Guardar las formas

Alberto Olmos

Fragmento

cap-2

POR DENTRO

Has soñado con una escalera de caracol; has soñado con una escalera; has soñado… Manuel va olvidando el sueño a medida que se despierta, algo que hace blanda, dulcemente, como quien toma posesión de una herencia previsible, sin disputa, que se veía venir desde hace años. Así ocupa su cuerpo. Casi siente sus manos deslizarse dentro de las manos, y sus pies dentro de los pies; y el torso, y la cabeza. Sus ojos se abren hacia el techo, pero no pueden en principio distinguir nada, el sueño sigue diluyéndose, uno diría que dentro de sus mismas pupilas.

No siempre sueña, pero cuando lo hace es incapaz de retener lo soñado más allá de esos primeros segundos de conciencia. Sus sueños sólo pueden recordarse una vez, son historias efervescentes, que se aniquilan comunicándose, como si la memoria que los recuperara en ese lapso entre el reposo y la vigilia se arrepintiera de la filtración, de mezclar los dos lados del espejo, y diera marcha atrás con una traición impropia de su naturaleza, el afán de registro.

Cuando dormía con Sara, solía contarle las fantasías que había propiciado la noche, y lo hacía nada más despertarse y verla mirarlo, con rapidez un tanto indecorosa, para que ella pudiera referirle su propio sueño horas después, seguramente desvirtuado y hasta falsificado, extremo que él no podía afearle, pues ya se le había ido de la cabeza tanto su sueño como el relato que del mismo le hizo a Sara.

Desde hace meses, ella ya no está junto a él en la cama. Y desde hace unos pocos minutos, tampoco Elena. A lo mejor es la puerta del apartamento, al cerrarse, lo que le ha despertado, considera. Ella le avisó anoche, mientras subían las escaleras, de que tendría que trabajar al día siguiente. Se pasó un buen rato tratando de que la llave diera con la cerradura, mientras él entremetía las manos por los bajos de su vestido. Mañana trabajo, le dijo de nuevo, con la puerta abierta ya de par en par hacia la resolución de la noche. Parecía no terminar de creerse que, en el último minuto, se llevaba a un hombre a casa. Estarás aquí solo, añadió. Y que había cosas para desayunar, también.

El techo es blanco, equilátero, aburrido. Hay una lámpara que parece un artilugio de infligir torturas; ni una sola grieta. Manuel mira hacia arriba y se acaricia el ombligo con los dedos. Siente en las yemas el vello suave y flexible de su vientre. Pasan por su cabeza imágenes del cuerpo desnudo de Elena, cuarteado por la luz de la calle, que entraba por la ventana con la brisa fresca de la noche, una farola, automóviles, el vecino que no duerme; la confabulación de la penumbra. Nunca pensó que se acostarían, y menos en su segunda cita, que él promovió por correo electrónico, así de escasa era su fe. Quedaron, sin embargo; cenaron y bebieron; se sabían todas las canciones con las que iban cerrando los bares; cogieron el taxi en dirección contraria y vieron pasar avenidas vacías por la ventanilla. Nombraron una calle entre besos. Llegaron y ella tenía que trabajar mañana.

Elena está ahora en una oficina, piensa Manuel; y, a buen seguro, mostrando la más angelical incompetencia.

Tira del elástico de sus calzoncillos y, nada más sentir su retroceso contra el vientre, se pone en pie. El dormitorio es grande, de mobiliario escaso. Se asoma por la ventana y sólo ve un patio de luces con camisetas puestas a secar en los tendales, faldas, un pantalón vaquero; abre el armario y pasa la mano por una sucesión multicolor de vestidos de primavera. Desliza un cajón y luego otro, revuelve las bragas como si debajo de la ropa interior fuera a haber siempre un revólver o medio millón de dólares. Sólo encuentra un bolígrafo promocional de una empresa de transportes.

En la pared de enfrente de la cama, hay un pequeño espejo redondo. Manuel se ve llegar en él, su cara se agranda y queda orlada por el marco de madera, de color ahuesado. Tiene buen aspecto, una legaña en el ojo derecho, los labios como amoratados. Piensa de pronto que no sabe en qué parte de la ciudad está.

Cuando sale de la habitación, lo hace con esa confusión en mente, y al avanzar por el pasillo se le antoja que la propia vivienda debería darle pistas, señalar un barrio, un distrito, el norte o el sur, el centro. Le gustaría volver andando a su casa. Pero ni las paredes del pasillo, ni la diminuta sala de estar, ni mucho menos el baño de reciente remodelación o la cocina con las portezuelas de los armarios algo vencidas (en un instante ha recorrido toda la casa) le sugieren localización alguna, si acaso genérica. Enciende la televisión para saber dónde se encuentra, pues cree que todo a su alrededor debe cooperar en la solución del enigma domiciliario, pero dan programas de cocina, y documentales y debates políticos, anuncios, y concede que un interior no es una referencia, y que uno se halla igual de desorientado sobre una baldosa que en medio del desierto.

Orina. Lo hace mirando la utilería cosmética de Elena, desperdigada por los bordillos de los sanitarios, en soportes de metal clavados en la pared, en baldas de cristal salpicadas de goterones secos que cubren todas las tonalidades del color blanco. Tiene un sinfín de cremas, Elena, de pequeños botes negros con rotulaciones esplendorosas, Paris, Paris, Paris. Todo lo que Elena se echa encima está fabricado en París, exento de tilde.

Se ha quitado el calzoncillo y se ha metido en la ducha. ¿Qué habrá para desayunar? Le enternece, mientras el agua limpia su cuerpo (limpia su cuerpo de Elena, también), que ella anticipara esa providencia, que, de todo lo que podía decir a las puertas del lance, tuviera ocasión de acordarse de la mañana siguiente y de la mesa del desayuno. El apartamento es pequeño, interior. Ella tiene cosas para desayunar. Manuel no cree que pueda volver andando a casa.

Se seca con un albornoz azul que encuentra arrebujado sobre el bidé; no se lo pone, sólo lo usa a modo de toalla porque es lo que tiene más a mano; también, lo que entiende menos invasivo para la intendencia doméstica de Elena, pues no quiere que, al llegar, ella ande oliendo toallas usadas, ni mucho menos localizando ropa ajena por los rincones de la casa, o encontrando (lo va a pensar luego) una simple taza sucia sobre la mesa de la cocina. Dedica unos segundos a limpiar de pelos el plato de la ducha.

Luego se pesa. Ha visto una báscula debajo de un coqueto carrito que parece destinado a albergar ropa sucia. Es la primera vez que ve un artilugio así, con ruedas, de estructura metálica y forrado de tela basta de color caramelo, para la ropa que lavar. Gracias a ese asombro decorativo ha descubierto la báscula. Manuel se pesa cada día, una vez por la mañana y otra por la noche, como quien le pide la hora por la calle a dos personas distintas. Por las mañanas pesa menos. La báscula de Elena indica setenta y siete kilos y medio, cuando hace veinticuatro horas eran setenta y ocho y un cuarto, casi un kilogramo más. Puede que la báscula de esta casa pese a la baja, o que la suya lo haga con malevolencia, pero lo cierto es que, de mañana, Manuel comprueba el aligeramiento de su cuerpo con estupefacción. De noche, ha dejado de ser; de noche, su cuerpo se ha consumido, se ha reducido, ha menguado y eso le inquieta. Las explicaciones de los nutricionistas le resultan insuficientes, pues no le alivian del horror de pesarse y comprobar que, mientras dormía, una parte del interior de su cuerpo ha desaparecido. Por eso lo hace.

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