Melania Jacoby

Susana Pérez-Alonso

Fragmento

Y el principio vino con la muerte…

Y al atardecer, la hora tierna,

el secreto sabrás de mi inquietud;

se dice: «Juventud hay en el mundo»,

¿dónde está, dime tú mi juventud?

JAIM NAJMAN BIALIK

–Quiero ver ruidos, madre. Vamos barco ver ruidos, haz favor.

Recostada en un sofá bajo un manzano, medio dormida, atendió a las palabras de su hijo y acarició su cabeza.

Lucía un sol del membrillo, septembrino, casi caluroso.

A punto de ceder a la demanda de Benjamín, oyó cómo Petronilo alertaba a la casa. Gritaba que alguien había avistado a una ballena cerca de los acantilados. Se levantó y, de la mano de Benjamín, caminó en dirección a la costa.

Benjamín saltaba señalando hacia la columna blanca que el animal dejaba salir de su cuerpo. Exhalaba y un enorme chorro de vapor aparecía entre las olas. Nadie en la villa recordaba un cachalote cerca del litoral. El puerto había sido cobijo de balleneros siglos antes, pero ya no quedaban pescadores de ballenas. Acudieron a los acantilados campesinos y pescadores, todo el mundo abandonó sus quehaceres y corrían por los prados siguiendo la ruta del cachalote.

Alguien dijo que el animal era un narval y surgieron antiguas historias de balleneros. Benjamín palmoteaba sin cesar y pedía ir al encuentro del animal, quería embarcarse y ver el trozo de tierra que flotaba. Al niño, el cachalote le recordaba el sonido de los bufones,1 y gritaba sin cesar que había que volver a enganchar la tierra que se había escapado.

Melania miraba la mar.

–Traed el velero a la cala, Petronilo. Ven, hijo, vamos a cambiarnos y verás de cerca la tierra que se ha escapado.

–No puede ir señora, es peligroso. No puede ir usted con el niño.

–Sí que puedo, Petro. Da aviso, que traigan el barco a la cala.

Los campesinos la miraron con pasmo y caminaron tras madre e hijo hasta una portilla de madera. Desde allí, ninguno pasaba sin que fuese llamado.

Melania entró en la casa, vio a Samuel y Ariel sentados sobre una alfombra de la biblioteca y les acarició el cabello.

–Vístalos con ropa de abrigo, mademoiselle. Saldremos a pasear en barco. Si lo desea, puede acompañarnos.

El aya agradeció apuradamente la invitación y la declinó de la misma manera. Había oído a una de las mujeres de la cocina que un enorme animal paseaba por el mar cercano a la casa. Creía haber entendido ballena y no dudaba de la intención de Melania: se acercaría hasta casi poder olerla, la señora era así. Pero ella no tenía interés alguno en ver a un monstruo. Tres días antes, después de la cena, Melania había comenzado la lectura de una novela que precisamente hablaba de aquellos peces asesinos. Aún se estremecía la mujer al recordar el relato. Seguramente, esa noche terminarían la lectura. No entendía por qué la señora se empeñaba en leer aquello a sus hijos. Los criados que lo deseaban, las ayas, Luisa, Petronilo y cualquier habitante de las caserías de la finca, iban llegando a la hora en que el sol comenzaba a ponerse y tomaban asiento en el jardín o en la biblioteca, según la época del año. Melania Jacoby saludaba a todos con una sonrisa y comenzaba a leer en voz alta. Aquellos días, las aventuras del capitán Ahab y una ballena asesina llenaban de pavor a los asistentes. Y ahora pretendía que ella la acompañase al paseo. «C’est fou», murmuró mientras se apresuraba a vestir a los niños.

En la cala esperaba un bote; embarcaron Melania y sus tres hijos acompañados de Petronilo y un pescador. Desde el acantilado, el murmullo se trocó en algarabía y gritos de ánimo a los navegantes. Aparecieron varias barcas en la mar y singlaron hasta el velero. Cuando Melania subió a bordo, vio acercarse más chalupas. Comenzaron a navegar todos hasta la ballena. Primero el velero y tras éste, en una extraña salea que aumentaba poco a poco, barcas y chalupas.

–La tierra no mueve ya, mamá.

–Eso parece, Benjamín. Ya no mete ruido, hijo.

–¡Más cerca!

–¡No le haga caso al chico, señora! No debemos acercarnos más.

Petronilo estaba blanco de miedo.

–Hay pueblos que piensan que las ballenas nos cuidan desde el mar, Petronilo, no temas. Al pairo, Bonifacio. Veamos que hace.

Obedeció el pescador y se mecía la nave con las olas proa al oleaje.

Un sonido ronco parecía salir de las entrañas del mar. Melania miró la piel rugosa del cachalote. Bien podía ser una isla, un trozo parduzco desprendido de la tierra. El velero estaba pegado al animal más de lo debido, pensó Melania. En un momento podía sumergirse y estaban demasiado cerca.

–Aléjate un poco. ¿Lo has visto bien, hijo?

Nadie respondió a la pregunta. Melania se había distraído unos segundos encendiendo un cigarrillo, dio la vuelta y su mirada tropezó con las de Petronilo y Bonifacio. Ariel y Samuel miraban en dirección al animal y sonreían mientras agitaban las manos saludando a la ballena. No se escuchaban voces en las barcas que los seguían y que se habían acercado protegidas por el velero.

El mar y la tierra se habían llenado de silencio.

A punto de preguntar qué sucedía, Melania escuchó su nombre. Benjamín la llamaba, pero ella no lograba verlo. Volvió a oir el sonido de su voz y vio al niño intentando subir por un costado del cachalote. De los acantilados surgió un rugido, las voces de los campesinos llenas de temor llegaron a sus oídos. Benjamín escalaba agarrado a la costra que era la piel del animal.

–Si se sumerge lo arrastrará, señora. No podemos hacer nada. Pídale que intente regresar nadando, a usted la entiende.

El pescador temblaba al hablarle a Melania. El señor de Lena los mataría a todos. Si algo les pasaba a sus hijos, él los mataría.

–Acércate todo lo que puedas, con cuidado, Bonifacio. Petronilo, haz señas a una de las barcas y vete con Samuel y Ariel.

Quedaron el pequeño velero y el cachalote casi pegados. Melania sonreía a Benjamín, que ya había logrado encaramarse sobre el cetáceo y tumbado sobre él le hablaba y acariciaba la piel costrosa. Melania esperó a que Petronilo y sus hijos estuviesen a bordo de una lancha y pidió a Bonifacio que los siguiese. El pescador no se hizo de rogar.

Con cuidado se quitó los zapatos y con la mayor suavidad que le permitía el miedo se dejó caer sobre el animal. Sintió una sacudida bajo los pies y se tiró cuan larga era junto a Benjamín.

–Tenemos que irnos, hijo. Ahora dame la mano, nos dejaremos caer al agua y volveremos a casa. No grites ni palmotees o la isla se hundirá con nosotros, Benjamín. ¿Lo harás?

–No sé qué es isla, mamá, pero el trozo de tierra volver.

Melania no podía concentrarse en las palabras de Benjamín, le pareció que el animal comenzaba a moverse. Si se lanzaba al mar con el niño y el cachalote se sumergía, los arrastraría al fondo. No podía nadar con rapidez teniendo que sujetar a Benjamín. El viento comenzó a soplar y el mar se rizaba a cada envite del aire contra el agua.

–¿Lo ves? Vuelve casa, no quiere ser solo en mar, mamá. ¡Vamos! ¡Rápido casa! ¡Vamos! No sueltes mano o caerás, m

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos