1
Él la mira desde el otro lado del pasillo de la cabina de primera clase. El mensaje de su mirada es el siguiente: la película ha terminado, la cena es historia y los demás pasajeros están leyendo o roncando. A nueve mil metros de altura, ¿qué otra cosa se puede hacer?
Se desabrocha el cinturón de seguridad y se levanta para estirar los miembros. La camisa de seda azul claro hecha a medida se tensa sobre su musculatura bien definida. Este hombre no juega al golf. Lo suyo son los deportes de riesgo.
Se vuelve. Coco se queda sin respiración cuando atisba el paraíso en los pantalones bien planchados.
Un destello de los ojos oscuros e invitadores antes de que empiece a avanzar por el pasillo. Cuando pasa junto al asiento de Coco, ella percibe su aroma varonil, siente que el aire se electriza a su alrededor, como si un dios acabara de pasar. No le hace falta volverse para saber que se encamina al lavabo.
El pulso de Coco se acelera. Nunca lo ha hecho en el lavabo de un 747.
¿Se atreverá?
Se levanta de su asiento con indiferencia y recorre el pasillo. ¿Se da cuenta la gente de lo que estos dos desconocidos se disponen a hacer?
No sabe su nombre, ni su profesión, ni si está casado. Da igual. Los atrae una necesidad primaria.
Cuando se acerca, le ve entrar en el cubículo. No gira el pomo para que se lea «Ocupado».
Él la está esperando.
Ella se humedece los labios. Nunca se había sentido tan excitada, tan sexual. Abre la puerta y entra. El compartimiento es tan pequeño que se quedan apretujados en cuanto cierra con el candado. Ni una palabra, tan solo las bocas unidas al instante, los brazos que rodean el cuerpo del otro, una fabulosa erección apretada contra su ingle. Él le acaricia el muslo por debajo de la falda. Coco manotea la cremallera y lo libera. No dejan de besarse, lenguas y labios voraces y ardientes, mientras ella pierde las bragas de un tirón. Es tan fuerte que la levanta del suelo y la apoya sobre el borde del lavabo. Le abre las piernas y…
—Señorita McCarthy, ¿le apetece otra copa?
Coco levantó la vista, sobresaltada. Vio que la azafata le estaba sonriendo.
—Hum —dijo Coco—. Sí. Por favor. Otra copa me sentaría de maravilla. ¿Cuánto falta para llegar?
La azafata consultó su reloj.
—Deberíamos aterrizar en Los Ángeles dentro de tres cuartos de hora.
—Que sea doble.
Coco suspiró y miró al guapo desconocido sentado al otro lado del pasillo, con la cabeza inclinada sobre una revista. Un hombre al que nunca conocería, ni mucho menos se follaría a nueve mil metros de altitud. La historia de su vida: fantasías sexuales con desconocidos, ligues de una noche con hombres prometedores, hasta que descubrían de qué vivía. De hecho, una relación había llegado a durar seis meses. Larry y ella se habían ido a vivir juntos, y en el aire llegó a flotar la idea del matrimonio. Pero entonces la policía había llamado, los inspectores de homicidios se habían presentado en su casa y Larry («Ya no lo aguanto más») pasó a la historia.
Pero todo eso iba a cambiar.
Coco se dirigía a un lugar llamado The Grove (La Arboleda), y, aunque nunca había estado allí, había oído hablar de él.
La prensa amarilla lo denominaba club de alterne. Pero The Grove era algo más que eso: un oasis esmeralda en el sur de California que ofrecía romance, fantasía, evasión; comida refinada, vinos de reserva, licores importados; aromaterapia, tratamientos faciales, baños con sales; tiendas exclusivas, paseos en avión; anonimato, privacidad, nada de preguntas. Pero casi todo el mundo se acordaba del sexo. Como bromeaba un columnista de Hollywood: «The Grove es un lugar en que el sexo es elegante y la elegancia es sexy».
The Grove no se anunciaba, su número de teléfono no salía en los listines, ni aparecía en las revistas satinadas de los muy ricos. Por lo que Coco sabía, uno se enteraba de su existencia por mediación de una amiga que le revelaba la forma de ponerse en contacto con la central de reservas, de localizar la terminal privada en LAX. Allí se dirigía Coco en esos momentos, en ese vuelo procedente de Nueva York, para enlazar con el avión privado de The Grove e iniciar su semana de estancia gratuita.
Había ganado un concurso.
El 747 aterrizó por fin y Coco salió a toda prisa, no sin lanzar una mirada desolada al apuesto desconocido que nunca se enteraría del fabuloso polvo que habían compartido en el lavabo de un Jumbo. Recogió su equipaje y localizó a un hombre que mostraba un letrero con el nombre «The Grove» sobre un fondo de palmeras. Era el chófer que debía conducirla a la pequeña terminal situada al otro lado del aeropuerto. Allí, en la sala de embarque, la gente se apiñaba para tomar los cócteles y aperitivos de rigor.
Coco aceptó un destornillador del sensual camarero y contempló el pequeño avión que esperaba en la pista: un DCH6 Twin Otter con capacidad para veinte pasajeros, pintado en tonos azul celeste y verde, como si hubieran construido el aparato con palmeras y cielos azules. Vio que el piloto atravesaba la pista con su maletín negro. Alto, de hombros cuadrados, vestido con un elegante uniforme que enviaba deliciosas señales: «Ven a volar conmigo».
Coco procuró no mirar a sus compañeros de vuelo: estrellas de cine y celebridades que tomaban piñas coladas y pastelillos de cangrejo.
El canijo del pelo pincho y la voz de rana era una estrella del rock que el año anterior había salido con una corista de Las Vegas una noche, contraído matrimonio con ella a medianoche en una capilla Elvis y despertado a la mañana siguiente diciendo «¿Quieres repetirme el nombre otra vez, cariño?».
La celebridad que charlaba con el camarero era una megaestrella de las que acaparaban premios, mucho más baja en la vida real que en la pantalla, quien al aceptar el Oscar había cometido la tremenda metedura de pata de dar las gracias a todo el mundo, incluido su entrenador particular, y olvidar a su compañera de reparto. Más tarde había enviado una nota desde las bambalinas al presentador Billy Crystal, en la que le pedía que leyera en público una disculpa a esta compañera, pero fue un poco demasiado tarde.
Estirada en uno de los sofás verde lima estaba la doctora Evelyn Raymond, una psicóloga que contaba con su propio programa de radio. Se rumoreaba que el doctorado de la Raymond era en lengua y literatura inglesa.
Y paseando junto a la puerta de embarque estaba la estrella negra del rap Dog Shitt, al que hacía poco un competidor había insultado en la entrega de los Grammy, llamándolo «C. Doggy Shitt».*
Todos ellos gente de perfil alto y gran popularidad. El National Enquirer se lo pasaría en grande. Pero Coco McCarthy no estaba impresionada. Como los ricos y famosos no eran inmunes a los crímenes capitales, Coco había estado dentro de sus mansiones, había sido testigo de sus manías y pecados. En la intimidad, eran como los demás.
Entonces, vio a un hombre que la intrigó.
Llevaba gafas de aviador reflectantes, tejanos y chaqueta de cuero, mientras que todo el mundo iba vestido con ropa de verano (excepto Shitt, con mono y cadenas); daba la impresión de mantenerse alejado de los demás, pero sin dejar de observar. El instinto le dijo que era policía. No exhibía señales externas: placa, pistola o cinturón Sam Browne. Pero Coco lo sabía. Y se preguntó por qué un policía iba a The Grove. No tenía pinta de estar de vacaciones, no estaba relajado, no comía ni bebía. Parecía exactamente un policía de servicio. ¿Qué misión podía esperarle en The Grove? Lo evaluó con su ojo interno y pensó: «un detective de homicidios».
—¿No es emocionante?
Coco se volvió y vio unos ojos verde claro.
—¡Me refiero a las estrellas de cine! Soy Sissy Whitboro. No nos cruzamos con muchas estrellas en Rockford, Illinois. Supongo que no podemos pedir autógrafos.
Coco calculó que Sissy tenía treinta y pocos años, como ella. Tenía la piel clara, y pelo color zanahoria recogido en un pulcro moño de bibliotecaria. Llevaba un vestido de algodón con botones delante y zapatos conservadores que proclamaban a gritos su profesión de ama de casa.
—Creo que lo mejor es dejarlos en paz —dijo Coco. Aunque había alguien repantigado en un rincón, una famosa estrella del cine de acción que ya había dejado atrás su juventud (como todos) y cuya carrera iba cuesta abajo; ya solo aparecía en películas destinadas directamente al mercado del vídeo. Su rostro resultaba grotesco debido al exceso de cirugía plástica, y los rumores acerca de su vida privada no ayudaban a mejorar su imagen: los criados no podían mirarlo a los ojos y tenían que salir de las habitaciones andando hacia atrás. Si alguien le pedía un autógrafo, seguro que se sentiría encantado.
—Jamás habría podido permitirme unas vacaciones así —dijo Sissy—. Gané un concurso.
Coco la miró sorprendida.
—Yo también, pero no recuerdo haber participado en uno. No me gustan los concursos.
—A mí tampoco. ¿Cómo crees que pasó? O sea, por lo que me han dicho sobre este lugar, no es de los que montan concursos y regalan vacaciones a cualquiera. Es exclusivo y caro.
—Estoy segura de que nos lo dirán.
—Ni siquiera iba a venir —dijo Sissy, al tiempo que agitaba su cóctel de frutas—, pero mi marido insistió. Dijo que me merecía unas vacaciones. Es raro que el premio no fuera para dos. Solo para mí. No quería dejar a Ed y los chicos, pero él dijo que sería una pena desaprovechar la oportunidad de ir a un lugar de vacaciones al que van las celebridades.
Mientras hablaba, los ojos de Sissy se desviaron hacia la estrella de cine que se estaba sirviendo canapés. Aunque no iba ataviado con el típico sombrero de ala ancha y el látigo, todavía era sexy. ¿Dónde estaba su pareja de la serie televisiva? ¿Iba solo a The Grove? Sissy se sintió repentinamente nerviosa al pensar que tal vez se sentaría a su lado en el avión.
Mientras la señora Whitboro seguía hablando de estrellas de cine, los ojos de Coco se desviaron hacia el individuo de las gafas de aviador reflectantes, y cuando pensó en el motivo secreto por el que había aceptado el premio del concurso, un repentino pensamiento surgió en su mente: ¿era él?
Sonrió para sí. ¿No sería fantástico que el hombre al que iba buscando resultara ser policía?
Por fin, los llamaron para subir al avión. Cuando Sissy dejó el vaso en la mesa, su bolso resbaló y cayó al suelo.
—Ya lo tengo —dijo Coco cuando lo recuperó, pero en cuanto sus dedos aferraron la correa de piel, tuvo un destello.
Dedicó a Sissy una mirada inquisitiva, pero no dijo nada. No era su problema. Pero la señora de Ed Whitboro, de Rockford, Illinois, se iba a llevar una gran sorpresa durante su estancia en The Grove.
Cuando ocuparon sus asientos y se abrocharon los cinturones de seguridad, los pensamientos erráticos de Coco se alejaron por el pasillo y penetraron en la cabina, donde el apuesto piloto estaba llevando a cabo el análisis final.
Coco se reclinó en el asiento y cerró los ojos.
Ya en el aire, el capitán conecta el piloto automático, se cala la gorra y sale para dedicar una sonrisa a los pasajeros. Cuando se acerca a Coco, sus ojos se demoran en ella, con una sonrisa lasciva y misteriosa. Coco distingue las arrugas de madurez en su rostro, los años de sabiduría en sus ojos. Ha efectuado misiones en la guerra del Golfo, ha volado en 747 a París, en aviones chárter a Australia, en trimotores al Amazonas. Un piloto veterano que tiene los huevos pelados de volar.
Huevos que a Coco le encantaría acariciar.
—Damas y caballeros —dijo el capitán por el intercomunicador—. Aterrizaremos dentro de pocos minutos. Hagan el favor de abrocharse los cinturones…
El avión frenó y, una vez abierta la puerta, la escalerilla se desplegó hasta el suelo. Coco se reunió con los demás para recoger el equipaje y dio las gracias al capitán, que les deseó una feliz estancia. De cerca, apreció sus ojos grises, de lo más sensual.
En cuanto salió a la noche del desierto, Coco recordó la canción de Maria Muldaur de los años setenta: «Medianoche en el oasis, manda a tu camello a la cama…». Había un millón de estrellas centelleantes en el cielo negro, y las palmeras se balanceaban debido a la brisa. Era un mundo nuevo por completo, un mundo de fantasía. Desde luego, no estaba en Nueva York.
Cuando bajó a la pista, Coco se fijó en las dos mujeres que había al final, ocultas tras enormes hojas de plátano y gruesas palmeras, como si no quisieran ser vistas. Dedujo que una de ellas era la propietaria de The Grove, una mujer misteriosa de la que le habían hablado.
—Que te diviertas —dijo Sissy Whitboro cuando se separaron para dirigirse a sus respectivos cochecitos.
—Lo mismo te digo —contestó Coco—. A lo mejor nos volvemos a encontrar. —Cuando recordó la breve escena que había visto al tocar el bolso de Sissy, añadió—: Si quieres, te leeré el futuro.
En la sala de embarque, había confesado a Sissy cómo se ganaba la vida. Por lo general, las mujeres lo aceptaban mejor que los hombres. Y Coco intuía que Sissy Whitboro iba a necesitar ayuda durante su estancia.
Los recién llegados fueron recibidos de manera personalizada por atractivos acompañantes masculinos en bermudas blancos y camisas hawaianas, así como por azafatas con sarongs que realzaban sus curvas. Los condujeron en cochecitos de golf cubiertos hasta sus aposentos: elegantes suites en el edificio principal, o cabañas y bungalows esparcidos entre el exuberante follaje. No había mostrador de recepción. Todo estaba previsto desde Los Ángeles antes del despegue.
Los cochecitos pasaron ante jardines de diseño invadidos de mimosas e hibiscos en flor, bosquecillos de naranjos y cedros, cascadas, estanques y arroyuelos alimentados por las fuentes artesianas de The Grove. Cuando llegaron a sus alojamientos, los invitados se maravillaron del silencio que los rodeaba. Todo gracias al genio de la mujer que había creado ese paraíso. Costaba creer que había gente cerca. El diseño inteligente y la disposición ingeniosa de los aposentos facilitaban la atmósfera más tranquila posible. Y la máxima privacidad.
Perfecto para soltarse el pelo.
Coco apenas pudo contener su expectación mientras el cochecito la conducía por los senderos pavimentados. ¡Había hombres por todas partes! En camisa hawaiana y pantalones cortos, en pantalones deportivos de tonos claros y polos. Viejos y jóvenes, altos y bajos, gordos y delgados.
Y uno de ellos le pertenecía.
El alojamiento de Coco era una casita con piscina y jardín vallado. Un lugar ideal para celebrar fiestas. El minibar era más grande que la nevera de su casa. El televisor era gigantesco, y había sofás suficientes para reunir a toda una pandilla de aficionados al fútbol. Pero solo estaba ella.
Solo estaba ella, como siempre.
Pero eso iba a cambiar.
La joven del sarong tahitiano se ofreció a deshacerle el equipaje, pero Coco rechazó la propuesta. Ya era bastante horrible que la gente le preguntara «¿En qué trabajas?», para dejar que vieran el contenido de su equipaje.
Cuando rodeó con su mano la de la joven para recuperar la maleta, Coco vio algo al instante.
—Cásate con él —dijo, guiada por un impulso.
—¿Cómo?
—No permitas que su familia se entrometa. Es tu vida, no la de ellos.
La mujer abrió los ojos de par en par. Después, con una sonrisa perpleja, dio las gracias y se fue. Era una costumbre que Coco intentaba abandonar. No a todo el mundo le hacía gracia que le predijeran el futuro. No a todo el mundo le gustaban los consejos psíquicos. Pero no podía evitarlo. Captaba un destello (sobre todo si estaba relacionado con una decisión importante) y veía la respuesta con más claridad que la persona sumida en el dilema. A veces, no obstante, en lugar de ayudar solo contribuía a empeorar las cosas.
Deshizo el equipaje con detenimiento, prestando buen cuidado a la caja «especial», hecha a medida, que contenía su propiedad más preciada. Se quitó las bragas y el sujetador, colgó su ropa, guardó los zapatos en el zapatero, los artículos de tocador y de maquillaje en el cuarto de baño: todo perfecto y en su sitio, para que la atmósfera fuera la apropiada.
Por fin depositó la caja de terciopelo en forma de cubo sobre la cómoda y alzó la tapa, para dejar al descubierto el instrumento que era la piedra angular de su trabajo.
«¿En qué trabajas?», preguntaba la gente, los hombres en las fiestas, las mujeres en clubes de juegos de cartas, la cajera del supermercado.
Hacía mucho tiempo que Coco había dejado de decir la verdad.
Y jamás había hablado a nadie de la bola de cristal.
Antes de empezar, fue al cuarto de baño para aplicarse agua fría a la cara y eliminar la resaca del vuelo y el alcohol. Se pasó las largas uñas acrílicas por el pelo teñido de color vino tinto, de manera que todavía se rizó más; comprobó su maquillaje (nunca se sabe quién puede presentarse de repente), y decidió cambiar su atuendo de viaje por una cómoda falda larga hasta los tobillos y una blusa zíngara.
Tras servirse un vaso de Evian muy fría, se sintió preparada.
Acunó con delicadeza la bola de cristal en las manos, la trasladó hasta el sofá y la depositó sobre la mesita auxiliar, donde proyectó destellos esmeraldas y turquesas. Abrió la puerta de cristal deslizante que daba acceso al patio privado, la cual dejó pasar la brisa del desierto y la llamada solitaria de un ave nocturna. Respiró hondo, cerró los ojos, y canturreó un mantra tranquilizante. Cuando sintió que su cuerpo se relajaba, abrió los ojos y extendió las manos sobre la bola. Mientras el perfume de las flores se colaba desde el jardín, las cortinas se agitaban y la llamada de un somormujo resonaba en el aire, Coco clavó la vista en el corazón del cristal.
Se sintió culpable. No debería hacer eso. «Tu don es para ayudar a los demás, no a ti misma», le había reprendido con frecuencia su madre, y añadía que, al utilizar su don psíquico con razones egoístas, Coco estaba llamando al desastre. Pero no podía evitarlo. Estaba desesperada. Años de relaciones fracasadas, de polvos de una noche sin futuro, de hombres que la miraban mal debido a su extraño don. Coco había ido a The Grove para encontrar a un hombre.
Pero no a cualquier hombre. Su alma gemela. Su Romeo, su Antonio, con el que estaba destinada a compartir una eternidad de amor y pasión.
Pero antes, tenía que descubrir quién era.
2
Desde la protección que ofrecían los exuberantes plátanos y helechos, la propietaria de The Grove observaba con angustia desembarcar a los pasajeros, que eran recibidos en la pista por azafatas y acompañantes personales. Muy pocas veces se reunía con los recién llegados, pero esa noche era especial.
Abby Tyler vio con impaciencia que las hélices del avión se detenían y la puerta se abría. La escalerilla descendió hasta el suelo. Contuvo el aliento cuando salió a la noche del desierto el primer invitado, propietario de una empresa que fabricaba juguetes para adultos: rompecabezas pornográficos, strip damas, crucigramas obscenos. El negocio estaba en alza, y había ido a ofrecerse una recompensa. La mujer que lo acompañaba no era su esposa, que estaba de vacaciones en Jamaica con su entrenador personal. Detrás de ellos salió la famosa estrella de cine con grandes gafas de sol y sombrero de ala ancha, que utilizaba para disimular las cicatrices de su última operación de cirugía estética. Le habían estirado la cara, eliminado las bolsas de los ojos y realizado un implante de barbilla. Lo seguían dos hermanos que habían ido a The Grove para engañar a sus esposas (las cuales pensaban que sus maridos estaban jugando al golf en Indian Wells). A continuación descendió un escritor acabado que no publicaba nada desde hacía cuatro años y había acudido al oasis del desierto con la esperanza de hallar inspiración; dos hermanas ansiosas por follar (ya habían flirteado con los dos maridos infieles durante el breve viaje), la famosa actriz cantante que enarcaba las cejas tantas veces que siempre exhibía una expresión de sorpresa, una viuda que había ido a The Grove para llevar a la práctica una fantasía de su pasado muchas veces acariciada y una pareja que había ido atraída por los juegos sexuales. Por fin, dos mujeres de aspecto vacilante e inseguro porque ignoraban el motivo de su presencia; solo sabían que habían ganado un concurso en el que no recordaban haber participado.
—Coco McCarthy y Sissy Whitboro —dijo Vanessa Nichols. Vanessa era la directora general del complejo turístico y la mejor amiga de Abby Tyler—. Ophelia Kaplan no ha venido.
Eso desconcertó a Abby. ¿Por qué rechazaba alguien la oportunidad de alojarse gratis en un centro de ocio exclusivo?
—La doctora Kaplan es una mujer muy ocupada —explicó Vanessa, que había leído los pensamientos de su amiga.
Cuando los veinte recién llegados se congregaron en la pista, Abby supuso que el avión se alejaría. No fue así. Un nuevo invitado apareció de repente en lo alto de la escalerilla; Abby ignoraba quién era, pues en la lista de pasajeros solo constaban veinte.
—¿Quién es ese? —preguntó.
Vanessa consultó su tablilla.
—Jack Burns. De Los Ángeles.
En ocasiones, cuando el vuelo estaba lleno, se cedía el asiento del copiloto a un pasajero de última hora.
—¿Por qué no me avisaron?
—Lo siento, Abby. Pensaba que lo sabías.
Estudió al recién llegado. Su aspecto con tejanos y chaqueta de cuero no encajaba con el resto. Algo hizo que se dispararan las alarmas en la cabeza de Abby. Tal vez fue la forma en que se detuvo en lo alto de la escalerilla para mirar en su dirección, con las gafas reflectantes lanzando destellos bajo la luz de la luna. La miró durante un largo momento, y luego bajó la escalera.
—¿Qué pasa? —preguntó Vanessa. Sabía por qué su amiga estaba nerviosa esa noche, pero no tenía nada que ver con el inesperado desconocido de las gafas de aviador.
—No lo sé. Ese hombre me da mala espina.
—¿Lo conoces?
Abby negó con la cabeza, y sus cortos rizos oscuros se agitaron en la brisa.
Vanessa dedicó a Jack Burns una larga mirada, y de repente sintió una punzada de miedo.
—Dios mío, Abby, no creerás…
—No lo pierdas de vista.
Cuando Abby se dispuso a marcharse, Vanessa apoyó una mano sobre su brazo y habló en voz baja.
—No hace falta que aguantes esto. Podemos darlo por terminado ahora mismo.
No se refería al vigesimoprimer pasajero.
Abby miró los solemnes ojos de Vanessa y se dio cuenta de que las palabras de su amiga eran solo fruto de la preocupación, pero no había forma de detener eso. El momento había pasado. Algo que había empezado mucho tiempo antes la había alcanzado, tal como siempre había sabido, como un duelo a muerte pasado de moda.
—¿Y tú? ¿Te sientes con fuerzas?
Vanessa sonrió.
—Ya me conoces: soy intrépida.
—Pues pongamos manos a la obra —dijo Abby, y se encaminó hacia el corazón del complejo.
Vanessa la detuvo.
—¿Cuándo vas a confesarles el verdadero motivo por el que están aquí?
Se refería a las dos «ganadoras del concurso».
—Mañana —contestó Abby—, pues comeré con ellas. —Y añadió—: Por cierto, haz el favor de averiguar por qué Ophelia Kaplan no aceptó el premio.
Mientras regresaba a la protección de los helechos, las hojas y las flores, Abby Tyler pensó en la doctora Ophelia Kaplan, y se preguntó por qué no había aceptado las vacaciones gratis. Abby tendría que encontrar una manera de convencerla para que las tres coincidieran al mismo tiempo en The Grove: Sissy, Coco y Ophelia, tres mujeres de tres ciudades diferentes y tres tipos de vida diferentes. Una soltera, una casada, una comprometida. Una judía, una católica, una atea militante. Una profesora de universidad, una policía con poderes psíquicos, un ama de casa. Tres mujeres que, si se hubieran reunido en una habitación, habrían creído que no tenían nada en común…, hasta descubrir que las tres habían nacido el mismo día, treinta y tres años antes.
Abby pensó en las carpetas de papel manila que guardaba en su despacho, expedientes con información que abarcaba más de tres décadas, acompañados de fotografías tomadas en secreto con teleobjetivo a Sissy Whitboro, Coco McCarthy y Ophelia Kaplan, mientras estas se dedicaban a sus asuntos, ignorantes de que las estaban fotografiando.
Y mientras Abby pensaba en los tres rostros de las fotografías, mientras buscaba pistas, características reconocibles, huellas de ella en sus rasgos, se preguntó en silencio: «¿Cuál de vosotras es mi hija?».
LUNES
3
El sensual camarero del servicio de habitaciones entró con el carrito en el patio privado de Sissy Whitboro y preparó el desayuno mientras ella miraba. Tenía la piel olivácea y llevaba pantalones ajustados. Y cuando le guiñó un ojo, el corazón de la mujer se paralizó.
¡No podía tener ni un día más de veinte años, y ella ya había cumplido los treinta!
Aun así, Sissy se sintió halagada y trató de darle propina, pero las propinas no estaban permitidas en The Grove, dijo el muchacho. Sissy se acercó al carrito y se sentó a desayunar. El sol de la mañana, el aire fresco, las plantas y flores de su jardín vallado la hacían sentirse bien. Se alegraba de haber aceptado el premio, aunque no sabía qué concurso había sido. Mientras untaba de mantequilla una tostada, experimentó una punzada de culpabilidad. Ed, en casa con los niños, y ella sumergida en ese lujoso silencio. No debería estar disfrutando, pero así era. Recordó una vez más que, en los últimos tiempos, había echado en falta algo en su vida. Ignoraba qué era, y jamás lo admitiría, porque sería como traicionar a Ed, al que quería tanto.
Mientras bebía el zumo de naranja, oyó un sonido transportado por la brisa. ¡Alguien estaba gimiendo!
Paseó la vista a su alrededor. Era como si estuvieran heridos o les doliera algo. Sissy avanzó de puntillas hasta que detectó la procedencia de los gemidos. Se oían al otro lado del muro. Intentó mirar por encima, pero era demasiado alto. Entonces, vio la puerta de madera. Estaba cerrada con llave por su lado. Deslizó el pestillo y pasó.
Tardó un minuto en asimilar lo que estaba viendo. Dos personas en una tumbona, completamente desnudas, la mujer espatarrada, las pálidas nalgas del hombre subiendo y bajando.
—¡Oh! —exclamó Sissy.
El hombre levantó la vista. Sonrió sin disminuir su ritmo. Su pareja ni siquiera abrió los ojos.
—¡Lo siento! —murmuró Sissy, al tiempo que retrocedía y cerraba la puerta. Le costó un minuto recuperar el aliento. Se quedó al lado de la puerta, mientras oía que la tumbona seguía crujiendo, y se descubrió fascinada por el sonido, incapaz de alejarse.
La mujer volvió a gemir, y el ritmo aumentó. Se puso a gritar, animó a su pareja a ir más deprisa, más deprisa, mientras Sissy contenía el aliento y escuchaba, los imaginaba, sorprendida consigo misma pero incapaz de retroceder. A medida que los crujidos aumentaban de velocidad, lo mismo ocurrió con el pulso de Sissy. Apoyó la mano sobre su pecho y notó que su corazón martilleaba, mientras la pareja continuaba copulando en el jardín de al lado.
Por fin, la mujer lanzó un chillido y el hombre emitió un gruñido estrangulado. Luego, se pusieron a reír; entre las palabras que dijeron Sissy distinguió «La mujer de al lado». Al oírlo, se alejó corriendo, ruborizada.
Nerviosa, tiró del carrito del desayuno, entró rápidamente en el interior de la cabaña y cerró la puerta de cristal como para borrar su metedura de pata. Irrumpir en el jardín particular de alguien era algo que la muy correcta y educada Sissy Whitboro, de Rockford, Illinois, jamás haría. Y jamás había visto a dos personas «hacerlo» antes. En la vida real no.
Mientras se serenaba y tomaba huevos y tostada (pensando con sentimiento de culpa en que el hombre de al lado había tardado mucho más que Ed), vio un sobre sujeto entre el salero y el pimentero de plata. Daba la impresión de ser una invitación.
En el anverso del sobre, hecho de papel rosa y crema pálidos, leyó «Encuentros fantásticos». Sissy lo abrió y leyó con perplejidad: «Disfrute de su fantasía especial en una de nuestras elegantes habitaciones: la Torre del Castillo, el Recibidor Español, el Salón de Robert E. Lee… Le recomendamos Antonio y Cleopatra, o Robin Hood y Marian… Ofrecemos una amplia gama de disfraces y accesorios especiales… Acompañantes masculinos y femeninos… Absoluta discreción e intimidad».
Sissy estaba escandalizada. Primero sus vecinos, y ahora esto. ¿A qué clase de lugar había ido a parar?
La noche anterior, mientras estaba deshaciendo el equipaje en esa encantadora vivienda de tonos naranja, púrpura y amarillo intensos, llamada muy acertadamente la Casa del Ave del Paraíso, la directora de The Grove, Vanessa Nichols, había visitado a Sissy, le había dado la bienvenida al complejo e informado de que almorzaría en privado con la propietaria de The Grove, la señorita Abby Tyler, ese mismo día. La señorita Nichols había seguido explicando que todos los gastos de la estancia estaban pagados, y que la señora Whitboro estaba invitada a disfrutar de todos los servicios. Pero Sissy no albergaba la menor intención de utilizar los dudosos servicios del complejo. ¡Compañeros de fantasías! Solo había ido por una razón. No se lo había dicho a la señorita Nichols, por supuesto, pero sí hizo una pregunta: ¿cómo era posible que hubiera ganado un concurso en el que no recordaba haber participado?
—Es algo que hacemos de vez en cuando —había contestado la señorita Nichols de manera vaga.
Fuera cual fuese la razón, Sissy había decidido que iba a aprovechar su buena suerte. Era una oportunidad perfecta, sin las responsabilidades derivadas de su marido, hijos y los numerosos comités y clubes a los que pertenecía, de confeccionar el álbum familiar, un proyecto que había retrasado durante demasiado tiempo.
De modo que, en aquella hermosa mañana de lunes, mientras el sol se filtraba a través de las diáfanas cortinas, bañando los restos del desayuno, procedió a sacar del equipaje todos los tesoros que había traído.
Cuando había hecho el equipaje, había reservado una maleta para la tarea que pensaba realizar; entró en el estudio de Ed, a rebuscar en el armario donde guardaban todo lo que «algún día» recibiría atención. De allí cogió cajas, sobres y bolsas llenas de fotos y recuerdos, para luego embutirlos en la maleta con la idea de clasificar el material durante sus vacaciones.
Las fotografías y recuerdos se remontaban a quince años atrás y representaban una buena vida, una vida pletórica.
A Ed le había ido muy bien como director general de una fábrica de herramientas mecánicas. Con más de mil empleados a sus órdenes, Ed era un hombre importante en la ciudad. Y, como marido, era fiel y devoto, además de generoso, pues no escatimaba a su mujer lujos y placeres. También lo era consigo mismo: hacía poco se había hecho socio del muy exclusivo Club de Tenis Masculino de Rockford. Lo hizo por consejo de Hank Curly, su nuevo director de ventas, que era un fanático del ejercicio. Ed y Hank iban dos y tres noches por semana a jugar a tenis, y el resultado era evidente: la incipiente panza de Ed había desaparecido y en sus brazos habían aparecido bíceps duros. Aunque pareciera curioso, el cambio había contribuido a aumentar todavía más su generosidad: le había comprado un coche nuevo, le pagaba todas las facturas y ropa nueva que quería, cenaban todos los sábados por la noche en el club de campo. Si se añadía a eso una casa bonita y tres hijos maravillosos, la vida era perfecta.
Entonces, ¿por qué Sissy había empezado a pensar que le faltaba algo?
No podía quitarse de la cabeza a la gente de al lado, los de la tumbona. Aparte de en películas para adultos, Sissy nunca había presenciado un acto sexual. La había dejado extrañamente inquieta y turbada. De repente, estar examinando fotos y recortes, elementos de un futuro álbum de recuerdos, le pareció muy poco imaginativo, prosaico. ¿Quién iba a un complejo de vacaciones como ese con un álbum de recuerdos familiares?
Una buena madre como ella. Todo el mundo le decía constantemente a Sissy Whitboro lo buena madre que era. El día que Adrian nació, Sissy había jurado criarla como una madre de verdad, no al estilo frío y hosco de su madre («No despeines a mamá», «No toques el maquillaje de mamá»). Una mujer que nunca abrazaba a su hija, decía te quiero o hacía tonterías para que riera. Ni hacía un álbum familiar.
—Eres la mejor madre del mundo —había dicho Linda, su mejor amiga, cuando la acompañó en coche al aeropuerto—. ¡Deja a tu familia en casa y diviértete!
Linda estaba divorciada, tenía dos hijos, y era de carácter lanzado y aventurero. Había entregado a Sissy un paquete de «precauciones» cuando se fue, con instrucciones de no abrirlo hasta que estuviera sola en su habitación. Sissy lo había desenvuelto la noche anterior, y había encontrado condones de sabores, pintura de chocolate corporal y un vibrador cubierto de caras sonrientes. La tarjeta decía «¡Estoy contigo en espíritu!».
Linda era mucho más liberal en cuestiones de sexo que Sissy. Cuando Linda se enteró de que habían abierto un burdel para mujeres en Beverly Hills, había ido a verlo con sus propios ojos. Lo había encontrado, se llamaba Butterfly y estaba en Rodeo Drive, pero era imprescindible ser socio, y para serlo se necesitaba un padrino. Linda había vuelto a casa decepcionada, pero cuando, unos meses después, leyó que la policía había hecho una redada en el burdel, dijo «Qué pena», aunque en el fondo se alegró de no haberse hecho socia. La ciudad de Rockford nunca se recuperó del escándalo.
—Me pregunto si la propietaria de The Grove será la misma —especuló Linda mientras miraba cómo hacía el equipaje Sissy—. Beverly Highland desapareció, y dicen que la propietaria de The Grove es muy misteriosa y reservada.
De pronto oyó risas fuera. Sus mejillas ardieron cuando recordó que el vecino le había sonreído mientras copulaba. Había sido una sonrisa maliciosa, como invitando a Sissy a unirse a ellos.
Meneó la cabeza y se concentró en el proyecto. Sacó pinzas, tijeras, cortadores de siluetas, cizalla, etiquetas adhesivas, sellos de goma, bolígrafos de colores, lápices y rotuladores. Había comprado de todo en la papelería del pueblo.
«Y, además, ¿cómo funcionaba un trío? ¿Podía un hombre satisfacer a dos mujeres?», se preguntó.
Sus pensamientos la asombraron. Educada en el catolicismo más estricto, lo máximo que había hecho Sissy en el instituto con los chicos había sido morrearse. Perdió la virginidad la noche de bodas y no había estado con otro hombre desde entonces. Ed era un amante considerado: le hacía el amor todos los sábados por la noche después de cenar en el club de campo, y hasta se quedaba un ratito despierto después. No había trompetas y tambores para Sissy, pero tampoco creía que las mujeres debieran sentir eso.
Empezó a separar las fotos, entradas de cine y recuerdos varios de momentos felices, y se preguntó si debería agrupar las fotos y recuerdos por orden cronológico o por temas.
Frunció el ceño. ¿Dónde estaba el pegamento? Buscó entre los adhesivos, etiquetas y cantoneras para fotos, pero no encontró el pegamento. Tal vez, con las prisas, lo había guardado con otras cosas. Registró las cajas y los sobres de papel manila. No había pegamento. Lo último que inspeccionó era algo que no le resultó familiar: un archivador de fuelle marrón sujeto con una goma elástica negra, que había cogido sin mirar de un estante y que no recordaba haberlo visto nunca. Debía de llevar tanto tiempo arrinconado en el armario, que ni siquiera lo reconoció. Las fotos que contenía debían de ser muy antiguas.
Lo abrió y extrajo el contenido: extractos bancarios y de tarjetas de crédito. Pero ¿de quién? Ed era muy cuidadoso con sus archivos de cuentas, y los guardaba en carpetas organizadas dentro de un archivador metálico. Tal vez los había abandonado la gente a la que compraron la casa seis años antes. Pero las fechas de los extractos de la tarjeta de crédito eran recientes. Y en todos aparecía el nombre de Ed.
«¿Qué demonios es esto?», se preguntó.
Examinó los extractos con más detenimiento y vio que ninguno le resultaba familiar: j