Resguárdame en tus brazos

Karen M. Vega

Fragmento

resguardame_en_tus_brazos-3

Capítulo 1

TOCANDO FONDO

Buenos Aires, año 2000

Josué

Maldita vida, maldita miseria, maldita mi familia. Maldita toda la mierda que haya hecho que llegara hasta aquí. Si soy sincero nos es como que en algún momento de mi vida haya pensado en hacer una carrera, tener una casa grande, un auto y formar una familia compuesta por una mujercita linda y un par de niños traviesos. No. Simplemente no, por el único hecho de que en el mundo en que nací y me crie no hay lugar para sueños color de rosas. Aunque tampoco estaba dentro de mis planes terminar así. Pero mejor explico desde el inicio.

La pobreza nos pegó desde siempre, crecimos en Montevideo en un «conventillo», esos lugares donde viven varias familias juntas en un mismo lugar con patio compartido. Claro que no todos son iguales, pero en el que yo crecí era siempre lo mismo: radios reproduciendo música a alto volumen, gritos, mujeres peleándose tomadas del pelo por «el amor de un hombre» que no era más que un borracho bueno para nada, niños llorando por un poco de atención y adolescentes escapando de la policía por andar con drogas o robar en comercios de barrios vecinos. Porque esas cosas siempre existieron, solo que cada año que pasa se hacen más públicos y mediáticos estos actos criminales. ¿Qué futuro puede aspirar alguien que se cría en un sitio como ese?

Así crecí junto a una madre alcohólica y cuatro hermanas mayores. Lo único que recibíamos de ella eran golpes, insultos y el recuerdo constante de que no valíamos nada. Se esmeraba en hacernos notar que no nos quería, que éramos errores y lo lograba, o al menos conmigo. Hasta que cumplí los doce, recuerdo que luego de recibir una paliza o una ronda de insultos me escondía en un pequeño rincón a llorar hasta quedarme dormido.

Con el paso de los años mis hermanas solo habían aprendido a prostituirse o juntarse con tipos que les pegaban. Seguro terminarán como nuestra madre, llenas de hijos, abandonadas por sus maridos y tomando vino barato con gusto a gasoil para salir de su asquerosa realidad. Y yo, con solo trece años, me vi obligado a comenzar con negocios turbios, aunque en ese entonces lo veía como un juego que llenaba mi cuerpo de adrenalina y mis bolsillos de dinero. Si bien no iba marcar diferencia el poder guardar algo a escondidas de mi madre y mis cuñados, me daba la certeza de que en algún momento podría escapar de allí. Y así sucedió. A los dieciséis me fui de casa, importándome un cuerno a quienes dejaba ahí, igual dudo que mi madre o alguna de mis hermanas se preocuparan. Tal vez Sandra sí, con ella era un poco distinto, a veces parecía que me quería. Ella era la menor de mis hermanas y solo era un año mayor que yo. ¡Pero qué más da! Terminaría igual que las otras, cuando salí de casa ya iba encaminada a eso.

De allí me fui a la casa de Sergio, él era mayor y tenía algunos contactos acá en Buenos Aires. Según él en esta ciudad íbamos a darnos la gran vida haciendo lo mismo que allá en mi país natal, vendiendo drogas.

Cruzamos el río Uruguay por una zona poco vigilada, encubiertos por uno de los amigos de Sergio. Nos instalamos en la gran ciudad donde comencé a conocer mucha gente, toda de clase media-alta, e involucrados en el narcotráfico. Y así empezamos a trabajar para ellos vendiendo marihuana y cemento para los niños de bajos recursos o que vivían en la calle, y cocaína y éxtasis para los nenes bien. Con el tiempo el negocio creció, y con eso nuevos chicos comenzaron a hacer nuestro antiguo trabajo bajo mis órdenes y las de Sergio. Lo nuestro ya no era vender y conseguir los contactos, sino que mandábamos a otros a hacerlo, y muchos de ellos eran capaces de ser mulas solo por conseguir un pase de coca.

Cuatro malditos años, y no podía quejarme. Bares, mujeres, autos del año, ropa de marca, una casa gigante con piscina y gimnasio, gente bajo mi mando... pero siempre hay algo que todo lo arruina.

—Josué, acaba de llegar El Tato —me informa Sergio, furioso—. Dice que Montés se niega a pagar lo que los debe del último cargamento. Dice que no los tiene. ¡Son 50.000 dólares!

—¡Hijo de puta! —Golpeé la mesa con fuerza, haciendo que el vaso colmado con mi whisky favorito se derramara en la alfombra bordó. Montés era cliente nuevo, hacía solo tres meses que negociábamos con él y su propósito era revender esa droga y con las ganancias apostaba en los casinos—. ¿Hay manera de presionarlo?

—Siempre la hay —me respondió sonriendo con malicia—, esposa e hijo.

—¿Nivel de facilidad? —No era la primera vez que esto nos ocurría.

—Nivel dos. No tienen seguridad de ningún tipo, será fácil. La señora lleva todas las mañanas al hijo al colegio, luego Montés lo recoge al mediodía.

—Así que tendrá que ser en la mañana, tempano —afirmé.

—Eso mismo. ¿Lo hacemos como siempre?

—Sí, no hemos tenido problema con eso. Llamá a Hebert y al Zuca. Ellos son los mejores para esto.

—Estoy de acuerdo con vos.

—Vamos a ver si así se le van las ganas de querer jodernos a ese imbécil. —Nada podía salir mal. Prendí mi cigarro mientras pensaba en cómo iba a torturar a ese tipo al saber que teníamos a su mujer y su hijo con una pistola en sus cabezas.

Era martes, el día elegido para llevar a cabo el procedimiento era el jueves, por eso ahora estaba con uno de los muchachos en la puerta de la casa de Montés para conocer a su señora esposa y a su hijo y la rutina que usaban. Cuando salieron para ir al colegio del niño supimos tres cosas:

1. No usaban autos ni ningún otro vehículo, iban caminando.

2. La señora era al menos veinte años menor que su marido.

3. El niño era ciego.

—Esto será pan comido, jefe —me dijo mi acompañante riéndose.

—Sí... —le contesté pensativo. Había algo que no me gustaba.

—¿Se siente bien, jefe? —Puso su mano en mi hombro.

—Sí y no me toques, imbécil, ¿o querés que te parta la cara de piñazo? —le dije moviendo mi brazo y mirándolo con odio.

—No, claro que no. Perdón. —Agachó la cabeza.

—Dejate de estupideces y vamos a seguirlos.

El miércoles hicimos lo mismo que el día anterior confirmando que salían de la casa 7:40 am, iban caminando, pasaban por un almacén donde compraban lo que parecía ser la merienda del niño y seguían rumbo al colegio.

El jueves los dos muchachos que se encargaban siempre de esto fueron por ellos con todas las instrucciones, a las 10:00 am llegaron con el encargo hecho.

Los sentaron en unas sillas de hierro atándolos de pies y manos y vendando lo ojos de la mujer que lloraba como perro lastimado.

—Cállese, señora, o hago que le metan un tiro en la cabeza —le grité impaciente. Eso es de las pocas cosas que no hice nunca, matar o mandar a matar y tampoco violar, pero ella no lo sabía.

Pasamos el día entero ahí con ellos, la mujer por momentos lloraba y su hijo para lo único que hablaba era para decirle que se tranquilizara. Algo en ese niño no me gustaba. Les ofrecimos comida que los dos rechazaron, pero sí tomaron agua.

En la noche tomé el teléfono y antes de marchar el número de Montés me acerqué a la señora.

—Dígame su nombre y el del niño —le dije suave al oído. Pude

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