New York, New York...

Javier Reverte

Fragmento

cap

Comienza a extender la noticia:

me marcho hoy mismo,

quiero formar parte de ella.

New York, New York...

«New York, New York»
, canción de Fred Ebb y John Kander,
popularizada por Frank Sinatra y Liza Minnelli

Nueva York..., una ciudad tan fría, serena e imposible, como el diamante de cuatro quilates que un enamorado ve en un escaparate mientras que, con desalentada mano, busca su sueldo en el bolsillo.

O. HENRY

Otoño en Nueva York,

que me hace sentirme en casa...

Es otoño en Nueva York...

bueno para vivirlo de nuevo.

«Otoño en Nueva York»,
canción de Vernon Duke,
popularizada por Ella Fitzgerald y
Louis Armstrong

Nueva York es la ciudad más acogedora que conozco. Manhattan es como una gran madre con los brazos abiertos... Aquel que odia a América es que odia a la raza humana.

BRENDAN BEHAN

Un extranjero bien podría decir que la principal actividad de los neoyorquinos es destruir su propia ciudad.

G. K. CHESTERTON

Nueva York es, ante todo, el momento presente, sin más relación con el porvenir que con el pasado. El momento presente íntegro, puro, total, aislado, desconectado. Al llegar aquí, la primera sensación no es la de haber dejado atrás otros países, sino otras épocas...

JULIO CAMBA

Vas a Nueva York a que te lean el porvenir en la mano.

JEAN COCTEAU,
CITADO POR PAUL MORAND

Nueva York busca a Dios con voluntad, sin Biblia y sin beatería, sin apóstoles...

ANTONIO HERNÁNDEZ

¡Ciudad anidada entre bahías! ¡Mi ciudad!

WALT WHITMAN

Es un mito [Nueva York]: la ciudad, las habitaciones y ventanas, las calles que escupen vapor; para cualquiera, para todos, un mito distinto, la cabeza de un ídolo cuyos ojos son luces de semáforo, que parpadean un verde cariñoso, un rojo cínico.

TRUMAN CAPOTE

Nueva York..., la irresistible capital del cheque.

RUBÉN DARÍO

Nueva York es una ciudad sin terminar... Es una ciudad en proceso de creación. Hoy pertenece al mundo.

LE CORBUSIER

Inconscientemente, Nueva York imita a las montañas, al mar y a los ríos.

STEFAN ZWEIG

cap-1

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cap-2

Nota introductoria

Para algunos de nosotros, si es que existe, la utopía americana tiene un nombre: Nueva York. Y mi anhelo particular consistía, no en conocerla, sino en vivirla. De modo que, no hace mucho, al recibir un cuantioso premio literario, decidí lanzarme a la más hermosa de las aventuras humanas: cumplir uno de tus sueños.

Y fue ésa la razón por la que alquilé un espacioso estudio en el centro de Manhattan y me fui a vivir a la ciudad por un período exacto de tres meses, en tiempo de otoño, la estación que más me gusta del año. Y durante esa estancia en Nueva York, no hice otra cosa que pasearla y escribir.

Creo que no se le puede pedir más a un premio literario. Y éste es el resultado de mi sueño cumplido.[*]

cap-3

Último día de agosto

Dibujando anchos círculos, el avión desciende con lentitud hacia el aeropuerto de Newark, planea unos minutos sobre Manhattan, se asoma luego al East River y a Brooklyn, y gira después hacia el oeste, por encima del río Hudson y las orillas secas del vecino estado de New Jersey. Desde la altura, distingo una ciudad en donde los rascacielos pugnan entre ellos, como quien dice a codazos, para abrirse camino hacia el cielo. ¿Para ser el primero en besar a Dios? Es una urbe apretada, encogida sobre sí misma como una colmena, pero en su caso desdeñosa del orden. Parece que quiere atrapar el espacio para hacerlo suyo. Y da la impresión de que está cerca de lograrlo. Desde luego, yo no apostaría en contra.

Las colas ante la aduana se asemejan al lento caminar de un hormiguero laborioso, te hacen sentirte una especie de inerme emigrante, un ser huido de su nido en busca de una tierra prometida en donde, al entrar, te examinan y eres interrogado por adustos agentes de uniforme oscuro. Rindes tu dignidad al temor que producen su mirada y sus preguntas, cuando ya has entregado el formulario en el que afirmas, entre otras cosas, que no eres drogadicto ni has cometido delitos en viajes anteriores a los USA. Y sonríes como nunca has sonreído en tu vida a un aduanero. ¿Eres un delincuente por el mero hecho de haber nacido lejos del suelo americano?

Esto siempre ha sido igual en las aduanas del país. Ya en 1922, el escritor inglés Chesterton comentaba el formulario que hubo de rellenar a su entrada en la aduana de Nueva York:

Una de las preguntas era: «¿Es usted un anarquista?». Cuestión a la que cualquier filósofo imparcial se sentiría naturalmente inclinado a responder: «¿Y a usted qué le importa?, ¿le he preguntado yo a usted si es ateo?». A continuación figuraba otra cuestión: «¿Está a favor de subvertir el gobierno de Estados Unidos por la fuerza?». A lo que, por supuesto, yo habría contestado que preferiría responder a ello al final de mi viaje y no al principio. Luego, el inquisidor me había planteado un nuevo interrogante: «¿Es usted polígamo?». La respuesta a esta última pregunta bien podría haber sido «no tengo esa suerte» o «no soy tan estúpido», en función de mi experiencia con el sexo opuesto [...]. Pero me gustaría imaginarme que era un anarquista que, tratando de introducirse en América con documentación en regla, se sienta a responder al cuestionario con gravedad elegante: «Tengo el propósito de subvertir por la fuerza el gobierno de Estados Unidos lo antes posible, apuñalando con la navaja que llevo en el bolsillo izquierdo del pantalón a Mr. Harding [el presidente americano en aquel momento] a la menor oportunidad. Y sí, en efecto, soy polígamo; y mis cuarenta y siete esposas me acompañarán en el viaje disfrazadas de secretarias».

En la sala vecina, pasado el control de pasaportes, el orejudo perro que olfatea las maletas cuando caen de la cinta de equipajes es el único policía amable. Un calvorota hare krishna, vestido con hábito azafranado y zapatillas marca Adidas, lo acaricia mientras espera su bolsa. Y el can mueve la cola, alegre. Me da por pensar en el agente que me estampó el sello de entrada en mi pasaporte, un gigantón cejijunto y moreno: si le hubiese acariciado la coronilla, ¿habría dado tales muestras de alegría?

Fuera, la tarde se exhibe luminosa, cálida, húmeda. La encargada de organizar la fila de pasajeros que esperamos taxi es una afroamericana grande y sonriente que me trae a la memoria al ama de Lo que el viento se llevó —«Ay, señorita Escarlata...», ¿recuerdan?—. Calcula el precio de mi carrera y lo escribe para el conductor en un papel amarillo: ochenta y nueve dólares, doce más caro de lo normal porque debo hacer dos paradas, una para recoger las llaves de mi apartamento en la oficina de alquiler y otra en la dirección en donde voy a residir los próximos meses. «¿Y la propina?», pregunto al ama. «Eso es cosa suya.» Insisto, sonríe y repite: «Cosa suya».

El taxista es también negro, un tipo enorme con una mirada parecida a la de Mike Tyson. Conduce como un diablo colérico, al borde de la violencia y la catástrofe. Algunos conductores le gritan y le envían bocinazos enfurecidos, pero callan al verle la cara. Tras casi una hora recorriendo túneles y avenidas y después de recoger la llave de mi apartamento en la oficina de alquiler, el taxi me deja en la puerta de un edificio de tres plantas de Perry Street, en el West Village. «Son ciento cinco dólares, propina incluida», dice Tyson. Pago sin rechistar: hoy no tengo ganas de que me muerdan la oreja.[1]

Mi apartamento de Perry Street es un cutre cuchitril que cuesta una fortuna. De modo que llamo a la agencia para protestar y mañana iré a ver otro por el mismo precio en el Midtown East. Me apena dejar esta zona del Village, porque aquí cerca, en Bleecker Street, que está a la vuelta de la esquina de mi calle, vivió Bob Dylan una temporada, y un par de manzanas hacia el oeste, en Hudson Street, queda la White Horse Tavern, en donde el poeta Dylan Thomas, según la leyenda, se bebió dieciocho whiskies seguidos y entró en coma etílico, para ir a morir poco después en un hospital próximo al hotel Chelsea, en donde se alojaba. Dicen que sus últimas palabras fueron: «Dieciocho whiskies: ¡todo un récord!».

Se me da mal vivir sin sentirme rodeado de mítica.

Tomo una cerveza Brooklyn Lager en la terraza de la White Horse y me doy una vuelta por las estrechas y arboladas calles de los alrededores. Es una zona de aceras escuálidas y casas no muy altas, no más de cuatro o cinco pisos, con empinadas escalinatas en los portales, escaleras de incendios de hierro en las fachadas, ventanas rectangulares y paredes de ladrillo rojo. En la esquina en donde confluyen las calles Bank y 8, se abre un parquecillo de forma irregular cercado por verjas. Dentro hay columpios y balancines para los niños. Un cartel advierte: SÓLO SE PERMITE LA ENTRADA DE ADULTOS SI VAN ACOMPAÑADOS DE MENORES. Me pregunto

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