Fábulas literarias (Los mejores clásicos)

Tomás de Iriarte

Fragmento

cap

INTRODUCCIÓN

1. PERFILES DE LA ÉPOCA

Tras un gobierno poco brillante, falleció Carlos II sin descendencia en el año de 1700. A pesar de todo, España resultaba un plato apetitoso para las potencias europeas. Esto desencadenó la Guerra de Sucesión (1700-1713) en la que las monarquías que se creían con derecho al trono español lucharon al lado de uno de los dos sectores en que se fraccionó el país: el antiguo Reino de Aragón defendía al archiduque Carlos, radicado en Barcelona, y el resto del territorio era partidario del Borbón Felipe de Anjou que fue el sector que ganó la guerra civil. Felipe V (1700-1746) inició su gobierno con un profundo lavado de la imagen regia para borrar cualquier signo de la decadencia en que nos habían sumido los Austrias.

De manera paulatina, llegaron a nuestro país aires renovadores que pretendían colocarnos a la hora europea, aunque se siguiera más de cerca el modelo francés del que descendía nuestra monarquía, blindado por los sucesivos Pactos de Familia entre ambas coronas. Se promovieron reformas en todos los ámbitos de la sociedad, amparadas por el ideario progresista de la Ilustración: la organización política, la economía y la fiscalidad, la industria y las obras públicas, la modernización del ejército, el control del poder religioso y de la Inquisición, la cultura (arte, literatura, diversiones públicas), la estructura de la sociedad, la formación de la mujer, dando lugar a un fructífero período regenerador. Los escritos de los novatores valencianos, guiados por el erudito Mayans y Síscar, y los ensayos del padre Feijoo animaron el panorama social, cultural y literario con abundantes polémicas.

El Estado adoptó una estructura más centralista, con una división básica formada por cuatro ministerios (Estado, Gracia y Justicia, Guerra, Indias) que se repartían de manera razonable la gobernación del país. Se mantuvo el Consejo de Castilla como autoridad máxima del gobierno con las funciones de tribunal supremo de justicia y de órgano consultivo del rey, entre otras. Se crearon las Capitanías Generales, las Audiencias, y después las Intendencias (desde 1749) para controlar con eficacia las distintas tierras de España, donde sólo el País Vasco y Navarra se consideraban “provincias exentas” que negociaban directamente sus asuntos con la Corona. Pareció imprescindible reorganizar la administración, poniendo al frente de ella a funcionarios más profesionales y eficaces que sirvieran con celo las propuestas reformistas del monarca. Estando ya en el trono Fernando VI (1746-1759), en 1754 se creó el Departamento de Hacienda con la intención de reordenar y sanear el variopinto ámbito de los impuestos que había ido creciendo de manera caótica, tan necesarios, por otra parte, para llevar adelante las reformas, el prestigio de la corona, y las guerras que las tensiones con Inglaterra y la conservación del imperio americano exigían.

La propuesta reformista creció con mayor ímpetu durante el reinado de Carlos III (1759-1788), casado con María Amalia de Sajonia, que ya tenía experiencia de buen gobernante mientras estuvo en Parma y en el reino de Nápoles. Los Intendentes de nueva creación, las Sociedades Económicas de Amigos del País, y la prensa, mucha de ella editada de manera indirecta por el poder, se convirtieron en los principales adalides de la renovación. Promovieron nuevos proyectos reformistas en la economía, en la educación, en las costumbres de la gente, en la cultura y en la literatura, abriendo caminos que no siempre se consolidaban según sus deseos. Esta propuesta de cambio, con la hondura de las campañas promovidas por Grimaldi, por Campomanes y por el conde de Aranda, inquietó a los poderes tradicionales, cierta nobleza conservadora, la Iglesia oficial y algunas órdenes religiosas a quienes la transformación les estaba dejando fuera del juego social, que fueron quienes movieron los ocultos hilos que provocaron el conocido Motín de Esquilache (1766). A causa de esto, la monarquía disolvió al año siguiente la congregación de los jesuitas a la que se creyó oculta promotora de la revuelta, cuyos miembros hubieron de ir al exilio. Este comportamiento muestra que la Iglesia era un estamento que había perdido sus añejos privilegios, y que en la actualidad estaba controlada, acosada por el regalismo, el jansenismo y el laicismo. Algunas autoridades religiosas colaboraron con el poder. La Inquisición no había desaparecido como organismo represor, pero su acción estaba bajo mínimos y toleraba una libertad de expresión que encontraba su límite en el respeto a la Corona. No debemos olvidar los nombres de los políticos, fieles y comprometidos, que hicieron viable esta reforma como Olavide, Rodríguez Moñino, Gálvez, Llaguno y Amírola, Armona y Murga, o Jovellanos y Meléndez Valdés que visitaron a la par el mundo de las letras y de la judicatura.

El denominado Despotismo Ilustrado, a pesar de que no era un movimiento democrático ya que el rey ostentaba un poder absoluto, actuó con prudencia en el ámbito de las libertades ciudadanas. Se buscaba una sociedad más igualitaria en la que la nobleza, abandonando el ocio atávico y el desinterés por el trabajo mecánico, debería colaborar en la reforma de la patria. En nombre del progreso social y de la búsqueda de la felicidad humana, se realizaron planes urbanísticos en las ciudades y en los pueblos, se arreglaron caminos y se construyeron canales, se levantaron industrias. Mayores trabas sufrieron los proyectos de reforma agrícola que afectaban a sectores sensibles de la sociedad, la Iglesia y los nobles terratenientes, que exigían un reparto más equitativo de la tierra. La religiosidad popular, mantenida viva por clérigos tradicionalistas y predicadores tridentinos, tampoco había sufrido modificaciones sustanciales. Gran parte del sector popular seguía fiel a sus antiguas devociones, a las predicaciones cuaresmales, a las procesiones, a las milagrerías, y a otros ritos que recordaban al viejo culto contrarreformista. Esta sensibilidad vivía al margen de las propuestas de los deístas, jansenistas, que defendían una religiosidad purificada.

El comienzo del reinado de Carlos IV (1788-1808) coincidió con el violento estallido de la Revolución Francesa (1789), que puso severo freno a este proceso de reformas y afectó de manera ostensible a la dirección del país, y con una relación con el nuevo gobierno francés menos amigable. No se pudieron evitar ciertos incidentes militares como la entrada en el Rosellón francés y la toma por los revolucionarios galos del País Vasco ocupado desde marzo de 1793 hasta agosto de 1795. El gobierno adoptó una política errática entre actitudes reformistas o conservadoras guiada por Godoy, Príncipe de la Paz. A la vez, se intentó minimizar la influencia del ideario revolucionario, trazando un celoso cordón sanitario al libro extranjero, pero controlando igualmente los viejos vehículos del pensamiento de la Ilustración (prensa, Sociedades Económicas, autorizaciones para leer libros prohibidos), intensificando así la censura civil. Por otro lado, la Iglesia volvió a retomar su antiguo puesto en la sociedad, y se reactivó con celo renovado la histórica Inquisición. Aunque no se quebró del todo el ideario reformista y algunos políticos ilustrados incluso retornaron al poder, hubo un ascenso ostensible de las fuerzas conservadoras y fueron perseguidos algunos de los antiguos animadores de aquella ideol

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