Una mañana perdida

Fragmento

La calle Coriolan

La calle Coriolan

En otras épocas, ¿habría estado ella así, días enteros sin moverse de casa, como ahora? ¡Ni muerta! Habría sentido que se le caía la casa encima. Se las arreglaba lo mejor que podía y, ¡hala!, a la calle. Hoy visitaba a uno, mañana a otro: iba de casa en casa; pero volver a la suya con las manos vacías, eso sí que nunca; andaba de palique con todo el mundo, se enteraba de todo; después de tanto estar con el mudo del marido, le entran a una ganas de salir pitando… Nunca tuvieron grandes temas de conversación, pues, al fin y al cabo, ¿de qué se puede hablar con los hombres?

—El marido, que sepa de ti solo de cintura para abajo… —dice, y la cuñada, al escucharla, se encrespa.

—Cállate, Vica, ¡qué bruta! Te está oyendo el chico… Ya estás vieja, y dale que dale con tus guarrerías…

—Y si me oye, ¿qué? Pues que oiga. ¿Acaso le queda mucho para seguir pegado a tus faldas? No te preocupes, que yo he estado en buenas casas y sé cómo hablan las señoras… Y en todas partes nos entendíamos muy bien, todos me tenían cariño y aprecio, madame Ioaniu, por ejemplo, cómo nos reíamos… con ella y con Ivona…

Una muda esa cuñada suya: ni con sacacorchos le arrancas una palabra. Pobre de su hermano, toda la vida siguiéndole la corriente, que así son los hombres, se dejan llevar por la mujer. Solo al testarudo de su hombretón ella nunca ha podido sacarle de lo suyo. De moza se amargaba con todo lo que le decía el fulano, cómo lloraba, cómo sufría, adelgazó tanto que, como quien dice, la levantaba el viento. Hasta que un buen día va a verla su madrina, que en paz descanse, y le dice:

—¿Qué tienes, Vica? ¿Qué te ha pasado, que estás como un fideo?

—Bueno, verá… me pasa esto y lo otro…

—Venga, mujer —le dijo—, no le hagas tanto caso…

Así era su marido: gruñón; lo que es ella, no, su carácter era distinto, había salido a mamá, alegre como ella; ¡ay!, cómo le hubiera gustado que le tocase una pareja igual, alguien a quien le gustara reír… Los hay también de esta laya, pero tienen otros defectos, en este mundo todos los hombres son iguales, ni pensar que haya unos mejores que otros…

Pero, quién iba a creerlo, ahora cada vez se le hace más duro salir de casa. Sin embargo, siquiera una o dos veces al mes, coge su talega de cuero (esa que le regaló madame Daniel), la llena con todo lo que encuentra a mano, se pone varios jerséis, se coloca la dentadura, se tapa la cabeza con dos pañolones, se calza la boina tiesa que se hizo con los restos de un gabán viejo (de eso ya van nueve años), la asegura atándola con una bufanda, y se las pira. O eso es lo que dice su marido:

—Conque otra vez te las piras, ¿eh?… —rezonga desde la cama, debajo de las mantas amontonadas sobre el edredón, donde yace con la cabeza envuelta en un jersey de ella, viejo y andrajoso, desde que se le ha perdido la gorra descolorida que se ponía siempre al acostarse. Habla jadeando entre palabra y palabra, es gordo y alto, pesa más de cien kilos. La piel del cuello le cuelga flácida, pero sus mejillas se ven rozagantes, casi sonrosadas, y en ellas la barba sin afeitar de varios días crece áspera y cana.

»… tú y tu maldita costumbre de no parar en casa… siempre volando a casas ajenas y no paras en la tuya.

—¡Déjame ya! —exclama ella.

Ni lo mira. Lista para salir, abrigada a más no poder, da vueltas por la sala hurgando entre los cachivaches para coger alguna que otra cosa, un bote de pepinillos, cebollas, pues ella tiene bastante para pasar este invierno, unas cabezas de ajo, un culín de aguardiente que escurre en un frasco vacío de jarabe para la tos. Lo amontona dentro de la talega, encima coloca unas bolsas de plástico. A ella no le gusta ir con las manos vacías, y unas cosillas no le van mal a nadie, ¿no?

—¡Déjame ya! —repite.

Tampoco hace caso de lo que le está diciendo él. Que siga refunfuñando cuanto quiera, pedazo de boquirrasgado, que hable solo, para sí mismo, palabra de varón es una sinrazón, como solía decirle a madame Ioaniu… y cómo le divertía esto a la vieja… Lo que es Vica, ya aprendió a apañárselas: apenas siente que el marido está a punto de desvariar y soltar su rollo, ella se mete en la sala, y que el diablo os lleve a ti, a tu madre y a tu padre, y a toda tu parentela, masculla entre dientes…

Rezongando entra y sale, de la sala a la tienda y de la tienda a la sala, sin parar de machacarle, pero él ni se entera; de un tiempo para acá se está quedando sordo de un oído, así que solo escucha lo que le conviene. Y ella habla que hablarás hasta quedarse tranquila. La tienda está a oscuras. Y en cuanto al calor, solo el que se cuela de la sala. Antes la calentaban con la estufa, ahora ya, para qué; ya van veinticinco años o más —¿cuántos serán?— desde que cerraron el negocio. Ahora usan la tienda para almacenar la leña y el carbón. ¿Cómo encender, pues, el fuego, si no hay ni por dónde dar un paso? Ahí están además el viejo aparador de puertas desvencijadas, los grandes tarros de salmuera, los costales de patatas, las cacerolas, el cubo de agua y la fregona… Da vueltas entre todos esos trastos y sigue haciendo sus cosas hasta que el otro se aburre de tanto hablar solo y se calla. Entonces vuelve a la habitación, se agacha suspirando y llena bien la estufa con carbón, cuidando de dejar abierta la portezuela de abajo, porque, ¿acaso puede confiar en él?, y al regresar por la noche, puede que se encuentre con la casa completamente fría.

—¡Anda!, crees que me quedaré yo aquí a empollar, como tú, contemplándote… No estaré harta a estas alturas, después de cuarenta años…

La respuesta ha tardado tanto que él la mira, con los ojos como platos, y no dice ni pío. Está callado, sin comprender qué mosca le ha picado de pronto… Ya me la pagarás —esto Vica no se lo suelta en voz alta— por lo endemoniado que has sido toda tu vida; por eso no lo quiso, aunque cuando lo vio por primera vez, la verdad es que le gustó. Ella estaba detrás del mostrador, en la tienducha de Iancului; fue una clienta quien lo trajo y los presentó. Tenía a la sazón diecinueve años, era alegre y todos la querían. Lo que es él, era buen mozo, alto y fuerte, tenía la nariz recta y los labios delgados, el pelo liso peinado a un lado; mira, igual que en esta foto de la pared. Se la sacaron el día de la boda; por aquel entonces él estaba empleado en la fábrica de Zamfirescu… ¡Qué maravilla de confitería la de Zamfirescu! Estaba más o menos donde está hoy la estatua de Kogalniceanu. ¡Y la de cosas que le traía de la fábrica! Un día bombones, otro caramelos de todo tipo, otro pralinés. A todos sus trabajadores Zamfirescu les regalaba dulces, en navidades y en Semana Santa, ¡qué de huevos, qué de tabletas de chocolate, así de grandes! ¡Qué no daría ella por tener ahora un poquito de aquello! Y pensar que entonces le repugnaban, de tantos como había comido… A veces una no sabe valorar lo que tiene… Zamfirescu, ni que decir, ¡todo un señor! La prueba, que llegó a ser de los íntimos de la reina y a codearse con los Bratianu… Tres años trabajó su marido para Zamfirescu; lo que se llama culto no era, pero siempre tuvo buena letra; aún ahora, cuando firma, hay que ver qué caracolillo tan bonito le dibuja en cima…

Al fin y a la postre, con lo que ahorraron entre ambos y con lo que su señor padre le dio de dote, abrieron la tienda. Al contar el dinero de su dote, papá —¿quién iba a creerlo?— se equivocó. A él, que no soltaba un céntimo ni pidiéndoselo de rodillas, se le escurrieron por entre los dedos unos quince mil de más. Aun siendo un zorro, su marido se asustó como un tonto y le dijo:

—¿Qué hacemos? Mira que tu padre ha metido la pata con los billetes… ¿Qué vamos a hacer? —preguntó el tonto del higo—. ¿Devolverlos? Toma, corre y dáselos…

—¡Venga!, tráeme eso aquí —saltó ella— y chitón, que estos cuartos son míos. Que me haga con este dinerillo siquiera…

Dicho y hecho, y en buena hora, pues papá todo lo que tuvo lo dejó a los hermanastros, ¡que se les atragante en el gaznate…! Total, que con la dote de ella y con lo que juntó el marido mientras trabajaba en Zamfirescu, reunieron lo suficiente para abrir su tienda en Coriolan. Y luego, había que ver cómo el muy bestia se las daba de gran señor, apenas abierto el negocio… Llegaba en coche de alquiler de primera, no en cualquiera, y él sentado detrás, orondo, recostado sobre los almohadones. Una vez le trajo una ajorca de oro; otra, un medallón de zafiro con su cadenita. Después dejó de hacerlo:

—¿Pa’ qué? Si nunca los luces…

Cómo y dónde iba a lucirlos, si se pasaba el día entero pegada al mostrador… ¡Y a él, le importaba un bledo! Iba al cine, al fútbol, no se perdía un solo partido del Juventus. ¡Ni que fuera el jefe del club Venus…! Ahora, salir ya casi no sale, solo cuando hay sol le apetece dar una vuelta por el jardín de Cismigiu; va caminando bien tieso, sacando barriga, su tripa de mercader, que nunca llegó a tener el otro viejecito, su padre, quien, enclenque como todos los oltenios, siempre quiso ser barrigudo. Al envejecer se pasaba todo el tiempo quejándose, que qué clase de comerciante seré yo, si ni tripa tengo. El marido en cambio, alto y fornido, camina tieso, con fuertes pisadas, sacando la panza, echando miradas codiciosas hacia la tienducha de la esquina, donde venden empanadas de hojaldre y gaseosas. Ella le da algún billetito, aun sabiendo que no lo tocará para nada; sin embargo, le gusta saber que lleva algo en el bolsillo, que así son los hombres…

—Tú te vas y a mí me dejas aquí, solo… —se lamenta él.

Y sigue viendo la tele, incorporado a medias sobre las almohadas, está viendo la película de anoche, que repiten hoy, pero qué importa, él la ve por segunda vez. Y casi seguido, cambiando el tono de la voz, dice:

—Vica, ¿me traes un vaso de agua?…

—Levántate tú, o que los diablos te levanten; se diría que en tu pueblo te lo daban todo en la boca…

Pero deja su talega en el suelo, vuelve a la sala, le lleva un vaso lleno de agua y se lo pone en la mano. Abrigada como está, lista para salir desde hace una hora, permanece junto a él esperando a que beba, luego toma el vaso y lo deja sobre la mesa.

—¿Qué decías? —pregunta él y se acomoda de nuevo en la cama, bostezando. ¿Qué farfullabas hace un rato?… Bla, bla, bla…

—¡Déjame en paz! ¿Por qué no te callas? —le grita ella.

Agarra la talega y sale, dando un portazo que hace tintinear los cristales de las ventanas.

Camina con cuidado sobre el empedrado del patio, resbaladizo a causa de la escarcha matutina. Siente calambres en los pies hinchados, pese a que hace poco los ha frotado con vaselina y gasta medias gruesas de lana. Está claro que el tiempo va a cambiar. Se detiene un momento para tomar aliento, pues el aire frío la ha mareado; saca del bolsillo su mano encogida, metida en un guante de lana de puntas deshilachadas, y se arrima a un postigo cascado. Hará veinte años que cerró la tienda y todo está herrumbroso, lleno de polvo, y el portillo se confunde con la pared, VINOS DE DEALUL ZORILOR ponía con grandes letras, abajo, a la derecha, en un extremo de la contrapuerta; había además un peldaño que quitaron al liquidar el negocio. Tapiaron la entrada, sacaron el escalón, pues ¿qué falta hacía ya, si por delante no entraba nadie? «Estanco. Bebidas espirituosas.» ¡Y qué fiambres tenían! ¡Y qué ruedas de queso! Acudían clientes desde Coriolan y desde Sabinas… la gente llegaba, compraba, parloteaba un rato, les ofrecían una copilla, se servía alguna tapa. ¡Qué de quesos frescos!, ¡qué rimero de sardinas!, ¡qué infinidad de ultramarinos! ¡Cuántas exquisiteces traían! Y los vinos exclusivamente de Dealul Zorilor…

«Vaya, vaya, madame Delca —decía más de uno—, ¡aquí se está mejor que en Dragomir Niculescu!»

Y así, detrás de la barra húmeda de zinc pasaron los años mozos. Revoloteando todo el día, entre el tintineo de vasos y las voces impacientes desde las mesas.

«¡Misiá Vica!… ¡Oiga! ¡Misiá Viiicaaa!»

Su marido, impávido como hasta hoy, se quedaba tumbado en la cama, en la trastienda. Salía de vez en cuando, solo si había que echar fuera a algún borrachín, o a curiosear, no fuera que alguien se atreviera a tocar a la mujer. ¡En el momento menos pensado ya estaba detrás de ella! Todo un hombretón y no hacía el menor ruido. Entraba, husmeaba por todos lados; se daba el gusto de estar mano sobre mano, pero, meter sus narices en todo, eso sí. Además, cómo iba a percatarse ella de si venía, con el jaleo que armaban los clientes… pero, no bien aparecía él, chitón, que todos le tenían miedo.

—¡Venga aquí, don Delca! ¡Bébase un traguito con nosotros! —se oía a algún cliente novel, que no conocía sus manías.

Y él, apenas, en un hilo de voz:

—No gracias, no acostumbro…

Y seguía dando vueltas por ahí, el muy plomazo, para aguarles la fiesta y que se les atascara el trago. Al rato, desaparecía en la trastienda. Se vestía, se acicalaba y salía: al fútbol, al cine o simplemente a gandulear por el centro. Y ella quedaba a cargo de todo, de los proveedores, de la descarga de la mercancía, con el fardo a cuestas. Era, a la sazón, una mujer robusta, no como las de ahora, flacas y planas como tablas, sin culo ni agarraderas para la mano del hombre… Mujer rozagante, fornida y tetona, hacía vibrar el entablado bajo sus pies; con el cabello rizado y recogido en un pequeño moño sobre la nuca, la cara carnosa y la piel muy blanca… De haber querido se habría permitido algún desliz, pero ella no era de esa estofa, ¡qué va!, no era de esas… Había un tipejo… alto, de bigote fino y negro, de ojos maliciosos, si lo está viendo ahora. Trabajaba en la Prefectura de Policía, iba ahí, hacía la compra; eso sí, fíjate, que solo caviar, esturión ahumado, fiambres y vinos de lo más caros. Cargaba todo en un coche de alquiler y acarreaba provisiones para sus jolgorios. Otra cosa era ver cómo se la quedaba mirando, misiá Vica pa’ arriba, misiá Vica pa’ bajo… Y la de sortijas que llevaba… una en cada dedo y en el pequeño un anillo con una piedra grandísima…

—¿Le gusta? —le dijo un día—. Si le gusta, tómelo, es suyo.

—Guárdeselo y que le aproveche, la falta que me hace a mí, que no tendré yo marido…

Era muy apuesto, pero qué canalla debió de haber sido, se le notaba, cómo le bailaban los ojos… Cuando subieron al poder los comunistas, se marchó. Dejó mujer, casa, hijos y se esfumó. ¡Nadie supo nada más de él! Si lo hubieran cogido, se lo habrían comido vivo, pues seguro que andaba metido en asuntos oscuros, bastaba con ver el montón de anillos que usaba… ¡Y si hubiera sido el único! ¡Pero fueron tantos y tantos! Sea como fuere, ella no estaba para guarrerías, era de otra ralea y encima mujer de trabajo. Se lo había dicho una vez madame Ioaniu, mujer resabiada, que tuvo dos maridos.

«Vica, escucha bien lo que te digo ahora: hembra desgastada, esposa fracasada…»

Anda tan encorvada que parece gibosa, con el abrigo azul, descolorido, reventando de tanta ropa que lleva debajo, talega en mano. Anda con la cabeza gacha, sin mirar a ningún lado; habrán pasado quince años desde que fue por última vez al centro, qué sentido tenía, si todo lo necesario está a mano: la Caja de Ahorros, la peluquería en la esquina, la botica, la zapatería, el teléfono público junto a la verdulería, adonde va a hacer llamadas, con las fichas metálicas, si no está en casa la vecina. Pasa por el asador de albóndigas y cada vez hace un alto para paladear unas cuantas. Coloca la bandejita de cartón sobre una de las banquetas del mercado —a esa hora vacías—, moja la albóndiga en mostaza y se deleita. Siempre la misma duda, que si guarda una o no para llevársela al marido; no vale la pena, se decide al fin, mientras se limpia la boca con el pañuelo, no merece la pena, que está muy gordo y pese a todo no deja de embuchar sus empanadas de queso cuando va de paseo al parque Cismigiu…

Avanza doblada, ya ha dejado atrás el jardincillo donde los jubilados juegan al ajedrez en verano, unos cuervos graznan posados en la estatua de una mujer esmirriada; su hermano Ilie, que en paz descanse, sabía su nombre. Pasaban por ahí y la nombraba… A ver… ¿cómo la llamaba? Nifa… parece que Nifa. Aun con los ojos vendados podía ir de su casa al tranvía, de todo se acuerda, de cada vivienda, de cada hendidura del camino, aunque más allá de esas verjas ha venido a vivir gente nueva, pero los antiguos, todos sin excepción, la conocen.

«Beso su mano, madame Delca, ¿cómo está? Beso su mano, madame Delca», dicen gritando, apenas la ven pasar.

Todos le tienen cariño y aprecio. Y ella, no bien se topa con alguien, empieza el cotilleo: cada cual con sus dolencias, uno que el hígado, otro que la bilis, otro que la presión. A cuántos no fió ella, que, si no, hoy sería mujer pudiente y ahora nadie se priva de decirle:

«Tome, madame Vica, tenga cinco leis, que no le vendrán mal…».

Así es este mundo, mientras tienes para regalar eres bueno, de lo contrario, no vales ni una perra grande. No iba a saberlo ella, con tantas cosas por las que ha pasado, tantas, que podría dar lecciones a los demás. La escuela de la vida, cursos nocturnos, eso le decía a madame Ioaniu, y había que ver cómo se partía de risa la vieja… La escuela de la vida; amén de eso, de qué más se iba a enterar ella, que sabe solo del trabajo sin descanso. Bregar y bregar y nada más…

Sube pesadamente la escalerilla del tranvía. Saca las monedas que tiene preparadas en el bolsillo y se abre camino, entre los cuerpos apretujados, hasta los asientos delanteros. Siempre al pie del cañón, eso ha sido su vida, desde los once años, cuando murió su mamá y ella quedó sola y desamparada, con un montón de hermanos, pues papá se había ido a la guerra y al año, hacia el verano, a mamá le dio la fiebre tifoidea, o el tifus, solo ella sabe qué le dio, y falleció, pobre mamita. También murió Sile, el menor, que siendo niño de pecho no tenía qué mamar y luego se murieron los gemelos. Pero Ilie, Niculae y ella se salvaron, que eran ya mayorcitos. Se quedaron abandonados en la vieja casa del barrio de Pantelimon, cerca de la Capra, la iglesia donde está enterrada mamá; ella con su ristra de hermanos menores; el que tenía que vivir, vivió y el que tenía que morir, murió, según estaba escrito… De tarde en tarde iba a visitarlos su abuela, la griega, que se las daba de gran dama. Parece que la está viendo con su vestido gris plateado, de otomana, cerrado hasta el cuello con botonadura, ribetes de encaje en las mangas y los hombros cubiertos con un manto de piel. La ve clarito, como si fuese hoy mismo: robusta, panzona, de tetas grandes, como todas las mujeres de su familia. Con razón se apretaba el corsé, tenía un corsé enorme con ballenas. Únicamente de la giba no recuerda nada: ¿sería acaso corcovada la abuela? Era toda una señorona su abuela la griega, dueña de un quiosco de periódicos, cercano a su casa. Una de esas de cuartos adosados y puerta vidriera en la entrada, quedaba por el barrio de Sfintii Apostoli. Era toda una señorona, pero ellos, los nietos, no la podían ver, porque a mamá la había entregado a gente ajena, en adopción; si no, si la hubiese criado con su hijo y su otra hija, ¿quién lo duda?, otra habría sido la vida de mamá. También ella habría estudiado en una escuela de pago y se habría criado como una señorita; no habría tenido que casarse con un oltenio mercachifle y consumir su vida detrás del mostrador. Vivir en el barrio de Pantelimon, con siete hijos colgados de sus faldas. ¡Pobrecita mamá! De no haberla abandonado su madre, la griega, distinta habría sido su vida y a lo mejor no se habría muerto a los treinta años, en la flor de la vida. En eso insistían las vecinas, cuando su abuela aparecía por Pantelimon, a ver a sus nietos. No la sufrían las vecinas, tampoco ellos, sus nietos, y cuando ella les rogaba que la llamasen «granmamá» los chicos le decían «granmamuerte»… Que en paz descanse también ella, la «gran ma muerte», que hace años y años estará convertida en polvo. Aún guarda en el cajón la foto de la abuela, que se sacó en el estudio de Federico Binder, hay que ver lo ufana que se ve la «granmamuerte», con una piel enroscada al cuello y botines de tacón. Botines elegantes, de cuero fino, crujiente, y cierre de corchete que ella solía untar con aceite de ricino para mantenerlos nuevos. Pues de siempre la «granmamuerte» cuidaba de su personita; por eso a una de sus hijas la entregó a otros, para que la criaran. Quería librarse de una boca que alimentar. Con sus nietos, igual, para el caso que les hacía, pobrecitos, que en cuanto tenían necesidad acudían al tío Lavaberzas. Él vivía enfrente de la iglesia, en un enorme caserón, con rejas altas, bodega de vino y unos perros como fieras. No era menos avaro, un duro era, un roñoso, por eso la gente le apodaba Lavaberzas.

—Retira el trasto ese a un lado, mujer, que desde que te has subido, el trasto y tú estáis bloqueando el paso y no dejáis pasar a la gente… —grita, junto a su oído, un tío achaparrado, ancho de espaldas.

El trasto es una espuerta, y dentro cacarean dos gallinas de cresta gacha. Hace dos paradas que se subió la campesina con su cesta, subió por la puerta delantera del tranvía, Vica sí lo vio.

—¿Y dónde quiere que lo ponga? —pregunta la mujercita.

Levanta del suelo su espuerta y empieza a arrastrarla entre las piernas de los de al lado, las gallinas agitan las alas y sacuden sus patas atadas.

—Así es en segunda clase, te vienen con cestos, con repollos, con todo lo que puedas imaginar… Hay algunos que traen hasta sus perros… —dice el achaparrado, dirigiéndose a un viejo escuálido, con boina, que está justo enfrente.

El viejo se queda callado, asiente con la cabeza y las venas endurecidas del cuello se le hinchan bajo la piel flácida.

—Ponlo aquí, a mi lado… —se apresura a decir Vica.

Y empuja el cesto debajo del asiento.

—La gente se sube con lo que tiene, ¿acaso tendría que ir a pie solo porque a algunos les viene mal…? Paga su billete y sube al tranvía, por qué no iba a hacerlo… —le increpa ella, alzando la voz.

¡Toma! Que lo oigan todos, incluso los que fruncen la nariz y no soportan viajar más que en vagón de primera, que la segunda apesta. Ella, desde que cerró su tienda, se mueve así y no se ha muerto. Paga veinticinco céntimos y va en segunda, en una y otra clase hay gente igual… Que de no ser ella precavida, ahorrativa, con lo que aporta el marido no alcanzaría ni para una semana.

Levanta la talega del suelo y baja cuidadosamente por la escalerilla del tranvía.

El aire huele a humedad, a fin de invierno, pero se ven todavía algunos viandantes con bolsas de la compra en la mano y tirando de trineos, cargados con niños medio recostados, sobre la costra sucia de la nieve. Entre las grúas, se divisan edificios de viviendas aún sin enlucir, montículos de cascotes cubiertos de hojas de cartón alquitranado, también unas barracas de madera con las puertas cerradas. Ella cruza jadeante, arrastrando el paso más que de costumbre, por miedo a enredarse en cualquier alambre que esos albañiles hijos de puta dejaron esparcidos desde el otoño. Está impaciente por llegar, que de un tiempo a esta parte ya no está para trotes, no aguanta tantas caminatas… ¡Qué fea es la vejez!, y para colmo le está entrando un hambre, pese a que tomó una taza grande de té con pan remojado antes de ponerse en marcha. Sea como sea, antes que nada ella debe embuchar algo, no suele ocuparse de sus asuntos con el estómago vacío, si acaso se salta la rutina, le da una especie de desmayo y se siente mal, inservible para el resto del día. Lo que es su cuñada, pondría la mano en el fuego que a estas horas aún no ha preparado la olla… Eso no es una novedad, es así de toda la vida… si es una lela que se le va el día en la tarea más insignificante, y a quejica no hay quien la gane: antes de venirse a vivir a este barrio, al parecer, estaban apiñados, que ni por donde moverse tenían, y ahora, que si está lejísimos, que si pierde horas enteras en los autobuses… Ya me gustaría verla viviendo como Vica, cuarenta años en esa chabola, calentándose con carbón, siempre pendiente de las bombonas de gas, entonces sí que tendría derecho a protestar… Cuando Vica llega donde vive su cuñada, se figura que ha llegado al paraíso, así piensa, que ya van tres años desde la mudanza y su cuñada no abandona su coplilla: que las ventanas no cierran bien, que las puertas tampoco, que esto es el culo del mundo.

«Cállate mejor —le soltó ella una vez—, cierra tu bocaza, no provoques la ira de Dios, que este lugar donde vivís no es otro que el paraíso terrenal…»

Y pasó, eso parece que fue de mal agüero, que ni apenas cumplido el año, el pobre Ilie sufrió el accidente y se mató… Entonces sí que empezó a pasarlas canutas la cuñada, a aprender lo que era ir tirando sola. Pobre Ilie, tan buenazo, toda su vida sin chistar, hasta el dinero de casa administraba ella, de modo que el hermano, cuando Vica ponía fin a la visita, le pasaba a escondidas unos cuartos:

«Venga, Vica, cógelos, que tengas para el tranvía cuando vuelvas por aquí…», le porfiaba, al despedirla en la puerta de calle.

Con su hijo Gelu, no se las apaña así de fácil la cuñada… Ese chaval tiene un genio de mil demonios, a ella ha salido y a la familia de ella, es igualito, sin más ni más, se convierte en una fiera con la madre. Y ella malcriándolo todo el día: Gelu, hijito, y patatín y patatán… Gelu ni caso, día y noche con la nariz metida en los libros, pero eso sí, bien servido a toda hora… Si ella hubiese tenido hijos, verían al mismísimo demonio, no otra cosa; mejor así, que quién sabe cómo le habrían salido, que hoy en día los chavales no saben de respeto, ni conocen la vergüenza.

Berceni

Berceni

—Aquí en vuestra casa se está como en el paraíso… —exclama, dejándose caer en la silla de la cocina.

El calor le ha encendido la cara, y las manos y las piernas se le han relajado tanto en las articulaciones que lo único que le apetece es estarse quieta. Observa las tazas de té sin lavar en la pila, sobre la mesa cubierta con un hule hay migajas, y en un plato, un pedazo de queso blanco con una costra amarillenta.

—¿Y adónde se ha ido?

—Al trabajo, esta semana le toca el turno de mañana… ¿no lo sabías? —contesta Gelu pausadamente.

Está apoyado en la puerta. Es alto y delgado, con rasgos aún no definidos, como hinchados por el hervor que tiene dentro. La mira fijamente con una sonrisa en sus labios gruesos. Lleva pantalones de estar por casa, sin cinturón, que le resbalan por el cuerpo esmirriado, y una camisa de un verde descolorido.

—Si llego a saberlo, no hago el viaje en balde…

Se incorpora, se quita la boina e, inclinándose sobre la talega, saca el bote de encurtidos, la botellita, el ajo y la cebolla y los deja encima de la mesa. Está molesta por haber venido hasta aquí y no encontrarla, que si espera a que vayan ellos, ninguno aparece, y desde hace años es ella la que sigue llamando a puertas ajenas. Pues no le falta razón al marido… Ay, si hubiese vivido mamá, otro gallo le cantaría. Ella había terminado la primaria y su madre quería que estudiara bachillerato. Le había confeccionado el uniforme, con el bonete y todo, se acuerda como si fuese hoy; eso pasó en julio, y en agosto se decretó la movilización… Papá se fue al frente y al poco murió mamá; una mujer hecha y derecha, yacía en la cama delirando, y los labios se le habían reventado por la fiebre altísima que sufría… Y ella, ¿qué entendía ella, una cría de once años? Se iba a jugar por los baldíos porque no le daban ganas de volver por casa…

Al poco tiempo empezó a pasarlas canutas, se vio obligada a cuidar de los hermanos menores, a hacer la cola del pan (un pan negruzco y poco cocido, con salvado en lugar de harina), pues, si no lo hacía ella, ¿quién iba a hacerlo? ¿No era acaso la mayor…? A sus once años andaba con la cartilla de racionamiento en el bolsillo, hasta hoy se acuerda de esos vales: «Válido para 800 gramos de pan. O 440 gramos de pan. O 300 gramos de pan. Entrega supeditada a la presentación de este vale. Los infractores serán castigados con hasta seis meses de prisión o con una multa de hasta 3.000 leis, o con ambas sanciones».

¡Eh!, era la segunda del curso, leía de corrido. Mientras hacía la cola, leía el vale del pan, por eso se le grabó en la mente, y no ha olvidado ni una coma, como el padrenuestro se lo aprendió…

—¡Qué vas a saber tú lo que es quedarse sin madre a los once años…! Apenas murió mamá, pasamos un sinfín de apuros… —dice royendo un mendrugo de pan.

Al cabo de tantos años sigue sintiéndose húerfana y desamparada.

—Por eso, escúchame bien, debes querer a tu madre…

Coloca meticulosamente las tazas lavadas en la alacena y, como está de espaldas al chico, corta un pedacito de queso y se lo lleva a la boca. Tapa el resto con un plástico y deja el plato fuera, en el alféizar, detrás de los cristales de la ventana. Mira qué bien queda aquí fuera, solo a su cuñada se le ocurre lamentarse: «De haber vivido el pobre Ilie, este año ya habríamos comprado la nevera».

«¡Al cuerno con la nevera! —la increpa ella—. ¡Dinero tirado! Le das un hervor a la comida todos los días, y ya verás como te dura…»

—Por eso debes querer a tu madre y obedecerla, que no tienes a nadie más en este mundo. Me has oído, que la quieras y os cuidéis el uno al otro —le sermonea a voz en grito.

Que me oiga el chaval y se le meta bien en la cabeza.

Gelu se ha alejado un poco de la puerta y cambia el peso de su cuerpo de un pie a otro mientras bosteza. Piensa en algún pretexto para largarse de la cocina, pues, si abre la boca y se pone a charlar con ella, ya puede dar el día por perdido. De todos modos, desde que se ha levantado ha estado remoloneando y perdiendo el tiempo. Los libros, el tablero de dibujo, todo está aún tirado por el dormitorio, y encima…

¡Vaya con el chico!, dice ella para sus adentros, al tiempo que extiende una manta sobre la mesa, enchufa la plancha y se dispone a planchar la ropa arrugada que ha encontrado en el baño, que cuando vuelva la cuñada se lo agradecerá. Hay que ver, el chico está siempre de mal humor; su padre, que en paz descanse, era distinto; el menor de los hermanos: cuando murió mamá, apenas había dejado de gatear. Quien lo crió fue ella, Vica; una verdadera madre para él, y cómo se peleaba con su viejo para que lo mandase a la escuela…

«Si te digo que no hay con qué, es que no hay, ¿qué quieres que le haga?», alegaba el padre.

Como todos los de Oltenia, era un agarrado; había llegado a la ciudad, al parecer del pueblo de Carbunesti, o quién sabe de dónde. Acarreaba hasta el mercado cestos de verduras, pescado, gallinas, vinagre y carbón, corderos desollados, enteros, envueltos en tela, o solamente paletillas. De todo vendía papá, hasta que juntando monedita a monedita se hizo una casa de adobe en la barriada de Pantelimon, y al final a su caudal se sumó la dote de mamá, y con eso abrió la tienda. En los últimos tiempos vendía hilos, queroseno y pastillas de jabón; le iba bien, se había acostumbrado a vestir como los hombres de la ciudad, tenía un reloj de bolsillo con una cadena gruesa y gastaba bigotes de guías torcidas hacia arriba. El negocio le iba bien, pero aquel agosto repicaron las campanas durante toda la noche y se decretó la movilización. Cuando volvió de la guerra, no quedaba ni rastro de su local. Sin embargo papá, oltenio, como quien dice de veinticuatro muelas, que a los ochenta años cascaba las avellanas con los dientes, pues no le faltaba ni uno, papá, pues, volvió a empezar de cero. Iba de pueblo en pueblo con sus mercancías. Mamá ya había fallecido cuando él volvió del frente. Papá estaba todo el día fuera de casa, con su comercio. Luego se enredó con la Cateta, se fue a vivir a su casa y la dejó preñada varias veces.

«Si queréis, venid conmigo», nos dijo antes de juntarse con la Cateta, pero nosotros preferimos quedarnos en la casa vieja de Pantelimon, cerca de la iglesia de la Capra, donde está enterrada mamá.

Desenchufa un momento la plancha, que está demasiado caliente. Abre la puerta de la despensa, pero solo encuentra unos bizcochos secos, coge uno y lo moja en el vaso de agua; una vez remojado, lo mamullea en la boca.

—Tía, me voy a la habitación, tengo un montón de cosas que hacer, no sé ni por dónde empezar.

Se va, tira las pantuflas en un rincón, se arrellana en una silla y apoya la mandíbula en la palma de la mano. Se palpa la mejilla con los dedos: afeitarse hoy o no afeitarse… Lo ha mareado la cháchara de la vieja, con sus historias de siempre: por un momento parece que va a parar, pero qué va, erre que erre, vuelve a empezar, desde el principio. De un tiempo a esta parte habla más que nunca, y además no para de comer…

Tampoco él puede estarse quieto hoy. Hojea los papeles con los cálculos, anota alguna que otra cosa al margen, bosteza, se levanta y se pone a mirar por la ventana. No hay nada que ver, la misma calle de siempre, bordeada de edificios, y justo delante de la ventana, un terreno baldío cercado con alambre de espino. Un cubículo destartalado de metal: es el refugio abandonado, pues han trasladado la terminal del tranvía. A través de las finas paredes del edificio se oye una radio a todo volumen y las voces airadas de unos vecinos que se llevan a matar. Se remanga maquinalmente la camisa y, con dos dedos, empieza a reventarse los granos que le han salido en el brazo. Hay días como este, en que uno está con el ánimo bajo, desalentado. Un cielo blanquecino, el lodazal delante del edificio, el temor a la vida incierta que le espera y que le hace sentirse indefenso y lleno de furia; los nervios de su madre, su timidez con las chicas y la falta de dinero; todo eso le pone tenso, le hace fruncir el ceño, le obliga a reventarse uno a uno los granos del brazo. ¿Cómo es la vida en realidad? ¿Cómo la ve él ahora? ¿O cómo se le aparece cuando está de mejor humor y se olvida de todo esto? Se tira en la cama, cierra los párpados y espera el recuerdo insoportable, rechina los dientes para ahuyentarlo, mas el recuerdo persiste en su memoria haciéndole bullir la sangre. En el aire, el perfume intenso, estremecedor, de una primavera muy temprana; los montones de nieve ennegrecida que bordea la acera y chorrea hilos de agua. Y él, sabiéndose tan joven, corre, envuelto en una luz inesperada, cruzando todos los semáforos en rojo, por temor a llegar tarde.

La chica tenía los hombros frágiles y estrechos, los brazos delgados y cubiertos de un vello negruzco. Llevaba una media deshilachada sobre la rodilla, cosida de cualquier manera con hilo blanco. Él miraba de soslayo el zurcido, al tiempo que, con manos torpes, intentaba descorrer la cremallera. La sentía rígida y malhumorada entre sus brazos, sin su habitual locuacidad, pero la prisa y el temor le impedían detenerse. Los dedos se le atascaban en los botones, y de vez en cuando miraba de reojo el despertador, con su tictac vigilante, muy cerca de allí, sobre la mesa. Habían perdido la mayor parte del tiempo intercambiando frases banales, y ahora, en menos de una hora, regresaría el compañero que le había prestado su habitación. Algo, quizá la imagen de la media deshilachada, tal vez la torpeza de la muchacha, lo enterneció de súbito; intentó contener su febrilidad acariciándole el cabello, desde la coronilla brillante hasta la nuca, donde lo llevaba recogido con una cinta negra. Pero ella se apartó y lo miró de reojo, suspicaz y rencorosa. No, no tenía sentido intentar seducirla. De reojo, así lo había mirado ella durante todo el camino hasta allí, deslizando los dedos húmedos y suaves por las vallas de palos polvorientos, y luego por la pared amarillenta mientras subían por la escalera, hasta detenerse ante la puerta descascarillada, en cuya cerradura ennegrecida él había estado un buen rato tratando de hacer girar la llave, cada vez más nervioso. La cama crujía con cada movimiento, y él se protegió la frente para no chocar contra el cabezal, agobiado por la inmovilidad de aquel cuerpo rígido que se negaba a responderle; sin embargo, siguió adelante, observando casi aterrorizado sus propios gestos como si fueran los de otra persona. Como si todo lo que sucediera en adelante fuese algo que había que cumplir a toda costa; un deber del que no podía librarse. Y ella, que sin duda lo intuía, con los ojos clavados en el techo —un techo en el que descubría las mínimas irregularidades— y los labios apretados sobre los dientes blancos, pequeños y afilados, pestañeaba rápida y rítmicamente, dejando escapar entre los párpados entreabiertos destellos de maldad; una mirada torva, alegrándose del fracaso de Gelu, que ella ya podía contemplar.

—¡No te hurgues tanto! ¡Mira cómo te has puesto! —le regaña Vica, señalando con su dedo grueso y retorcido las manchas amoratadas del brazo, que él sigue palpando, con los ojos cerrados, en busca de otras espinillas.

Empujando la puerta de la habitación con el hombro ha entrado sigilosamente, jorobada, trayendo un plato con rebanadas de pan con queso.

—¡Déjame en paz! —grita Gelu, furioso—. ¡Déjame en paz! —repite en voz más baja.

Avanza hacia la ventana, apoya la mano en el alféizar y mira hacia fuera.

«Perdóname —había murmurado a la chica, retirándose hacia el borde de la cama, hasta que el canto afilado y frío de madera se le clavó en las carnes—. Perdóname», balbuceó asqueado, con una desidia y una desesperación tan grandes que dejó de interesarle el reloj, tampoco intentó cubrirse. Ya podía suceder cualquier cosa. Reconocía en sí mismo todo el espanto de aquellas horas, como si hubiese sabido de antemano lo que iba a ocurrir. Así que pudo pronunciar esa palabra, la última que, según había creído hasta entonces, jamás hubiese proferido delante de cualquiera. Y más tarde, mucho más tarde, sintió el brazo delgado de ella, empeñado en meterse debajo de sus hombros estrechos, y el pelo suave flotando sobre su mejilla.

—… mira cómo estás, eres solo hueso y pellejo. Por eso estás siempre adormilado, sin vigor… En cambio yo me he cuidado toda la vida igual que mi marido. Ahora mismo estoy viendo cómo se prepara un plato de huevos fritos, moja migas de pan en las yemas y empieza a comer con la cuchara… Hombre, le digo yo cuando lo pillo, ni que fueras el viejo Mealache, el que mezcla todo lo que le sirve su nuera, la sopa con el segundo plato. Pa’ qué abrir la boca dos veces, si todo va a parar al mismo sitio. Y él me responde: Pué ¿qué te crees?, ¿acaso no soy yo también un viejo? ¿Te parece que no soy viejo? Este verano cumplo los setenta y nueve…

—Pues sí que es viejo. Con esa edad, ¿cómo no va a serlo? —suelta el muchacho por encima del hombro.

Este chaval es un demonio… Igual que su marido, huraño y siempre malhumorado. Dios sabe a quién le hará este la vida imposible. Una buena zurra te daría yo, si fueses mi hijo para convertirte en un hombre hecho y derecho… A su edad es de esperar que tenga algo de sal en la mollera y que cuando hable, diga palabras juiciosas. La culpa la tiene la madre, que le ha dado alas y ahora es la primera en quejarse.

—No sé qué hacer con Gelu. No sé cómo ac-tu-ar; se pasa todo el día encerrado en la habitación, nunca me cuenta nada y, apenas le digo algo, lo más mínimo, me reprende. Cuando vivía su pobre padre, el chaval era distinto, y el aire que se respiraba en casa era también diferente. Bien sabes que Ilie era de carácter alegre, abierto —dice con un suspiro su cuñada.

—¿Qué quieres hacer? Déjalo a su aire —le aconseja Vica.

Pero para sus adentros: «¿Te asombras de que sea hosco y callado? Pues si ha salido a ti, si tú eres igual. ¿Acaso te has portado de otra manera conmigo y con todos los que se acercan de vez en cuando a esta casa?».

Se merece que se las cante claras, pero no vale la pena discutir. La suerte que tuvo su cuñada de conocer al pobre Ilie, que en paz descanse. Ilie era blando de carácter, durante toda la vida la mujer hizo de él lo que quiso; nunca se alegraba cuando Vica iba de visita, no la veía con buenos ojos; al parecer le disgustaba que Ilie le pasara a escondidas algún billete de veinticinco leis…

«Toma, Vica, para el tranvía cuando vuelvas por aquí…», le decía él en la puerta.

Ahora la cuñada ha cambiado al verse sola en el mundo.

«Pásate por aquí, Vica, ven a verme, para charlar un rato, que me zumba la cabeza de tanto silencio…»

Y ella va y le echa una mano, como hoy, zurce algo, plancha, aunque empiezan a fallarle las fuerzas. Ojalá nunca llegue una a necesitar nada de nadie, ni de los parientes ni de nadie más, que te comen viva; esto solía decirle madame Ioaniu. Mujer sabia la Ioaniu, sabia y refinada: dos maridos tuvo y a los dos los enterró.

«Que no llegues a vieja, Vica, y te veas obligada a llamar a puertas ajenas…»

¡Cuántas veces no se lo habría repetido!

—Venga, cómetelo tú, que yo no tengo hambre. He puesto mis papeles sobre la mesa y esto más que nada me estorba…

Gelu acaba de traer el plato con pan y queso. Se ha quedado con él en la mano, apoyado a medias en el dintel de la puerta, como indeciso: ni entra ni sale.

—Cómetelo tú; total, no hay gran cosa para llevarse a la boca. Mamá no cobra hasta mañana…

—¡Te crees tú que voy a comer! Es lo último en lo que estoy pensando…

De todos modos, toma el plato, lo pone sobre el aparador y sigue ocupada con la cocina de gas: retira los fogones y los friega en la pila. Si se volviera ahora, el chico la vería reír con la boca desdentada; acaba de quitarse la dentadura, es que le aprieta y no la soporta durante mucho rato. Diablo de chaval, piensa riendo para sus adentros. ¿Ves como ahora se arrepiente de haberse ensañado con ella? Un poco más y la come viva, pero ella ¿qué culpa tiene? Le ha traído algo para embuchar… No es malo el chico, pero sí maleducado, porque su madre lo ha consentido desde crío. Gelu, m’hijito, y patatín y patatán. La verdad es que era muy mono de pequeño, gordito y guapo con el pelo ensortijado. Cuando era un bebé ella lo bañaba, le ponía aceite en las articulaciones, lo conjuraba contra el mal de ojo, le besaba las nalguitas y lo llevaba consigo a la tienda. Su lugar estaba detrás del mostrador, gateando y mirando la balanza. Y cuando hubo la reforma monetaria, su marido le dio un saco de billetes para que jugara…

—Cómetelo de una vez —le dice Gelu alzando la voz.

A saber qué mosca le ha picado ahora. Ha salido y seguro que va a encerrarse en su habitación.

Así, sin ton ni son, le da la pataleta… Vica alarga la mano, coge un poco de miga de pan y un pedacito de queso y se los mete en la boca. Para qué volver a ponerse la dentadura si le aprieta. Quinientos le pidió el que se la hizo: dinero tirado, una chapuza, ¡mal rayo lo parta! Gelu no es malo, pero a veces tiene esas pataletas que dan miedo; qué se le va a hacer, es todo un hombre y seguro que le hace falta un culo de mujer…

De nuevo alarga la mano y coge con los dedos un trozo de queso que se lleva a la boca. Dios mío, cómo se abalanzó aquella vez sobre ella, diríase que iba a despedazarla; hace apenas un año, año y pico, cuando falleció su pobre padre Ilie, que en paz descanse. Pobrecito, difunto y tendido sobre la mesa para el velatorio, y la gente entraba y salía sin parar, sus compañeros de trabajo, la gente del edificio, los vecinos de donde vivían antes, cada cual con una flor, con una vela, como Dios manda…

Y ella, con el alma partida, loca de pena, que ni sabía lo que hacía… Y aun así se presentó con cinco kilos de carne de primera, limpia, sin grasa; había pedido prestado algo de dinero a su vecina Reli y desde las cinco de la madrugada había hecho cola para conseguirla, ay, con el alma partida… Corre, ponte a la cola porque hará falta carne para la comida del funeral… Y luego no sabía qué hacer con ella, porque ni nevera tenían, que no pudo el pobre Ilie comprar una, y al fin y al cabo, ¿a quién le importaba en esos momentos la carne? Su cuñada gemía y lloriqueaba entre dos vecinas que la sostenían, sin entender cómo le había ocurrido semejante desgracia. Así pues, ¿quién iba a ocuparse de la carne? Ella misma tuvo que ir a freírla, ¿iba a dejar acaso que se estropeara esa carne de primera…? Daba la vuelta a los trozos en la sartén con un tenedor, quizá probara alguno para ver si ya estaban listos, y se enjugaba el rostro con la mano. Hacía calor en la cocina, recuerda que las lágrimas le resbalaban por las mejillas mezcladas con el sudor, y cuando menos se lo esperaba apareció ese como un loco… Sí, como un demente apareció Gelu, el hijo.

—¿Y ahora te pones a hacer eso? —gritó.

Y corrió hacia la cocina para apagar los fogones.

—¿Y ahora te pones a hacer eso? No se te ha ocurrido pensar que no deja de venir gente y que te verán aquí friendo carne…

Ella dejó que apagara la cocina. Sabía que la carne ya estaba hecha, así que solo le dijo:

—¿Qué te ha dado para venir aquí como un loco? ¿Qué mosca te ha picado? ¿Por qué has apagado la cocina, mentecato? Y la gente, ¿qué te importa que me vea? ¿Quieres que se estropee esta carne? ¡Que a las cinco de la madrugada he ido a por ella! Con el alma partida hacía la cola de la carne para el velatorio de mi hermano. Habría preferido mil veces morirme yo y que él estuviera vivo, porque yo lo crié y fui como su madre. Pero con este calor en unas horas se estropea la carne si no la fríes. Y luego, ¿qué pondrás sobre la mesa cuando todo ese gentío regrese del cementerio? Porque volverán todos, y tu pobre madre ¿qué les dará de comer? ¿Quieres que se estropee esta carne tan buena, de primera? ¡Y tanto sacrificio y dinero para nada! Más vale que aprendas a respetar a tus mayores, que saben mejor que tú lo que hay que hacer.

Así lo increpó, y él se quedó callado. Rezongó algo y se largó. Desde entonces la miraba de reojo, pero hay que saber tratar a estos jovenzuelos. No hay que permitir que se propasen ni un poquito, pues al final terminan abusando. ¡Menos mal que ella no tuvo hijos! Porque hoy día no conocen el respeto ni la vergüenza. ¿Cómo no va a saber lo difícil que es criarlos? ¿Quién sino ella crió a Ilie? Lo bañaba, le daba de comer. Era solo una niña de once años y ya iba con Ilie en brazos a todas partes. Cuando apareció el zepelín ese sobre Bucarest y todos corrieron a verlo, ella también salió, pero con Ilie en brazos… Por aquel entonces todavía vivía mamá. Todo el mundo estaba a la puerta de su casa, algunos hasta habían subido a la azotea; la barriada entera estaba en la calle, deslumbrada por lo que veía; ¿cómo iban a imaginar que aquello iba cargado de bombas capaces de matarlos a todos? Salieron, unos con velas, otros con lamparillas, a mirar ese engendro. ¡Porque la verdad es que era bonito! Tanta gente junta y todo iluminado como en Pascua de Resurrección, y en el cielo, chorros de luz. Pero, mira por dónde, los nuestros también buscaban el zepelín para darle de cañonazos, y en un momento, con el retumbar de los cañones, aquello se convirtió en un infierno, un verdadero infierno, te lo prometo. Y ella, chis, chitón, tratando de calmar al pobre Ilie. De tanto llorar se había puesto morado, el pobrecillo, y cómo pesaba, igual que una piedra. Al final ya estaban acostumbrados, y apenas repicaban las campanas de las iglesias, la grandota de la catedral y la de la iglesia de Capra, y no bien comenzaban a hacer sonar los policías sus silbatos, mamá, con Sile en brazos y los gemelos agarrados a sus faldas, apagaba volando todas las luces y huía a esconderse en la bodega de Lavaberzas. ¡Y qué bodega tenía Lavaberzas! ¡No había otra igual en el barrio! Sin embargo, cuando cayeron las bombas sobre el mercado de Obor y todo tembló como si aquello fuera el fin del mundo, le dijo Lavaberzas: «Maria, tus críos se han cagado de miedo». Estaban todos apiñados, los niños dando gritos, pero era a la vieja Anghelina a quien se le había soltado el vientre, no a los niños, y todo se llenó de hedor, y ni imaginar puedes cómo se sacudía la tierra… «Son criaturas, qué se le va a hacer, cuñado», dijo entonces la pobre mamá, y la vieja Anghelina, ni pío, solo le castañeteaban los dientes y caminaba con las piernas abiertas. Sí, era muy vieja, pero se moría de miedo al pensar en la muerte. Muy cerca de donde estaban, en Obor, los aviones habían dejado caer sus bombas en pleno día y matado a mucha gente pobre y a mujeres que iban a comprar leña. Ellos, quién sabe cómo, habían logrado guarecerse en la bodega de Lavaberzas.

—Bueno, ahora sí me voy… —dice Vica.

¿Para qué va a seguir aquí? Nadie con quien charlar, nada que comer; la chiflada de su cuñada, con un grandullón de hijo en casa —ya está hecho un hombre—, y na’ pa’ llevarse a la boca… Habría que cocinar un buen estofado de carne para que el chaval tuviera donde mojar el pan… No es de extrañar que esté tan nervioso y decaído…

Gelu se levanta de la mesa, sorprendido. Estaba seguro de que iba a tenerla encima todo el día, y ahora, al verla dispuesta a partir, caminando pesadamente hacia la puerta, talega en mano, querría decirle algo, pero no se le ocurre nada. Va tras ella en silencio, con aire malhumorado, clavándose los dedos en la palma de las manos: no le gusta enderezar entuertos, y a fin de cuentas, qué sentido tendría, si hoy no tiene tiempo para estar con ella… Si quiere quedarse, pues que se quede, y si quiere irse, bien puede marcharse…

—Te pareces a Napoleón en Rusia, tía —le dice con los ojos fijos en su boina.

Una boina tiesa, hecha de restos de un abrigo, y sobre la boina y las orejas, una bufanda atada bajo el mentón.

—Napoleón en Rusia o donde tú digas, ¡ande yo caliente y ríase la gente! Por lo demás, a estas alturas, ¿a quién le preocupa ya mi persona? Solo al diablo… Solo a Satanás, el jefe de los demonios —asegura entre risas.

Gelu también ríe, y en su risa hay cierto dejo de maldad. La mira y observa sus cejas canas, porque, ahora se da cuenta, ya no se las tiñe, quién sabe desde cuándo… Y el cabello ralo, de hebras rojizas, blanquísimo en las raíces. De pronto, la recuerda peinándose delante del espejo del voluminoso tocador, ve la jarra alta y blanca de porcelana de la jofaina, que a él tanto le gustaba; colgadas de la pared, las fotografías en su marco ovalado, donde los rostros juveniles de los novios —de Vica y el tío Delca— se miran luciendo en la frente las coronas brillantes de la ceremonia nupcial. Su dormitorio, en el que no ha vuelto a poner el pie a causa del penetrante olor a queroseno y a moho que ha impregnado para siempre los muebles y la ropa.

¡Qué extraño el recuerdo de la tienda, que tan enorme le parecía entonces, con sus estanterías hasta el techo y el mostrador, detrás del cual le encantaba jugar y mirar fascinado, la imperceptible oscilación de la balanza! Y la tarde en que le dieron un saco de su mismo tamaño, repleto de billetes verdes…

«Juega con ellos, puedes romperlos, haz lo que quieras, que ha llegado la reforma monetaria…»

Y mientras los hombres cuchicheaban en un rincón, la tía Vica se peinaba la larga cabellera, que rebasaba el respaldo de la silla; una melena morena y rizada, que aún no había empezado a teñirse.

—Me he quitado la dentadura, por eso ceceo; no la aguanto mucho tiempo. La odio, me la pongo solo para salir; más que nada por el qué dirán: Mirad, ahí va la vieja desdentada…

—Si te quedas una hora más, quizá regrese mamá…

—Bah, ya volveré otro día… Apenas mejore el tiempo, vendré a veros… Ya que he salido hoy, tal vez me dé tiempo a visitar a Ivona…

¡Lo que faltaba…! Ahora empezará con las historias de sus señoras… Casi suelta una risotada, se le ha pasado el mosqueo de antes. Pero ella no continúa hablando, se sujeta firmemente a la barandilla y baja con cuidado los peldaños.

—Cuidaos mucho —le grita desde abajo—. Y come algo, de vez en cuando, que por falta de alimento estás tan enclenque y nervioso…

Parcul Domeniilor

Parcul Domeniilor

Camina lentamente, con la mirada gacha, cuidando de no tropezar con alguno de los alambres que han dejado tirados por doquier los condenados albañiles este otoño. Anda encorvada, con la talega de piel en la mano; no había razón para quedarse más rato allí, total, ya les ha dejado los pepinillos, un culín de aguardiente, la cebolla, el ajo. En fin, unas cuantas cosillas que a nadie le vienen mal…

«Ay, ¿por qué te has molestado, Vica? No hacía falta —suelta su cuñada—. Si ya sabes que no pruebo gota de aguardiente ni pongo cebolla en la comida…»

Eso dice, sí, pero con la boca pequeña, pues enseguida lo coge todo y lo guarda en el aparador; así es ella, capaz de quitarte, como quien dice, el último mendrugo de la talega, y encima arruga la nariz. Ella ya les ha dejado lo que había traído, pero ¿qué provecho ha sacado? Y para qué esperarla, quién sabe a qué hora volverá su cuñada, y en casa ni una miga pa’ comer… Lo que faltaba pa’ el duro, estamos en vísperas del día de paga, como ha dicho el chico… Hace un año su cuñada le prometió:

—Vica, te pasaré unos veinticinco leis, de la pensión de Ilie. Te los daré todos los meses, que ese fue su último deseo… Pero, perdóname, precisamente este no puedo; el mes que viene te los daré, pierde cuidado…

—No te preocupes, mujer, que a vosotros tampoco os sobra —le respondió ella.

Siempre le dice lo mismo.

No se fía de las promesas de la cuñada, y con razón. ¿Qué se puede esperar de ella? Su cuñada es una manirrota, cuando tiene dinero, ¡hala!, a gastarlo se ha dicho. Ya le gustaría verla vivir como ella y su marido, dos almas con unos tristes seiscientos cincuenta al mes… Y con eso hay que pagar el alquiler, la luz, el televisor…

Camina despacio, con cuidado, dejando atrás las cabinas telefónicas. Hay dos en la terminal del tranvía, ambas con los cristales rotos, ambas con los cables arrancados. Es que Bucarest se ha llenado de golfos, está invadida de paletos y bribones. Menos mal que lleva vacía la talega, solo algunos pedazos de pan seco; claro, la manirrota de su cuñada, como siempre, compra más pan de la cuenta, y luego se seca y hay que tirarlo…

«Pero ¿para qué lo vas a tirar? —le reprocha ella—. ¡Venga!, dámelo, que yo soy el cubo de la basura…»

¡Hay que ver cómo se ríe Gelu cuando la oye! Ella se lleva el pan a casa, lo tuesta, lo remoja en la taza de té y se lo come con la cucharilla. Es el único provecho que saca de su cuñada. En vida del pobre Ilie, lo mismo, esa mujer despilfarraba el dinero en un santiamén.

«Vica, ven a vernos el día de cobro, que si no ya sabes que no queda ni un céntimo», se quejaba el pobre Ilie.

Y así era, una semana antes del día de la paga estaba a dos velas y tenía que ir de casa en casa pidiendo prestado. Dos sueldos y no les alcanzaban, ¡habrase visto! Y ella, ¿cómo se las apaña para llegar a fin de mes? Pues siendo ahorrativa, claro.

«Yo la admiro, madame Delca, tiene toda mi consideración por lo bien que sabe llevar su casa», le comentaba Ivona.

Cuando Ivona dice algo, puedes fiarte de su palabra; por ejemplo, cuando le envía una postal y escribe: «Querida madame Delca, hace tiempo que no la hemos visto por aquí; la esperamos tal día», puede estar segura de que ese día la esperará y no saldrá a callejear por la ciudad.

«¡Cómo la quería Muti,1 madame Delca!», murmura Ivona.

Y acto seguido saca el pañuelo y se echa a llorar. Ya ha pasado el luto, pero sigue llorando a su madre, y motivos no le faltan: mientras tuvo fuerzas, fue la madre quien sacó adelante la casa de Ivona y encima le crió el hijo.

—Madame Delca —le dijo Ivona cuando falleció madame Ioaniu—, la verdad es que yo no sé preparar el pastel de muertos…

—Pa’ qué lo quiere, Dios me perdone —le contestó Vica—, que a fin de cuentas, ¿qué provecho saca de eso el difunto? Una vez muerto, ¿de qué le sirve? Solo lo bailao no se lo quita nadie…

—Lo cierto es que a Muti no le agradaban las ceremonias de difuntos, así que mejor le pasaré cincuenta leis cada dos meses, para que la recuerde. Le mandaré una postal y usted vendrá a recogerlos y así aprovecharemos para charlar un poco, o le enviaré un giro postal, lo que mejor le convenga…

Dentro de una semana hará dos meses desde la última vez que cobró ese dinerillo. Una buena chica la pobre Ivona, la conoce de toda la vida: un puro nervio, delgada, delgadísima, con la nariz larga; se tiñe el pelo de rubio y lo lleva corto, está igual que cuando tenía veinte años, no ha cambiado. Ya hace muchos años que va cada dos meses a casa de Ivona; recibe la postal y de inmediato se pone en camino, ¡y hay que ver la alegría de Ivona al abrirle la puerta!

«¡Ay, madame Delca, qué bien que haya venido! Tengo tantas cosas por zurcir que no sé dónde meterlas… y para colmo no tengo nada que ponerme… Conque ando así, desnuuuda…»

¡Qué contenta se pone cuando la ve! Se le cuelga del cuello y la besa en ambas mejillas; y ella, lo mismo. Le tiene cariño a Ivona.

«Manitas de oro las suyas, madame Delca, de oro puro —le dice—. ¡Qué más quisiera yo que ser como Muti o como usted! Pero ni hablar, no tengo ninguna habilidad, ni una pizca… por eso mi marido me ha compuesto una poesía: “Mi mujer, lo que es coser, ni que viera a Lucifer…”.»

Y a sus fulanas, a sus furcias, a las putas que frecuenta, ¿también les compone poemitas? Tendrían que cortarle los cojones, le dan ganas de decir. Pero prefiere callar, no desea amargar a Ivona, bien sabe Vica cuándo hay que abrir la boca y cuándo tenerla cerrada.

Se ha detenido en la parada y espera resignada la llegada del tranvía. Está lloviznando. Unas gotitas se le clavan en la cara, pero ella ni caso, que lleva prendas bien gruesas y encima el abrigo, un buen abrigo, lo volvió del revés, hará nueve años, hecho de un cachemir resistente, de esos de los buenos tiempos, y de los retazos que sobraban se confeccionó ella misma la boina, forrada con dos tiras de entretela de algodón. La bufanda le resguarda las orejas del frío, y la boina la protege de la lluvia, se la ha calado sobre la frente y está como una reina. Porque la persona que vale, sabe velar por sí misma, y ella ¿no iba a saberlo?, por eso poco le importan hoy el frío y la lluvia…

Una anciana con mitones de lana pasa a su lado acarreando una bombona de gas sobre un carrito. Fíjate, se dice, ¿cuántos años tendrá la vieja esta? Dios no quiera que me vuelva así… ¿Será posible que no haya encontrado a nadie que le cargue la dichosa bombona por cuatro chavos?

Llega el tranvía y ella se acerca presurosa, de tan arropada como va, avanza a pasos cortos.

—¡Suba, abuela! ¡Suba rápido! —la anima un señor muy cortés.

Un señor de cierta edad, un hombre de bien, de los de antaño.

—Gracias —dice ella.

Pero pasa delante de él sin detenerse; el caballero se la queda mirando extrañado, vacila un instante junto al estribo y se encarama luego al tranvía. Ella sigue deprisa hacia el vagón de segunda, pues desde que cerraron la tienda solo va en segunda y, como se ve, no se ha muerto todavía.

«¡Bah! Menudo ahorro, cinco céntimos —dice la lista de su cuñada—. ¡Qué gran ahorro!» Pues claro que lo es. Unos céntimos por aquí, otros por allá, así se junta el dinero, que si ella no fuese precavida, con lo que traía a casa su marido no les llegaba ni para una semana.

Pero no logra llegar a la puerta trasera del tranvía y ella por la delantera no subirá, pase lo que pase; no es tan vieja como para subir por donde se baja, la puerta delantera es la de salida, eso cualquiera de Bucarest lo sabe.

Ella conoce las reglas, pues viaja en tranvía desde la época en que los había tirados por caballos, con vagones amarillos, y en verano colocaban cortinillas, y a los caballos, capuchones en la cabeza y anteojeras. ¡Qué caballos más enclenques los del tranvía! La línea atravesaba la plaza Sfântu Gheorghe, donde estaba la Loba,2 continuaba hacia el hospital Coltea por la avenida Dorobanti, torcía por Clopotarii Vechi y terminaba en Bonaparte, a veinte céntimos el trayecto. Y el diablillo de Niculae acechaba en la acera, junto a otros golfos como él, y cuando aparecía el tranvía saltaban a los topes y enseguida se encogían, porque si llegaba a verlos el cochero les arrebataba las gorras y les propinaba una soberana paliza. Lo mismo hacían con el tranvía eléctrico, el catorce, ¡ay, qué loco era Niculae!, ¡qué atolandrado y qué listo! Lástima, ¡poco provecho sacó de su buena cabeza! En la escuela siempre era el primero, y el hijo del director, su compañero de pupitre, el segundo. Listísimo, todo lo aprendía con solo atender en clase, y luego se iba a corretear por los baldíos. Listo pero requeteloco; todos los días papá le daba una tunda, ora por perder en las canicas (le parece verlo guardar sus bolitas de vidrio) y regresar casi en cueros, ora por perder la gorra, le había arrebatado el cochero del tranvía. Recuerda otros tranvías: el que recorría la calle de la iglesia Ienei, por Regala, por Câmpineanu; se detenía en las paradas, pero también si le hacían una señal con la mano, el bastón o el paraguas. Había además carromatos que no transitaban sobre rieles; era mejor no cogerlos, ya que pasaban por todos los baches y te quedabas sin respiración. ¡No iba a saber ella qué es un tranvía! Lo sabe muy bien, no en balde es bucarestina de pura cepa; en cambio esos advenedizos que han invadido la ciudad, ni idea. Repleta está Bucarest de paletos, y ellos, los nativos, bucarestinos de toda la vida, ya no tienen espacio. Los tiempos que corren son para los catetos: apiñados en los edificios y juntando dinero para comprarse un coche, como la chata de Oita, prima segunda de Delca.

Avanza entre los asientos balanceándose torpemente. El suelo de caucho está todo enlodado; Dios santo, que no vaya a caer de un resbalón y a romperse algo. ¡Por fin un asiento libre junto a la ventana!

Va casi corriendo a sentarse.

Hoy se ha levantado con el pie izquierdo, ojalá encuentre a Ivona en casa. A esta hora ¿dónde si no podría estar?; ya está jubilada, igual que su marido: cuatro mil, o a lo mejor más, ¿cuánto tendrán entre los dos? Unos cuatro mil, para gastarlos ellos solos, porque el hijo huyó del país. Hará dos o tres años que Tudor se marchó, poco antes de la muerte de su abuela, madame Ioaniu. Ivona mantiene su habitación tal cual, nadie duerme en ella, tampoco la ha puesto en alquiler. El gran caserón, vacío. La habitación del chico, Ivona la conserva como una tumba, va colgando las fotos en color que él le envía de los sitios por donde viaja. Y a ellos ¿de qué les sirve que su hijo recorra tantos países…? ¿De qué? Ivona consiguió visitarlo hace un año, cuando le dieron el permiso de salida, y este verano lo ha obtenido su marido, y eso es todo. Tudor, por su parte, no puede volver; Dios guarde a Ivona de que le ocurra algo en la vejez. Sola en ese caserón desierto, pues su marido se pasa el día entero metido en casa de la fulana. ¡Apenas lo ves coger su chaqueta del perchero, y ya no está! Que el Señor proteja a Ivona, porque no hay nadie que le ofrezca siquiera un vaso de agua. Así son los jóvenes de ahora. Tú los crías y los alimentas, y cuando les toca a ellos cuidan de ti, ¡si te he visto, no me acuerdo! De todos modos, Ivona no es de las que se desviven por los demás, durante toda su vida solo se ha preocupado de su persona.

«Así soy yo, madame Delca, una mujer racional —le confesó una vez—. Y eso me ha servido de mucho en la vida.»

«¡De mucho te ha servido! Que si mi marido se comportara como el tuyo, montando mujeres todo el santo día, ya se las hubiese visto conmigo, al cuerno lo hubiese mandado.» Pero la bobalicona de Ivona… que si el trabajo, que si las amigas, fumando, tomando café. Ni se entera de lo que le hace Niki.

«Así es ella, que desde pequeña ha sido educada para no demostrar sus sentimientos», le explicaba madame Ioaniu.

La señora la tenía al tanto de todo.

«Contigo, Vica —le confesaba—, no tengo secretos… Quédate aquí, en mi habitación, quédate aquí a trabajar, así podremos charlar de nuestras cosas… Justamente el otro día estaba pensando: ¿qué habrá sido de Vica, que no ha dado señales de vida? Entonces pedí a Ivona que te mandara la postal.

De vez en cuando el cartero traía una postal de Ivona: «Querida madame Delca, hace mucho que no la vemos por aquí. La esperamos. Antes de venir, llame por teléfono. Por las mañanas Muti está siempre en casa».

Sobre todo en verano, sin temor a las heladas, salía de casa, cogía el tranvía a las nueve y a las diez menos cuarto llamaba a la puerta de atrás. A veces le abría Leana, la lavandera. A madame Ioaniu la encontraba siempre en el piso de arriba, en su sillón de cuero. Un día el bendito cuero reventó y tuvo que remendarlo, pero, cosido y todo, volvió a rajarse; estaba ennegrecido y por eso lo habían cubierto con un tapiz, y allí se pasaba sentada horas enteras la señora. Por otro lado, había tapices por toda la habitación de madame Ioaniu: unos cubrían el sofá cama, otros decoraban las paredes, junto con algunos cuadros y un gran espejo que llegaba hasta el techo. Era un espejo veneciano, con marco de madera oscura e incrustaciones de marfil. El marfil amarilleaba y el polvo lo había deslustrado, pero hasta hacía unos treinta años lanzaba unos visos tornasolados. ¡Cuántos cachivaches había en la habitación! Sillas con el respaldo de cuero claveteado con tachuelas, antiguas sombrereras, baúles con vestidos viejos, pilas de libros en francés con las hojas amarillentas, que, apenas los tocabas, despedían polvo y un olor penetrante…

A madame Ioaniu la hallabas siempre en su poltrona, con un libro en la mano. ¡Diablo de mujer, toda su vida desenvuelta y culta! Sentada leyendo, con las gafas caladas en la nariz, la cara surcada de finas venillas rojizas. En su día había sido rubia y en su juventud se esforzó por ocultar las pecas del rostro; traía cremas de París y se embadurnaba con ellas, pero cuando envejeció se le borraron de la cara y le aparecieron en las manos. Era gruesa y pechugona, pero al parecer de joven era alta y esbelta, así se la ve en las fotos de los álbumes, y cuántos no tenía, una montaña. Se pasaba todo el día en su sillón, allí hacía la siesta. Detrás de ella, colgado de la pared, había un cuadro de un anciano pelando una manzana. ¡Cuántas veces había contemplado ella esa dichosa pintura!

—¿Por qué tiene ese adefesio ahí colgado? —le preguntaba Vica—. A mí me daría miedo toparme con sus ojos por la noche.

—No es un cuadro cualquiera, Vica, tiene mucho valor, es de un pintor de hace años —contestaba madame Ioaniu—. Venía todos los veranos a Balcic, y un buen día, al ver que me gustaba tanto, me lo regaló.

Y venga a contar historias. Se aburría de estar sola en su sillón durante horas y horas: su hija, en la oficina, su yerno también, y el chico, en el colegio. ¡Cómo se le iluminaba la cara al oír sus pasos por las escaleras…!

—Quédate aquí, trabaja en mi habitación —insistía—, para que podamos charlar un poquitín…

Rebuscaba en los baúles y aparecía con un montón de telas colgadas del brazo: terciopelos antiguos, sedas naturales, sábanas finas de Holanda, lencería de lino y batista; lo que pasaba es que todo estaba podrido, con solo ponértelas una vez las prendas se deshilachaban… Blusas y vestidos, de moaré, de reps, de satén brillante, de crepé, y buenos trajes sastre de cachemir inglés de antes de la guerra, y gabanes de pelo de camello, pasamanería y encajes, una verdadera montaña de trapos. Vica los cosía, los remendaba, los volvía del revés, ¡qué buenas prendas salieron de sus manos…! Ropa a la medida para Tudor, camisones, delantales, bañadores; hubo un tiempo en que hizo hasta pantalones para Ivona; «pantalones pescadores», así los llamaban en esa época.

Dedicaba largas horas a las labores de costura, inclinada en la máquina de coser. Cosía sin patrones, sin nada; aunque Ivona le proporcionaba revistas de moda extranjeras, ella ni las hojeaba.

«Para la falta que me hacen… —murmuraba—, me las apaño mejor sin ellas…»

Entretanto la señora la ayudaba con los hilvanes. En el momento menos pensado se ponía en pie y caminaba despacito hacia la cocina; reaparecía con el cazo de café humeante y las tazas. ¡Ah, eso sí que era vida! Madame Ioaniu encendía un cigarrillo, mira, así, lo sostenía entre los dedos, las uñas corvas como garras de ave y pintadas de un rojo intenso. Desde siempre, desde su juventud, la recuerda con las uñas encarnadas.

«Demonio de mujer», pensaba ella mirándole las uñas.

Madame Ioaniu tenía las manos nudosas, con los nudillos abultados. Por eso, según ella, para disimular lo feas que eran, tenía que pintárselas de ese rojo vivo. Pero ¿y las mejillas?, ¿también por eso te las pintarrajeas? La pregunta le bailaba en la punta de la lengua…

Era digno de ver cómo se acicalaba madame Ioaniu cuando iba al cine, a ver a alguna amiga o a jugar al póquer. Organizaban las partidas p

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