Una paella en Marruecos (Flash Relatos)

Arturo Barea

Fragmento

—Después de todo, salimos bastante bien parados de nuestra pequeña «excursión»: sólo un muerto, el caballo del teniente, que de todas formas iba a estirar la pata, y uno de los muchachos con heridas leves.

Con éstas, Romero volvió a meterse la lista de la compañía en el bolsillo y se puso en cuclillas junto a nosotros en el puro suelo. En nuestra tienda no había más luz que la del resplandor de los cigarros. Afuera, continuaban los breves chasquidos de los disparos de fusil. A veces había balas perdidas que zumbaban justo encima del campamento. Romero continuó:

—Vaya, ¡quieren apañarnos! Esta mañana al pasar lista tuve que advertir a los muchachos de que se agacharan si no querían llevarse algo en la cabeza.

Julián expresó la preocupación de todos nosotros:

—Lo que hay que saber es: ¿qué vamos a hacer esta noche?

Córcoles se volvió hacia él directamente:

—El señor sólo tiene que decir al criado a qué hora quiere la cena y quizá que le tenga preparado el baño, con una cama bien caliente para aguardar sus placeres.

—En realidad —dije— este asunto de la «excursión» ha estado a punto de estropearse. Pero si no encontramos pronto algo de comida, por lo menos nadie más la encontrará, y eso va también por la cama.

—Cuando entré en la tienda del capitán para dar el informe —dijo Romero, que estaba en el turno de servicio esa semana—, tenía un humor de perros. No ha traído más comida o mantas que el resto de nosotros y su ordenanza estaba preparando en ese momento su colchón y el del teniente con sacos terreros vacíos y monturas. Bueno, supongo que tendremos que hacer lo mismo porque no tiene sentido pensar en comer.

En la oscuridad, apareció por entre los faldones de la tienda la silueta difusa de una cabeza que pidió permiso para entrar. Pasó el Manzanares, nuestro ordenanza, y después de él tres o cuatro soldados que dejaron en una esquina apartada la carga que llevaban sobre los hombros.

—¿Qué es eso? —preguntó Julián.

—Nada importante. Sólo volvemos de segar.

—Me parece que quieres acabar con la nariz contra el suelo. ¿Te crees que estamos de broma?

—Lo siento, señor, pero pensando en cómo preparar sus camas, cogí a estos muchachos y salimos a cortar un poco de hierba. Con ella hemos llenado algunos sacos terreros y por lo menos dormirán ustedes en blando. En la kabila había paja pero no quise usarla como relleno porque esos moros siempre van dejando un rastro de piojos.

—Habría sido mejor que nos encontrara algo para comer.

—Se equivoca, señor, si piensa que queda algo vivo por donde han pasado el tercio o los regulares. No dejan ni los clavos. De todas formas, aquí los moros tampoco los utilizan... La mayoría de las chozas están ardiendo y la carne que pueda quedar no se les ocurriría comerla, a menos que fueran caníbales. Tampoco hay agua y todo el mundo está loco.

—Bueno, tengamos paciencia. Ahora trataremos de apretarnos el cinturón y mañana sólo el cielo lo dirá —dijo Córcoles.

—Yo puedo decirle algo de mañana —dijo Romero—. He hablado con algunos camaradas y me han contado todo sobre esta retirada: parece que nos dejan al pairo un par de días. Tenemos suerte de ser muchos y con municiones de sobra. Si no fuera por eso, ninguno pasaría de esta noche.

Furioso, Julián se volvió de nuevo hacia el ordenanza:

—La culpa la tiene este imbécil por no haber traído manduca.

—El sargento Romero me dijo que no era necesario, porque volveríamos a la hora del rancho y que, de todas formas, no sería más que una excursión.

—Sí, una agradable «excursioncita» —rugió Córcoles.

Me cansaba su discusión inútil. En aquel momento no tenía hambre y aún me quedaba media cantimplora de café. Pero tenía sueño. Cuando Manzanares terminó la primera cama —una sucesión de sacos amontonados— me derrumbé y me desabroché la guerrera y los pantalones. Pero no me los quité porque quizá tuviéramos que salir zumbando. Aunque esto no era probable, ya que a los moros no les gusta atacar en plena noche y esta vez tendría bastante con recoger a sus muertos. Continuarían disparándonos toda la noche. Pero, después de todo, uno ya no oye el ruido de los disparos de fusil.

Mis tres camaradas se habían enfrascado en una discusión estra

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