La pasión de Milo (Luciérnagas 1)

Daniela Gesqui

Fragmento

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Capítulo 1

Trece años atrás…

Era la primera vez que viajaba en avión y mi pánico era evidente. Sin embargo, el señor Edward me daría vivienda y trabajo, lo que más necesitaba un hombre como yo, con un niño pequeño y una esposa con algunos problemas físicos que requerían traslados constantes a la ciudad y medicinas costosas.

Cuando el patrón me citó para pedirme que viajara a estudiar los movimientos de su única hija, me negué. «¿Qué clase de loco pedía una cosa semejante? ¿No era más fácil visitarla y tomar un café con ella?». Sin embargo, intuí que, detrás de ese pedido casi desesperado, existía un gran secreto y muy culposo que lo arrinconaba a tomar esa inexplicable postura.

Con un horrible dolor de oídos y un zumbido espantoso que punzaba mi cabeza, con la incomodidad en mis vértebras producto de una fuerte caída del caballo en medio de una tormenta en la hacienda, bajé del avión, subí a un taxi y le cité la dirección que celosamente Edward Templeton me había escrito antes de que yo partiera rumbo a Los Ángeles.

Miré a través del cristal el vértigo citadino. Todo era demasiado ostentoso, poco familiar e inquietante a comparación de la mansa realidad del rancho en Salado, Texas. Palmeras, edificios altísimos y vidrios por doquier, eran el sinónimo de lujo y lujuria.

Al llegar al hotel en el cual había hecho reserva, dando mi nombre en administración, un botones me acompañó al elevador haciéndose de mi maleta amablemente.

Aquel sitio no desentonaba con respecto al entorno: era enorme, elegante, con una gran piscina y un salón inmenso para comer. Sin dudas había que ganar mucho dinero para darse un gusto semejante.

Acostumbrado a ganar cada centavo con sudor, a ejercer por muchos años un oficio que amaba, pero que poca satisfacción monetaria me entregaba, me sentía culpable por disfrutar de una cama tan mullida y por un baño tan caliente como el que estaba por darme. Con la cuenta pendiente de ir de vacaciones con Jodie y Jeremy, estar aquí era una obscenidad.

—El viejo es raro, quiere que vaya a espiar a la hija allá, a California —le dije a mi esposa dos días antes del vuelo.

—Es un hombre con mucha culpa; evidentemente, le ha hecho daño a su hija y contigo, al conseguirte un cirujano para tu espalda y las medicinas para tu recuperación, siente que balancea su karma. —Jodie expuso su teoría—. ¿Crees que es buena idea quedarnos en este rancho? —Mi esposa estaba ordenando algunos víveres en la alacena. Dejando de lado lo que estaba haciendo, se acercó a mi silla, analizando nuestro futuro.

—No podemos estar mudándonos constantemente; Jeremy necesita asentarse, tener amigos de su edad y yo… yo necesito quitarme la preocupación de saber que podemos llegar a fin de mes sin contar los centavos. —Sus ojos lucían cansados.

Lo cierto es que Jodie estaba muy enferma y su expectativa de vida era imposible de determinar. Diagnosticada con un cáncer de cuello de útero a poco del nacimiento de Jeremy, sus sesiones de quimioterapia eran agotadoras.

Con una fotografía de Erika Templeton en la mano, tomé asiento en una coqueta cafetería en la esquina del apartamento que compartía con su padrastro y su media hermana Dakota, en un modesto vecindario de Los Ángeles.

Contando solo con esa información, yo simplemente debía seguirla, conocer los sitios que frecuentaba, si tenía amistades y, sobre todo, si había logrado emparejarse con alguien. Sintiéndome un espía, un policía sin oficio, aguardé por ella en cada mañana de las que estuve en Los Ángeles.

«No debes levantar sospechas ni llamar su atención» era la premisa que con fuego mi jefe grabó en mi cabeza. Obedeciéndolo, esperé que Erika, esa muchacha de cabello castaño oscuro hasta los hombros y ojos color café, entrara a pedir su orden y tomara asiento para sumergirse en sus tareas.

Siempre a la misma hora, era puntillosa en sus modos: acomodaba un mechón de cabello detrás de su oreja, saludaba a la muchacha de la caja, pedía por la rosquilla glaseada con chocolate y su té con limón tamaño extragrande.

Luego, ocupaba una de las mesas cercanas a la ventana y abría su agenda. Escribía cosas, chequeaba su móvil no tan tecnológico y, cuando le alcanzaban su orden, desplegaba una de las servilletas de papel sobre su falda.

A cada trozo de dona cortado con sus dedos delgados, le seguían dos sorbos de té, cortos, que apenas limpiaban su paladar. Yo fingía hojear el periódico y beber de mi café fuerte a tres mesas de ella.

El primer día en el que me había sentado allí, me costó identificarla; en la fotografía que me había dado Edward, ella acababa de graduarse. Tenía el cabello por la mitad de su espalda, flequillo de lado y su rostro lucía más redondeado. Juvenil, su sonrisa era medida y sus ojos, apagados.

Lucía una camisa rosa, casi blanca, con un estampado pequeño que parecían puntos o florecillas muy pequeñas en color negro. Sobre ella, una chaqueta negra, de un botón, cuyas mangas estaban dobladas hasta la mitad de la parte inferior de sus brazos.

Pero lo que realmente me había atrapado era la longitud de sus piernas: enfundadas en unos vaqueros azules, ligeramente desgastados en sus muslos, se ceñían en sus caderas y se afinaban sobre sus tobillos. Tenía un trasero redondeado que provocaba que su chaqueta se curvara hacia afuera.

Regresando mi vista al periódico, no quise parecer un pervertido. Por casi treinta minutos había estado muy compenetrada en sus asuntos: había respondido dos llamadas muy breves y hecho una, de menos de dos minutos, en la cual había tomado notas en su pequeña agenda de cuero marrón chocolate.

Tras desayunar, saludó amistosamente a la camarera y caminó por tres calles hasta llegar a una tienda de fachada estrecha y poco atractiva llamada Sweet Wishpers, en la que se ofrecía un servicio de gastronomía para eventos, alquiler de vajilla y mantelería.

Para cuando pasó varios minutos dentro de la tienda, supuse que trabajaba en ella. Del otro lado de la calle, yo vigilaba. Tomé asiento en una mesa exterior de un modesto restaurante; este contaba un menú bastante estándar, pero económico que me permitió hacer rendir al máximo mis billetes.

Era el sitio ideal para observar pasando desapercibido: si la hija de Templeton salía, yo ponía el dinero bajo el plato y corría tras ella. Tras seis horas de trabajo, Erika salió de su tienda, se colgó el bolso sobre su hombro y se marchó entre risas.

Tanto ese lunes como el jueves, lo hizo en dirección a un apartamento cinco calles más arriba, donde presionó el timbre y pasó. En el quinto piso, letra A, atendía la licenciada en psicología Adele Mezzer, quien por cuarenta minutos la tendría ocupada.

Apostado en la vereda opuesta, mirando algunos escaparates, atendí su proceder. Al terminar, Erika hizo unas compras y se fue de regreso a su hogar para no volver a salir.

Al día siguiente, la rutina fue similar. A excepción de su cita psicológica; el tiempo lo dedicaría a ejercitarse en un club bastante sencillo ubicado sobre la avenida. Por una semana, yo había seguido a esa mujer retratando sus movimientos e incluso, escudriñado por qué estaría lejos de su padre. Por las noches, en el hotel, no podía quitarme de la cabeza la suavidad de sus modos y la simpa

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