Rebeca

Daphne du Maurier

Fragmento

I

Anoche soñé que había vuelto a Manderley. Me encontraba ante la verja del parque, pero durante algunos momentos no pude entrar. La puerta estaba cerrada con candado y cadena. Llamé en sueños al guarda, pero nadie me contestó, y cuando miré detenidamente a través de los barrotes mohosos de la verja, vi que la caseta estaba abandonada.

No humeaba la chimenea y las ventanucas y sus celosías bostezaban en su abandono. Entonces, como todos los que sueñan, me sentí de repente dotada de una fuerza sobrenatural, y atravesé como un espíritu la barrera que me detenía. Serpenteaba el camino ante mí, retorcido y tortuoso como siempre, pero según avanzaba noté que había cambiado; ahora era estrecho y estaba descuidado, no como yo lo había conocido. Al principio me extrañó y no comprendí lo que había pasado; pero cuando tuve que bajar la cabeza, para no tropezar con una rama que cruzaba el camino, me di cuenta de lo ocurrido. La naturaleza había reconquistado lo que fue suyo y, poquito a poco, con sus métodos arteros e insidiosos, había ido invadiendo el camino, extendiendo por él sus dedos largos y tenaces. El bosque, siempre amenazador, incluso en tiempos pasados, había triunfado al fin. Oscuro y salvaje, llegaba hasta los bordes del camino. Las hayas, de tronco blanco y desnudo, se inclinaban las unas hacia las otras y entrelazaban sus ramas en un extraño abrazo, formando sobre mi cabeza una bóveda como la nave de una iglesia. Vi otros árboles mezclados con las hayas, que no reconocí: robles achaparrados y olmos retorcidos que habían nacido de la tierra silenciosa, junto a las plantas y arbustos disformes de los que tampoco me acordaba.

El camino había quedado reducido a un estrecho sendero, ya sin grava, ahogado de hierbas y musgo. Abundaban en los árboles las ramas bajas que estorbaban el paso; las raíces retorcidas parecían garras esqueléticas. Dispersos, entre la maleza, pude reconocer algunos arbustos, que en nuestros tiempos habían sido macizos graciosos y cuidados, como aquel de hortensias de tallos elegantes, cuyas flores azuladas llegaron a adquirir cierto renombre. Nadie las cultivaba ahora y se habían vuelto silvestres, creciendo desmesuradas, incapaces ya de florecer, negruzcas, feas, como los parásitos anónimos que crecían junto a ellas.

Aquel pobre hilillo blanco que un día fue nuestro camino avanzaba más y más, torciendo ora a la derecha, ora a la izquierda. Algunas veces lo creí ahogado para siempre, pero aparecía de nuevo, acaso bajo un árbol caído o luchando con el barro de una ciénaga nacida de las lluvias invernales. El camino me pareció más largo que antes. Evidentemente, las millas se habían multiplicado, como lo hicieran los árboles, y este camino únicamente conducía a un laberinto, a una espesura impenetrable, y no a la casa. Pero, de repente, apareció esta ante mí. La avenida que conducía hasta la puerta estaba casi borrada por el desmesurado crecimiento de matojos exuberantes que se extendían por todas partes. Me detuve, con el corazón latiéndome en el pecho, mientras sentía en los ojos la extraña punzada de las lágrimas.

¡Allí estaba Manderley! ¡Nuestro Manderley!, reservado y silencioso, como siempre. Sus piedras grises brillaban en la luz de la luna de mi sueño, y las vidrieras reflejaban los verdes macizos de césped y la terraza. El tiempo no había logrado destruir la perfecta simetría de aquellos muros, ni el lugar sobre el que se alzaban como una joya en el hueco de la mano.

La terraza se fundía en los macizos, y los macizos en el mar; volviendo la cabeza, pude ver la sábana de plata, tranquila a la luz de la luna, como lago al que no inquieta la brisa o el aquilón. Ni una ola rizaba aquellas aguas de ensueño, ninguna nube impelida por el poniente oscurecía la claridad del pálido firmamento. Volví a mirar la casa, y aunque se alzaba inviolada e intacta, como si la acabáramos de abandonar, vi que el jardín había obedecido la ley de la selva, igual que el bosque. Los rododendros medían más de cincuenta pies, y se retorcían abrazados en extraño maridaje a una multitud de arbustos anónimos, pobres advenedizos, que se agarraban a sus raíces, como si se dieran cuenta de su origen bastardo. Se veía un lilo enlazado con una haya roja, y, como si quisiera hacer la unión más fuerte, la hiedra malévola, sempiterna enemiga de lo grácil, había extendido sus zarcillos en derredor de la pareja, que así resultaba prisionera. La hiedra reinaba en el jardín abandonado; sus largas ramas se arrastraban sobre el césped, y pronto llegarían hasta la misma casa. Otra planta, brote espurio del bosque, cuyas semillas tiempo atrás habían quedado dispersas y olvidadas bajo los árboles, ahora marchaba junto a la hiedra, e imponía su fealdad de ruibarbo monstruoso sobre los suaves bancales de césped donde antes florecían los narcisos.

Crecían por todas partes las ortigas, vanguardia del ejército invasor. Ahogaban la terraza, se desperezaban en los senderos, se inclinaban, vulgares y delgaduchas, contra las ventanas de la casa. Centinelas descuidadas, habían dejado que rompieran sus filas los arbustos de ruibarbo; sus cabezas arrugadas, sus tallos encogidos formaban veredas frecuentadas por los conejos. Pasé del camino a la terraza, pues las ortigas no eran barrera para mí, una soñadora. Caminaba encantada, y nada podía detenerme.

La luna sabe jugar con la imaginación, hasta con la imaginación de una persona que duerme. Estaba frente a la casa, callada, silenciosa, y habría podido jurar que Manderley no era un caparazón vacío sino que vivía y respiraba como en otros tiempos.

Veía luz en las ventanas; la brisa de la noche movía suavemente las cortinas; y allí, en la biblioteca, estaba la puerta mal cerrada, como la habíamos dejado, y junto a un jarrón de rosas, mi pañuelo olvidado.

El cuarto mismo era testigo de nuestra presencia allí: un montón de libros preparados para ser devueltos a la biblioteca y un número desechado de The Times; ceniceros con alguna colilla; almohadones, que aún conservaban las huellas de nuestras cabezas, tirados sobre las sillas. En el hogar, los rescoldos de fuego, que durarían hasta la madrugada, y Jasper, nuestro querido Jasper, con sus ojos expresivos y sus dientes poderosos, estaría tumbado en el suelo, tabaleando con el rabo sobre el piso al oír las pisadas del amo.

Una nube, antes no vista, cubrió de repente la luna y se detuvo un instante, como mano sombría que escondiera una cara. Desapareció la ilusión con ella y las luces de las ventanas se apagaron. Volví a ver solamente un cascarón desolado, inanimado, abandonado hasta de los fantasmas, sin que ni un eco del pasado se agarrase a sus paredes desnudas.

La casa era una tumba, y allí estaban nuestras angustias y sufrimientos enterrados en las ruinas. No resucitarían. Cuando ya despierta recordase a Manderley, lo haría sin amargura. Pensaría en lo que hubiera podido ser, en que yo hubiera podido vivir allí sin sufrimientos. Me acordaría de la rosaleda en verano y del gorjeo de los pajarillos al amanecer. De la hora del té bajo el castaño, del rumor del mar que nos llegaba a través de los prados.

Pensaría en las lilas en flor y el Valle Feliz. Esas cosas eran permanentes y no podían desaparecer. Eran recuerdos que no podían causarnos dolor. Todo esto lo pensaba aún soñando, mientras las nubes ocultaban la cara de la luna, pues, como muchos, al dormir, sabía que estaba soñando. La verdad era que me encontraba durmiendo a muchos cientos de millas, en tierra extranjera, y que despertaría, pasados unos segundos, en el desnudo cuartito de un hotel, cuya vulgaridad anónima me serviría de consuelo. Suspiraría un segundo, me desperezaría, daría la vuelta, y al abrir los ojos me sorpre

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos