Nada podría hacer que tomara el ascensor.
«De tu música nunca más se supo —decía apoyándose en él—. Claro, ahora tienes a tu esposa para distraerte, y yo necesitaba una hija. Todas las mujeres necesitamos una.»
Netta se las ingenió para quedarse a solas con ella, la forzó a sentarse y se inclinó sobre ella.
—Mira, tía Vera, te lo prohíbo, ¿me oyes? Te prohíbo terminantemente que te burles de Jack, y si sigues diciendo que de su música nunca más se supo te estrangularé con mis propias manos. No lo digas en mi presencia ni cuando yo no esté. ¿Está claro?
La madre de Jack subió a su habitación sin ayuda. Una hora más tarde el jardinero la encontró tirada sobre un lecho blando de alhelíes.
—Un centímetro más a la derecha y habría caído sobre el rastrillo —le dijo el jardinero a Netta.
Estaba todavía viva cuando Netta se arrodilló junto a ella. Había aplastado las plantas en su caída, los alhelíes de Niza. Netta pensó que al fin, por primera vez en su vida, aspiraba el olor de la muerte. Los brazos y las piernas de su tía estaban vueltos y retorcidos. Su falda estaba levantada de modo que mostraba la pierna hinchada. Daba la impresión de que había saltado con el bastón, que había quedado tirado en el camino. Por la tarde solía dormitar en un sillón con un ojo medio abierto. Ese mismo ojo abrió en aquel momento y, viendo que tenía ante sí a Netta, dijo: «¡Mi hijo!». Nunca he sabido comprenderla, se decía Netta. Y si alguna vez lo he sabido entonces es a Jack y a mí misma a quienes no entiendo. Netta tenía miedo de dar órdenes, de decirle a la gente que no tocaran a su tía antes de que la viera el doctor Blackley, porque entendía que todo este tiempo había estado equivocada. Jack ya estaba allí incorporando a su madre, quitándole la tierra y las hojas del pelo. Su cabeza cayó sobre el hombro de él. Al contemplar ese movimiento pesado tan repentino Netta pensó que su tía había muerto, pero esta suspiró y abrió ese mismo ojo de nuevo, diciendo esta vez: «¿Doctor?». Netta se fue y los dejó allí; que hicieran todo lo que no debían con su moribunda, perdón, con su asesinada tía.
—Me temo que mi tía debe haber saltado o caído desde la segunda planta —dijo con bastante calma por teléfono.
Jack encontró un mensaje en la mesita de noche de su madre que comenzaba: «¿Por qué voy a culpar a Netta? La perdono». Al amanecer Netta y él se sentaron a una mesa de cartas, con los cigarrillos de la noche anterior aún en los ceniceros, y él no le preguntó qué era eso que le había hecho o dicho a su madre para que tuviera que perdonarla. Se limitaron a empujar el mensaje adelante y atrás. Primero lo leía Jack; después lo leía Netta. Permanecer en silencio les parecía de lo más natural. Jack había estado sentado junto a su madre la mayor parte de la noche. Se fueron a dormir una hora cada uno por separado, en una de las habitaciones vacías, igual que cuando sus padres tenían que hacer malabares con las camas, los huéspedes y dormitorios individuales o dobles. Cuando el doctor volvió para su segunda visita, Jack estaba pulcramente vestido y parecía del todo despierto. Estaba sentado en el bar bebiendo café solo, y leyendo un libro de viajes de Evelyn Waugh titulado Etiquetas. Netta, que tenía un aspecto mucho menos aseado y parecía haber dormido mucho menos, se preguntaba si Jack estaría deseando marcharse ya y zarpar desde Montecarlo en el Stella Polaris.
—Ustedes son un par de cegatos —dijo el doctor Blackley—. No le duele nada, ¿sha-ben?
Netta imaginó que sería uno de esos rodeos que usan los médicos para anunciar la muerte, algo así como «su sufrimiento ha llegado a su fin». Pero Jack, que miraba duramente al médico, lo había entendido bien.
—Que saltó o se cayó —continuó el doctor Blackley—. Pues ni saltó ni se cayó. Está ahí arriba pash-ando un buen rato.
Netta salió, recorrió el pasillo y subió los escalones de mármol. Su tía estaba sentada a oscuras en la habitación, en la silla en la que Jack había pasado casi toda la noche. No se parecía a nadie que conociera Netta, ni siquiera a Jack. Se quedó mirando la cara de aquella extraña.
—Tía Vera, Keith Blackley dice que no tienes nada —le dijo—. Puede ser que estés confusa. Tal vez te desmayaste en el camino, sobrecogida por el olor de los alhelíes. ¿Qué quieres que le diga a Jack? —La madre de Jack se volvió y lentamente, con sutileza, se alzó apoyándose con el codo.
—Bueno, Netta —dijo—. Me atrevería a decir que ese loco está en lo cierto. Pero ya que con todo esto me he privado de muchas horas de sueño, por ahora me quedaré aquí.
—¿Tienes hambre? —dijo Netta.
—No me importaría tomar un sándwich de jamón con pan inglés, y un poquito de ginebra con un cubito de hielo.
Pocos días después empezó a bajar para las comidas. Sabían que había reptado escaleras abajo, que había lanzado su bastón al camino y se había dejado caer en el lecho de alhelíes (incluso se había levantado un poco la falda para darle más veracidad). A pesar de eso fue como si volviera del más allá, o tal vez volviese del más acá. «Fue como bucear y darte cuenta de repente de que no hay agua en el mar», dijo una vez. «No es verdad que la vida pase ante tus ojos —dijo en otra ocasión—. Puedes ver las flores flotando sobre ti. Hasta una pequeña caída se toma su tiempo.»
Todos sufrieron grandes cambios tras este incidente. En la víctima el efecto fue aferrarse con fuerza a la religión.
—Somos todos unos agnósticos sin remedio —gritaba Iris una tarde desde el bar mientras bebía—. Esa es la impresión que t