El cliente

John Grisham

Fragmento

1

Mark tenía once años y hacía dos que fumaba; no tenía intención de dejarlo, pero procuraba no viciarse. Prefería Kools, lo que solía fumar su padre, pero su madre consumía un par de paquetes diarios de Virginia Slims y, a lo largo de la semana, llegaba a sustraerle de diez a doce cigarrillos. Era una mujer atareada, con muchos problemas, tal vez un poco ingenua en lo concerniente a sus hijos, y nunca se le había ocurrido que el mayor pudiera fumar a los once años.

De vez en cuando, Kevin, el delincuente del vecindario, vendía a Mark un paquete de Marlboro robado por un dólar. Pero la mayor parte del tiempo dependía de los cigarrillos birlados a su madre.

Aquella tarde llevaba cuatro en el bolsillo, mientras conducía a su hermano Ricky, de ocho años, por el sendero del bosque detrás del cámping. Ricky estaba nervioso, iba a fumar por primera vez. El día anterior había descubierto a Mark escondiendo los cigarrillos en una caja de zapatos bajo la cama y le había amenazado con revelar su secreto si su hermano mayor no le enseñaba a fumar. Avanzaban por el camino arbolado, en dirección a uno de los escondrijos de Mark, donde este había pasado muchas horas a solas intentando tragarse el humo y formando círculos.

Casi todos los demás chiquillos del barrio consumían cerveza y marihuana, vicios en los que Mark estaba decidido a no sucumbir. Su padre era un alcohólico que maltrataba a sus hijos y a su esposa, y su conducta violenta se manifestaba siempre después de haber tomado mucha cerveza. Mark había visto y sufrido los efectos del alcohol. También le daban miedo las drogas.

—¿Te has perdido? —preguntó Ricky, como es propio de un hermano menor, cuando abandonaron el sendero para avanzar entre hierbajos que les llegaban a la altura del pecho.

—¡Cállate! —respondió Mark sin aminorar la marcha.

El único tiempo que su padre pasaba en casa solía dedicarlo a beber, dormir y maltratarles. Ahora, gracias a Dios, les había abandonado. Hacía cinco años que Mark cuidaba de Ricky. Se sentía como un padre de once años. Le había enseñado a lanzar la pelota y a montar en bicicleta. Le había explicado lo que sabía sobre el sexo. Le había advertido de los peligros de las drogas y protegido de los matones. Le atormentaba la idea de introducirle en el vicio, pero, por suerte, no era más que un cigarrillo. Podría ser mucho peor.

Se acabaron los hierbajos y se encontraron bajo un gran árbol, con una cuerda colgada de una de sus gruesas ramas. Una hilera de matorrales conducía a un pequeño claro, más allá del cual un camino invadido por el bosque se perdía hacia lo alto de una colina. A lo lejos se oía el ruido de una carretera.

Mark se detuvo y señaló un tronco cerca de la cuerda. —Siéntate ahí —ordenó.

Ricky obedeció, mientras miraba angustiado a su alrededor como si pudiera estar observándoles la policía. Mark le miró como un sargento a un recluta y se sacó un cigarrillo del bolsillo. Lo cogió entre el índice y el pulgar, aparentando naturalidad.

—Ya conoces las reglas —declaró con una mirada condescendiente a Ricky.

Había solo dos reglas, de las que habían hablado una docena de veces durante el día, y Ricky se sentía frustrado de que le trataran como un niño.

—Sí —respondió, levantando la mirada al cielo—, si se lo cuento a alguien, me darás una paliza.

—Exacto.
—Y solo puedo fumar un cigarrillo diario —agregó Ricky, con los brazos cruzados.

—Exacto. Si descubro que fumas más, te habrás metido en un buen lío. Y si me entero de que bebes cerveza o pruebas alguna droga...

—Ya sé, ya sé. Volverás a darme una paliza.
—Eso.
—¿Cuántos fumas al día?
—Solo uno —mintió Mark.

Algunos días solo uno. Otros, tres o cuatro, según las existencias.

Se colocó el filtro entre los labios, como un gángster. —¿Moriré si fumo uno diario? —preguntó Ricky.
—No en un futuro próximo —respondió Mark, después de retirar el cigarrillo de su boca—. Uno diario no supone mucho peligro. Si fumas más, podrías tener problemas.

—¿Cuántos fuma mamá al día?
—Dos paquetes.
—¿Y eso cuántos cigarrillos son?
—Cuarenta.
—Jo. Entonces tiene un gran problema.
—Mamá tiene muchos problemas. No creo que le preocupen los cigarrillos.

—¿Cuántos fuma papá al día?
—Cuatro o cinco paquetes. Cien cigarrillos diarios. —Entonces no tardará en morir, ¿verdad? —Ricky sonrió ligeramente.

—Eso espero. Entre las borracheras y el tabaco, no creo que aguante muchos años. Es un fumador empedernido.

—¿Qué significa eso de fumador empedernido?
—Que enciende un cigarrillo tras otro. Ojalá fumara diez paquetes diarios.

—Sí, ojalá —repitió Ricky mientras miraba hacia el camino y el pequeño claro del bosque.

Se estaba fresco a la sombra del árbol, pero hacía calor donde daba el sol. Mark pellizcó el filtro entre el índice y el pulgar, y se lo pasó por delante de la boca.

—¿Estás asustado? —preguntó en tono de burla, como solo un hermano mayor puede hacerlo.

—No.
—Me parece que sí lo estás. Fíjate, cógelo así, ¿ves? —dijo, acercándoselo teatralmente a los labios y dando una chupada.

Ricky miraba con atención.

Mark lo encendió, soltó una pequeña bocanada de humo, lo levantó y expresó admiración.

—No intentes tragarte el humo. Todavía no estás preparado para eso. Solo aspira un poco y luego expulsa el humo. ¿Estás listo?

—¿Me marearé?
—Sí, si te tragas el humo —respondió, antes de dar un par de caladas como demostración—. ¿Lo ves? Es muy fácil. Más adelante te enseñaré a tragarte el humo.

—Vale —respondió Ricky, al tiempo que extendía nervioso su índice y su pulgar, y Mark le entregaba cuidadosamente el cigarrillo.

—Adelante.

Ricky se llevó el húmedo filtro a los labios con mano temblorosa. Dio una breve calada y expulsó el humo. Luego otra. El humo no iba más allá de sus dientes. Otra calada. Mark le observaba atentamente, con la esperanza de que se atragantara, tosiera, empalideciera, sintiera náuseas y no volviera a fumar jamás.

—Es fácil —exclamó Ricky lleno de orgullo, mientras admiraba el cigarrillo que sostenía con una mano todavía temblorosa.

—No tiene nada de particular. —Tiene un gusto un poco extraño.

—Sí, claro —respondió Mark, después de sentarse junto a él y sacarse otro cigarrillo del bolsillo.

Ricky daba pequeñas caladas rápidas. Mark encendió el suyo y ambos permanecieron en silencio bajo el árbol, saboreando tranquilamente sus cigarrillos.

—Es divertido —comentó Ricky mordisqueando el filtro. —Me alegro. Pero entonces ¿por qué te tiemblan las manos? —No me tiemblan.
—Claro.

Ricky no respondió. Apoyó los codos sobre las rodillas, dio una buena calada y luego escupió en el suelo, como había visto que lo hacían Kevin y los mayores detrás del cámping. Era pan comido.

Mark abrió la boca, redondeó los labios e intentó expulsar un círculo de humo. Creyó que así impresionaría realmente a su hermano menor, pero el círculo no llegó a formarse y el humo se dispersó en una nube gris.

—Creo que eres demasiado joven para fumar —dijo. Ricky no dejaba de chupar y escupir, orgulloso y satisfecho de aquel enorme paso hacia la madurez.

—¿Qué edad tenías tú cuando empezaste? —preguntó. —Nueve años. Pero era más maduro que tú.
—Eso es lo que siempre dices.
—Porque es verdad.

Permanecieron allí sentados, fumando en silencio a la sombra del árbol y con la mirada fi

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