Lirios azules para pedirte perdón (Los Talbot 2)

Ana F. Malory

Fragmento

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Capítulo 1

Londres, Reino Unido, 1841

La señorita Carla Talbot —la menor y única fémina de los cinco hermanos Talbot—, ataviada con un sencillo vestido y el rubio cabello bien recogido para poder ocultarlo bajo la capota, paseaba de un lado a otro del dormitorio con los nervios a flor de piel y los sentidos alerta, pendiente de cualquier sonido que pudiera escucharse al otro lado de la puerta. Faltaban apenas unas horas para el amanecer y aquel era el momento adecuado para abandonar la casa que la familia poseía en Londres: justo antes de que los criados comenzaran a pulular por ella.

Ignoraba lo que iba a suceder de allí en adelante, pero no le importaba; porque tenía claro que no iba a permitir que la obligaran a casarse con un hombre del que nada sabía y al que ni siquiera había visto. Un vizconde; sin duda un caballero importante… «A buen seguro, viejo también». Se estremeció de pensarlo. No solo se consideraba joven para desposarse —más con semejante adefesio—, además, antes de sentar cabeza, deseaba viajar, conocer mundo, correr aventuras… En una palabra: vivir.

Persistir en esta idea había sido, días atrás, motivo de una nueva discusión con su hermano Bruce.

—Lo que pretendes es un disparate —le había espetado este—. Las jovencitas no viajan solas, ni mucho menos se rebelan ante las decisiones de sus mayores; hacen lo que se les ordena sin discutir.

—No es justo, no conozco de nada a ese caballero —había protestado conteniendo a duras penas la rabia—. Y no necesito casarme para asegurar mi futuro, poseo dinero propio; con él viviré cómodamente el resto de mi vida, incluso podría recorrer el mundo entero si lo deseara. —Sabía que su afirmación no era del todo cierta pues, más allá de su asignación semanal, no podía gastar ni un solo chelín sin el consentimiento de su hermano mayor y tutor, Richard; él era quien controlaba y administraba su parte de la herencia. Aun así, había desafiado a Bruce con la mirada.

—No insistas, porque de nada te servirá. —Un destello de determinación había cruzado los ojos pardos de su hermano, tan parecidos a los suyos—. Richard está en camino y lord Gainsborough nos visitará en unos días. Podrás conocerlo entonces y comprobar por ti misma que no es el hombre horrible que piensas. Y si deseas viajar, que sea tu esposo quien te acompañe cuando estéis casados.

El tono seco de su hermano le había dejado claro que la discusión había terminado. Y conociéndolo, mejor no insistir o se enojaría de verdad con ella; de sobra sabía cuándo podía continuar con una trifulca o debía batirse en retirada.

«De acuerdo, no diré más, pero tampoco pienso quedarme sentada, aguardando al viejo lord con los brazos abiertos», se había dicho al abandonar la biblioteca con la barbilla en alto y sin cruzar ni una sola palabra más con su hermano.

Su mente se había puesto a maquinar un plan al instante y una sonrisa sesgada había asomado a sus labios cuando este, de camino a la planta superior, comenzara a tomar forma. Llevarlo a cabo había sido bastante más complicado.

Pero lo hizo, y allí estaba, con la bolsa de viaje aguardando bajo la cama, con todo el dinero que había logrado reunir bien oculto entre los pliegues de la enagua y dispuesta a emprender el viaje de su vida.

El reloj de péndulo del recibidor marcó la hora. Había llegado el momento.

Inspiró con fuerza, retuvo el aire en los pulmones durante unos segundos y después lo expulsó despacio para serenarse. Poco le importaba que las manos le temblaran, pero que también lo hicieran sus piernas suponía un problema: un solo tropiezo y su plan de fuga se iría al garete.

Se arrodilló junto al cabecero de la cama y se hizo con el bulto allí escondido. De camino hacia la puerta se detuvo frente al armario. Se puso el sombrero y los guantes, se cubrió con la capa y cogió de nuevo su equipaje. Debía pasar lo más desapercibida posible, de ahí que solo hubiera empaquetado lo imprescindible y que su aspecto fuera el de una muchacha humilde y sin apenas recursos.

Lanzó una última y rápida mirada hacia la cama y asintió satisfecha; parecía ella, y no un lío de prendas, quien estaba arrebujada bajo las mantas.

Antes de abandonar la habitación pegó la oreja a la puerta y agudizó el oído para asegurarse de que fuera reinaba el silencio. Lo intentó al menos, porque el corazón le bombeaba tan rápido y con tanta fuerza, que no era capaz de escuchar nada más allá de sus propios y alocados latidos. Tendría que confiar en sus cálculos y encomendarse a la suerte.

Abrió con sigilo y espió el pasillo antes de lanzarse a la carrera hacia la escalera de servicio; descendió sin detenerse, siempre vigilante. Atravesó la cocina para dirigirse hacia la puerta de atrás. De haber podido, habría suspirado de alivio al comprobar que la llave se encontraba donde siempre: colgada en el interior de un pequeño cajetín que simulaba formar parte del perchero anclado a la pared. La introdujo en la cerradura y, conteniendo la respiración, la hizo girar. El mecanismo produjo un leve y casi inaudible chasquido. Accionó la manilla y la puerta cedió al instante. Respiró de nuevo. Devolvió la llave a su lugar y abandonó la casa.

Cruzó el jardín trasero a la carrera, sin atreverse siquiera a mirar por encima del hombro y rezando cuantas plegarias se le ocurrían para que nadie la hubiera visto salir. Alcanzó la verja que permitía el acceso a una calle lateral, la abrió y asomó la cabeza para asegurarse de que el coche de alquiler la aguadaba en el lugar acordado.

«Ahí está», confirmó para sus adentros.

Fue en ese instante, justo antes de poner un pie en el camino exterior, cuando volvió la vista atrás. Durante una fracción de segundo dudó si continuar con la huida o regresar sobre sus pasos.

—La aventura me aguarda —masculló antes de traspasar los límites de la finca.

Se aseguró de cerrar la cancela y acto seguido se encaminó hacia el carruaje con pasos apresurados. Había calculado los tiempos de manera tan ajustada que el más mínimo retraso podría echarlo todo a perder.

—Buenas noches, señorita —la saludó el cochero; un hombre de aspecto amable al que Carla se había visto obligada a mentir para obtener sus servicios.

De saber quién era ella no habría aceptado llevarla al puerto ni por el doble de dinero que pensaba entregarle. Pero había accedido al creerla una joven criada de origen galo que debía regresar cuanto antes a su país para cuidar de su madre enferma.

—Bonne nuit, monsieur —respondió—. Debemos darnos prisa, el barco zarpará en menos de una hora —añadió con marcado acento francés antes de entrar en el coche.

***

El sol aún no había comenzado a asomarse por el horizonte cuando el carruaje de Alexander Timberlake, vizconde Gainsborough, llegaba a la zona portuaria. Se había enterado, por pura casualidad, de que el Queen Elizabeth se encontraba allí anclado y, aunque justo de tiempo porque la nave estaba a punto de zarpar, pretendía encontrarse con su capitán antes de que este pusieran rumbo al continente.

Había conocido a Sullivan años atrás, cuando su padre, el anterior vizconde, aún vivía y él podía permitirse viajar de un l

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