Doble dos

Gonzalo Suárez

Fragmento

EL HILO DEL ENIGMA. TRES DISPAROS

El hospital estaba en lo alto de una colina cubierta de extensos y frondosos jardines. Dos policías montaban guardia al pie de la estatua de Diana Cazadora. Octavio Beiral tuvo deseos de dirigirles la palabra y este impulso le llenó de extrañeza. Nunca le había entusiasmado charlar con policías. Generalmente eran hombres sin humor. Pero si, además de policías, también eran suizos, la cosa resultaba difícilmente justificable. Algo necesariamente iba mal para que por su cabeza pasara una idea semejante. Algo iba mal. Procuraba situarse entre el corpulento guardaespaldas y el hombrecillo, y tan pronto se adelantaba como, por el contrario, dejaba que ellos le precedieran. Esta manera de proceder tenía por objeto estar a cubierto, en todo momento, de algún disparo que pudiera provenir de los matorrales. Beiral actuaba dando por descontado que existía una amenaza real. Y, a decir verdad, el hombrecillo no las tenía todas consigo. Quizá hubiera advertido las precauciones tácticas de Beiral y no le agradaba hacer las veces de chaleco antibalas. Pero colaboraba cortésmente.

La luz del mediodía se había hecho intensa, cegadora. Al menos, así le parecía a Beiral. Posiblemente porque aquella noche no había dormido. Porque la idea de un peligro acechante se acentuaba en su interior. Pero decididamente no se trataba sólo de una intuición. Si «alguien» había provocado que él llegara hasta allí, cosa que le parecía cada vez más evidente, y si ese «alguien» había utilizado a Al Fatah como se

ñuelo, cosa que se le imponía como muy probable, era lógico pensar, era evidente temer que ese «alguien» no tardaría en dar señales de vida. O de muerte.

El primer disparo tumbó al guardaespaldas. Fue un simple chasquido en el silencio. El segundo atravesó un pulmón al hombrecillo, que se volvió hacia Beiral echando sangre por la boca. La mirada suplicante de estupor y angustia era como un grito desesperado: «¡Huya!». Un nuevo disparo le destrozó la cabeza, cuando ya Beiral rodaba por tierra intentando ganar un árbol próximo. «No quieren matarme –pensó–. Si hubieran querido liquidarme, ya lo habrían hecho.» Agazapado tras el árbol, esperó unos segundos. Le llegó un sonido casi imperceptible, como un zumbido de abeja. Lejos se oían las risas de unos niños. Más lejos, una sirena. No vio a nadie, salvo a los dos palestinos muertos. Ningún policía. Nadie. Se puso en pie y echó a correr en zigzag, con todas sus fuerzas, colina abajo, entre los setos, las plantas y los arbustos del jardín. «Debo volver al hospital, ir al encuentro de los policías.» Pero comprendió que estaba corriendo precisamente en dirección contraria. Había optado por alejarse de aquel lugar y correr cuesta abajo. Expulsaba el aire por la boca, como los atletas. Los ramajes se rompían a su paso, le arañaban la cara. El terreno irregular cedía a veces bajo sus pies. En varias ocasiones estuvo a punto de caer, recobró aparatosamente el equilibrio y continuó la carrera hasta que una tela metálica le detuvo. Fue un choque violento que le hizo retroceder; todavía aturdido, miró hacia atrás. Nadie le perseguía. «Maldita sea. No estoy en forma, pero he escapado.» Efectivamente, había escapado. Pero ¿de quién? Octavio Beiral no lo sabía. No hubiera podido suponerlo.

Atravesó el último rectángulo de césped. Saltó la zanja y se encontró en una calle solitaria. Algunas construcciones recientes se levantaban aquí y allá. El ruido rítmico de sus zapatos al golpear el asfalto le retumbaba en la cabeza. Sus piernas estaban débiles. Un coche cruzó ante él. Una mujer pasó arrastrando un carrito de la compra. Miró a Beiral. Estaba congestionado por la carrera, sudoroso. Se pasó un pañuelo por la cara y lo retiró manchado de sangre. Tenía el rostro arañado y su traje tampoco estaba en buen estado. Pero a sus espaldas, en lo alto de la colina, había quedado el hospital. Podía volver a su casa. Abandonar el asunto antes que fuese demasiado tarde. Podía hacerlo. Debía hacerlo. No lo haría. Y, mientras andaba, reconstruyó mentalmente la escena a partir del primer disparo.

El guardaespaldas había caído fulminado, como si le hubieran proyectado contra el suelo, como si hubiera recibido un mazazo en la cabeza. Como si el tiro hubiese venido de arriba. Eso es. Habían disparado desde un edificio. Con un fusil de precisión. Y en la colina sólo había un edificio: el hospital. Pero el hospital estaba plagado de policías. No era probable que los policías recurrieran a una matanza cuando momentos antes habían tenido a Beiral y a sus acompañantes al alcance de la mano. La policía es capaz de todo, pero ni los policías suizos hubieran hecho una cosa así. ¿Quién entonces? ¿Un fanático? O simplemente el tirador había confiado en que la policía no advertiría los disparos y, por tanto, tardarían en encontrar los cadáveres. De ser así, posiblemente estaría todavía apostado en una ventana de la última planta o en la terraza del hospital. De ser así… Beiral sintió un escalofrío. Aún persistía la sensación de que le seguían. Se volvió, una vez más, y no vio a nadie que confirmara sus sospechas. Las escasas gentes que se cruzaban con él eran tipos normales. La idea de «normalidad» le hizo sonreír interiormente. «La monstruosa normalidad.» El engañoso pan de la mayoría. ¿Podría él algún día volver a sumirse en ese sueño colectivo? No, no volvería a su casa. El asesino a sueldo estaba en su escondrijo del hospital. Ésa fue, sin duda, la razón por la que Beiral se alejó instintivamente del edificio. El mismo sexto sentido que le advirtió del peligro antes que se produjera, que le hizo correr en dirección opuesta a la que racionalmente debía haber tomado, le decía ahora que le habían seguido. Que le seguían. No era, sin embargo, concebible que en ningún momento se hiciera visible su perseguidor. Quizá la intuición de

Beiral fallara en este punto. Allá, en lo alto, por encima de los solares y las casas diseminadas al pie de la colina, se alzaba el hospital. El hospital. Beiral lo entendió de golpe. Le habían seguido. Le seguían. Con un visor telescópico. Hubiera apostado mil contra uno. Estaba seguro. Y ya que lo sabía, podía escurrir el bulto fácilmente. Al menos, eso creía él. Pero escapar esta vez significaría romper el único hilo que le mantenía vinculado al enigma. Al menos, eso suponía él. Por tanto, hizo todo lo contrario. Eligió una mesa al aire libre, en la terraza desierta de una cafetería. Y se sentó a esperar.

EL GATO Y LA MADEJA

Esperó en vano. Comió frugalmente. Bebió agua mineral. Tenía la mirada clavada en el edificio del hospital y pensaba en el hombre que había disparado. No era lógico suponer que todavía siguiera allí. Era probable imaginar que la policía, por muy suiza que fuera, había dado ya con los cadáveres. Pensó, no sin decepción, que quizá se habría tratado simplemente de un arreglo de cuentas. Una réplica sionista al rapto de los aviones. Esa hipótesis no le halagaba en la medida en que le dejaba relegado a un papel insignificante, casi superfluo. Todo habría sido una coincidencia. Beiral se habría visto en danza sin estar invitado al baile. Por eso no le mataron. Ni le siguieron. Ni pretendían atraparle. Se estaba comportando ridículamente. Sería mejor que de una vez se dejase de estúpidas intuiciones y obrase con más seriedad. Aunque aquél no fuera su juego, dos hombres habían perdido la vida y él estaba implicado. Tenía que optar entre soportar las molestas consecuencias si caía en manos de la policía o retirarse con discreción. Pagó la cuenta y se disponía a marcharse cu

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