Cuando todo acaba

Clare Mackintosh

Fragmento

Uno. Pip

UNO

PIP

Dylan tenía seis horas de vida cuando le vi una marca detrás de la oreja izquierda, tan grande como la huella dactilar de un dedo pulgar. Estaba acostada de lado, observándolo, rodeándolo con el brazo en actitud protectora. Detecté el temblor de sus labios perfectos al respirar y paseé la mirada por sus mejillas y alrededor de las orejitas acaracoladas, aún demasiado nuevas para haber adquirido su forma definitiva. Y entonces vi una huella dactilar del color del té con leche y sonreí porque, pese a ser completamente nueva, también me resultaba muy familiar.

—Tiene tu marca de nacimiento.

Se la enseñé a Max, que dijo: «Entonces es mío seguro», y el cansancio y la euforia nos hicieron reír tanto que la enfermera asomó la cabeza por un lado de las cortinas para preguntar a qué venía tanto alboroto. Y cuando Max tuvo que marcharse y atenuaron las luces, puse la yema de un dedo sobre la marca del color del té con leche que unía a las dos personas que quería más que a nada en el mundo y pensé que la vida no podía ser más perfecta.

Se oye un quedo lamento en alguna parte del pabellón, seguido del murmullo de una madre que sigue despierta tan tarde como yo. Oigo el chirrido de unos zapatos con suela de goma en el pasillo, y el burbujeo del dispensador de agua al soltar una dosis, antes de que los zapatos se alejen con el vaso de agua.

Con cuidado, pongo una mano en la frente de Dylan y se la acaricio hacia arriba. El pelo está volviendo a crecerle en rubios mechones, como cuando era bebé, y me pregunto si aún lo tendrá rizado. Si se le volverá castaño, como le ocurrió cuando cumplió dos años. Le paso un dedo por la nariz, con cuidado de no tocar la fina sonda que se le introduce por una fosa nasal y le llega al estómago.

El tubo endotraqueal es más recio que la sonda de alimentación. Está insertado entre los labios de Dylan y sujeto por dos anchas tiras de cinta adhesiva, una de lado a lado de la barbilla y la otra por encima de los labios. En Navidad llevamos al hospital los bigotes adhesivos que nos salieron en unas galletas y escogimos los más rizados y estrafalarios para Dylan. Y durante unos días, hasta que las cintas adhesivas se ensuciaron y hubo que cambiárselas, nuestro hijo de casi tres años de nuevo nos hizo sonreír a todos.

—¿Puedo tocarlo?

Miro hacia la parte de la habitación donde está el niño nuevo; donde su madre, preocupada e insegura, vacila junto a la cama de su hijo.

—Claro. —La jefa de enfermeras, Cheryl, la anima con una sonrisa—. Cójale la mano, dele un abrazo. Háblele.

En esta habitación siempre hay al menos dos enfermeros, y cambian constantemente, pero Cheryl es mi preferida. Transmite tanta calma que estoy convencida de que sus pacientes mejoran por el mero hecho de estar en su presencia. En la habitación hay tres niños: Darcy Bradford, de ocho meses, mi Dylan y el niño nuevo.

La ficha del pie de su cama lleva el nombre «Liam Slater» escrito con rotulador. Si los niños se encuentran suficientemente bien cuando ingresan en cuidados intensivos, les dejan elegir la pegatina de un animal. En la guardería de Dylan hacen lo mismo con las placas que identifican el colgador de cada niño. Yo elegí un gato para él. Dylan adora los gatos. Los acaricia con muchísima delicadeza y abre mucho los ojos, como si fuera la primera vez que toca algo tan suave. En una ocasión, un gran macho rubio lo arañó y su boquita dibujó un círculo perfecto del susto y la desilusión que se llevó, antes de que la cara se le descompusiera y rompiera a llorar. Me entristeció que a partir de entonces siempre desconfiase de algo que lo había hecho tan feliz.

—No sé qué decir —susurra la madre de Liam, respirando de forma entrecortada.

Su hijo es mayor que Dylan —ya debe de ir a la escuela—, con la nariz respingona, pecas y el pelo largo por arriba. En un lado tiene dos finas rayas afeitadas por encima de la oreja.

—Muy chulo ese corte de pelo —digo.

—Por lo visto, todos los demás padres les dejan llevar el pelo así. —Pone los ojos en blanco, pero su exasperación no resulta nada convincente.

Le sigo la corriente y respondo con una mueca fingida:

—Santo cielo, lo que me espera. —Sonrío—. Soy Pip, y este es Dylan.

—Nikki. Y Liam. —Le tiembla la voz al decir el nombre de su hijo—. Ojalá estuviera aquí Connor.

—¿Tu marido? ¿Vendrá mañana?

—Tiene que coger el tren. Ya sabes, los recogen los lunes por la mañana y los traen de vuelta los viernes. Pasan la semana en la obra.

—¿Albañil?

—Yesero. Una obra grande en el aeropuerto de Gatwick. —Mira a Liam, lívida.

Conozco la sensación: el miedo, cien veces peor debido al silencio del pabellón. En Oncología el ambiente es distinto. Hay niños por los pasillos, en la sala de juegos, juguetes aquí y allá. Los mayores estudian matemáticas con el equipo educativo, los fisioterapeutas ayudan a movilizar extremidades que se resisten a colaborar. Continúas estando preocupada, por supuesto —santo Dios, estás aterrorizada—, pero... es distinto, tan simple como eso. Hay más ruido, más alegría. Más esperanza.

«¿Ya estás de vuelta?», decían los enfermeros cuando nos veían. Me miraban con dulzura, para dar a entender una conversación paralela un poco más seria: «Siento que haya pasado esto. Lo estáis llevando estupendamente. Irá bien». Y dirigiéndose al crío, añadían: «¡Esto debe de gustarte, Dylan!».

Y lo curioso era que le encantaba. La expresión se le iluminaba al ver las caras conocidas y, si las piernas le respondían, echaba a correr por el pasillo hacia la sala de juegos y se ponía a buscar la gran caja de Lego Duplo. Y si alguien lo viera de lejos, concentrado en su torre, jamás sabría que tenía un tumor cerebral.

De cerca, lo sabría. De cerca, le vería una curva, como el gancho de un colgador, en el lado izquierdo de la cabeza, donde los cirujanos le abrieron el cráneo y le extrajeron un trozo de hueso para poder acceder al tumor. De cerca, le vería los ojos hundidos y la piel cérea por la escasez de glóbulos rojos. De cerca, si te cruzaras con nosotros en la calle, no podrías evitar hacer una mueca.

Nadie hacía muecas en la Unidad de Pediatría. Dylan era uno de los muchos niños que sobrellevaban las heridas de una guerra que aún no habían ganado. Quizá por eso le gustaba estar ahí: encajaba.

A mí también me gustaba. Me gustaba mi cama plegable, justo al lado de la de Dylan, donde dormía mejor que en casa, porque en el hospital lo único que tenía que hacer era pulsar un botón y alguien acudía corriendo. Alguien que no se dejaba llevar por el pánico si Dylan se arrancaba el catéter venoso central; alguien que me tranquilizaba asegurándome que las llagas de la boca se le curarían con el tiempo; que me sonreía con dulzura y me decía que era normal que le salieran moretones después de la quimioterapia.

Nadie se dejó l

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