Medusa (Archivos NUMA 8)

Clive Cussler
Paul Kemprecos

Fragmento

1

Murmansk, Rusia, la actualidad

Como comandante de una de las máquinas de guerra más temibles que se hubiesen diseñado, Andrei Vasilevich había tenido una vez en sus manos el poder para borrar ciudades enteras y matar a millones de personas. Si alguna vez hubiese estallado la guerra entre la Unión Soviética y Estados Unidos, el submarino de clase Tifón bajo su mando habría lanzado veinte misiles balísticos intercontinentales contra Estados Unidos y doscientas cabezas nucleares habrían llovido sobre el suelo norteamericano.

En los años transcurridos desde su retiro, Vasilevich a menudo había dado gracias por no haber recibido nunca la orden de descargar una salva de muerte y destrucción nuclear. Como capitán de segundo rango, habría cumplido las órdenes de su gobierno sin vacilar. Una orden era una orden, no importaba lo terrible que fuese. El comandante de un submarino nuclear era un instrumento del Estado y las emociones debían serle ajenas. Pero mientras el viejo guerrero de la Guerra Fría decía adiós a su antiguo destino, el submarino conocido como Oso, no pudo contener las lágrimas de pesar que corrieron por sus rubicundas mejillas.

Estaba en el muelle que daba al puerto de Murmansk y su mirada siguió al submarino que navegaba hacia la bocana. Levantó bien alto la petaca de plata en un brindis antes de beber un trago de vodka, y sus pensamientos volvieron a los años en los que había surcado el Atlántico Norte en aquel navío gigante.

Con una eslora de ciento noventa metros y veinticinco metros de manga, los Tifón eran los submarinos más grandes construidos en toda la historia naval. La larga cubierta de proa se extendía desde la enorme torre de catorce metros de altura, o vela, para dejar lugar a los grandes tubos de lanzamiento dispuestos en dos hileras. Esa apariencia exterior daba a los Tifón un perfil característico.

El exclusivo diseño del casco iba más allá del exterior metálico. En lugar de un solo casco presurizado, como en la mayoría de los submarinos, los Tifón tenía dos paralelos. Esta disposición le daba una capacidad de carga de quince mil toneladas y espacio entre los dos cascos en la banda de estribor para un pequeño gimnasio y una sauna. Había dos cámaras de escape a cada lado de la torre. La sala de control y el centro de combate ocupaban compartimientos debajo de la vela.

El Oso era uno de los seis Tifón 941 botados en los años ochenta y destinados a la flota norte como parte de la primera flotilla de submarinos nucleares con base en Nerpichya. Brezhnev llamó al nuevo modelo «Tifón» en un discurso, y el apodo cuajó. Entraron en servicio como sumergibles de la clase Akula, que significa «tiburón». La marina norteamericana y la OTAN, en cambio, adoptaron para ellos el nombre de Tifón.

A pesar de su inmenso tamaño, el Tifón navegaba a más de veinticinco nudos sumergido y dieciséis en superficie. Podía virar sobre sí mismo, descender a las profundidades oceánicas hasta los cuatrocientos metros y permanecer sumergido ciento veinte días, y estas maniobras las realizaba con uno de los sistemas propulsores más silenciosos que se hubiesen diseñado. El submarino llevaba una tripulación de ciento sesenta hombres. En cada casco había un reactor nuclear que generaba el vapor para la turbina de cincuenta mil caballos de fuerza que se necesitaban para mover las dos enormes hélices de siete palas. Dos cámaras flotantes le permitían mantenerse estabilizado sin avanzar y maniobrar.

Los submarinos Tifón acabaron de servir a sus propósitos militares y políticos y fueron retirados del servicio a finales de los noventa. Alguien había sugerido que se los podía reconvertir para transportar mercancías por debajo del hielo ártico si quitaban los tubos de los misiles y se utilizaba el espacio como bodega. Muy pronto corrió la voz de que los Tifón estaban a la venta para el mejor postor.

El capitán habría preferido verlos convertidos en chatarra en lugar de naves de carga submarinas. ¡Qué innoble final para una magnífica arma de guerra! En su época, el terrible Tifón había sido tema de libros y películas. Ya ni recordaba las veces que había visto La caza del Octubre Rojo.

Vasilevich había sido contratado por la Oficina Central de Diseño de Ingeniería Marina para supervisar la reconversión. Los misiles nucleares habían sido retirados hacía tiempo como parte del tratado conjunto con Estados Unidos, que había aceptado eliminar sus propios misiles.

El capitán había supervisado la retirada de los silos para crear una inmensa bodega. Se hicieron las modificaciones que facilitarían las operaciones de carga y descarga. Una tripulación que era la mitad de la original se encargaría de entregar el submarino a sus nuevos propietarios.

Vasilevich bebió otro trago de vodka y se guardó la petaca en el bolsillo. Antes de abandonar el muelle no pudo resistirse a la tentación de volverse para echar una última mirada. El submarino había salido del puerto y navegaba en mar abierto con rumbo a un destino desconocido. El capitán se arrebujó en el abrigo para protegerse de la brisa húmeda que llegaba del mar y volvió a su coche.

La experiencia le había enseñado a no aceptar las cosas por lo que parecían a primera vista. El submarino lo había comprado una compañía naviera multinacional con sede en Hong Kong, pero los detalles eran vagos, y la venta se había estructurado como un juego de matrioskas.

El capitán tenía sus propias teorías sobre el futuro de su antigua nave. Con un gran radio de acción y la enorme capacidad de carga sería perfecto para toda clase de contrabando. Vasilevich se guardó sus pensamientos. En la Rusia actual, aquellos que sabían demasiado corrían peligro. Lo que hiciesen los nuevos propietarios después de tomar posesión de aquella reliquia de la Guerra Fría no era asunto suyo. Ese acuerdo llenaba toda clase de avisos de advertencia, pero el capitán tenía claro que era acertado no hacer preguntas, e incluso más conveniente no saber.

2

Provincia de Anhui, República Popular China

El helicóptero apareció de pronto y sobrevoló la aldea como una libélula ruidosa. La doctora Song Lee apartó la mirada del vendaje que estaba haciendo en el brazo de un chiquillo que se había hecho un tajo, y observó cómo el helicóptero se detenía unos momentos en el aire y luego comenzaba el descenso vertical en un campo en las afueras del pueblo.

La doctora dio una palmada al chico en la cabeza y aceptó la media docena de huevos frescos que le entregaron los agradecidos padres en pago por sus servicios. Había desinfectado el corte con alcohol y agua caliente, y luego le había aplicado un ungüento de hierbas. No se habían presentado complicaciones y la herida cicatrizaba muy bien. Con pocos medios en medicamentos y equipo, la joven doctora sacaba el máximo provecho de lo que tenía a su alcance.

La doctora Lee llevó los huevos a la choza y después se sumó a la ruidosa multitud que corría hacia el campo. Los entusiasmados pobladores, muchos de los cuales nunca habían visto una aeronave de cerca, rodearon el helicóptero. Lee vio las insignias del gobierno en el fuselaje y se preguntó quién del Ministerio de Sanidad acudía a la remota aldea.

Se abrió la puerta del pasajero y un hombre bajo y grueso vestido con traje y corbata descendió del aparato. Echó una mirada a la bulliciosa multitud y una expresión de terror apareció por un momento en su ancho rostro. Se habría refugiado en el helicóptero de no haber sido porque Lee se abrió paso entre la muchedumbre para saludarlo.

—Buenas tardes, doctor Huang —gritó lo bastante fuerte para hacerse oír por encima de las voces—. Es tod

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