Serpiente (Archivos NUMA 1)

Clive Cussler
Paul Kemprecos

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

25 de julio de 1956

Sur de la isla de Nantucket

El barco asomó de repente, como surgido de las profundidades marinas, deslizándose cual fantasma sobre el lecho de luz plateada proyectada por la luna llena. Las portillas de los costados brillaban con sus luces mientras la proa, afilada y altiva, sesgaba como un estilete las calmadas aguas en dirección este.

Arriba, en la oscuridad del puente de mando del transatlántico sueco-americano Stockholm, a siete horas y 130 millas al este de Nueva York, Gunnar Nillson, segundo oficial de a bordo, escudriñaba el océano. Las grandes ventanas rectangulares de la cabina de mando le ofrecían una vista hasta el horizonte. El mar estaba sereno. La temperatura era de 21 grados, un cambio agradable con respecto al aire húmedo y denso que había pesado sobre el Stockholm esa mañana, cuando se alejaba del amarradero de la calle Cincuenta y siete en dirección al río Hudson. Restos del cielo encapotado pasaban, como jirones de algodón, frente a la luna.

Nillson desvió la mirada hacia babor, donde la delgada línea del horizonte se perdía en una oscuridad brumosa que velaba las estrellas y fundía el cielo con el mar.

Por un instante le sobrecogió la imagen del vasto vacío todavía por cruzar. Era una sensación frecuente entre los marinos, y le habría durado más de no ser por aquel hormigueo en las plantas de los pies. La potencia producida por los dos motores de 14.600 caballos parecía atravesar la sala de máquinas y penetrarle el cuerpo, que movía levemente para adaptarse al balanceo. El pavor y la admiración dieron paso a la sensación de omnipotencia que le producía el hecho de hallarse al mando de un transatlántico que cruzaba el océano a toda máquina.

Con 160 metros de eslora y 21 metros de bao, el Stockholm era un transatlántico pequeño. Con todo, se trataba de un barco especial, elegante como un yate, de líneas modernas que se deslizaban por el castillo de proa hasta morir en una popa tan redonda como una copa de vino. Con excepción de la chimenea amarilla, el casco era enteramente blanco. A Nillson le encantaba estar al mando. Un simple chasquido de sus dedos y los tres tripulantes de guardia se cuadrarían prestos a recibir órdenes. Un ligero golpe de palanca y los timbres empezarían a sonar poniendo en situación de alerta a toda la tripulación.

Sonrió, consciente de su soberbia. Sus cuatro horas de guardia se componían, básicamente, de tareas rutinarias destinadas a mantener el barco en una línea imaginaria que había de llevarles hasta un punto imaginario próximo al buque faro que delimitaba los traidores bajíos de Nantucket. Allí, el Stockholm giraría hacia el noreste y, tras dejar atrás la isla Sable, cruzaría el Atlántico con sus 534 pasajeros hasta el norte de Escocia y, finalmente, el puerto de Copenhague.

Aunque tenía veintiocho años y sólo llevaba tres meses en el Stockholm, Nillson había tratado con barcos desde que aprendió a caminar. De adolescente había trabajado en las embarcaciones de arenque del mar Báltico y, más tarde, en una gran compañía naviera como aprendiz de marinero. Luego vino la Universidad Náutica Sueca y una temporada en la armada de ese mismo país. El Stockholm era un paso más en la consecución de su sueño: ser capitán de su propio barco.

Nillson constituía una excepción con respecto al escandinavo rubio y alto. Tenía más de veneciano que de vikingo. Había heredado de su madre los genes italianos, el cabello castaño, la piel aceitunada, la complexión pequeña y el carácter alegre. Los suecos morenos constituían una rareza. Nillson se preguntaba a veces si el calor mediterráneo que rezumaban sus enormes ojos marrones tenía algo que ver con la frialdad de su capitán, aunque dicha frialdad se debía más, probablemente, a que el hombre era una mezcla de introversión y disciplina escandinavas. Con todo, Nillson trabajaba más de lo que debía. No quería dar a su capitán ni un solo motivo de queja. Hasta en una noche tranquila como ésta, con un mar sereno y despejado y un tiempo ideal, Nillson se paseaba de un lado a otro del puente de mando como si el barco se hallara en medio de un huracán.

El puente del Stockholm estaba dividido en dos espacios: una cabina de mando de seis metros de ancho delante y una caseta de derrota detrás. Las puertas que daban a ambas alas del puente estaban abiertas para que corriese la brisa del sudoeste. Cada ala tenía una estación de radar y un telégrafo. En el centro de la cabina, sobre una plataforma de madera de varios centímetros de altura, se hallaba el timonel con las manos sobre el timón y la mirada puesta en el girocompás que tenía a su izquierda. Justo delante del timón, debajo de la ventana, estaba la caja de rumbo. En ella había tres cubos de madera con números impresos destinados a que el timonel mantuviese el rumbo.

Los cubos marcaban 090.

Nillson había subido al puente unos minutos antes de que comenzara su turno de las ocho y media para consultar el parte meteorológico. Se esperaba bruma cerca del buque faro de Nantucket. Lo de siempre. Las aguas cálidas de los bajíos de la isla eran auténticas fábricas de niebla. El oficial al que sustituía le dijo que el Stockholm se hallaba al norte del rumbo fijado por el capitán, pero ignoraba cuánto. Los radiofaros estaban demasiado lejos para determinar la posición.

Nillson sonrió. También lo de siempre. El capitán navegaba siempre veinte millas por encima de la ruta recomendada por los acuerdos internacionales. La ruta no era obligatoria, y el capitán prefería la trayectoria del norte porque ahorraba tiempo y combustible.

Los capitanes escandinavos no hacían guardias en el puente de mando y normalmente dejaban el barco a cargo de un solo oficial. Nillson procedió a realizar las tareas de rutina. Recorrer el puente. Comprobar el radar derecho. Asegurarse de que los motores iban a toda máquina. Escudriñar el mar desde un ala. Asegurarse de que las luces blancas del tope estaban encendidas. Regresar a la cabina. Examinar el girocompás. Despabilar al timonel. Recorrer nuevamente el puente.

El capitán apareció pasadas las nueve, después de cenar en su camarote situado debajo del puente de mando. Hombre taciturno de casi sesenta años, aparentaba más edad con sus marcadas facciones desgastadas por el inexorable mar. De porte todavía erguido, llevaba impecable el uniforme. Sus ojos azules brillaban bajo su rostro rubicundo. Se paseó por el puente durante diez minutos contemplando el océano y olfateando el aire como un sabueso. Luego entró en la cabina de mando y examinó la carta de navegación como si tuviera un presagio.

Al cabo de un rato, dijo:

—Cambie el rumbo a 87 grados.

Nillson giró los cubos de la caja hasta que marcaron 087. El capitán aguardó a que el timonel ajustara el timón y volvió a su camarote.

Nillson regresó a la caseta de derrota. Borró

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