A través de la ventana

Maeve Binchy

Fragmento

cap-1

La madre de Dolly

A Dolly la adolescencia le resultó más difícil que a la mayoría de las chicas por lo guapa que era su madre. Si se hubiera tratado de una mujer insignificante, rolliza como un bollo o arrugada como una pasa, le habría sido más sencillo. Pero no, en ese sentido no había consuelo alguno. Madre era alta y esbelta, y te­nía una sonrisa que hacía que los demás también sonrieran y una risa que provocaba que los desconocidos levantasen la vista con agrado. Madre siempre sabía qué decir, en cualquier situación; llevaba largos fulares de seda de color lila con tanta elegancia que parecían acariciar su cuerpo al andar. Cuando Dolly se ponía uno, le quedaba como si le hubiesen colocado una venda o bien la confundían con un hincha de fútbol. Si una era fornida y robusta, además de sosa y sin gracia, a veces resultaba fácil odiar a madre.

Pero ese odio duraba tan solo un momento, y no era real. Nadie podía odiar a madre, y desde luego no la hija rechoncha a la que ella trataba como a una princesa. Madre siempre resaltaba los atributos de Dolly, como sus preciosos ojos de un verde intenso. «La gente se perderá en esos ojos», decía. Dolly lo dudaba; no sabía de nadie que se hubiera fijado el tiempo suficiente para darse cuenta de que eran verdes, y menos que se hubiese arriesgado a perderse irremediablemente en sus profundidades. Madre siempre pedía a padre que admirara la maravillosa textura del cabello de Dolly. «Mira —decía madre con entusiasmo—. Mira cuánto pelo, y qué sano lo tiene; no me extrañaría que un día de estos los fabricantes de champús se presenten para pedirle a Dolly que haga anuncios para ellos.» Padre miraba obediente con una leve expresión de sorpresa, como si le hubieran pedido que observase un martín pescador que acababa de desaparecer. Y asentía en su afán por complacer a su esposa y a su hija. «Oh sí, bonita cabellera, desde luego perderla no la perderá», admitía.

Dolly examinaba desganada su pelo castaño sin brillo. Lo único que podía decirse a su favor era que tenía mucho. Y eso era lo que madre había sido capaz de identificar de modo infalible y a lo que sin duda se había aferrado en sus exagerados cumplidos.

La madre de Dolly les caía de maravilla a las chicas de la escuela; era muy simpática, decían, y se interesaba mucho por sus vidas. Recordaba todos los nombres. A ellas les encantaba pasarse por su casa, en Chestnut Street, los sábados por la tarde. La madre de Dolly les dejaba jugar con restos de maquillaje: pintalabios que estaban en las últimas, pequeños botes de sombra de ojos casi vacíos, polveras prácticamente gastadas por el uso. Había un espejo enorme con una buena luz donde podían practicar; lo único en lo que insistía la madre de Dolly era en que se lo quitaran todo con crema limpiadora y pañuelos de papel antes de marcharse. Logró convencerlas de que limpiarse la piel era fundamental para conservarla tersa y luminosa; las amigas de Dolly se lo pasaban casi tan bien limpiándose el cutis como pintando sus jóvenes rostros.

Sus amigas. ¿Eran amigas de verdad?, se preguntaba Dolly a menudo, ¿o únicamente les caía bien por madre? En la escuela no le hacían mucho caso. Al salir de clase Dolly se quedaba sola mientras las demás se marchaban cogidas del brazo. Nunca era el centro de un corrillo de risas en el patio, nadie le proponía ir de compras después del colegio y siempre era de las últimas a las que elegían cuando había que formar equipos. Incluso solían escoger a la pobre Olive, que era gorda y llevaba unas gafas redondas de culo de botella, antes que a Dolly. Si no hubiera sido por madre, podría haber desaparecido de la escuela, y nadie se habría dado cuenta. Debía estar muy pero que muy agradecida de tener, a diferencia del resto de la gente, una progenitora que contara con una aprobación y simpatía generalizadas. Debía estar agradecida, y normalmente lo estaba. Y nada le hacía más feliz que jugar con su gato.

Madre siempre preparaba un pastel divertido con el que participaba en la feria que organizaban en la escuela para recaudar fondos. No hacía uno grande y llamativo que pudiera ponerte en evidencia, ni tampoco uno pequeño y miserable que te avergonzase, sino uno cubierto de golosinas o uno como aquel que llevaba flores de capuchina por encima y un recorte de diario en el que se aseguraba que su consumo no entrañaba riesgo alguno. Madre había prestado objetos de un gusto exquisito para la obra de teatro de la escuela y nunca se había quejado cuando se los devolvían rotos. Madre le había preguntado a la señorita Power con qué punto se había hecho el cárdigan que llevaba puesto, y luego, ni corta ni perezosa, se había tejido uno igual; le dijo a la señorita Power que había elegido un color distinto para que no parecieran gemelas. La pobre señorita Power, de naturaleza simple e ingenua y que carecía de la esbeltez y de la belleza de madre, se había sonrojado complacida; era la primera vez que se le había visto un atisbo de humanidad.

Para el decimosexto cumpleaños de Dolly, madre quiso organizarle una fiesta por todo lo alto. Y consultaba a su hija sobre las ideas que se le iban ocurriendo.

—A ver, tienes que decirme qué te gustaría hacer y cómo suelen celebrarlo las otras chicas. No hay nada más patético que una madre haciendo el ridículo más espantoso llevándoos al cine y al McDonald’s cuando eso ya no va con vuestra edad.

—Tú nunca harías el ridículo, madre —respondió Dolly con voz apagada.

—Pues claro que sí, querida Doll. Soy cien años mayor que tú y todas tus amigas. Tengo ideas del siglo pasado. Por eso necesito que me digas qué te apetece hacer.

—Tú no eres cien años mayor que nosotras. —Dolly hablaba en un tono desapasionado—. Me tuviste con veintitrés; no has llegado ni a los cuarenta.

—Oh, pero no me falta mucho. —Madre suspiró y observó su rostro perfecto en el espejo—. Pronto seré una cuarentona excéntrica, arrugada y encorvada.

Madre estalló en una carcajada y Dolly también rió. La idea era de lo más absurda.

—¿Qué hiciste tú cuando cumpliste los dieciséis? —le preguntó Dolly intentando retrasar el momento en el que debería decirle que no sabía cómo organizar esa fiesta, y que, fuera como fuese esta, le producía pavor.

—Oh, cariño, de eso hace ya mucho tiempo. Y cayó en viernes, así que hicimos lo que hacía todo el mundo entonces: miramos el programa de música Ready, Steady, Go! en la tele, comimos salchichas y tarta y pusimos los Beatles en mi tocadiscos. Y luego nos fuimos a una cafetería a tomar un buen café con espuma y echarnos unas risas y todo el mundo volvió a casa en autobús.

—Suena genial —dijo Dolly en un tono melancólico.

—Bueno, aquello era la prehistoria —reconoció madre con pena—. Hoy en día las cosas han cambiado muchísimo. Supongo que lo que queréis todas es ir de discotecas, ¿no? ¿Qué hacen las demás? Jenny tiene dieciséis y Mary pronto los tendrá. ¿Y Judy?

Madre la miró, con expresión alegre, mientras nombraba a las amigas de Dolly, observándola con atención e interés, preocupada por que su hija no se sintiera al margen de todo aquello.

—Creo que Jenny solo fue al cine —respondió Dolly.

—Claro... es que ella tenía a Nick —asintió madre sabiamente, como confidente que era de todas las chicas.

—No sé qué hizo Jud

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