En mi soledad estoy

Susana Pérez-Alonso

Fragmento

Camila, mi abuela, danzaba al perfumarse. Una criada vestida de negro y blanco ponía la música. El instrumento era un perfumador de cristal y plata. Vidrieros de Lyon habían sido sus creadores. Formaba parte de un juego de tocador y lámparas que Camila había traído consigo desde su patria, al casarse. El perfumador tenía un cordón rojo que terminaba en una pera ovalada. En manos de la criada bailaban los flecos de la pera casi al mismo ritmo que Camila. Se colocaba frente a ella, la mujer apretaba la pera y dejaba salir las notas. Camila daba pasos adelante y atrás. Volvía la mujer del delantal blanco a estrujar la pera con flecos y Camila se sumergía en nuevos pasos de baile y en gotas de perfume. Daba vueltas sobre los pies, volvía a impulsarse hacia el perfumador, retrocedía y se quedaba firme en espera de una nueva melodía.

Yo miraba aquello con ojos muy abiertos. Lo veía sentada en el propiciatorio que Camila tenía frente a una imagen del Cristo de Medinaceli. Daba la vuelta al reclinatorio, lo ponía en dirección al balcón y, a contraluz, miraba a Camila danzar frente a la mujer de negro y blanco. La veía convertida en hada danzarina. Contemplaba las gotas caminando por el aire: Al final caían sobre el cuerpo de Camila que las recibía zambulléndose en ellas. En ocasiones con los brazos levantados al aire, otras esperando quieta a que la colonia llegase a su cuerpo.

Camila decía que habría sido una buena nariz. Como su padre, como su abuelo. Yo no los conocí nunca y solamente recuerdo haber oído hablar de ellos a mi abuela, a Camila.

En casa susurraban en voz baja que estaba loca, que Camila estaba loca. En casa todo lo diferente, lo excéntrico, era calificado de insano. Camila estaba fuera del mundo. Tenía otro. Para Camila, los excéntricos eran el resto de la familia. Yo era excéntrica para el clan, para Camila no lo era. Vivíamos en su mundo y el centro éramos nosotras. Ellos estaban fuera de nuestro centro. Ellos eran los excéntricos, los insanos.

Gracias a esa forma de pensar logré sobrevivir cuando quedé sola en mi mundo.

Viví con Camila desde niña. Mi madre viajaba siempre. Por trabajo. Mi madre trabajaba sin parar y padre no recuerdo haber tenido. Sólo tuve a Camila, a mi madre ni la siento. Camila decía que sentir era importante. Lo único que importaba. Camila vivía para sentir y a mí me enseñó eso. Si no siento no puedo querer y deduzco que a mi madre no la quiero: No la siento.

Camila era rica, por eso podía ser excéntrica. A mí me hizo ser rica, por eso lo soy. Rica y excéntrica.

Cuando terminaba de perfumarse, Camila me miraba y volvía a dar otra vuelta sobre los pies. Yo asentía con la cabeza y ella se dejaba caer en un sillón tapizado con cretona floreada. Yo ocupaba su lugar y la criada vestida de blanco sobre negro volvía a tocar. Lo hacía con desgana si pensaba que Camila no la miraba. Yo dejaba avanzar un pie y mantenía el otro quieto. Así una vez y otra vez.

En ocasiones, Camila decía:

—¡Mambo!

Eso significaba que no llevaba un ritmo adecuado. Volvía a comenzar. Aprendí a dejar mi cuerpo al alcance de las gotas de perfume. A cerrar los ojos para notar sensaciones. Aprendí a dejar que los párpados se abriesen de golpe. Dejaba entrar las gotas en las pupilas y ni una lágrima se derramaba. Aprendí a que los ojos se abriesen a contraluz y se volviesen brillantes de pronto. Extendía los brazos como Camila lo hacía. Desde entonces veneré el contacto del perfume en la piel.

Camila me enseñaba a sentir y a querer.

Al terminar de bailar y perfumarnos salíamos al campo. Camila tenía mucho campo. Muchas tierras. Muchas casas pegadas a la tierra. Hacía años que algunos tendejones estaban abandonados; la familia no quería repararlos y Camila y yo teníamos suficiente con dos. Uno estaba lleno de calderas. Calderas bajo las que siempre humeaban fuegos lentos. Calderas llenas de agua, flores y hierbas. Siempre flotaba algún aceite esencial. Camila, con mi mano entre la suya, miraba y olía. Volvíamos a pasear por campos sembrados o floridos y regresábamos a la casa. Nos esperaban visitas, cada mañana las había. Con ellos, siempre eran hombres, Camila hablaba de cosas que yo no entendía, pero escuchaba atentamente. Quedaron fijadas en mi memoria palabras que entonces no tenían sentido para mí: Almizcle, ámbar...

Empleaban otras que sí conocía: Muguete, musgo de roble, lavanda, cardamomo. Vivía rodeada de ellas: Lo que sentía lo entendía. Lo que veía solía entenderlo y los campos de Camila estaban llenos de rosas, benjuí, geranios y claveles.

Yo iba a la escuela del pueblo y era feliz. Mi madre llegó un día y le dijo a Camila que aquello no era apropiado. Camila no gritó, nunca lo hacía. Susurró algo a mi madre y no discutieron más. Mi madre se fue con la cabeza baja y tardó meses en regresar. Nunca volvió a querer llevarme lejos de Camila.

Cuando la familia venía, comíamos en el comedor grande. Era el más feo. Camila encendía todas las velas y la obligaba a cenar con su luz. Ellos no lo soportaban y Camila y yo nos reíamos en silencio. Las velas eran tantas que se veía perfectamente, pero a ellos no les gustaba.

Era excéntrico.

Las figuras de la familia proyectadas en la pared eran como un teatro de sombras chinescas. Camila decía que aquélla era la mejor forma de mirarlos, que así eran ellos: Más sombra que luz. Su aura es cinérea, decía mi abuela.

Cuando se iban, volvíamos a utilizar la luz eléctrica y las velas. Camila pensaba que había que combinar todo. Siempre. Decía que la mezcla era el secreto de una buena vida y de un buen perfume o una comida.

Fui a la universidad y Camila decidió que no vendría conmigo. Yo iba cada fin de semana a casa. Cuando comencé a trabajar en la empresa familiar, Camila me acompañó. Dijo que no debía dejarme sola. Cada mañana que estábamos juntas, repetíamos la misma danza ante el perfumador. En la ciudad no había doncella.

Ella, Camila, sostenía el pulverizador y yo danzaba.

Yo lanzaba las gotas al aire y ella danzaba entre ellas.

La primera vez que estuve con un hombre, dancé gracias a lo que Camila me había enseñado. Dancé, cerré los ojos, los abrí de golpe y me enfrenté al placer de la misma forma que desde niña lo hice al perfume. En el trabajo y en la vida hago lo mismo. Es igual: Danzar bajo presiones, abrir los ojos, cerrarlos y volverlos a abrir sin dejar caer una lágrima.

Un día, Camila decidió que moriría. Nos fuimos a casa, a la casa de las tierras cubiertas de flores, para que ella muriese. Se acicaló con un vestido que había traído de Lyon; decía que había sido de su madre. Puso un disco de Edith Piaf y se tumbó en la cama. Me dio una poma de plata con flores de ylang-ylang, jazmín y violeta. Sonrió y se dejó morir.

La cena de ese día fue especial: Sopa de malvas y tortillas de caléndula. Helado de jazmín con goterones de mermelada de pétalos de rosa. Espléndida última cena. Camila me miraba y, entre sonrisas, dijo:

—Me habría gu

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