La granja

John Grisham

Fragmento

1

La gente de las montañas y los mexicanos llegaron el mismo día. Era un miércoles de principios de septiembre de 1952. Los Cardinals iban cinco juegos por detrás de los Dodgers, con solo tres semanas por delante, de modo que la temporada parecía irremisiblemente perdida. Sin embargo, el algodón llegaba a la altura de la cintura de mi padre —lo cual significaba que a mí me sobrepasaba la cabeza—, y de vez en cuando se los podía oír, a él y a mi abuelo, a la hora de la cena, murmurando palabras que no se escuchaban a menudo. Podía ser una «buena cosecha».

Eran agricultores, hombres que solo se entregaban al pesimismo cuando hablaban del tiempo y las cosechas, de si hacía demasiado sol o llovía en exceso, del peligro de las inundaciones de las tierras bajas, de los precios, cada día más altos, de las semillas y los fertilizantes o de la inestabilidad de los mercados. En el más perfecto de los días, mi madre solía decirme en voz baja: «No te preocupes, los hombres encontrarán algo de que quejarse».

Pappy, mi abuelo, estaba preocupado por el precio de la mano de obra cuando fue a buscar a la gente de las montañas. Se les pagaba por cada cincuenta kilos de algodón recogidos. Según él, el año anterior, la tarifa había sido de dólar y medio por cada cincuenta kilos; pero había oído rumores de que un plantador de Lake City estaba ofreciendo un dólar sesenta.

Aquello le rondaba la cabeza mientras íbamos con el camión al pueblo. Nunca hablaba mientras conducía y, según mi madre, quien tampoco era una gran conductora, se debía a que le daban miedo los vehículos motorizados. Su camión era un Ford de 1939 que, aparte del viejo tractor John Deere, constituía nuestro único medio de transporte. Eso no representaba ningún problema salvo los domingos, cuando íbamos a la iglesia, y mi madre y mi abuelo se veían obligados a apretujarse en la cabina, vestidos con su mejor ropa, mientras mi padre y yo viajábamos en la caja, envueltos en una nube de polvo. Los sedanes modernos eran muy escasos en nuestra Arkansas rural.

Pappy conducía a cincuenta y cinco kilómetros por hora. Según su teoría, todos los vehículos tenían una velocidad óptima a la que circulaban con la máxima eficiencia, y, mediante un indescifrable método de su invención, había llegado a la conclusión de que su viejo camión debía circular a dicha velocidad. Mi madre decía —me decía— que eso era una tontería y también que, en una ocasión, mi padre había discutido con el abuelo sobre si debían ir más deprisa. Pero mi padre no se sentaba al volante a menudo, y las raras veces que lo hacía en su compañía no pasaba de cincuenta y cinco por respeto hacia Pappy. Mi madre comentaba que sospechaba que mi padre iba mucho más deprisa cuando estaba solo.

Giramos en la carretera 135 y, como de costumbre, observé a Pappy cambiando cuidadosamente de marcha, presionando el embrague y manejando con delicadeza la palanca situada en la columna de dirección, hasta que el camión alcanzó la velocidad óptima. Luego me incliné para ver el velocímetro: cincuenta y cinco por hora. Él se volvió y me sonrió, como si los dos estuviéramos de acuerdo en que aquella era la velocidad que correspondía a nuestro camión.

La carretera 135 corría llana y en línea recta a través de los campos de cultivo del delta del Arkansas. A ambos lados de la carretera, y hasta donde mi vista alcazaba a distinguir, los campos estaban blancos de algodón. Era tiempo de cosecha, una época maravillosa para mí porque el colegio se cerraba durante dos meses. Sin embargo, para mi abuelo, era tiempo de constantes preocupaciones.

A la derecha, en la finca de los Jordan, vimos un grupo de mexicanos que trabajaban en un campo cercano a la carretera. Se los veía a casi todos inclinados por la cintura, con los sacos para el algodón a la espalda, mientras sus manos se movían con destreza por entre los tallos, arrancando los capullos. Pappy gruñó. Los Jordan no le caían bien porque eran metodistas y también seguidores de los Cubs. El hecho de que ya tuvieran trabajadores en sus campos era otra razón más.

Nuestra granja se hallaba a menos de doce kilómetros del pueblo; pero, a cincuenta y cinco kilómetros por hora, el viaje duraba veinte minutos; siempre veinte minutos, aunque casi no hubiera tráfico. A Pappy no le gustaba adelantar a los vehículos que iban en la misma dirección, aunque lo normal era que el más lento fuera él. Cerca de Black Oak alcanzamos un remolque cargado hasta arriba de blancos capullos de algodón recién recolectado. Una lona cubría parte de la carga, y los gemelos Montgomery, que tenían mi misma edad, saltaban alegremente encima de aquel algodón. Cuando nos vieron, se detuvieron y nos saludaron con la mano. Yo les devolví el saludo, pero mi abuelo no: si conducía nunca saludaba ni miraba a nadie. Según mi madre, eso se debía a que le daba miedo apartar las manos del volante; ella contaba que la gente hablaba a espaldas de mi abuelo diciendo que era grosero y arrogante. Personalmente no creo que él nunca diera importancia a lo que dijeran los chismosos.

Seguimos al remolque de los Montgomery hasta que giró en la desmotadora de algodón de la que tiraba un viejo tractor Massey Harris conducido por Frank, el mayor de los hijos de la familia, que había dejado el colegio en quinto grado y estaba considerado por todos los que acudían a la iglesia un claro candidato a buscarse problemas.

La carretera 135 se convertía en Main Street durante el breve trecho que tardaba en atravesar Black Oak. Pasamos frente a la iglesia baptista y fue una de las pocas veces que no nos detuvimos para asistir a algún tipo de servicio. Todas las tiendas, los comercios, los bancos, incluso la escuela y las iglesias daban a Main Street, y los sábados el tráfico circulaba a paso de tortuga cuando los agricultores de la zona acudían a realizar sus compras semanales. Sin embargo, ese día era miércoles, y aparcamos sin ninguna dificultad frente a la tienda de comestibles de Pearl y Pop Watson, en plena Main Street.

Aguardé en la acera hasta que mi abuelo me hizo un gesto de asentimiento en dirección a la tienda. Esa era la señal que yo esperaba para entrar y comprar a cuenta un Tootsie Roll. Solo costaba un penique, pero no podía asegurar que el abuelo me diera uno cada vez que íbamos al pueblo. A veces no asentía, pero en esos casos yo entraba igualmente y me quedaba junto a la caja, donde estaban los Tootsie Roll, el tiempo suficiente para que Pearl me diera uno de tapadillo y siempre con la orden estricta de que no se lo contara a mi abuelo. Ella le tenía miedo. Puede que Eli Chandler fuera pobre, pero era una persona muy orgullosa que antes habría preferido morir de hambre que aceptar comida sin pagarla, lo cual, en su lista particular, incluía también los Tootsie Roll. En cualquier caso, si se hubiera enterado de que yo había aceptado un caramelo sin pagarlo me habría pegado con un palo, de modo que a Pearl no le costaba ningún trabajo que le guardara el secreto.

Sin embargo, ese día tuve permiso. Como de costumbre, Pearl estaba quitando el polvo al mostrador cuando entré y le di un rígido abrazo. Luego cogí un Tootsie Roll del tarro que había junto a la caja y firmé la cuenta dándomelas de importante. Pearl examinó mi caligrafía.

—Estás mejorando, Luke —me dijo.
—No está mal para un chaval de siete años como yo —contesté. Gracias a mi madre, llevaba dos años practicando escribir mi nombre en letra ligada—. ¿Dónde está Pop? —pregunté.

Eran los dos únicos adultos a los que conocía que insistían en que los llamara por su nombre de pila, pero sol

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