Pues no hay en verdad un ser más penoso que el hombre de todos cuantos respiran y por la tierra se arrastran.
HOMERO, Ilíada, siglo VIII a. C.
Lector, si eres reacio a darme crédito
en lo que te diré, no me sorprendo,
pues yo lo vi y apenas me lo creo.
DANTE, La divina comedia, Infierno, siglo XIV
Nada existe más real que la nada.
WILLIAM SHAKESPEARE, Macbeth, siglo XVII
El idealismo y la metafísica son las cosas más fáciles del mundo porque permiten a la gente que disparate a gusto.
MAO TSE TUNG, El Libro Rojo, siglo XX
Cualquier dios al que adores te va a comer vivo.
DAVID FOSTER WALLACE, Esto es agua, siglo XX
Prólogo
—¡Sálvese quien pueda! —proclamó Desi cual grito de combate de quien está acostumbrado a perder todas las batallas. Habrá que explicar un poco el sentido de tal bramido y supongo que con unos cuantos cientos de páginas será suficiente.
Sin embargo, antes de comenzar esta historia debo señalar que, casi desde que tuvo uso de razón, a Desi le movía a la reflexión y a la perplejidad el hecho de que los seres vivos poblemos un planeta que gira y gira sin cesar por los espacios infinitos de esa vastedad oscura que se extiende por nuestras afueras. «¡Qué rara existencia la de las plantas, los animales y los humanos! —razonaba—: A todas horas cabalgamos sobre una esfera que se desplaza sin pausa en el espacio, esto es, en una suerte de territorio semejante a la nada, corriendo detrás del sol, y dentro de la cual nacemos, morimos, nos reproducimos, construimos casas, volamos montañas, secamos ríos, filmamos películas, escribimos libros, pintamos, robamos, estafamos, oímos misas, guerreamos y nos comemos los unos a los otros (entre las diferentes especies de bichos).»
No obstante, lo más fantástico, en opinión de nuestro hombre, era pensar sobre la suerte que tenemos al continuar adheridos a esta cáscara telúrica en donde habitamos, pues subsistimos de milagro y todo ello gracias a la gravedad, fuerza que nos impide planear en el aire como pavesas y vilanos escapados de su superficie. «Pero supongamos por un instante —cavilaba a menudo Desi— que, de pronto, desaparece esa atracción que sobre los cuerpos ejerce nuestro planeta. Volaríamos en masa hacia el abismo —concluía—, y nos precipitaríamos en turbamulta al gran vacío.»
Y decía Desi en voz alta:
—Yo imagino ese momento súbito en que mis pies alzan el vuelo. Por más que me agarro a una piedra, no hay nada que hacer, porque la misma roca se desgaja del suelo y se aleja dando vueltas por los aires. Y veo a mis amigos y a mis conocidos, cada uno por su lado, perdiéndose de vista en las desiertas soledades del abismo astral. ¡Qué momento! Inmensas duchas de agua caen sobre mis espaldas: son los mares y los ríos que pierden sus trillones de litros. Pasan silbando peces a mi alrededor y toda suerte de mamíferos. Un león cruza muy cerca, rugiendo, y me lanza un zarpazo que, por suerte, no me alcanza. Mientras ruedo y me revuelco entre meteoritos y miríadas de pedruscos celestes que a duras penas logro esquivar, zumban muebles a mi lado, vehículos militares, barcos de guerra y de recreo, puentes rotos, los contenidos de todas las cloacas del mundo arrastrando olores nauseabundos, plásticos desechados y basuras, árboles y arbustos por miles de millones, neveras y lavadoras, un elefante pataleando al lado de un gato que defeca muerto de miedo, legiones de cadáveres sacados de sus tumbas, momias egipcias, mojamas incaicas, tías en pelotas pilladas en la ducha, libros en cantidades incalculables, riadas de latas de conserva que intento atrapar con mediana fortuna para ir alimentándome en mi viaje sideral, ropas sin dueño, catedrales, pianos de cola, tertulias enteras de escritores, académicos en parlamentos desaforados, presidentes, el mismísimo Papa..., y encima cada vez hace más frío.
»Por suerte agarro al vuelo un abrigo de pieles que me queda algo grande pero que es mejor que nada. Surge a mi lado un huésped de mi pensión y, tiritando, medio en cueros, no me reconoce ni en consecuencia me saluda, al contrario de lo que hacía cada mañana, cortésmente, en el vestíbulo, después de pedir mi opinión sobre si iba a llover o si vendría una ola de calor, que es lo que debe preguntarse siempre en los vestíbulos y también en los ascensores, cuando los hay.
»Porque me pregunto: ¿de qué se puede conversar con alguien a quien no conoces de casi nada si no es del clima? Por ejemplo, a excepción de en la cama, hablar de hábitos sexuales no es conveniente en espacios reducidos. Es mejor hacerlo en el cosmos. Lo intento, así pues; pero mi vecino no me hace ni caso.
»Nombrar todo lo que vuela en busca de la infinitud es imposible. ¿Cómo calificar este fenómeno sin precedentes? Se trata de un Todomoto o un Ultimoto o un Pandemoto o un “si te he visto, no me acuerdo”. El fin del mundo, vamos.
Así decía Desiderio, quien, como se ve, tiene cierta tendencia a filosofar. Y muchas mañanas, sobre todo si había bebido en demasía la noche anterior, sentía que el suelo se movía bajo sus pies y que podía salir disparado hacia la nada, sin que ninguna fuerza de gravedad le impidiese volar rumbo al abismo.
Aviso para navegantes
Caro lector:
Al personaje central de este libro sus progenitores le bautizaron como Desiderio, que viene del latín desiderium y significa «pena», «deseo» y «sentimiento», y que a su vez tiene su origen en otro vocablo latino, desidero, que literalmente quiere decir «fuera de las estrellas» o, expresado más vulgarmente, «descolocao». Por eso se siente perplejo ante los enigmas del cosmos y no da una. Y el nombre le cae como un traje a la medida. En el santoral, por cierto, hay dos Desiderios que fueron mártires. Lo anoto para orientar un poco más al lector.
A su madre no le gustaban los niños y nunca le dio de mamar, por más que la criatura berreara en demanda de teta. Y en cuanto a su padre, no cesó de lamentarse durante toda su vida de haber colaborado en engendrarle en una noche de borrachera. Desiderio tiene por primer apellido Calvario, lo que le va que ni pintado, y como segundo, García, el más común de todos los apellidos hispanos, según afirman las estadísticas, y que, además, suena un poco plebeyo. De modo que en este relato nos olvidamos del García.
Cuando la historia se inicia, Desiderio es un tipo cercano a los sesenta años de edad y su biografía es muy parecida a todas las humanas, desde el nacimiento al fracaso pasando por un cúmulo de errores. Estamos en noviembre de 2016 y, por resumir y sin entrar en detalles vacuos, señalaremos que hace unas semanas que ha salido de la cárcel, después de penar unos cuantos años entre rejas por falsear una declaración de Hacienda de la empresa de fabricación de alcachofas de ducha para la que trabajaba como contable y a la que arruinó por completo. Sus padres ya murieron, no se le conocen ni familiares ni novias, y ha perdido de vista a los pocos amigos que tenía antes de entrar en prisión. No usa móvil ni tableta electrónica, carece de empleo, perdió hace años el carnet de conducir y no hay noticia sobre si posee algún conocimiento o habilidad particular con el que poder ganarse la vida, pese a haber estudiado tres años de la carrera de Derecho, en la que no llegó a licenciarse. No tengo ni idea, yo que soy su cronista accidental, de por qué aguanta todavía el tipo, cuando lo natural es que hubiera optado por cortarse las venas o, en el mejor de los casos, por dejarse morir de asco en una esquina o convertirse en asesino en serie. Hay tantas formas de aliviarse del peso de la existencia...
Desi, como le llamarán y llamaremos desde ahora para simplificar un nombre tan dado a las erratas y los trabalenguas —Desiredio, Sediserio, Dedisirio...—, no posee sentido de lo colectivo y, en general, no se identifica con la raza humana: no es huraño, sin embargo, y sí presa del asombro casi a toda hora. Antes de entrar en la trena, se pasaba la vida leyendo unos cuantos libros clásicos, siempre los mismos; pero en la biblioteca del presidio amplió sus lecturas, sobre todo con pensadores y poetas, hasta formarse una idea literaria del mundo, lo que, ya en libertad, quién sabe adónde puede conducirle si no es directamente a la demencia. En fin, desde un punto de vista físico, baste con decir que no tiene nada que agradecerle a Dios: cabeza amelonada, nariz lapiceruna, sonrisa lloricona, mejillas supervivientes de un naufragio y párpados cansinos modelan sus rasgos fundamentales. Lo extraño del tipo es que en ocasiones gusta a las mujeres, quizá por la estela de orfandad que va dejando a sus espaldas cuando camina algo despatarrado y medio pedo.
Por lo demás, sobrevive malamente con los euros que le entregó el único amigo que hizo en la cárcel, un macarra mercachifle de marihuana, que le tomó cariño porque le recordaba a su propio progenitor. «Eres un perdedor nato, Desi, como lo fue mi puto padre», le decía a menudo. Cuando empieza la historia que aquí se cuenta, Desi Calvario anda ya en las antepenúltimas, estirando cuanto puede el poco dinero que le queda.
Los asuntos narrados se sitúan en una ciudad llamada Madrid, una localidad capitalina con gran conciencia cívica, en la que, por poner un ejemplo de lo que digo, todo el mundo sabe que, ante un paso de cebra, la preferencia es siempre del automovilista, puesto que las cebras no habitan aquí fuera del recinto de los zoológicos: natural. Es también una urbe en extremo culta, y no hay más que acercarse cualquier día a uno de los miles de bares que la pueblan y escuchar a los clientes que ocupan sus mostradores para darse cuenta de que el madrileño medio sabe de casi todo, incluso de lo que no sabe nada, como los argentinos en general y los creadores de opinión españoles en particular. Si usted, caro lector, ha viajado a Rusia, por poner un ejemplo, no se le ocurra decirlo en ninguna barra de taberna de Madrid, pues siempre aparecerá un cliente que le explicará lo que sucede en Rusia sin haber estado nunca por allí ni, por supuesto, haber leído jamás a Dostoyevski, a Chéjov, a Tolstói, e incluso a Lenin. Y será aplaudido por una legión de mentecatos si, a la conclusión de sus juicios, afirma que como en España no se vive en parte alguna y que donde esté un buen morteruelo conquense o una gallineja madrileña que se quiten el caviar del Caspio y el foie de oca de los putos gabachos. Todo ello después de proclamar con orgullo que la mayonesa se inventó en suelo español y que los italianos nos roban el mejor aceite de oliva para etiquetarlo como si fuera suyo. ¡Y ojo!: ¿existe alimento más exquisito que el jamón? Equilicuá.
Hace medio siglo más o menos, un autodenominado poeta cantó, con éxito inexplicable, esa tontunada de que Madrid era una ciudad con un millón de cadáveres. El palurdo que escribió tan apocalíptico juicio sigue abriendo antologías. Y el millón de cadáveres se ha multiplicado hasta convertirse en más de cuatro bien vivitos y a toda hora coleando —en su doble acepción de hacer colas y mover la propia—, entre los que se cuentan multitud de tarambanas, crápulas, canallas, sermoneadores, capullos, caciques, pordioseros, vagos, hijueputas, amargados, truhanes, rufianes, aguafiestas, especuladores, críticos de cualquiera de las bellas artes, chupatintas, lameculos, emigrantes, bolingas, alcohólicos, pisaverdes, payasos, cantamañanas, solemnes, soplagaitas, manguis, cursis, mequetrefes, maulas, tipos atacados de los nervios, hipocondríacos, semovientes, soporíferos, pelmas, pretenciosos, pretendientes de todo, pretendidos de nadie, martirizados y torturadores, palomas de la paz y ratas de la posguerra, arrasadores y arrasados, salidos y calentorras, insufribles y sufridos, golfochulos de antaño y cuervituertos de hogaño. Y, sobre todo, miles de enteraos: ¡santa palabra!
Y desde luego algunos equivocaos, como uno a quien llamaban Desiderio Calvario.
Uff, ¡aire!
Pero no adelantemos acontecimientos y empecemos, pues, por el principio. Y ya que esta narración que inicio ahora es una obra de tonos épicos, abrámosla al estilo de los clásicos, en resonancia homérica, tal que diciendo algo así como: «Cuéntame, oh musa, la historia de aquel hombre de escaso ingenio, levemente autista y de frecuente mala fortuna, que rodó muchas jornadas por las calles de Madrid y sufrió decenas de desgracias y conoció a numerosos desdichados y a múltiples felones en su intento por encontrar una existencia en la que asentarse...».
Recuerde una vez más el caro lector que le llamaban Desi y su apellido era Calvario.
PRIMERA PARTE
EL DESPIPORRE
1
Volvamos al principio.
«¡Sálvese quien pueda!», cuentan que gritó Desiderio Calvario en aquella hora cercana a un mediodía de noviembre del año 2016.
Era un sábado casposo, una mañana envilecida y con cielo de cochambre, una jornada herida de verdín y barnizada de roña. En síntesis, era un día mugriento de una ciudad con apariencia de orinal. El reloj de alguna torre próxima daba las campanadas de las once y, sobre la planicie costrosa de los tejados madrileños, se alzaba la llamada al rezo de un muecín de mal oído que berreaba desde alguna escondida buhardilla, invitando a la gente a reflexionar menos y a rezar más. Desi Calvario abrió las hojas del balcón de su cuarto, en el tercer piso de la pensión El Tesoro, en la castiza plaza de Lavapiés, y miró con fastidio la melena cenicienta que cubría la ciudad. Entró en la habitación un aire cochino y barrió al pronto los hedores del tabaco: justo trueque. Vestido tan sólo con calzoncillos y camiseta, Desi contempló la desierta glorieta, mojada por la lluvia de la noche. Pensó que odiaba noviembre. Sintió deseos súbitos de aullar y lanzó a la calle el primer alarido que le vino a la cabeza, el ya referido «¡Sálvese quien pueda!».
La voz rebotó en el vacío. Transcurrieron unos segundos de cachazudo silencio. Ni siquiera las ramas de los árboles, ya invernando, parecieron escucharle. Pero al poco otro berrido, llegando desde un balcón lejano, resonó sobre los aires húmedos.
—¡Marx es necesario! —bramó la voz de un hombre.
Desi miró hacia el lugar donde había brotado el grito. No vio ninguna ventana abierta. Sin embargo, unos instantes después, un nuevo chillido cayó sobre la explanada, desde el lado contrario a donde había surgido el bramido del hombre.
—¡Que os den por el saco, par de gilipollas! —terció una voz de mujer—. ¡Ya nada es lo que era! ¡Y vosotros, entretanto, en la inopia!
Tampoco supo de quién provenía.

Desi sintió un escalofrío: cerró el balcón, se enfundó los pantalones, tomó jabón, cepillo y pasta de dientes, y ganó el pasillo. En el camino se cruzó con el huésped de la habitación de al lado de la suya, la 303, un hombre enteco, de piel cadavérica, mirada huidiza, cuasicalvo, alicaído, estevado y silencioso. Desi tenía idea de que se llamaba Argimiro, aunque no lo sabía a ciencia cierta.
Por suerte, no había nadie en los baños comunes de la planta. Así que se metió en la ducha y el agua caliente durmió las invisibles bacterias de tristeza que mordisqueaban su alma como si fuera o fuese un chicle. «Jodido noviembre, en cualquier caso», se dijo mientras entraba en los territorios acuosos del alivio, espantando las cuchillas de la resaca del viernes y sintiendo que salía, al fin y una vez más, de las cutres gargantas de la noche, la noche repetida del alcohol barato y de las tabernas mezquinas, la noche que todo lo borra y todo lo calma, la noche en que galopas sobre los sueños vanos, la noche que nos muestra la realidad en sus espejos rotos y que retrata nuestros rostros con el pincel de Bacon.
Putas mañanas.
Tan vacuas tras las noches metafísicas.

«¡Sálvese quien pueda!», se repitió mentalmente mientras, ya vestido y con el paraguas al brazo, cruzaba el pequeño vestíbulo del hostal. Al otro lado del mostrador, la dueña, doña Virtudes, una mujer de algo más de quién sabe cuantísimos años, enlutada siempre, arrugas de mapas de montaña en el careto y alboroto de pelos desgreñados sobre la azotea, ese tipo de mujer que parece no saber el día en que nació, ni los años que tiene, ni quién narices la parió, y ni siquiera si le agrada su marido..., esa mujer, enmohecida y derrengada, contestó con una especie de ronquido a sus corteses buenos días.
Tal que:
—Grrrrrerrru...ag.
Para añadir de inmediato:
—Nunca hay días buenos; todos son ídem de ídem: desahuciados.
—No será para tanto, buena mujer —respondió Desi.
Ella trató de sonreír sin conseguir dibujar en su ceñudo rostro más allá de una mueca.
—Y por cierto, señora —añadió—: ¿mi vecino de cuarto se llama don Argimiro?
—Quia. Su nombre es don Alipio. Es mariano-depresivo.
—Querrá usted decir maníaco-depresivo. O bipolar.
—Cada uno dice lo que le acomoda. Casi siempre está en fase de deprisión. Pero cuando entra en la de excitación, es inofensible: sólo muerde las sábanas. Las deja todas melladas, como comidas por ratones. Y yo se las cobro ipso flausto, no faltaría más.

De la silenciosa plaza emanaba una ordenada laxitud: no había nadie, como debe ser en un sábado invernal frío y mojado por la lluvia nocturna. El vagabundo que dormía cada noche en el vestíbulo del Banco Espíritu Santo, bajo el cajero automático, parecía un cadáver embalsamado: inmóvil y a un paso de la congelación.
Desi se detuvo un instante ante él. Olía a alcohol y a sobaco de posguerra. A su lado, dos cascos vacíos de litronas de cerveza reposaban sobre un tomo de los Episodios nacionales de Pérez Galdós.
«Los vagabundos tienen suerte —se dijo Desi—, dedicados todo el día a beber, leer y dormir.»
La mosca le zumbó en la oreja. Era la de siempre. Comenzó a acompañarle en la cárcel, en su celda, adonde el insecto se había colado a través de la ventana enrejada; y desde hacía unos meses le seguía a todas partes. No era cosa normal; pero ¿qué puede ser normal en el inicio del Tercer Milenio? ¿O lo corriente se ha hecho ya lo no habitual? Su vida, desde luego, carecía de lógica, por más que él se empeñara a menudo en dotarla de sentido, lo que acontecía por lo general a la hora del desayuno.
Ahora cargaba casi sesenta años de edad sobre los hombros, sin trabajo ni perspectiva, ni ganas excesivas, de tenerlo; y estaba solo en la ciudad aquel sábado meorrino de noviembre. Los pocos amigos con los que contaba habían desaparecido como por encanto de Madrid y no encontró a ninguno cuando los llamó por teléfono al abandonar el presidio. «Quizá nunca existieron», se decía a menudo Desi. Sólo le quedaba la mosca.
Y en cuanto al dinero, los dos mil euros que le había pasado el trapichero de marihuana se le iban esfumando a una velocidad pasmosa.

A la mosca la veía poco. Era un animal discreto que jamás se posaba sobre su piel. Simplemente le seguía y hacía notar su presencia con zumbidos ocasionales junto a sus oídos. Tal vez le daba miedo, aunque Desi no había intentado matarla en ninguna ocasión. Después de todo, no tenía nada contra ella y, en cierta forma, la sentía ya como una compañera amable.
Casi siempre la veía posada en la pared, y en todo momento a prudente distancia, pues debía de andar advertida sobre los hábitos de los hombres en el uso de las zapatillas. Era pequeña y delgadita, con el lomo teñido de un elegante color púrpura y las alas transparentes. Pese a la fama de cochina de su estirpe, resultaba un animal hermoso, como un prendedor con un rubí en los lomos.
Pertenecía a una absurda especie, desde luego, porque ¿para qué diablos sirve una mosca si no es para alimentar gorriones? ¿Y para qué demonios sirve un gorrión si ya lo han declarado especie protegida y no se ofrecen desde hace decenios como tradicional tapa de pajaritos fritos en las tascas de Madrid?
«¿Sucederá lo mismo alguna vez con el hombre?», se dijo. «¿Y a quién somos útiles en el ciclo natural?», se preguntó de inmediato, cruzada la explanada de Lavapiés, mientras empujaba ya la puerta de uno de los bares más sucios del planeta.
—Los hombres sólo les somos útiles a los enterradores y a los caníbales —convino en alta voz.
Un parroquiano cruzó a su lado en sentido contrario y añadió:
—Y a los banqueros y a los capitalistas.
—¿Y no viene a ser lo mismo? —inquirió un tipo que se acodaba en la barra.
—¡Lo que hacen falta son más verdugos! —clamó un borracho desde el fondo del local—, ¡como en la Revolución francesa!
—¡Bah! —clamó una clienta alcohólica—. Lo que pasa es que los hombres estáis fabricados con prisas.
—¡Y con un cable colgando! —intervino un desdentado entre risotadas.

Las arrugadas servilletas de papel, los huesos de aceituna, los restos de patatas fritas, los envoltorios de los azucarillos y los escupitajos de la noche del viernes tapizaban el suelo del bar La Joya del Forati. «¡Vaya nombre para tan imponente marranería!», convino Desi mientras pedía en el mostrador un café con leche, cuatro churros y una copa de sol y sombra, criminal brebaje madrileño de anís barato mezclado con brandy a granel. Felipe Matamoros, el dueño del tascucio, era un tipo de rostro adusto y peor carácter. No había quien le tosiera y, sin embargo, a cualquier hora tenía el establecimiento repleto de clientes. Misterios de la vida. Empleaba a un negrito de Mali para barrer de cuando en cuando el local, sin duda por cuatro cuartos, y a una chica filipina que preparaba horrendas infusiones y freía las tapas del mediodía, achicharrándolas a menudo. No había en la taberna servicio de mesas, y los parroquianos que optaban por sentarse debían ordenar en el mostrador y llevar por ellos mismos las consumiciones a los veladores. Y además, si querían pulcritud, estaban obligados a devolver de regreso a la barra las servilletas pringosas, las tazas con brochazos de café mal hervido y las copas babeadas del cliente anterior.
Desi cumplió el rito y ocupó la mesa más alejada de los territorios de Felipe, cerca de la puerta, vuelto hacia la calle y dando la espalda al jodido mesero. Oyó el zumbido de la mosca y apartó un churro sobre el mármol, por si el bicho tenía hambre. Pero no logró verla. Era un insecto delicado, desde luego, merecedor de reencarnarse en broche de rubíes sobre los senos rosados de una despampanante hembra.
Había dado cuenta del desayuno, mediado la copa y salido y entrado en el local para fumarse el primer cigarrillo de la mañana, cuando vio abrirse la puerta y entrar en la taberna a un hombre de singular aspecto. Era bajo y recio, de alrededor de setenta años, lustroso pelo negro engominado que encanecía sobre las sienes, bigote de bronco azabache cortado a la usanza borgoñona y una ridícula perilla, afilada como punta de navaja. Vestía una capa española, rematada en el cuello con bordados de hilo de plata, de forro cárdeno, vuelos imperiales, solapas de marqués y aromas de torero, y se apoyaba en un bastón de empuñadura argentada. A Desi le pareció que aquel hombre era clavado al actor Adolphe Menjou.
Vino derecho hacia él. Y, erguido frente a la mesa, exclamó:
—¡Estamos en el mismo barco, amigo mío!
—¿Una carabela o un portaaviones? —se le ocurrió responder a Desi.
—Usted ha gritado hace un rato «Sálvese quien pueda» y yo he respondido que «Marx es necesario».
—Ah, sí...
Le tendió la mano y Desi hizo ademán de levantarse para responder al saludo.
—No, no se mueva, por favor —dijo el otro—. Mi nombre es Óscar Renaud de Vivar, natural de Salamanca, hijo de padre galo, parisino para más datos, y de madre de abolengo burgalés. Soy filósofo, actor aficionado y escritor de teatro por amor al arte. Y algunas otras menudencias. El lado más vulgar de mi personalidad es mi condición de pensionista del Estado. ¡Qué le vamos a hacer! Pero mi principal afición es de una nobleza rayana en un idealismo de pureza quijotesca: conspirar.
—Desiderio Calvario, para servirle.
—¡Vaya nombre!
—Mis padres...
—Ya imagino. ¿Y a qué se dedica?
—Soy expresidiario.
—¡Ah! Eso dice mucho en favor de usted, dados los tiempos que corren.
—Hago lo que puedo por adaptarme a mi época. ¿Quiere un café?
—Lo siento: ando con prisas esta mañana. Pero me complacería mucho que viniese a tomar el té esta tarde a mi casa..., si no tiene nada mejor que hacer.
—Estos días ni siquiera tengo nada peor que hacer.
Renaud le tendió una tarjeta.
—¿A las seis le parece bien? Es necesario que usted y yo hablemos del ser y del tener.
—Y del estar y del haber, si hace falta... Vale, a las seis.
El hombre hizo un cortés saludo, llevándose la mano a la frente sin llegar a tocársela, y desapareció al otro lado de la puerta, perseguido por un revoloteo de la capa que recordaba un pase por verónicas. Y Desi volvió al mostrador y pidió al enojado tabernero otra copa de sol y sombra.

Regresó a la pensión, cruzó junto al espantajo enlutado del vestíbulo y saludó secamente:
—Buenas.
—Ni buenas ni narices —gruñó doña Virtudes—. Es un día desagradeibol per se.
—¿Cómo dice?
—Que le ruego que no me intercepte mi concentración cuando entre: estaba estudiando inglés y ha asomado usted la jeta y me he dispendido. Y casi que me se ha olvidado que my tailor is rich.
—¿Y por qué no perfecciona un poco el español antes de seguir con el inglés?
—Porque, como yo digo, soy muy sui géneris.
Calvario trepó tres pisos de escaleras, entró en su habitación y se tendió en la cama a seguir, por cuarta o quinta vez en su vida, los pasos de Ulises en la Odisea.
«Como los peces que los pescadores sacan del espumoso mar a la corva orilla —leía para sí el canto homérico—, de una red de infinidad de mallas, y yacen amontonados en la arena, y el resplandeciente sol les arrebata la vida: de esta manera estaban tendidos los pretendientes los unos contra los otros.» «Buena carnicería —pensó Desi—, y sin duda merecida por aquella tropa de canallas que querían birlarle la esposa al héroe.»
«Así como un león que acaba de devorar a un buey montés —siguió con el libro— se presenta con el pecho y ambos lados de las mandíbulas teñidos de sangre, e infunde horror a quienes lo ven, de igual manera tenía manchados Ulises los pies y las manos.» «¡Qué suerte la de aquel mamón!: poder darse el gustazo de matar a quienes pretenden ponerte la cornamenta», meditó Desi. «Sin duda —convino luego—, y por diversos motivos, todos tenemos en la vida unos cuantos asesinatos pendientes. ¡Ah, los felices días de la espada!»
Siguió con la lectura y, pasado el mediodía, concluyó el libro. ¿Y qué hacía ahora? Se asomó al balcón. Caía una suerte de lluvia espesa, como de tierra roja. O mejor dicho: mocorreaba sobre la plaza desolada, porque aquello no era lluvia sino pringue, y el cielo no mostraba rendijas por las que pudiera asomar el sol, cercado por un espeso nubarrón del color de la mostaza. «¡Puto invierno de cielos de fango y primaveras remotas!» Pensó Desi que noviembre es el mes ideal para el crimen, porque sin duda, de cuando en cuando, asesinar debe de resultar consolador. «Que se lo digan a Ulises, que fue feliz con Penélope después de liquidar a aquel atajo de mangantes ávidos de la supuesta viuda.»
Recordó, no obstante, lo que le había dicho un colega presidiario a poco de ingresar en la cárcel:
—Tú tienes talento para el crimen, Calvario; pero no sirves para el oficio porque careces de vocación. Y sin ella, no hay asesino que valga.
Oyó ruidos en la habitación de al lado, algo así como el roer de un ratón que ha hallado un queso. Y se acordó de su vecino bipolar, don Alipio, tal vez ahora en fase de manía y dedicado a mordisquear las sábanas.
Notó que le apetecían unas cervezas. De modo que se enfundó el impermeable y volvió a la calle. Un grupo de rumanos recorrían la plaza a bordo de una vieja camioneta, vaciando de trastos, botellas y cartones los contenedores de basura.
Como un gorrión sorprendido por la lluvia se encoge sobre sí mismo y camina con torpeza, incapaz de alzar el vuelo, con las plumas empapadas y feo como un pollo que saliera de una piscina, de igual manera Desi Calvario cruzó la explanada desierta y entró de nuevo en La Joya del Forati. La mosca, temerosa del mal tiempo o quién sabe si del feroz tabernero, se había quedado en la pensión.

Se acodó en el mostrador y pidió una caña a Felipe, que le respondió con un ladrido de chucho martirizado por las pulgas. Al rato vio entrar a Alí con su pandilla de moritos descuideros. Conocía al muchacho marroquí desde una semana atrás y le parecía un chaval listo y simpático.
—Hola, patrón —le dijo el chico tendiéndole la mano.
—De patrón, nada. ¿Quieres una cerveza?
—Le invito yo, patrón, hice trabajos buenos hoy. Los sábados son fetén.
—Para ti, tal vez; a mí me dan lo mismo. ¿Cuál fue el negocio?
—Un turista chino, en el Museo Prado. La cartera llena de billetes. Más de doscientos dólares. Negocio bueno, patrón.
—Sería japonés.
—Vale, pues un chino-japonés. Son iguales, ¿no?
—De eso nada, Alí. Los japoneses tienen las patas zambas: son patituertos y tiran a culibajos.
—¿Qué es «patituerto», patrón?
—Pues tal que así —respondió Desi mientras se separaba del mostrador y arqueaba las piernas.
Rio Alí.
—Bueno de humor hoy, patrón.
—No creas, chico. Y te repito que no me llames patrón.
Siguió atizándole a las cañas de cerveza y, a eso de las dos, se zampó un bocadillo de lomo a la plancha y dio cuenta de medio cartón de vino de tetrabrik. Olía el bar a tufarada de zarajos y gallinejas. Se echó al coleto, de postre, un café y una copa de coñac, fumó un par de cigarrillos ya en la calle y regresó a El Tesoro bajo el cielo tembloroso y chorreante. «Bonita manera de gastar la mitad de un día de tu vida», caviló mientras se desprendía de la ropa y se metía en la cama a echar la siesta. La mosca zumbó junto a su oído derecho para darle la bienvenida a casa.
Y así como el león de zoológico, después de su ración de carne cruda, se tumba panza arriba y ahíto, con sus genitales y el agujero del culo al aire, sin pudor ninguno, y al minuto está ya roncando..., de ese modo Desi Calvario se quedó transido en pelotas vivas.
Hogar, dulce hogar.

Soñó con muchachas desnudas sobre lechos calientes. Al despertar, calculó que llevaba quién sabe cuánto tiempo sin catar hembra. Y tenía ganas, vaya si las tenía. Podía irse a un prostíbulo, desde luego, pero nunca le habían gustado las rabizas. Lo de aplicarse a las artes de Onán le aburría y, además, le recordaba la celda de la cárcel, aquellas masturbaciones en las que su fantasía se topaba con las rejas que cerraban las ventanas, y en las que los ruidos de metal, los gritos de los presos y las órdenes de los guardias disolvían los lamentos de las hembras que él imaginaba tendidas junto a él, cachondas como ciervas en celo. Meneones de acero, gallardas sin gallardía, pajotas de medio pelo, gayolas de tres al cuarto, peras sin vino y rosas, alemanitas de sal del paso, espumosos de goznes y manuelas de grilletes..., vamos, que desistió de hacer bueno ese sabio dicho según el cual todo onanismo bien entendido empieza por uno mismo.
A las seis, tras una fatigosa trepa de escaleras empinadas que le hizo sudar las sienes, y con el belfo temblando, Desi Calvario tocaba el timbre de la puerta del quinto derecha del número 8 de la plaza de Lavapiés. Instantes después, herrajes y cadenas se descorrían al otro lado y asomaba la figura de Óscar Renaud de Vivar, vestido con un batín de seda escarlata y una pajarita negra anudada con esmero al cuello de la camisa blanca. Estrechó su mano y cruzó el umbral.
Renaud le condujo a un anchuroso salón, iluminado por una luz mortecina. Y allí, junto a una mesa camilla, bajo una melena que se derramaba en bucles dorados sobre un vestido rosa de encajes y leve escote, el rostro de una de las mujeres más hermosas de la tierra se ofreció a los ojos de Desi. Podía tener cerca de cuarenta años, sus ojos lucían azules como la piel del mar y sus labios, teñidos de un leve carmín, parecían sonreír sin que lo hicieran. En sus mejillas se formaban dos dulces hoyuelos y el cuello era largo y delicado. Los finos dedos reposaban sobre la mesa, en donde se extendían las cartas de una baraja formando un solitario. Desi se quedó prendado al instante de aquella molonga cuarentona que parecía flotar por encima de la vida.
—Mi hija Claudia —dijo Renaud.
Desi se acercó, tomó la mano de la mujer y depositó un leve beso sobre la cálida piel.
—Este señor se llama don Desiderio Calvario, es un vecino y ya un amigo —añadió el padre.
—Es un placer —dijo Desi con voz temblorosa.
Y ella clavó los ojos en él, cual dos puñales celestes, y a Desi le pareció que el mundo se ponía patas arriba.
—Claudia no habla —agregó Renaud.
—Ah, es muda.
—No. Es que dejó de hablar por las buenas cuando murió su madre. Lleva diez años sin decir ni pío.
—Quizá un problema psiquiátrico.
—Nada de eso. Está absolutamente cuerda y además es muy inteligente. Lo que sucede es que no le da la gana. Cuando quiere algo, me lo pone por escrito en la pantalla de su tableta electrónica..., la muy zorrona.
—¿Y a qué se dedica?
—Nunca sale a la calle. Lee, hace solitarios, escucha música, toca el arpa y canta. Sí, sí..., canta, pero ya le digo que no habla. Luego le pediremos que nos interprete algo..., si es que le apetece, porque es muy cabezota y, cuando se empeña en una cosa, no hay quien la apee del burro. Por ejemplo, en casa no hay televisor porque no le gusta. El último que compré lo puso en el ascensor y lo mandó al séptimo piso. Y se lo han quedado los vecinos sin darme un euro a cambio. De alguna manera, aquí vivimos como en Corea del Norte.
Renaud le tomó del brazo y le condujo hasta el sofá.
—En fin..., siéntese, está usted en su casa. ¿Le preparo un té?
—Si tiene café, mejor.
—¿Y una copita de oporto?
—Encantado.
Se quedó a solas con la hembra, concentrada de nuevo en el juego de cartas. Y sin pensárselo dos veces, dijo:
—Es usted el ser más hermoso que he visto en mi vida.
Ella alzó la mirada y su sonrisa coqueta desbordó la estancia, escapó por la ventana y cabalgó el universo. Desi se enamoró sin remedio.

—Lo cierto es que la gran cuestión del milenio que ha comenzado no será la distinción entre el bien y el mal, como pretendía Nietzsche, sino la diferencia entre el ser y el tener. Ésa es mi conclusión, desde una perspectiva de filosofía de la ética.
Óscar Renaud se recostaba en el sillón mientras parloteaba su turbión de ideas, dando frente a Desi Calvario, y fumaba un purito largo y delgado. Claudia seguía ocupada en su solitario, aunque de cuando en cuando miraba hacia los hombres y regalaba tibias sonrisas.
—Además —añadió el viejo—, el saber se desdeña y los docentes son despreciados. La ignorancia se premia y el conocimiento es castigado. Los jóvenes no quieren aprender y los viejos han olvidado enseñar. Yo he escrito un verso sobre ello: ¿quiere oírlo?
—Adelante, adelante —respondió Desi, pendiente más de la hembra que del hombre.
—«Nuestra España es una escuela, / que no hay en el mundo igual: / en los pupitres, maestros; / y en la cátedra, un patán.» ¿Qué le pareció?
—Muy acertado.
Los ojos de Desi buscaban una y otra vez a Claudia y le acometían súbitas taquicardias mientras sentía que el corazón podría escapársele por las orejas y las narices.
—Al hombre de hoy —continuaba Renaud, muy a lo suyo— le han educado en la convicción de que debe poseer riquezas, propiedades, objetos de consumo lujosos. Tanto tienes, tanto vales. Ésa es la cuestión. Por eso mismo vamos camino de la depravación social, de una moralidad individualista y egocéntrica. Pero debemos recuperar la vieja ética, la que contenía un mandato de búsqueda del honor, de defensa de la honra, del prestigio que no se basa en el dinero y la riqueza. ¿Qué opina?
—No sé qué decir, me dan palpitaciones.
Renaud miró un instante hacia el techo, como si buscase las palabras adecuadas para sus elevados pensamientos.
—De ahí —siguió— que su grito llamase mi atención: «¡Sálvese quien pueda!». Eso es lo que nos espera. Y por ello yo considero que Marx, de nuevo, se hace necesario. ¿No le parece?
—La verdad es que sé muy poco de Marx.
—Convendría que leyera El capital, amigo. Una de las ideas esenciales de Marx, pervertida luego por los países que adoptaron el comunismo como sistema de gobierno, era la abolición de la propiedad privada. Y a ello tenemos que volver, educando a los jóvenes en la primacía de la necesidad de ser. Lo que eres es lo que vales, sería la norma. Y además, es preciso también que la ética y la estética se fundan como aspiración: ser como parece que eres, parecerse a lo que eres. Debemos hacer caso a nuestro don Quijote: «Unos van por el ancho campo de la ambición soberbia; otros, por el de la adulación servil y baja; otros, por el de la hipocresía engañosa, y algunos por el de la verdadera religión. Pero yo, inclinado de mi estrella, voy por la angosta senda de la caballería andante, por cuyo ejercicio desprecio la hacienda, pero no la honra».
Hizo una pausa Renaud y añadió terminante:
—Tiene que leer a Marx.
—Compraré el libro.
—No lo intente: ya no se encuentra ni en Rusia. Quizá haya algunas traducciones al español en Cuba o en Corea del Norte, pero no aquí, en España. Yo puedo prestarle el primer tomo de El capital. Es más, se lo traigo ahora mismo.
Salió Renaud de la estancia. Claudia alzó la vista y miró a Desi, y Desi navegó embelesado por las aguas azules y revoltosas de sus ojos.
—No es posible que haya alguien tan bello como usted —dijo balbuceante.
Ella se levantó y Desi pudo contemplar su cuerpo: sus firmes y redondas caderas, su airoso busto, las bien modeladas pantorrillas, el culo en su tamaño exacto. «¡Madre mía! —pensó—. ¡Estoy atrapado por un ángel inalcanzable!»
Porque inaprensible parecía, para cualquier humano, aquel ser que ahora se sentaba, al fondo de la sala, en una banqueta frente al arpa. Que movía sus dedos gentiles sobre las cuerdas, alzando una dulce melodía que recorría las venas de Desi. Que de pronto cantaba con luminosa voz un lied y el jovial gorjeo entraba en las sienes de Desi, acariciaba su masa encefálica, bajaba por su sangre para acunarle el corazón y provocaba un suave cosquilleo en su entremuslo.
Renaud se había sentado de nuevo, dejando sobre la mesa un libro con apariencia de pesar más que un mal matrimonio, y los dos hombres escuchaban, rendidos a su encanto, el himno celestial que brotaba de los labios de la joven.
Desi no quería que aquel instante terminase nunca. ¡Que le dieran por saco a Carlos Marx! Pero todo concluye en la jodida vida y Claudia, tras sostener la voz en un último y deslumbrante trino, dio fin a la melodía con un oportuno lamento de las cuerdas.
Aplaudieron los dos y la beldad se levantó sonriente. Después agradeció el homenaje con una delicada inclinación de cabeza, y volvió a la mesa y a sus naipes.
—Qué bonita canción —dijo Desi.
—Es un lied de Mahler —respondió Renaud—, uno de los compositores favoritos de Claudia.
—¿Nunca ha grabado su hija un disco? Sería un éxito.
—A ella no le importan esas cosas.
—Claro, vuela por encima de la vida, como todos los ángeles.
—No crea: antes que ángel, es más bien lagarta. Y a mí me tiene frito con sus cabezonerías.
Renaud se enredó al punto con nuevas teorías sobre el ser y el parecer y sobre la necesidad de alumbrar una idea de justicia que crease nuevas esperanzas para la juventud. Un rato después, Claudia recogió la baraja, salió de la sala y regresó con un libro, que se dispuso a leer en el mismo lugar donde jugaba con los naipes. La cháchara de Renaud llegaba como un zumbido incongruente a los oídos de Desi. En ocasiones, el otro le preguntaba si estaba de acuerdo, y él respondía con desde luegos y por supuestos y no caben dudas. A eso de las ocho y media escuchó un «en fin» en los labios de Renaud y pensó que le sugería que lo oportuno era que se marchara. Así que se levantó y anunció que tenía una cita.
—No olvide el libro —dijo Renaud, al tiempo que le ponía en las manos aquel pedrusco de tapas marrones.
Desi se acercó a la muchacha, que le tendió la mano y sonrió agradecida al beso que el hombre depositó sobre su piel. Lo cierto es que le habían entrado ganas de darle un lametazo. De reojo, miró el libro de ella. «Elegías de Duino», leyó en el margen superior de la página abierta. Pensó que le gustaría llevarse prestado el ligero tomo de Claudia en lugar del adoquín que le había endosado el padre.
Renaud le acompañó a la puerta. Y le ofreció una nueva invitación.
—Los domingos suelo representar para mi hija algún acto de una obra de teatro. A ella le encanta. ¿Le apetece venir mañana?
—Estaré encantado.
—A las cinco de la tarde, si le parece bien; tomaremos café y habrá función. Un acto del Rey Lear, ¿conoce la obra?
—Desde luego, y me apasiona.
Y así como la gaviota altiva sobrevuela el espacio infinito con aleteo elegante, cual si quisiera alcanzar las más lejanas alturas del cielo y beber con su pico reverente el néctar de los dioses..., de la misma manera Desi Calvario caminó sobre el asfalto mojado de la plaza de Lavapiés, montado en una nube y pisando charcos que le embarraron los bajos de los pantalones. Parecía un perfecto tontolhaba poniéndose perdido de agua sucia y costras de barro gris.

Pertenecía a la noche, se dijo ya en la calle. A noches de vientos sin fronteras y hombres a la deriva, esas noches de mar lejano, de lugares comunes vertidos en las barras de los bares y tabernas sin patria. Noches de estercolero y de audacia del alma. Noches al fin y al cabo, de sobre todo y nunca.
Desi Calvario entró en La Joya del Forati. Se encalló en el mostrador como un barco lisiado y se puso hasta las patas de cubatas de coñac, tocados con unas gotas ariscas de limón, bajo la mirada criminal de Felipe.

Tal vez fueron Alí y su tropa de moritos buscavidas los que le llevaron a la pensión, por supuesto en volandas. Oía voces que sonaban de derecha a izquierda, como los textos del Corán, y muchas uves dobles convertidas con suavidad en ges. Sus piernas eran dos haches desclavadas de un cuaderno de caligrafía latina. Y su cerebro una eñe arrancada de la carne como un clavo oxidado.
Le dejaron tendido en la piltra, hecho fosfatina. La mosca ni chistó, por respeto quizá al hermano descarriado.
Cuando se despertó, a eso de las doce del domingo, tan sólo recordaba la sonrisa de Claudia. Abrió el balcón y gritó en el vacío de la plaza abrumada bajo la lluvia boba:
—¡Estoy enamorado!
Pesó el silencio unos instantes sobre Lavapiés. Luego se alzó otro berrido en el lado de enfrente.
—¡Lo sé! —dijo una voz de mujer.
Y un momento después, otra voz femenina rasgó los aires pervertidos:
—¡Que os dé por culo con el sable un pez espada!
Y así como la serpiente pitón sale de su madriguera y atraviesa los campos de hierba alta mojados de rocío y siente su piel pringosa y tiene ansia de carne de ratón y sed de sangre de gallina..., de la misma manera Desi Calvario se echó a la calle, sin ducharse siquiera, y buscó de nuevo el abrigo del más infame de los bares, La Joya del Forati, y se tomó seguidos tres cafés solos, y solamente solos, y cuatro botellines de agua mineral. La noche se borró de sus ojos, pero no de su alma.
¡Ay, Claudia!
2
«Pero ¿qué es el amor? —se dijo—. Por ejemplo: algo así como un revoloteo de mariposas sobre una piel desnuda. Puaff: ¡que les den por saco a las metáforas!» «O mejor: amar es una vesania que actúa sobre corazones jóvenes que se creen cuerdos. Y olé», concluyó.
Desi Calvario echó el resto de la mañana a perros, esto es: la perdió en las tabernas, esperando que corriera el reloj camino de las cinco de la tarde, la hora de la cita acordada por Óscar Renaud, el minuto en que la puerta de la casa se abriría y allí, al fondo de la sala, Claudia tendría bajo sus manos una baraja tonta. ¿O quizá iba a recibirle con un canto?
—Con las mujeres ya se sabe que nunca se sabe —murmuró para sí.

Todo domingo figura en el calendario cristiano como fiesta, pero sólo lo es para los cazadores y los beatos. Al resto de los mortales les parece un día de perplejidad. Pasarse la semana esperando el festivo y luego odiarlo con toda tu alma es común a millones de humanos. Por eso sería oportuno convertirse en cazador o hacerse un beato irreductible de cualquier credo, mayormente cristiano, porque ya se sabe que eso les pasa a los mahometanos los viernes y a los judíos los sábados.
Gritaba el almuédano desde una mezquita próxima y un moro, al que pilló el rezo tratando de vender alfombras entre los clientes de La Joya del Forati, tendió una en el suelo y se dispuso a orar apuntando la chola hacia el Oriente.
Felipe salió enfurecido desde detrás del mostrador y gritó:
—¡Vete a rezarle a Mahoma a la puta calle, que éste es un bar como Dios manda!
Le agarró de las solapas de la chaqueta y lo puso de posaderas en la acera.
—Estoy de Alá hasta los cojones —agregó dirigiéndose a Desi—. Será por eso que me llamo Matamoros.
—Casualidad.
—De eso nada; mi abuelo luchó en la guerra de África y le llevaron al frente por el apellido.
En la última esquina del mostrador, un grupo de cazadores domingueros daba cuenta de una botella de Anís del Mono. La lluvia les había jodido la jornada cinegética y allí, en la oscuridad del fondo del bar, vestidos de bosque, las escopetas apoyadas en la pared y los morrales desperdigados por el suelo, lamentaban su mala suerte. En la calle, amarrados a los árboles, media docena de perdigueros ladraban en algarabía desafinada, empapados hasta los molares y los —nunca mejor dicho— caninos.
—¡Pues a joderse y aguantarse! —decía uno de los tipos—. Dejémonos de quejas y a tomar copas de la botella del «trepador».
—Yo iba preparado para cualquier eventualidad —señalaba otro, zumbón él—. Esta mañana, al salir, mi mujer me dijo: «Llévate cincuenta euros y la tarjeta de crédito, por si tienes necesidad de cualquier cosa en la espesura». Así es mi Encarnita.
—La mía odia las escopetas —señaló un tercero.
—Nos ha jodío —dijo el primero—, porque las hembras y la caza son dos cuestiones disparejas; los hombres somos más pariguales.
—Y algunas se cachondean de ti —añadió el guasón—. Hace dos semanas hice un doblete de perdiz. Salió el bando, pegué dos tiritos seguidos y cayeron dos piezas. Cuando llegué a casa, se lo conté lleno de orgullo a mi Encarnita. «¡He hecho un doblete!», clamé eufórico. Me miró chungona y respondió: «¿Y cuándo vas a hacer uno en casa, cariño?».
Desi abandonó el bar poco antes de las cuatro, tras zamparse un grasiento y chorreante bocadillo de calamares fritos y harto de tanto oír hablar de amor. Pensó que le gustaría tener compañera, aunque le tocase una mujer cabreadiza. Después de todo, a cambio de algo de amor, él estaba dispuesto a convertirse en un hombre disparejo o parigual, que tanto monta.
Por otra parte, lo de la caza le daba lo mismo: él era incapaz siquiera de matar a una humilde cucaracha.

Claudia engalanaba su belleza con un vaporoso vestido de seda color malva, de hombros al aire y falda hasta media pantorrilla. Una cadenita de oro rendía melancólico homenaje a su esbelto cuello. Sonreía otra vez sin sonreír, los hoyitos marcando en sus mejillas sonrosadas un fugaz rastro de picardía. Corrían ríos auríferos en forma de bucles sobre la piel trigueña de su escote. Y un lunar rosáceo se arrimaba sugestivo a la breve línea que asomaba entre sus pechos, bajo el borde de encajes del vestido. Al bueno de Desi Calvario casi le dio un pasmo cuando la vio sentada en el sofá tapizado de ocres, las piernas cruzadas, los delgados tobillos cubiertos a medio empeine por zapatitos morados de escaso tacón, los galanos dedos de una mano posándose en los labios violentamente rojos como un golpe de sol que agoniza en el trópico, y en la otra una taza de porcelana china pintada con claveles de vehementes violetas y verdes sobre un suave fondo de siena. Desi creyó ver en ella la reencarnación de la hija de un generoso rey, una Nausícaa escapada de Feacia.
La mujer le hizo un gesto, indicándole que se sentara a su lado. Él obedeció sumiso el mandato de la princesa. Y así, muy cerca de Claudia, percibió su perfume de jazmines. ¡Otra vez los putos jazmines! No había otra esencia en la piel de una hembra que despertase con mayor ardor sus sentidos. Y ahora ella le servía un té, y después una copita de oporto, y al inclinarse hacia la mesa su escote mostraba un poco más los pechos marfileños, sobre los que revoloteaban como libélulas hechizadas los áureos racimos de su pelo.
—Está usted aún más hermosa que ayer, Claudia.
Ella sonrió, mirándole a los ojos, y el dardo de Eros se le clavó a Desi en el mismísimo entrecejo, y la herida bajó por su garganta, se hundió en su alma y saltó como una catarata a la entrepierna. Eso es el amor: un latigazo único que te golpea al mismo tiempo en la cabeza, atontándola; en el corazón, dislocándolo; y en el prosaico vientre, encendiéndolo.

Le daba confianza que ella no hablase, su silencio rompía en cierta forma la timidez de Desi.
—Yo no soy un hombre feliz, pero verla me produce sensaciones de alegría que no sabría explicarme. ¿Podré algún día venir a contarle quién soy?
Ella afirmó con un leve movimiento de cabeza.
—¿Me dejaría tutearla?
Claudia asintió de nuevo.
Iba a decirle que la amaba, así de golpe y sin pensárselo, cual toro que sale enfebrecido de toriles, listo para pegar una cornada y a riesgo de que le pongan un par de banderillas, cuando la figura de Óscar Renaud asomó en la sala. ¡Caray! Venía el hombre ataviado de rey medieval, casaca bordada con motivos florales dorados, espadón de plástico al cinto, destartalada barbaza postiza y una regia corona de cartón amarillo protuberando sobre la proletaria coronilla. Estaba hecho un adefesio, antes bufón de corte que soberbio monarca, pero se le veía ufano con su indumentaria. Claudia le dedicó un aplauso mo