La misión del embajador (La espía traidora 1)

Trudi Canavan

Fragmento

posición más popular y citada del poeta Rewin, que destacó sobre el populacho de Ciudad Nueva, se titulaba Canto de la ciudad. Describía todo lo que uno podía oír por la noche en Imardin si se paraba a escuchar: una combinación de sonidos incesante, apagada y lejana. Voces. Canciones. Una carcajada. Un gemido. Un grito ahogado. Un alarido.

En la oscuridad de la Cuaderna nueva de Imardin, un hombre recordó el poema. Se detuvo a escuchar, pero en vez de absorber el canto de la ciudad, se concentró en un eco discordante. Un sonido que estaba fuera de lugar. Un sonido que no se repetía. El hombre soltó un resoplido suave y luego reanudó la marcha.

Unos pasos más adelante, algo surgió de entre las sombras y se interpuso en su camino. Se trataba de una figura masculina que se erguía amenazadora ante él. Un destello de luz se reflejó en el filo de una navaja.

—Vamos, el dinero —dijo una voz áspera, llena de determinación.

El hombre se quedó callado, sin mover un músculo. Podía parecer que estaba paralizado de espanto. O bien que se había quedado abstraído en sus pensamientos.

Cuando al fin se movió, lo hizo con una velocidad asombrosa. Un chasquido, el restallido de una manga, y el atracador cayó de rodillas, jadeando. La navaja repiqueteó en el suelo. El hombre dio unas palmaditas en el hombro a su agresor.

—Lo siento. Has elegido mal la noche y la víctima, y no hace falta que te explique por qué.

Cuando el atracador se desplomó boca abajo sobre el pavimento, el hombre pasó por encima de él y continuó andando. Se detuvo por un momento y miró hacia atrás, al otro lado de la calle.

—¡Yep! Gol, se supone que eres mi guardaespaldas.

Otra figura voluminosa salió de las sombras y se acercó a toda prisa al hombre para caminar a su lado.

—Yo diría que no necesitas uno, Cery. Me estoy volviendo lento con la edad. Soy yo quien debería pagarte a ti para que me protegieras.

Cery frunció el ceño.
—Sigues teniendo el oído y la vista agudos, ¿no?

Gol torció el gesto.
—Tan agudos como los tuyos —replicó con hosquedad. —Muy cierto. —Cery suspiró—. Debería retirarme. Pero los ladrones nunca llegan a retirarse.

—Salvo cuando dejan de ser ladrones.
—Salvo cuando se convierten en cadáveres —lo corrigió Cery.

—Pero tú no eres un ladrón común y corriente. Me parece que las reglas son distintas para ti. No empezaste de la manera habitual, así que, ¿por qué ibas a acabar de la manera habitual?

—Ojalá los demás estuvieran de acuerdo contigo.
—Eso digo yo. La ciudad sería un lugar mejor.
—¿Si todo el mundo estuviera de acuerdo contigo? ¡Ja! —Mejor para mí, por lo menos.

Cery soltó una risita y prosiguió su camino. Gol lo siguió a unos pocos pasos de distancia. «Disimula bien su miedo —pensó Cery—. Siempre lo ha hecho. Pero seguramente cree que es posible que ninguno de los dos llegue con vida al amanecer. Han muerto demasiados de los nuestros.»

Más de la mitad de los ladrones —los jefes de los bajos fondos de Imardin— había perdido la vida durante los últimos años. Cada uno había fallecido de forma distinta, y la mayoría por causas no naturales: apuñalados, envenenados, arrojados desde un edificio alto, quemados en un incendio, ahogados o aplastados en el derrumbamiento de un túnel. Algunos aseguraban que había un solo responsable que se tomaba la justicia por su mano, al que llamaban el Cazaladrones. Otros creían que se trataba de ajustes de cuentas entre los propios ladrones.

Según Gol, no se hacían apuestas sobre quién sería el siguiente en morir, sino sobre cómo moriría.

Naturalmente, los ladrones jóvenes habían ocupado el lugar de los mayores, a veces de forma pacífica, a veces después de una lucha sangrienta pero breve. Eso era de esperar. Pero ni siquiera los recién llegados más audaces estaban a salvo de los asesinatos. Corrían tanto peligro de convertirse en la próxima víctima como los ladrones de más edad.

No existía una conexión evidente entre los asesinatos. Aunque había muchas rencillas entre los ladrones, ninguna justificaba tantas muertes. Y aunque los atentados contra la vida de los ladrones no eran raros, sí lo era que tuvieran éxito, que el asesino o los asesinos no se jactaran de ello y que nadie presenciara su crimen.

«En otra época habríamos celebrado una reunión, discutido estrategias, trabajado juntos. Pero ha pasado tanto tiempo desde que los ladrones dejamos de cooperar unos con otros que dudo que ahora supiéramos cómo hacerlo.»

Él había visto venir el cambio durante los días anteriores a la derrota de los invasores ichanis, pero no había imaginado que ocurriría tan deprisa. En cuanto se derogó la Purga —el éxodo forzoso anual de las personas sin hogar de la ciudad a las barriadas—, se declaró que las barriadas formaban parte de la ciudad, por lo que las viejas fronteras quedaron obsoletas. Las alianzas entre ladrones se debilitaron y surgieron nuevas rivalidades. Ladrones que habían luchado codo con codo para salvar la ciudad durante la invasión se volvieron unos contra otros a fin de defender su territorio, resarcirse de lo que otros les habían arrebatado y aprovechar nuevas oportunidades.

Cery pasó junto a cuatro jóvenes que holgazaneaban apoyados en una pared, allí donde el callejón desembocaba en una calle más ancha. Estos lo miraron de arriba abajo y sus ojos se posaron en el pequeño medallón que Cery llevaba prendido a la capa y que lo distinguía como un ladrón. Todos a una le dedicaron un saludo respetuoso con la cabeza. Cery correspondió al gesto y se detuvo en la entrada del callejón, esperando a que Gol pasara junto a los jóvenes y lo alcanzara. El guardaespaldas había decidido hacía años que podía detectar mejor los posibles peligros si no caminaba justo al lado de Cery, y que este era capaz de ocuparse de casi todos los encuentros cuerpo a cuerpo por sí solo.

Mientras Cery aguardaba, bajó la vista hacia una línea roja pintada que atravesaba la entrada del callejón y sonrió, divertido. Tras decretar que las barriadas pertenecían a la ciudad, el rey había intentado tomar el control sobre ellas, con mayor o menor éxito. Las reformas en algunas zonas llevaron al aumento en el precio de los alquileres, lo que, junto con el derribo de las casas inestables, confinó a los pobres en áreas cada vez más reducidas de la ciudad. Estos se atrincheraron en aquellos lugares, se adueñaron de ellos y, como animales acorralados, los defendían con uñas y dientes. Bautizaban sus barrios con nombres como Callesnegras y Fuertemorada. Ahora había líneas divisorias, algunas de ellas pintadas, otras conocidas solo por su fama, que ningún guardia de la ciudad se atrevía a traspasar, salvo en compañía de varios compañeros, e incluso entonces cabía esperar que los atacaran. Solo la presencia de un mago garantizaba su seguridad.

Cuando su guardaespaldas llegó junto a él, Cery se volvió y juntos empezaron a cruzar la calle ancha. Pasó un carro alumbrado por dos faroles que se balanceaban. Los guardias, siempre presentes, patrullaban lámpara en mano en parejas, nunca demasiado lejos del grupo que tenían delante o del siguiente.

Aquella era una vía nueva, que atravesaba la parte más conflictiva de la ciudad, conocida como Malavida. Cualquiera que circulara por ella corría el riesgo de que los habitantes de uno y otro lado le robaran y acabaran clavándole un cuchillo. Pero la calzada era ancha, lo que ofrecía a los atracadores pocos lugares donde ocultarse, y los túneles de abajo, que en otro

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