Melania Jacoby

Susana Pérez-Alonso

Fragmento

Y el principio vino con la muerte…

Y al atardecer, la hora tierna,

el secreto sabrás de mi inquietud;

se dice: «Juventud hay en el mundo»,

¿dónde está, dime tú mi juventud?

JAIM NAJMAN BIALIK

–Quiero ver ruidos, madre. Vamos barco ver ruidos, haz favor.

Recostada en un sofá bajo un manzano, medio dormida, atendió a las palabras de su hijo y acarició su cabeza.

Lucía un sol del membrillo, septembrino, casi caluroso.

A punto de ceder a la demanda de Benjamín, oyó cómo Petronilo alertaba a la casa. Gritaba que alguien había avistado a una ballena cerca de los acantilados. Se levantó y, de la mano de Benjamín, caminó en dirección a la costa.

Benjamín saltaba señalando hacia la columna blanca que el animal dejaba salir de su cuerpo. Exhalaba y un enorme chorro de vapor aparecía entre las olas. Nadie en la villa recordaba un cachalote cerca del litoral. El puerto había sido cobijo de balleneros siglos antes, pero ya no quedaban pescadores de ballenas. Acudieron a los acantilados campesinos y pescadores, todo el mundo abandonó sus quehaceres y corrían por los prados siguiendo la ruta del cachalote.

Alguien dijo que el animal era un narval y surgieron antiguas historias de balleneros. Benjamín palmoteaba sin cesar y pedía ir al encuentro del animal, quería embarcarse y ver el trozo de tierra que flotaba. Al niño, el cachalote le recordaba el sonido de los bufones,1 y gritaba sin cesar que había que volver a enganchar la tierra que se había escapado.

Melania miraba la mar.

–Traed el velero a la cala, Petronilo. Ven, hijo, vamos a cambiarnos y verás de cerca la tierra que se ha escapado.

–No puede ir señora, es peligroso. No puede ir usted con el niño.

–Sí que puedo, Petro. Da aviso, que traigan el barco a la cala.

Los campesinos la miraron con pasmo y caminaron tras madre e hijo hasta una portilla de madera. Desde allí, ninguno pasaba sin que fuese llamado.

Melania entró en la casa, vio a Samuel y Ariel sentados sobre una alfombra de la biblioteca y les acarició el cabello.

–Vístalos con ropa de abrigo, mademoiselle. Saldremos a pasear en barco. Si lo desea, puede acompañarnos.

El aya agradeció apuradamente la invitación y la declinó de la misma manera. Había oído a una de las mujeres de la cocina que un enorme animal paseaba por el mar cercano a la casa. Creía haber entendido ballena y no dudaba de la intención de Melania: se acercaría hasta casi poder olerla, la señora era así. Pero ella no tenía interés alguno en ver a un monstruo. Tres días antes, después de la cena, Melania había comenzado la lectura de una novela que precisamente hablaba de aquellos peces asesinos. Aún se estremecía la mujer al recordar el relato. Seguramente, esa noche terminarían la lectura. No entendía por qué la señora se empeñaba en leer aquello a sus hijos. Los criados que lo deseaban, las ayas, Luisa, Petronilo y cualquier habitante de las caserías de la finca, iban llegando a la hora en que el sol comenzaba a ponerse y tomaban asiento en el jardín o en la biblioteca, según la época del año. Melania Jacoby saludaba a todos con una sonrisa y comenzaba a leer en voz alta. Aquellos días, las aventuras del capitán Ahab y una ballena asesina llenaban de pavor a los asistentes. Y ahora pretendía que ella la acompañase al paseo. «C’est fou», murmuró mientras se apresuraba a vestir a los niños.

En la cala esperaba un bote; embarcaron Melania y sus tres hijos acompañados de Petronilo y un pescador. Desde el acantilado, el murmullo se trocó en algarabía y gritos de ánimo a los navegantes. Aparecieron varias barcas en la mar y singlaron hasta el velero. Cuando Melania subió a bordo, vio acercarse más chalupas. Comenzaron a navegar todos hasta la ballena. Primero el velero y tras éste, en una extraña salea que aumentaba poco a poco, barcas y chalupas.

–La tierra no mueve ya, mamá.

–Eso parece, Benjamín. Ya no mete ruido, hijo.

–¡Más cerca!

–¡No le haga caso al chico, señora! No debemos acercarnos más.

Petronilo estaba blanco de miedo.

–Hay pueblos que piensan que las ballenas nos cuidan desde el mar, Petronilo, no temas. Al pairo, Bonifacio. Veamos que hace.

Obedeció el pescador y se mecía la nave con las olas proa al oleaje.

Un sonido ronco parecía salir de las entrañas del mar. Melania miró la piel rugosa del cachalote. Bien podía ser una isla, un trozo parduzco desprendido de la tierra. El velero estaba pegado al animal más de lo debido, pensó Melania. En un momento podía sumergirse y estaban demasiado cerca.

–Aléjate un poco. ¿Lo has visto bien, hijo?

Nadie respondió a la pregunta. Melania se había distraído unos segundos encendiendo un cigarrillo, dio la vuelta y su mirada tropezó con las de Petronilo y Bonifacio. Ariel y Samuel miraban en dirección al animal y sonreían mientras agitaban las manos saludando a la ballena. No se escuchaban voces en las barcas que los seguían y que se habían acercado protegidas por el velero.

El mar y la tierra se habían llenado de silencio.

A punto de preguntar qué sucedía, Melania escuchó su nombre. Benjamín la llamaba, pero ella no lograba verlo. Volvió a oir el sonido de su voz y vio al niño intentando subir por un costado del cachalote. De los acantilados surgió un rugido, las voces de los campesinos llenas de temor llegaron a sus oídos. Benjamín escalaba agarrado a la costra que era la piel del animal.

–Si se sumerge lo arrastrará, señora. No podemos hacer nada. Pídale que intente regresar nadando, a usted la entiende.

El pescador temblaba al hablarle a Melania. El señor de Lena los mataría a todos. Si algo les pasaba a sus hijos, él los mataría.

–Acércate todo lo que puedas, con cuidado, Bonifacio. Petronilo, haz señas a una de las barcas y vete con Samuel y Ariel.

Quedaron el pequeño velero y el cachalote casi pegados. Melania sonreía a Benjamín, que ya había logrado encaramarse sobre el cetáceo y tumbado sobre él le hablaba y acariciaba la piel costrosa. Melania esperó a que Petronilo y sus hijos estuviesen a bordo de una lancha y pidió a Bonifacio que los siguiese. El pescador no se hizo de rogar.

Con cuidado se quitó los zapatos y con la mayor suavidad que le permitía el miedo se dejó caer sobre el animal. Sintió una sacudida bajo los pies y se tiró cuan larga era junto a Benjamín.

–Tenemos que irnos, hijo. Ahora dame la mano, nos dejaremos caer al agua y volveremos a casa. No grites ni palmotees o la isla se hundirá con nosotros, Benjamín. ¿Lo harás?

–No sé qué es isla, mamá, pero el trozo de tierra volver.

Melania no podía concentrarse en las palabras de Benjamín, le pareció que el animal comenzaba a moverse. Si se lanzaba al mar con el niño y el cachalote se sumergía, los arrastraría al fondo. No podía nadar con rapidez teniendo que sujetar a Benjamín. El viento comenzó a soplar y el mar se rizaba a cada envite del aire contra el agua.

–¿Lo ves? Vuelve casa, no quiere ser solo en mar, mamá. ¡Vamos! ¡Rápido casa! ¡Vamos! No sueltes mano o caerás, mamá. Él quiere ir casa, con nosotros.

Melania Jacoby agarró con fuerza las manos de su hijo y pensó en lo liberador de la muerte. Dejó que su cara reposase sobre un brazo y se acercó aún más a Benjamín.

El animal se movía, en pocos segundos los arrastraría al abismo. Cuando esperaba la inmersión con los ojos abiertos, se encontró con el acantilado casi de frente. Se dirigían a la ensenada. Benjamín repetía sin cesar los gritos de ánimo y acariciaba una y otra vez la piel de la ballena. Había soltado las manos de las de su madre y los arañazos provocados por la piel del cachalote estaban llenándolas de sangre, que aparentemente no provocaban ni dolor ni miedo al niño. El cetáceo parecía querer vararse en la arena. Pensó Melania en la facilidad de dejarse llevar por la corriente hasta una playa y allí morir. Podía tocar la arena en dos brazadas; si se dejaba caer con Benjamín, lograría llegar a la playa. Levantó al niño, lo agarró entre los brazos y cuando se disponía a deslizarse con él, la figura de Juan de Lena se hizo presente en la orilla. La miraba y ella conocía aquella forma aviesa de observarla. Iba a matarlos.

–Quiero ver ruidos, madre. Vamos barco ver ruidos, haz favor…

Escuchó a Benjamín repetir una y otra vez la frase y sintió un dolor en el hombro.

–Lo lamento, señora, perdóneme, no me he dado cuenta donde la tocaba. Se ha escapado el niño y ha venido a despertarla. De todas formas, ya anochece, tiene que entrar.

Melania Jacoby se arregló el pelo y miró a Luisa con miedo; el sueño había sido demasiado real.

Después de la cena, terminaron la lectura de Moby Dick. Melania temblaba con cada palabra. Sólo Luisa se dio cuenta de las pequeñas sacudidas del cuerpo, los demás pensaron que la señora tenía frío y una de las mujeres le puso un chal sobre los hombros. El gesto de dolor de Melania pasó de nuevo desapercibido.

Benjamín insistía en ir a las praderías de Pría. El sonido de los bufones le gustaba. Cuando iban a pasear por aquella parte de la costa, corría por los prados en busca de nuevos agujeros que hiciesen salir el aire comprimido entre las rocas; si alguna columna de agua subía entre la caliza, daba gritos y bailaba sin control alguno, seguía el ritmo que emitían los bufones, cabrioleaba al son del silbido del agua, de la furia del viento saliendo por los agujeros. Asemejaba un ave o un cordero, según fuese el sonido, movía los brazos o se envolvía en sí mismo y la harmonía de los movimientos hacía que los campesinos dejasen el trabajo y observasen al tonto de Peñapobre.

Así se lo conocía en la comarca.

–Iremos, Benjamín. Haz que preparen todo, Luisa. Mañana comeremos en Guadamía.

A media noche, era incapaz de conciliar el sueño. Asomada al balcón de su cuarto miraba al cielo. De nada le servía buscar señal alguna, sabía que los milagros no eran posibles. Luisa entró en el cuarto sin esperar respuesta a su llamada, Melania ni la había oído.

–Vengo a curarla, señora. Pensé que dormía, pero vi la lumbre de un cigarro en el balcón. Siéntese.

Dejó sobre un velador una taza y sacó del bolso de la falda un frasco de color azul. Melania bebió la infusión a sorbos lentos. Luisa le bajó el camisón hasta la cintura, dejó caer sobre una mano un poco del contenido del bote, frotó mano contra mano y comenzó a pasar el unto sobre la piel magullada. Melania procuraba no moverse; a cada roce de la mano de Luisa, una lágrima intentaba salir y ella se lo impedía igual que al sonido de los lamentos que luchaban por escaparse de los barrotes que eran los dientes apretados.

–Creo que el ungüento funciona, Luisa. Hoy me ha dolido menos. Acuérdate de apuntar las proporciones y guárdalas en algún lugar seguro. Que él no pueda encontrar el cuaderno.

–Sí, señora. He apuntado la cantidad de cada elemento: árnica, avellano, hipérico, lavanda, lila, marihuana, melisa bastarda, saúco, consuelda, beleño negro. De todo eso tiene.

–¿Qué explicación le has dado a Petronilo?

–La que usted ordenó. Una mentira más. Le he contado que el amo tropezó con los frascos y, enfadado, rompió el resto.

–Bien, así está bien, Luisa.

–No, señora, no está bien. No se la ha creído, pero hace como que se la cree. De no ser así, tendría que matar al amo y prefiere pensar que se confunde. Si no lo ve con sus propios ojos, no existe. Piensa que si lo mata me dejaría sola y es un motivo más para no querer saber.

Con cuidado, intentando apenas rozar la piel amoratada, con pedazos en carne viva, Luisa aplicaba el bálsamo y no esperaba respuesta. Desde hacía años la señora guardaba silencio sobre el tema.

–Hablas como si yo fuese culpable, Luisa.

La mujer dejó de pasar las manos por la espalda y el cuello de Melania. Se limpió los dedos pringosos en un trapo de hilo y, sin pensarlo, la levantó casi en volandas y la puso frente a un espejo.

–¡Mírese! Vuelva la cabeza y mire la piel: morada, amarilla… Aquí, abierta en una herida. Sí que es culpable, lo es, señora. Lo entendería en una campesina, en una mujer de las fábricas. Pero no en usted. Un hombre la veja cada vez que quiere, la golpea a escondidas y usted, la mujer con más poder en toda esta tierra, lo permite, lo oculta a su familia. Más tienen que perder los de Lena que los Jacoby en caso de poner fin a este martirio, pero usted calla, asiente a todo lo que su padre quiere, lo engaña. Y yo soy cómplice de ese silencio que terminará por convertirme en asesina.

–¡Luisa!

–¡Luisa nada! En todo caso alguien debería gritar: ¡Melania! Alguien ha dormido algo dentro de usted, señora, y no sé qué hacer para despertarlo, no sé qué hacer…

–Hoy he soñado con una ballena. Benjamín cabalgaba sobre ella y yo fui en su ayuda. En algunos lugares de los mares del sur, hablan de hombres cabalgando ballenas. El día que mi padre me regaló las perlas negras me contó esa leyenda. No sé qué hacer, no lo sé. Me ha dicho que va a meterme en un manicomio, quiere hacer desaparecer a Benjamín y llevarse a mis otros hijos. No puedo hacer nada para impedirlo. Si mi padre se entera, sí que lo mataría, Luisa.

–Si él no muere, nada será posible, Melania Jacoby Casariego. Nada. Matará a Benjamín, la meterá en un sanatorio el mismo día que su padre muera. Desaparecidos Benjamín y usted no quedará rastro de la casa y la maldad y el odio llenarán nuestras vidas. Si hace desaparecer al elegido, al hijo de la dicha, al predilecto, todo se habrá terminado. Las fuerzas hay que medirlas, controlarlas, pero nunca esconderlas tan dentro del alma que puedan hacerla estallar. Si no se deja salida, el día que logren escapar del encierro, no habrá remedio. Usted ha dejado a Juan de Lena llegar hasta aquí, de haberle puesto freno desde el primer momento, la situación no sería la misma. No hay que temer la fuerza propia. Hay que dominarla, jamás temerla.

Melania intentaba responder con algún argumento, pero al volverse encontró la habitación vacía.

Luisa recorrió la casa hasta llegar a la puerta de la cocina. Allí un hombre esperaba sentado en los escalones.

–Esta misma noche has de llegar a Oviedo. Entregarás esto al amo. A nadie más que a él, léelo y memorízalo por si tienes que destruirlo. Duerme en la casa y regresa mañana en cuanto puedas, que nadie note tu ausencia.

Partió el hombre y Luisa se dirigió a su cuarto. Petronilo fingía dormir y no hizo preguntas. No importaba nada la opinión de Melania, ya no. La vida que estaba en juego no era solamente la suya.

El velero surcaba el mar, disfrutaban de la vista. Ni una gota de niebla o bruma impedía ver el Benzúa y el Mofrechu. Rodearon la isla de Póo y continuaron camino de Pría. Bordeando Cabumar, un aeroplano pasó en vuelo rasante sobre el velero y Petronilo despotricó un buen rato contra el artefacto y su piloto. El mar se alborotó y los niños saludaron desde la cubierta. El aya de Benjamín pronunció unas frases que hicieron a Luisa mirarla con severidad y llamarla al orden. Melania siguió el rastro del aparato hasta que lo perdió de vista, le habría gustado conocer la sensación que provocaba viajar por el aire y ver la mar, los montes, desde una avioneta. Aún no había sido posible, pero algún día lo haría. Algún día encontraría tiempo y momento para hacer lo que no era posible entonces. Sacó de una funda la Leica que su padre le había traído de Leipzig esa primavera y fotografiaba a sus hijos, el mar y los horizontes llenos de montañas pedregosas y no lineales. El horizonte no era siempre recto.

Llegando a Guadamía, Melania contempló el Sueve y el cabo de Lastres. En el mar todo parecía estar cerca. Fondearon a la entrada de la ensenada y se trasladaron a tierra en dos lanchas que esperaban a los viajeros.

El abra de Guadamía separaba Llanes de Ribadesella en una grieta casi perfecta que parecía horadar la tierra para aumentar su belleza. El río había taladrado la roca con la fuerza de un rayo. Melania subía por el acantilado pensando en las palabras de Luisa la noche anterior. Los rayos provocaban estruendos al abrir fisuras. El agua, pensaba Melania, era más lenta, pero siempre encontraba camino. Sonreía viendo a Benjamín intentar zafarse de las manos del aya y a la vez lo hacía sabiendo que su pensamiento sobre el rayo y el agua no eran más que intentos de olvido o disculpa hacia algo a lo que ni ella misma encontraba explicación.

–No ruidos, madre. ¡Ruido no sale!

Benjamín colocaba la cabeza contra la tierra con el propósito de que el sonido llegase a él, pero aquel mediodía era demasiado plácido para que los bufones dejasen salir más que leves chorros de aire y apenas unas gotas de agua.

–Vamos a pasear un rato, hijo. Más tarde se escucharán los ruidos, ya verás.

Siguiendo la costa, caminaron madre e hijo acompañados a distancia por las mujeres que cuidaban a Samuel y Ariel. Luisa disponía la colocación de los toldos y la comida discutiendo con Petronilo so pretexto de cualquier cosa. El tejero no terminaba de acostumbrarse a los refinamientos de su mujer. En ocasiones, era peor que la señora.

Caminando por la pradería de Bramadoriu en busca de ruidos, Benjamín llegó a la poza las Grallas. La tierra se abría en mitad del campo y una sima comunicada con el mar aparecía en mitad del prado. Entraban y salían pájaros sin parar de entre las oquedades de la roca.

–Madre, hay un poco ruido, algo suena fondo. ¡Bajar! Vamos bañarnos, ven.

–¡No, Benjamín! Después de comer, si quieres, nos bañamos en la playa, ahora siéntate un rato hasta que lleguen tus hermanos.

–Bueno. ¿Te duele golpes?

Melania Jacoby miraba la mar y volvió la cabeza con un movimiento brusco hasta chocar con la mirada de Benjamín.

–¿Qué golpes, hijo?

–Vi cómo el hombre te pegaba contra tu sitio de mezclas. Escuché lo que decía. Va a matarme, eso dijo. Dice que yo no entiendo nada, que soy tonto. El tonto de Peñapobre me llaman, madre, y él también lo hace. Juega con mis hermanos, pero nunca conmigo. No volveré a dejar que te dé golpes, mamá. No voy a dejar que nos mate. Es malo. Voy a decírselo a la abuela, lo encerrarán a él, mamá. Nunca más volverá a pegarte. Siento ser tonto. No te muevas madre, no te muevas, tienes un prendedor con alas en la cabeza, déjame verlo. Reluce contra tu pelo rojo.

Estiró el niño la mano hasta tocar el cabello de su madre. La mujer no podía articular palabra. Benjamín había hablado con toda normalidad, sin mezclar vocablos, sin confundirse. Notó su mano retorcida, tullida, sin apenas sangre, tocándole el cabello y permaneció quieta intentando hallar una respuesta, algún razonamiento que ofrecer a su hijo. Debía impedir que el niño contase nada de lo que, al parecer, había visto.

–Mira, mamá, son del color de esas piedras que te regala el abuelo, casi azules. Son caballitos del diablo. En fino se llaman libélulas, me lo enseñó la tía Adina: piensa que soy demasiado campesino. Estaba preciosa en tu pelo, mamá. Eres tan bonita como las pinturas de las que habló la abuela al regresar de Italia. Algún día podrás ir, mamá, ya verás cómo sí. Y surcarás el cielo en un avión como ése. Él no volverá a hacernos daño nunca más, lo he jurado. Vete, libélula, vuela…

El muñón casi inservible, que era la mano de Benjamín, se alzó al aire y el caballito del diablo voló sobre su cabeza, subiendo, bajando, dando vueltas a su alrededor hasta desaparecer camino de los matorrales de tojo y brezo que se extendían por la pradería.

Cogió a su hijo por las manos y las acarició.

–No debes decir a nadie, ni a la abuela, eso que me has contado a mí, Benjamín. No volverá a suceder, te has confundido, lo que has visto no lo has entendido, hijo. Prométeme que no contarás nada nunca.

–¿Vas a tratarme como a un tonto, mamá? Te prometeré lo que quieras. Después, Benjamín, hará lo que antoje.

–Hijo, no puedes hacerme esto. Escúchame, Benjamín.

Comenzó a agitarse el pecho del niño. Movía la cabeza de un lado a otro y emitía sonidos agudos. Melania era incapaz de hacerlo atender. Era imposible que hubiese hablado de forma normal, jamás lo había hecho. La madre pensó que algo estaba alterándole la cabeza, descomponiendo su ánimo y que soñaba desatinos. La esperanza de un Benjamín normal, sin tropiezos al hablar, hacía que escuchase lo que no era posible.

–Benjamín comer. Samuel, Ariel, vamos. Benjamín comer, madre ha dicho que bañarnos con ella después comida.

Luisa la vio llegar descompuesta, pero no hizo pregunta alguna. Comieron protegidos del sol bajo la carpa. Melania miraba sin punto fijo. Intentó encontrar un indicio en Benjamín de la manera de hablar que ella había escuchado en el borde de la poza, pero ni rastro quedaba de la lucidez que ella había soñado.

–¡Vamos bañar, mamá!

–¡Ahora ni hablar, Benjamín! Se te cortaría la digestión.

–Si vamos ahora mismo no, Luisa. El agua no está fría. No riñas y vamos.

Ariel y Samuel se negaron a bañarse, a los pequeños no les gustaba el mar y Melania no insistió. Les prepararon unas colchonetas y los niños quedaron al amparo de la sombra y arrullados por la voz de las nodrizas.

Petronilo y varios de los hombres habían alejado del arenal y las praderías a los campesinos y a algún pescador que, curioso, acudía a ver el barco de los Jacoby. Melania entró en una caseta mientras Luisa ayudaba a quitarse la ropa a Benjamín. Protestaba sin parar la mujer y Melania dejaba caer la ropa al suelo de madera sin prestar atención a las palabras de Luisa. Dejó que entrase por su cabeza una camisola de hilo que apenas le tapaba las rodillas.

–¡Vamos, mamá! Benjamín no tiene miedo ni frío, calla Luisa.

–Esta costumbre no es decorosa, señora. Un día tendremos un disgusto, uno más.

–Posiblemente, Luisa; seguro que tienes razón, pero voy a continuar haciéndolo, es de las pocas cosas que puedo hacer, y a escondidas.

De la mano de Benjamín entró en el agua. Cuando le llegó a la altura de los hombros caminó hacia unas rocas, se sacó la camisola y la dejó con cuidado sobre la piedra.

–Vamos, hijo. ¿Podrás llegar hasta el barco? Vamos a intentarlo.

Nadaba al ritmo de Benjamín que la salpicaba a cada brazada. Sintió escozor en la espalda, la sal curaría las heridas. El agua le acariciaba la piel y sentía un placer que jamás había sentido fuera del mar. A cada movimiento, en cada giro, el mar entraba en ella y volvía a salir con suavidad. Se acercó a Benjamín y lo abrazó riendo. Besó la cara mojada de su hijo y le revolvió el pelo. Ni los golpes ni la furia desatada de su marido podían arrebatarle aquellos momentos con Benjamín y sus otros hijos. Juan de Lena pensaba que aquello era un destierro y bien se cuidaba ella de que continuase pensándolo. No había mundo más feliz ni sociedad más perfecta que la que ella estaba comenzando a tejer al margen del mundo al que pertenecía. Nadaron de nuevo y el niño señaló hacia la playa. Giró la cabeza y vio a Luisa agitando los brazos. Siempre estaba pendiente de ella, podía ser agobiante. No entendía qué quería decir. A punto de dar una brazada y animar a Benjamín a imitarla, escuchó un grito.

–¡Allá sopla!

Desde el acantilado, alguien había gritado aquella frase, uno de los hombres de la tripulación señalaba hacia la mar y Melania vio una columna de agua. No podía estar soñando de nuevo. Petronilo le gritó desde el borde de unas rocas.

–¡Vuelva, señora! Hay una ballena y dicen que se dirige a la cala. ¡Vuelva!

Benjamín quería continuar en el agua. Melania lo agarró por un brazo y lo obligó a subir a las rocas. Petronilo descendía a por el niño. Lo alzó sobre los hombros y ascendió de nuevo con él como si fuese un fardo.

Melania se tranquilizó. No era muy normal avistar una ballena, y el tripulante del barco bien se había aprendido el grito de los antiguos balleneros, pero no sucedía nada extraordinario. Volvió a sonreír pensando en la imaginación desbordada que tenía. Su hijo cabalgando sobre una ballena. Cuando se lo contase a su madre, Casilda Casariego terminaría escribiendo un pequeño cuento con la historia. Se dejó flotar boca arriba y sintió el sol en la tripa, los pechos, las piernas. La espalda estaba curtiéndose con el salitre, se curaría pronto y con el ungüento de cada noche no le quedaría ni una sola marca. Era hora de regresar. Luisa y el resto habían dejado de gritar. El mar la aislaba hasta de Luisa. Nadó hacia la roca en que había dejado la camisola de hilo. No estaba. Alguna ola se la habría llevado. No le importó, Petronilo apartaría a golpes, si era necesario, a los mirones.

–¿Buscas esto, señora de Lena?

Comenzó a temblar. A pocos metros de ella, sobre una roca, Juan de Lena, con la camisa de hilo en la mano, la miraba.

–Eres una puta como todas las de tu raza, Melania. Te gusta bañarte desnuda. Supongo que hasta fornicarás con alguno de esos cabrones que siempre te acompañan. Seguro que con Petronilo. Tú y la bruja de Luisa seguro que hacéis con él lo que os apetece. ¡Ponte esto, zorra!

Subió por la roca hasta quedar a la altura de su marido, extendió la mano para coger la prenda y sintió el golpe en la cara. Se tambaleó y se enganchó a la camisola. Buscó a Luisa con la mirada.

–Se han ido, Melania. Están en los camiones camino de casa, les he dicho que yo regresaría contigo en el velero. No hay nadie cerca más que la tripulación y desde allí no nos ven ni pueden ayudarte.

Melania Jacoby se puso la camisola y cuando la mano iba a caer de nuevo sobre ella, se revolvió y logró esquivarla. Miró el agua a unos metros bajo sus pies, se dejó caer y nadó mar adentro acercándose a un camino que utilizaban los pescadores. Comenzó a subir agarrándose a matojos y piedras. Llegó sin resuello, resbaló sobre la hierba y respiró entre sollozos.

–Da igual que corras como que no, Melania. Ayer, la arpía de tu Luisa envió a un hombre con una carta para tu padre. El pobre diablo ha sufrido un accidente y ha perdido la carta, la tengo yo. Temo que no podrá hablar en mucho tiempo. Tu padre está ocupándose de él. Los Jacoby siempre tan caritativos y humanitarios. Así que pensabas contárselo…

–Yo no voy a contar nada, Juan, te lo juro. No sabía nada de eso. Nada.

–No te creo. Levántate y ponte esto, no puedes ir a pasear desnuda.

–No quiero ir a pasear, quiero irme a casa.

–Iremos. ¡Vístete! O mejor aún, déjame que sea yo quien lo haga, Melania.

Juan de Lena se acercó a su mujer, le arrancó la camisa y le tiró del pelo. Con la otra mano le agarró un pecho y lo retorció sin dejar de sonreír. Ella lloraba en silencio.

–Aúlla como una perra, Melania. Grita pidiéndome que te deje y lo haré, te lo prometo.

Apretaba cada vez con más saña la carne y Melania Jacoby sentía un dolor agudo, insoportable, pero de su boca no salía sonido alguno.

Juan de Lena la dejó caer al suelo y la golpeó en el pecho, en los brazos, mientras la insultaba sin cesar. Paró sin previo aviso y comenzó a vestirla. Las bragas de encaje quedaron rotas, la falda mal colocada y el sostén y la blusa de seda cubrieron el cuerpo de Melania sin ningún orden. La levantó con fuerza y le alisó el pelo húmedo con las dos manos.

–Si supieses el placer que me das, Melania, si pudieses entender el placer que siento al verte así: casi rota, humillada. Ninguna de las mujeres que tengo me da lo que tú me das, querida Melania. Ellas gritan o suplican, tú no, y eso me excita tanto que jamás podrás comprender lo que es el auténtico placer. No usas esas extrañas fajas que se ponen ellas, siempre estás al alcance de mi mano, con buscarte bajo las faldas ya te siento. A ellas no.

Con la cabeza baja, Melania continuaba llorando. Una voz hizo que levantase la cabeza.

–¡Madre, ruidos! ¡Mar ruidos!

Benjamín corría hacia ellos.

–¿Qué coño hace el imbécil aquí? Debía estar camino de la casa con los otros. Por cierto, se terminaron las señoritas francesas. He traído de Oviedo a tres mujeres que se ocuparán de mis hijos, una es especialista en tarados, al menos eso me han dicho. Le dará la educación dura que necesita este anormal. Han venido con un cargamento que envía tu padre. Antes, parece ser que no me viste: me he comprado un aeroplano, Melania, algún día te arrojaré desde él. ¿No te da miedo?

–No hables de Benjamín de esa manera. Sí, me da miedo.

–Hombre, ahora la señora habla. Es un imbécil, un hijo del diablo, un tonto, escúchalo bien, es imposible que esa deformidad sea hijo mío. Y el día menos pensado lo encerraré en un asilo, tenlo por cierto. ¡Vete de aquí, chico!

Benjamín llegó corriendo al lado de su madre y se agarró a la falda.

–Mar suena, madre, escucha. Más, más, suena más cada vez.

La pradería entera empezó a temblar bajo sus pies. Un sonido ronco llenó el aire y el sol se ocultó entre unas nubes que bajaban de la montaña.

Juan de Lena enganchó a Benjamín de los pelos y el niño gritó de dolor.

–¡Suéltalo, Juan!

Sonó la voz de Melania Jacoby tan ronca como los retumbos que comenzaban a salir de la tierra. Juan de Lena dejó a un lado a Benjamín y agarró a Melania por un brazo.

–¿Tú me hablas así, Melania? Verás el susto que puedo darle a tu hijo, señora mía, veremos cómo se bajan esos humos que tienes. Esta vez sí que gritarás, Melaní.

Alzó en brazos a Benjamín y comenzó a caminar con él en dirección a los bufones. Ascendía a paso rápido por el prado y Benjamín chillaba. Melania no notaba el dolor en la planta de los pies descalzos mientras corría tras ellos. Se paró Juan de Lena justo al borde de un bufón del tamaño de un tonel y dejó en el suelo a Benjamín. Volvió a subirlo en volandas y lo sujetó al borde del agujero.

El mar sonaba con fuerza bajo la tierra y comenzaron a caer motas de agua salada sobre la hierba. La pradería entera era un quejido. Nubes de agua comenzaron a salir por los furaos y la noche apareció de pronto. Melania Jacoby se dejó caer de rodillas ante Juan de Lena.

–Haré lo que tú quieras, suéltalo, por favor. Déjalo venir aquí, te lo suplico.

–Bien, suplica, Melania, suplícamelo. Benjamín, ¿quieres ir con tu madre?

–¡Benjamín tiene miedo, suéltame, sí! ¡Madre!

–Yo sí quiero que lo sueltes, Juan.

Rafael Jacoby, de pie tras su hija, no quiso analizar lo que estaba viendo ni qué podría haber pasado antes.

Mataría a Juan de Lena y después se enteraría de qué había sucedido durante aquellos años. El hombre que Luisa había enviado yacía muerto en su casa de Oviedo, pero antes de morir tuvo tiempo de hablar y repetir palabra por palabra el contenido de la carta. Era un buen servidor que conocía los secretos de la casa y la norma que regía: memorizar los textos ante el peligro de perderlos.

–Estábamos jugando, es un juego, Rafael. Vete con tu abuelo, hijo.

Benjamín corrió a los brazos de Melania, que no se había girado para ver a su padre. Se puso en pie con dificultad y sintió la mano de Rafael sobre su hombro. Volvió el dolor a dejarse notar en su cara y Rafael Jacoby apartó con cuidado la seda de la blusa. Tropezaron sus ojos con la piel golpeada y apenas pudo contener la cólera en la voz.

–Iros, Luisa espera en L’Aguamia, hija.

–Suena, tierra, suena, tierra, madre.

Benjamín empezó a bailar al ritmo del bramido de los bufones. Las columnas de agua comenzaron a brotar con fuerza. A cada envite del mar, salía el agua disparada y el aventar de los buracos atronaba el aire.

Tal que miles de bufidos de animales furiosos resoplaba la tierra.

Juan de Lena caminó hacia Rafael con mirada amistosa. Se helaron sus ojos cuando vio un revolver en su mano.

–Vete, Melania, vete con Benjamín, por favor.

–No, padre. Vete tú. Benjamín, acompaña a tu abuelo.

–No, Benjamín baila, mira. El trozo de tierra chocar contra costa, viene ayudar. Traer el mar a nosotros, madre.

Y volvió a su danza el niño sin prestar más atención que al sonido, que a cada momento era más terrorífico.

Nunca, dijeron después los campesinos de la zona, se había visto tormenta igual. Nunca habían sonado los bufones de Pría de tal manera. Era como si el infierno quisiera salir por entre la piedra y la hierba.

–¡Has creído a esta loca, Rafael! Está loca, es cierto, y es una zorra que me falta al respeto hasta delante de los criados, nunca quise contártelo, pensé que lograría dominarla.

Se acercó a Melania y la agarró por los brazos zarandeándola.

–¡Dile la verdad a tu padre! ¡Dile que estábamos jugando con nuestro hijo!

Antes de que Rafael Jacoby pudiese intervenir, Melania elevó el brazo derecho y apartó a Juan de Lena con suavidad. Se levantó el viento en remolinos que hicieron que el agua que surgía de la tierra mugiese más fuerte. El cabello de Melania flotaba en el aire.

–No volverás a tocarme. No volverás a maltratar a mi hijo. No volverás a causar mal a nadie, Juan. Vete de mi vida y de la vida de la tierra. Tu tiempo ha pasado y hoy comienza uno nuevo. Vete, Juan.

Juan de Lena sintió una fuerza en el pecho que no lo dejaba avanzar. Bajo sus pies, un temblor. Se agrietó la hierba y un chorro de agua salió de la tierra. El agujero se hizo mayor y Juan notó con pánico cómo una fuerza lo levantaba y cuando se retiró la columna de agua salobre, él la acompañó hacia al interior de la sima.

Rafael Jacoby abrazaba a su nieto apretándolo contra su pecho y evitando que viese cómo su padre desaparecía entre el agua y dentro de la tierra.

Aquella tarde de septiembre, un nuevo bufón apareció en la pradería de Bramadoriu.

–Vamos, padre. Hay que avisar a los hombres que el señor de Lena ha tenido un accidente. Que comiencen su búsqueda de inmediato.

Rafael Jacoby siguió a su hija camino de Guadamía. La pradería era una enorme caja de resonancia. Repetía un sonido similar a un corazón acelerado, a un corazón bombeando sangre sin control alguno. Al paso de Melania, retornaba la calma y los que asemejaban latidos bruscos, desordenados, fueron descendiendo hasta desaparecer. Lo mismo hicieron las nubes.

Luisa se acercó. Puso sobre el cuerpo de Melania una capa negra que tapó todo su cuerpo e intentó arreglarle el cabello.

–Déjalo. Llama a los hombres del campo y a los del velero, que vengan de inmediato.

Rafael continuaba sin pronunciar palabra. Sintió miedo, sobre todo cuando comenzaron a llegar los hombres. Buscaba algo coherente que decir. No tuvo oportunidad. Melania lo hizo por él.

–Organizad de inmediato patrullas de búsqueda. Los tripulantes del velero embarcad y bordead la costa. Avisad a todas las embarcaciones de Llanes y Ribadesella y que se pongan a la misma tarea. Pagaré cada día de búsqueda al doble de lo que puedan estar ganando ahora.

Se dirigió luego al criado.

–Petronilo, regresa a la casa, trae faroles, linternas, hombres. Que enciendan hogueras por los acantilados y que no descanse nadie hasta encontrar el cuerpo de mi esposo. Quien lo halle recibirá una recompensa que le permitirá vivir el resto de sus días. Yo vuelvo a la casa con mis hijos.

Un coche los esperaba, subieron Melania y Benjamín. El chófer abrió la puerta a Rafael y, antes de que pudiese subir, se oyó la voz de Melania.

–Conducirá mi padre. Únase a la búsqueda.

Benjamín acarició el cabello de su madre y le señaló algo en la distancia.

Una bandada de cuervos apareció en el horizonte.

–Vienen de la Poza las Grallas, madre, vienen a vernos. Son bonitos los pájaros negros.

–Sí, hijo, son hermosos. Vamos, padre.

Los hombres que estaban en la pradería contaron más tarde que la bandada de cuervos desapareció en el mar y algunos juraron haberlos visto entrar y salir de la grieta por la que había desaparecido Juan de Lena.

Avanzaba el automóvil penosamente camino de Llames de Pría hasta alcanzar la carretera que los conducía a la casa. Ninguno de los tres hablaba. Benjamín jugaba con sus dedos, los contaba una y otra vez. Cuando llegaba a la mano tullida, acariciaba el muñón y volvía a comenzar con la otra.

Rafael rompió el silencio.

–No ha sido culpa tuya, Melaní.

–Sí lo ha sido, padre. Consentí durante años lo que no debía haber consentido. Y hoy he deseado su muerte. Pero no hablemos de culpas: no las hay. Ha muerto, tan sólo eso.

–Has mandado que lo busquen, Melania. No te entiendo. Sabes que jamás aparecerá.

–No quiero que aparezca, pero no quiero que nadie pueda decir que no siento su muerte. Que nadie pueda hablar de un desinterés en la familia Jacoby por encontrar su cuerpo, padre.

Rafael miró por el espejo retrovisor e hizo un gesto señalando a Benjamín.

–Él no volverá. Es pena que Benjamín no tenga padre: estábamos jugando con mi madre, abuelo, viniste tú y todos mirabais cómo bailaba Benjamín. El hombre aplaudía y sin querer dio un traspiés. El ruido del agujero seguro que estaba tapado con hierbas, abuelo. Es una pena que Benjamín no tenga más padre.

–Sí, hijo, es una pena que no tengas padre, ciertamente lo es. Duérmete un rato. Eso es lo que ha sucedido. Y así lo contaremos.

Rafael Jacoby asentía con la cabeza. Su hija poseía una fuerza interior que él no había sido capaz de vislumbrar hasta ese momento. Adina no se equivocaba. Comenzó a musitar una frase y la voz de Melania lo interrumpió.

–¡No, padre! No hables de eso, deja la Kabala a un lado, deja la supuesta magia, no hables en hebreo, no digas ni hagas nada. De haberlo hecho, antes, no ahora. Nadie ha cometido acto malvado alguno, nadie. El alma se dirige siempre hacia donde su atracción la impulsa y la de Juan estaba destinada al abismo. Él mismo ha buscado su muerte. No quieras encontrar otras explicaciones. Yo necesitaba ser libre, lo ansiaba. Tenía que velar por Benjamín, si ahora nos enzarzáramos en discutir sobre la Luz Infinita, el espacio vacío, el encadenamiento de los mundos, no llegaríamos a nada. Sólo a discusiones sin sentido, padre. Repite sin cesar: «Baruj atá Ado-nay Elo-henu melej haolam zokef kefufim…»2 Dilo una y otra vez hasta que logres entender que las cosas tienen su porqué y las fuerzas que ayudan a los sometidos no siempre han de ser obra de demonios, padre. Repite una y otra vez esa frase hasta que sólo puedas pensar en ella y olvidar todo lo demás. Yo, esta tarde, me he erguido. Quien se yergue es porque ha sido doblegado. Simplemente, se ha cumplido la voluntad, en este caso la mía. No veas cosas extrañas donde no las hay. No creas que has presenciado un milagro, olvida el Deuteronomio, olvida el Libro de los Reyes, no ha sido pasto de las aves, padre. Ha sido víctima de su propia locura, si es que así se puede denominar a la maldad. De poco me han servido tantos estudios, horas de lectura y conocimiento de libros sagrados. Me he puesto la justicia como coraza y mi túnica ha sido la venganza, padre. Así de simple es todo. Las escrituras no dejan de ser más que relatos novelados.

–Hija, no hables así, por favor.

–No soy uno de los treinta y seis justos,3 padre. Yo cuidaré en lo que pueda de tus gentes, de mis gentes, pero no hay milagros ni yo soy una elegida para obra alguna. En cuanto pueda, empezaré con la tarea que me espera, aprenderé lo que tengas que enseñarme, lo que aún me queda por saber, pero no pienses en milagros ni en elegidos. No existen. ¿Hoy es Yom Kipur?4

–Sí, Melaní, creo recordar que sí.

–Puedes elegir entre el perdón o la ira, padre. Dies iræ, dies illa, Solvet sæclum in favilla: Teste David cum Sibylla.5

–No hables así, hija.

–¿Por qué no? Yo elijo el perdón. Hoy es Iom Kipur, hoy es el día del perdón.

–Sabes perfectamente que no existe perdón para lo que dices no haber hecho, Melania. Al menos no en este día.

–Te confundes, padre: Hoy os perdono yo a todos. Por no haber visto ni escuchado con atención. Por no haber puesto cuidado ni mimo al mirarme. De haberlo hecho, sabríais que mi mirada estaba muerta. Mis ojos lo decían y nadie quiso verlo.

«Y toda hija que posea una herencia en una de las tribus de los israelitas se casará con uno de un clan de la tribu de su padre para que cada uno de los israelitas posea la herencia de sus padres. No podrá pasar una herencia de una tribu a otra.»6 Tú has permitido alianzas contrarias a tus creencias y sin mirar más allá del interés que creías podría proporcionarte. Hoy sí es día del perdón, padre: yo te perdono y espero que tu Dios también lo haga. Hoy sí que necesitas un Iom Kipur en tu alma.

–¡Melania! Te estás excediendo, hay cosas que no comprendes, no entendiste los motivos de mi insistencia en ese matrimonio. Ayuda a mantener la apariencia y eso nos permite hacer lo que de ningún otro modo podríamos lograr sin mezclarnos con ellos. Jamás pude pensar que Juan de Lena era un loco, un desquiciado. Nada me lo hacía sospechar, hija. No dejaste entrever ninguna señal, Melaní.

–Me comporté como lo que no soy: una buena judía. Me sometía a un destino casi bíblico. No he dejado que me convirtiese en lo que él deseaba, intentó expulsarme de lo que él creía era una vida ideal en Oviedo, pensando que esta tierra en la costa era un destierro cruel, y por último nos habría hecho desaparecer a Benjamín y a mí. Toda una lección de historia, padre. Toda una tradición de siglos concentrada en estos pocos años de vida con él. En el fondo, organizaba un pogromo familiar. Defiendes estirpes, tratas de salvar vidas y a poco dejas ir la mía.

Continuaron el camino en silencio, Rafael meditaba las palabras de Melania. Tenía razón y jamás podría perdonarse por ello.

Benjamín dormía mientras Melania le acariciaba la cara y el pelo. Deseaba creer cada una de las palabras que le había dicho a su padre, tenía que aferrarse a ellas para no sentir un peso en el alma más fuerte del que padecía antes de la muerte de Juan de Lena.

Traspasaron los portones de Peñapobre y, al llegar a la casa, vio que alguien había informado a las fuerzas vivas de la Villa. Respiró hondo, le abrieron la puerta del coche y Melania Jacoby Casariego descendió con su hijo en brazos.

Los que la vieron juraron que el dolor y la desesperación se dibujaban en la cara de Melania Jacoby. Era, aquella tarde de septiembre, una mujer rota por la pena, contaron las lenguas de la villa costera, las capitalinas y las mineras.

Cierta fue la descripción. Erróneo el motivo que pensaron los contadores de historias ajenas.

Estirada en la bañera, agarrada al borde de la porcelana, Melania dejó que Luisa volviese a curar las magulladuras. Ninguna de las dos mujeres hablaba. Los niños estaban en el cuarto de juegos y su padre atendía a los visitantes que llegaban atraídos por la desgracia. Adina y Casilda Casariego no tardarían. Sintieron una llamada en la puerta del cuarto y Luisa miró a Melania. En su cara, el temor quedaba reflejado por unas manchas casi violetas bajo los ojos.

–No quiero ver a nadie ahora. Si llegan mi madre y mi tía, diles que las veré cuando termine de asearme.

–No puedo impedir el paso a las señoras.

–Tú puedes mucho. Esta tarde has dejado bien claro el poder que tienes sobre mí. Si puedes conmigo, puedes con cualquiera.

Bajó la vista la mujer reteniendo una réplica en la boca y caminó hacia la puerta. Melania sintió la voz de una de las mujeres de la casa y los pasos de Luisa encaminándose al baño. Se irguió y, con el movimiento, una pequeña cantidad de agua quedó dispersa sobre las losas del suelo. Luisa las limpió sin hablar y Melania dejó que la envolviese con el albornoz.

–¿Qué querían?

–Don Alejandro está en el jardín, dice que quiere hablar con usted, señora.

–Ya. Prepárame la ropa, iré a ver a mi cuñado.

–Pienso que mejor se quedaba en la cama, al menos en el cuarto. No baje.

–Prepárame la ropa te digo, ahora ya no hay vuelta atrás.

Se peinó con un moño en la nuca, al menor movimiento brusco se desharía. Vestida con un pantalón de franela y un jersey de pico sobre una blusa, Melania Jacoby descendió por la escalera de servicio, llegó a la cocina y de ahí al jardín. Siguió un sendero de guijo y vio la lumbre de un cigarro. Alejandro de Lena, con ropa de montar, el pelo alborotado y con cara de agotamiento la esperaba dando vueltas alrededor de la mesa de piedra del cenador.

–Hola, Alejandro.

–Melania, te agradezco que vengas aquí. Me molesta la gente, ahí en la casa, sentados bebiendo y esperando noticias sin hacer nada. ¿Cómo estás? Necesito que me cuentes lo sucedido, no logro entender el descuido de Juan.

–Estoy como si viviese en un sueño, Alejandro. Dame un cigarrillo, por favor. Me he dejado la pitillera. Fue todo muy rápido, jugábamos con Benjamín, Juan estaba muy contento, me contó que había comprado una avioneta. Estaba impaciente por que lo acompañase, mañana íbamos a regresar a Oviedo juntos en ella. De pronto dio un traspié, el bufón debía de estar tapado por la hierba alta: no sé cómo pudo suceder. No lo entiendo. Los niños no se han dado cuenta, salvo Benjamín. Estoy desolada, Alejandro, no sé qué hacer. Quise volver a Guadamía, pero no me han dejado.

–No es necesario que vuelvas allí, Melania. Quédate al cuidado de tus hijos, yo he organizado las partidas de búsqueda. Mañana llegará un barco que envía el general Primo de Rivera. Se ha puesto en contacto conmigo y te remite sus saludos. Don Alfonso, el Príncipe de Asturias, me ha llamado y el Rey se pone a nuestra disposición para lo que precisemos. Guarda un grato recuerdo de ti, al parecer lo impresionó tu forma de tocar el piano cuando estuvo en casa de los Arguelles en agosto. Me ha dicho que puedes contar con él para lo que desees. Debemos tener fe, puede que se golpease y esté herido en alguna grieta. Si pensase que está muerto, me desesperaría. Ya perdí a Manuel en África. Me he quedado solo.

–No has de perder la esperanza, Alejandro. Yo la tengo. Mira allí.

Siguió la trayectoria que Melania señalaba con el brazo extendido y con un gesto de resignación asintió.

–Ya, las hogueras; hoy la costa entera se ha llenado de ellas. Han venido cuadrillas de Turón, aún están llegando hombres de las minas, de las tejeras, de las fábricas de vidrio, Melania. Pero tengo el presentimiento de que se ha muerto. Los hombres de vuestras tierras no descansan, tu padre ha llevado perros y rastrean cada palmo de Bramadoriu, pero creo que está muerto. Lo siento aquí, en el pecho, es como un peso que se acentúa a cada minuto que pasa.

Melania guardaba silenció. Alejandro provocaba pena en ella. Su sufrimiento la abrumaba y, en el fondo, no lograba entenderlo. Juan y él siempre se habían aborrecido. Al menos, Juan odiaba a su hermano mayor. Estaba a punto de pedirle que regresasen a la casa, cuando Alejandro de Lena la abrazó con fuerza.

–Eres una buena madre, Melania, esta entereza que demuestras, tus palabras de aliento hacia mí, lo manifiestan. Tú no quedarás desamparada, siempre estaré a tu lado y al de tus hijos. Te lo prometo, eres mi única hermana.

La sorpresa había llenado el ánimo de Melania y bajó la guardia unos segundos. Los suficientes para dejar escapar un quejido al tocar Alejandro su espalda.

–¿Qué te sucede?

–Nada, Alejandro, supongo que la angustia, no sé.

Pareció conformarse el hombre con la explicación, y cuando se disponía a recoger la chaqueta de un banco del cenador, notó sus manos manchadas y a la luz de los faroles vio sangre en las dos palmas.

–¿Qué es esto?

–No sé, Alejandro, vamos a casa, te habrás hecho daño y ni te diste cuenta, entremos en la casa.

–Es sangre y no está seca, Melania. Déjame ver.

Rodeo a su cuñada y le palpó la espalda. Melania no dejó que se moviese ni un músculo de su cara, pero no pudo impedir que la mano de Alejandro quedase de nuevo con una mancha roja.

Alejandro de Lena había escuchado historias extrañas a las que nunca quiso hacer caso, pero aquella noche, la pena y la rabia a las que avoca la soledad que se teme, le dieron fuerzas para hacer lo que jamás habría hecho en cualquier otra circunstancia. Melania intentó impedirlo, pero él la apretó contra su pecho y levantó el jersey hasta dejarlo a la altura del cuello. Quedó a la vista la blusa blanca: como pecas, como lunares, varias manchas rojas se dibujaban sobre la tela. Soltó Alejandro a la mujer y la miró con espanto a la cara. Los ojos abiertos, llenos de preguntas, de miedo.

–¿Qué es esto? ¿Quién te ha hecho esto? Dime la verdad de lo que sucedió en la pradería, Melania. Te juro que entenderé cualquier cosa que me cuentes. Y no me repitas la historia de antes, ya no puedo creerla. Algunas gentes decían que mi hermano te maltrataba, jamás di crédito a eso. En ocasiones, se dejaba llevar por la pasión y podía ser un poco violento, pero no contigo, dime que no, Melania. No pensé que se atreviese contigo. ¡Dime que no ha sido mi hermano! Y dime que sucedió en Aguamía.

Melania se colocó la blusa, el jersey, y con cuidado lo dejó descansar sobre la cinturilla del pantalón. No se recogió el pelo, lo abandonó al viento.

–No ha sido tu hermano. Me he caído.

–¡Eso son golpes, Melania! ¡Lo que he visto en tu espalda no lo provoca una caída! Alguna de las heridas parece hecha con una fusta. ¡Cuéntame que está pasando!

Melania Jacoby buscó algo entre los huecos de piedra del cenador. Sacó un bote de cristal lleno de cera. Cogió el mechero de Alejandro de Lena y prendió el pabilo. Una luz comenzó a llenar el cenador y se extendió por el jardín. Un olor dulce, como el de los narcisos, llegó al cerebro de Alejandro.

–¿Qué haces?

–Pongo una luz en la oscuridad, Alejandro. Para que el alma de tu hermano encuentre el camino a casa, si es que aún vive y tiene o tuvo alma. Tu hermano me golpeaba, me violaba cada noche que deseaba hacerlo, me vejaba de todas las maneras que puedas imaginar. Mis hijos nunca sabrán nada de esto. Lo ignorará la gente del pueblo, lo ignorarán las lenguas de Oviedo, Madrid o Gijón. Nadie supo ni nadie sabrá de esto. Envilecería el nombre del padre de mis hijos, a ti, a mi familia y a mí por consentirlo, Alejandro. Por eso, esta será la última vez que hablaré de ello. No vuelvas a preguntármelo jamás: al hacerlo mancharías mi honor y el tuyo. A ninguno nos conviene que esta historia vea la luz. Nunca. Tenemos negocios en común, una familia y yo he de defender el nombre de mis hijos y el de mi casa. En ella te incluyo a ti. Las heridas curarán y no dejarán rastros en la piel. De las del alma, de esos arañazos, ya me cuidaré yo y a solas. A nadie le importan y nadie ha de verlas. Espero que estés conforme conmigo, hermano.

–¿Lo empujaste y después lo arrojaste por el acantilado, Melania?

–Alejandro, mi padre estaba conmigo, y Luisa y gente de la casa en la pradería, Benjamín nos acompañaba. No pienses que soy una asesina, tu hermano resbaló, no vimos el furaco. No quieras ver cosas que no existen.

–Una mujer de Pría me ha contado que de pronto se desato una tormenta extraña, que volaron cuervos en bandadas y que pareció que se venían abajo los acantilados.

–Esta tarde hubo tormenta, es cierto. Como tantas otras tardes de fin de verano. Volvamos a casa, mi madre y Adina estarán a punto de llegar.

–Júrame que no lo has matado.

–Alejandro, te juro que no lo empujé, que no lo toqué, que nada le hice. Vuelvo a pedirte que no pienses en mí como en una asesina. Si hubiese querido librarme del suplicio a que me sometía tu hermano, habría sido suficiente decírselo a mi padre, pero lo quiero demasiado…

–Hablas de él como si viviese aún y no comprendo cómo puedes querer a quién te ha marcado de por vida de esa manera, Melania.

Caminaron en dirección a la casa y Melania Jacoby agradeció a una estrella que relucía entre las nubes que su cuñado no se percatase de que la querencia era hacia su padre, no hacia su marido. El dolor había evitado que Alejandro de Lena entendiese la frase tal y como ella la pronunció. Unos faros iluminaron el camino de entrada. Melania vio cómo Casilda descendía del coche acompañada por su tía. Dejó que su madre la abrazase y permitió que Adina le acariciase el pelo mirándola de frente a los ojos. Adina envolvió entre sus brazos a un desolado Alejandro de Lena y por encima de su hombro vio la cara de Melania. La joven había sabido enseñar lo que debía y esconder lo que jamás nadie podría probar.

A la misma hora en que Juan de Lena desaparecía en Bramadoriu, en la casa de Turón, a más de cien kilómetros de distancia, Adina Jacoby leía un pasaje de la Torá, levantó la vista, vio que un vaso con agua se agitaba y salían gotas que llenaron la mesa.

Adina observó con tranquilidad cómo en unos segundos el agua reposaba de nuevo en el vaso. Las únicas huellas de que algo extraño podía haber sucedido eran unas marcas liquidas sobre las vetas. Cerró el libro, llamó a la doncella y en una hora su equipaje estaba listo. Sabía que aquella misma noche o madrugada debía llegar a Llanes. Llamó por teléfono a su cuñada y le pidió que se preparase, se negó a darle explicación alguna y Casilda Casariego no insistió en pedirlas. Al colgar, hizo lo mismo que Adina, ordenar que preparasen su equipaje.

La noche transcurrió en un ir y venir de cuadrillas, salían los camiones repletos de hombres de las casas de Lena y Jacoby. Melania escuchaba el bullicio desde su cuarto e intentaba dormir. De madrugada, a punto de salir el sol, sintió que alguien entraba en el cuarto. La sombra de Adina se acercó a su cama. No quería hablar de nada ni siquiera con Adina.

–No finjas que duermes, Melaní, tenemos que hablar y no queda mucho tiempo.

–No deseo hablar de nada, Adina. No hay nada que decir. Juan ha sufrido un accidente terrible, nunca se encontrará su cadáver, guardaremos el luto que marca el decoro y no volveremos a recordar este suceso, jamás.

Mientras hablaba, Melania se había incorporado, apartó la ropa de cama y dejó que sus pies reposasen sobre la alfombra. Seguía el dibujo de la lana con los dedos de los pies mientras esperaba una respuesta de Adina. No sintió la voz de su tía y elevó la vista.

–Levántate, Melaní. Acompáñame al balcón, por favor.

De mala gana, casi como una niña enfadada, Melania Jacoby siguió a su tía. Adina abrió la balconada y señaló a la costa.

–¿Ves las hogueras? Cualquiera diría que es noche de San Juan, Melania. Dentro de poco saldrá el sol y continuará la búsqueda, y así un día tras otro durante semanas. El cadáver de Juan tiene que aparecer cuanto antes. El suplicio no ha de prolongarse por más tiempo. Si no aparece el cadáver de inmediato, se eternizará el recuerdo, continuarán las gentes llenando la casa, las praderías. Se harán cada día más preguntas. Y las empresas tendrán dificultades, Melania. Tiene que aparecer ya. ¿Lo has entendido?

–Sí. Las empresas tendrán dificultades mientras no esté oficialmente muerto. Vosotros tendréis dificultades. Yo veré mi vida alterada hasta que el cadáver aparezca. ¿Y me lo dices a mí? Escúchame bien, Adina: quiero que no aparezca nunca. Deseo que se descomponga poco a poco, con lentitud, y deseo que sienta cada dentellada que le den las morenas. Quiero que lo devoren los gusanos, que mil erizos de mar marquen su piel y sienta cada punzada, que en su cuerpo queden prendidas las púas hasta que se descomponga. Deseo que aun muerto conozca el dolor, quiero que la muerte lo traiga a cada batida de la marea de nuevo a la vida, durante unos minutos, y que en ese tiempo se sienta así, con la piel a jirones, vacías las cuencas de sus ojos, roído y lleno de dolor. Eso deseo, Adina.

–Piénsalo, Melania, piensa si ese deseo te beneficia en algo o, en el fondo, te corroe más. Tienes tres hijos a los que debes cuidar y proteger. Desde ahora serás la cabeza visible de todo lo que tenemos, de lo que resguardamos. Tu odio, al igual que tu amor o compasión, no es cosa tuya, no sólo te concierne a ti. En cada batalla no juegas con tu vida, lo haces con la de miles de seres humanos, Melaní, piénsalo.

–¡Yo no he pedido nunca ser como soy! ¡No quiero nada de lo que me entregáis ni deseo ser responsable de nadie! ¡Quiero ser amada, quiero ser protegida y no ser la protectora siempre! ¿Puedes entenderlo, Adina? ¡Me fugaré! ¡Me iré con mis hijos y jamás me encontrareis, lo juro!

–Puedes hacerlo, por supuesto. Abandona la tierra, las empresas, abandónalo todo. Pero tendrás que darte muerte para perder lo que tanto temes. Eso, Melania, no es negociable. Simplemente existe y no puedes huir de ello. Medítalo y haz lo que desees. Escapar, dices… No hay escapatoria. No existe. Te he dicho qué es lo que más te conviene, serénate y procura bajar a desayunar con un estado de ánimo menos alterado.

–¿Has visto, Adina? Mira el sol, parece que se funde con el color de las hogueras, fíjate en el cielo. ¡Qué tonos tan diferentes! Y el olor de la hierba. Seguro que la rosada ha dejado la hierba húmeda. Me gusta rodar entre el verde de madrugada. Luisa me riñe y habla de que enfermaré de una pulmonía cuando me encuentra haciéndolo. ¿Nunca has dejado caer tu cuerpo desnudo sobre la hierba al amanecer?

–Sí, Melania, lo he hecho. No creo que esta mañana sea buena idea darse un baño de rocío y rayos de aurora.

–¿Nunca has extrañado la presencia de un hombre junto a ti, Adina?

–No creo que sea este el momento, Melaní, pero sí, lo he extrañado en muchas ocasiones. Descansa un rato y reflexiona.

–Por supuesto, pensaré en la subida de los fletes, en la crisis de las minas, en la dictadura que nos atenaza, en los movimientos obreros europeos, en la miseria en las casas de las cuencas del Caudal y del Nalón. En ti, que te has librado de cargar con todo ello. Pensaré en cómo llegar al alma de Juan de Lena, Adina.

–Yo no te he pedido eso, Melaní…

–Tú, todos queréis trazarme un árbol de la vida que yo no deseo. Hasta ahora lo habéis hecho. Desde este instante seré yo quien cree o camine mis propias sefirots.7

–No te creas tan poderosa, Melania, hablas como una persona engreída y eso no ayudará en nada.

–Sí lo hará, Adina, no tengas duda sobre ello. Puede que logre caminar por el Kéter, llegar a captar la esencia que ninguno habéis logrado. Hay que comenzar por el Biná, pero a mí me falta la fe. Si logro entrar en el Jésed y participar de la misericordia, puede que llegue a entender todo lo que me habéis hecho, lo que me he infligido yo misma. Sí, Adina, he sido una buena alumna, aun durante estos años de calvario he continuado leyendo, aprendiendo, intentando comprender el significado de Maljut8 y cualquier otro camino. Incluso hace meses he leído el Libro de Enoc9 y me ha resultado curiosa la figura de Satariel.10 No pongas esa cara de espanto, Adina: el conocimiento ha de ser completo, si no, no es tal. Los jasidistas piensan que no es necesaria tanta erudición para estar cerca de Dios y yo pienso lo mismo. Llegará el día en que nacerá en esta casa un ser que sin conocer tanta doctrina, tanto dogma del mal y del bien, enseñará al mundo, al menos al nuestro, que con menos conocimiento cabalístico y más sentimiento, las cosas, las situaciones y el propio árb

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