Effi Briest (Los mejores clásicos)

Theodor Fontane

Fragmento

cap-1

Introducción

El viejo Fontane

Se ha publicado un nuevo volumen de cartas de Theodor Fontane, una verdadera delicia. Hasta ahora solo contábamos con dos volúmenes con las cartas a su familia y con dos más de cartas a sus amigos. ¿Es que queda algún otro? ¡Entonces, tiene que publicarse! Y en especial el testimonio de la época más tardía, las cartas del viejo Fontane. En comparación con ellas, las del Fontane joven o de mediana edad tienen poca importancia. ¿No da la sensación de que estuviera obligado a envejecer, y mucho, para llegar a ser él mismo? Del mismo modo que hay jovenzuelos que alcanzan la plenitud muy temprano y nunca maduran, por no hablar de viejos que no sobreviven ni a ellos mismos, también es evidente que existen naturalezas para las que la vejez es la única edad, ancianos clásicos, por decirlo así, llamados a abrir los ojos de la humanidad a las enormes ventajas de esa etapa vital, como la ternura, la bondad, la justicia, el humor y una taimada sabiduría, en definitiva, el más alto retorno a la inocencia y la libertad de la niñez. Él era uno de estos, y parece que, consciente de ello, hubiera tenido prisa por envejecer, para poder ser mayor durante mucho tiempo. En 1856, a los treinta y siete años, escribe a su mujer: «Me doy cuenta de que envejezco porque comienzo a encontrarle el gusto a la música. La música y la belleza de las líneas de una estatua comienzan a sentarme bien. Los sentidos se me agudizan, y la primera regla del deleite es ahora: ¡Nada de esfuerzos! Durante la juventud todo eso es diferente». Veintitrés años después escribe a su editor Hertz: «Acabo de comenzar. Aún no he vivido nada, sino que todo queda ante mí, lo cual es al tiempo suerte y desgracia. También desgracia. Porque no tiene nada de agradable aparecer como un “pequeño doctor” a los cincuenta y nueve». Catorce años después escribió su obra maestra...

Contemplemos sus retratos: el del joven del primer volumen de las cartas a sus amigos, junto al retrato más tardío que adorna los volúmenes póstumos. Uno compara el semblante pálido, enfermizo, soñador y algo soso de aquel entonces con la anciana testa de semblante firme, orgulloso, amable y alegre, en cuya boca desdentada, tras un mostacho canoso, asoma una sonrisa de alegría racionalista, como se puede encontrar en ciertos retratos de veteranos del siglo XVIII, y no quedará ya ninguna duda de cuándo este hombre y su genio alcanzaron su punto más álgido, de cuándo vivió su plenitud personal.

Esta imagen muestra al Fontane de las obras y las cartas, al viejo Briest, al viejo Stechlin, muestra al Fontane inmortal. Porque el mortal, según lo que llega a nuestros oídos, sufrió de muchas carencias y decepcionó a la gente con frecuencia. Tiene setenta años cuando habla a su hija de la fuerza y la frescura, que van más unidas a la diversión que al trabajo, y confiesa que la pregunta «¿Qué estupidez es esa?» amenaza con apoderarse completamente de él. Presume de que pudo experimentar aquella clase de frescura en alguna ocasión, y simplemente olvidó que el arisco quietismo de la «famosa pregunta» le ha obsesionado siempre de uno u otro modo. «Para divertirse aquí —escribe en París cuando tiene treinta y siete años—, se necesita una suerte de buenas y malas cualidades, y yo carezco de ambas. Para empezar es necesario hablar francés, y esa es una enorme virtud que me falta. Además, uno debe ser libertino y un habitual de los juegos de azar, ir detrás de las muchachas, tener rendezvous, fumar tabaco turco, saber manejar el taco de billar y muchas otras cosas. El que no tenga ni sepa nada de todo eso, es un sujeto perdido y hace muy bien en preparar las maletas cuando haya desvelado toda esta farsa, y sus visitas artísticas al Louvre y Versalles hayan terminado.» Esta es una afirmación muy huraña para un hombre en la flor de la vida y que siente París por primera vez. Pero es también la expresión de alguien con la mente abrumada por una existencia absorbida por la obligación de producir, y que necesariamente se comporta de forma huraña e irascible por puro placer. Es la expresión de determinada producción magistral, sin duda inmortal y demasiado tardía, de creación maltratada por los nervios, para la que la juventud no era una condición adecuada y cuya armonía solo pudo alcanzarse en la vejez, cuando nadie, ni uno mismo, nos exige «frescura», y la pregunta «¿Qué estupidez es esa?» forma parte de un estado de ánimo natural, permitido por todos y que por ello resulta simpático.

Su naturaleza nerviosa guarda cierto parecido con la de Wagner, el cual podía ser verdaderamente inquieto hasta límites insospechados, y en cuya larga y productiva trayectoria creadora, el sentimiento de satisfacción pareció ser solo una excepción: obtuso, melancólico, insomne, torturado en general, se encuentra a los treinta años en un estado anímico que le hace derrumbarse a menudo y llorar durante un cuarto de hora seguido. Teme morir antes de concluir su Tannhäuser y a los treinta y cinco años se considera demasiado viejo para lanzarse a la creación del proyecto de los Nibelungos; siempre agotado, «acabado» a cada momento, a los cuarenta «piensa a diario en la muerte» y, sin embargo, cerca de los setenta escribirá el Parsifal. La diferencia de sus temperamentos es notable, y en el caso de Fontane todo es más frío y mesurado. Pero sus cartas dan muestra de cuán rápido se agotaba y de su angustia interior. Aparentemente, no confió en alcanzar nunca el éxito. Si a los treinta y siete se siente viejo, a los cincuenta y siete ya percibe que ha llegado al final del camino. Ha alcanzado ya «todo lo terrenal: el amor, el matrimonio, la descendencia, dos distinciones con sendas órdenes y una reseña en la enciclopedia Brockhaus. Solo faltan dos cosas: el Consejo Privado y la muerte. De la segunda estoy seguro, y al primero renuncio de todos modos». Dos años después tuvo un disgusto en el teatro, «básicamente fue una nimiedad, y aun así, que me dejaran en la estacada durante un cuarto de hora fue algo que me superó. El corazón se me disparó de forma desbocada, y en la cadera me entró un terrible dolor... yo siempre estaba nervioso, pero nunca lo había estado tanto. Y entonces me repetí: “¿Qué más se puede pedir? Ya lo he vivido todo, y la mayoría de los de cincuenta y ocho años tienen otros achaques”». A él, que sufre de achaques, que ya lo ha vivido todo, aún le quedaban por ofrecer dieciocho publicaciones, cada una de las cuales es mejor que la anterior, hasta llegar a Effi Briest.

En una carta de los años setenta, Fontane intenta disculpar la crispación y disgusto con su esposa en un conflicto matrimonial. «Cuando no llego a ninguna parte en medio de un trabajo —escribe—, o me domina un sentimiento de fracaso, se me encoge el ánimo de tal manera, que soy incapaz de ser amable, dispuesto, tolerante ni cariñoso.» Pero él ha sido de aquellos cuya obra crece hasta niveles heroicos, precisamente porque nunca pretende llegar a ninguna parte, de aquellos que alcanzan la perfección porque siempre les domina el sentimiento de fracaso. Sus cartas son tan cariñosas que no me he cruzado nunca con nadie a quien haya conocido en persona y al que haya encontrado tan amable, dispuesto, tolerante y cariñoso. Uno lo recuerda como uno de esos señores mayores «sentimentaloides» cuya desbordante ansia creativa nunca se hizo notar demasiado. Una

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