Freud y los no europeos

Edward W. Said

Fragmento

Esta es una parábola digna de unas cuantas líneas, aunque sea el resultado de una experiencia personal bastante peculiar que ha recibido una atención extraordinaria, e inmerecida, por parte de los medios de comunicación y del público. Normalmente, no suelo ponerme como ejemplo, pero me he permitido hacerlo por lo tergiversado que ha sido este caso y porque puede ilustrar el contexto de la lucha entre palestinos y sionistas en el que se produjo.

A finales de junio y principios de julio de 2000, fui al Líbano en un viaje de carácter personal y familiar, en el que también di dos conferencias. Como la mayoría de los árabes, mi familia y yo teníamos mucho interés en visitar el sur del Líbano para ver la «zona de seguridad» evacuada, que había sido ocupada militarmente por Israel durante veintidós años y de donde las tropas del Estado judío habían sido expulsadas sin contemplaciones por la resistencia libanesa. El 3 de julio fuimos a pasar el día a la zona y visitamos la tristemente famosa prisión de Khiam, construida por los israelíes en 1987 y en la que ocho mil personas fueron torturadas y retenidas en condiciones espantosas e inhumanas. Inmediatamente después, nos dirigimos al puesto fronterizo, también abandonado por las tropas israelíes, y que entonces era ya un área desierta, salvo por los muchos visitantes libaneses que acudían a celebrar la retirada lanzando piedras al otro lado de la frontera, aún hoy muy fortificada. No había a la vista ni militares, ni civiles israelíes.

En aquella parada de unos diez minutos, me fotografiaron, sin permiso, en el acto de lanzar un guijarro jugando a competir con algunos muchachos jóvenes que estaban presentes; ninguno de ellos, por cierto, tenía un objetivo particular. El área estaba desierta hasta donde alcanzaba la vista. A los dos días, mi foto apareció en los periódicos de Israel y de todo Occidente. Me describían como un terrorista que lanzaba piedras, un individuo violento, etc.; la cantinela habitual de difamación y falsedades que conoce cualquiera que haya incurrido en la ira de la propaganda sionista.

Me gustaría señalar dos ironías. La primera es que, a pesar de haber escrito por lo menos ocho libros sobre Palestina en los que siempre he abogado por la resistencia a la ocupación sionista, jamás he defendido otra cosa que la coexistencia pacífica entre nosotros y los judíos de Israel, una vez que acaben la represión militar israelí y la expropiación a los palestinos. Mis escritos han circulado por todo el mundo y se han traducido por lo menos a treinta y cinco lenguas, de manera que, dada la claridad de mi mensaje, resulta difícil desconocer mi postura. Sin embargo, el movimiento sionista, al considerar inútil refutar los hechos y los argumentos que he presentado y, lo que es más importante, al ser incapaz de impedir que mi trabajo llegue a audiencias cada vez más amplias, ha recurrido a técnicas cada vez más ruines con el fin de detenerme. Hace dos años contrataron a un oscuro abogado israelí de origen estadounidense para «investigar» los primeros diez años de mi vida y «demostrar» que, aunque nací en Jerusalén, nunca estuve realmente allí; con todo esto se pretendía explicar que soy un mentiroso que ha falseado su derecho al retorno, a pesar de que —y esta es la estupidez y trivialidad del argumento— la denigrante Ley de Retorno israelí otorga a cualquier judío de cualquier parte del mundo —aunque jamás haya pisado suelo israelí— el derecho a vivir en Israel.

Por otra parte, los métodos de investigación de este abogado eran tan burdos y engañosos que muchas de las personas que él había entrevistado escribieron para contradecir lo que él afirmaba; el artículo de este abogado contenía tales tergiversaciones e imposturas que únicamente un periódico aceptó publicarlo. Esta campaña no fue solo un intento para desacreditarme personalmente (el propio editor del periódico dijo sin ambages que había publicado la estúpida porquería de aquel mercenario sencillamente porque quería desacreditarme ante mis numerosos lectores), sino que, por increíble que parezca, quería demostrar que todos los palestinos mienten y no son dignos de crédito cuando invocan su derecho al retorno.

A esta confabulación en mi contra le siguió el asunto del lanzamiento de piedras. Y aquí viene la segunda ironía. A pesar de que Israel ha devastado el sur del Líbano durante veintidós años, ha destruido aldeas enteras, ha asesinado a cientos de civiles y ha empleado a soldados mercenarios para saquear y castigar; a pesar de su vergonzosa práctica de usar los métodos más inhumanos de tortura y encarcelamiento tanto en Khiam como en otros lugares, a pesar de todo eso, la propaganda israelí, promovida y secundada por los corruptos medios de comunicación occidentales, prefirió concentrarse en un inofensivo acto mío y exagerarlo hasta alcanzar proporciones monstruosamente absurdas que indicaban que yo era un violento fanático interesado en matar judíos. Dejaron al margen el contexto y las circunstancias, es decir, que simplemente lancé un guijarro, que no había un solo israelí hasta donde alcanzaba la vista y que nadie se vio amenazado de sufrir daños ni heridas. Lo que es aún más grotesco: de nuevo se montó una campaña para tratar de que me expulsaran de la universidad en la que he enseñado durante treinta y ocho años. Artículos en la prensa, comentarios, cartas vejatorias y amenazas de muerte, todo fue utilizado para intimidarme o silenciarme, incluidas las de colegas que descubrieron repentinamente su lealtad al Estado de Israel. Sin embargo, lo ridículo del asunto, la falta total de lógica al tratar de relacionar un incidente trivial en el sur del Líbano con mi vida y mi trabajo no les sirvió de nada. Muchos de mis colegas me apoyaron, al igual que muchos ciudadanos corrientes; y, lo que es más importante, los órganos de gobierno de la universidad defendieron espléndidamente mi derecho a expresarme y a actuar libremente, y señalaron que la campaña contra mí nada tenía que ver con que hubiera lanzado una piedra —un acto correctamente catalogado como «libertad de expresión»—, sino con mi postura y mi actividad política beligerante con la ocupación y represión practicadas por Israel.

El último episodio de toda esta presión sionista es, en cierto modo, el más triste y el más vergonzoso. A finales de julio de 2000, el director del Instituto y Museo Freud de Viena se puso en contacto conmigo para preguntarme si aceptaría una invitación para dar la conferencia Freud anual en mayo de 2001. Acepté, y el 21 de agosto recibí una invitación oficial del director del Instituto en nombre del Consejo. Acepté rápidamente porque había escrito sobre Freud y porque era desde hacía muchos años un gran admirador de su obra y de su vida. (A propósito, habría que señalar que Freud fue un antisionista de primera hora que cambió su punto de vista posteriormente, cuando la persecución nazi contra los judíos europeos hizo que un Estado judío pareciera una solución posible al antisemitismo generalizado y letal. Pero creo que su posición frente al sionismo fue siempre ambivalente.)

Propuse para mi conferencia el tema «Freud y los no europeos», con el que tenía la intención de argumentar que, aunque la obra d

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