Dos cafés y una aventura (Dos más dos 2)

Ana Álvarez

Fragmento

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1

Recuperando la libertad

Habían pasado casi tres años desde que Mónica Rivera dejó su coqueto loft para mudarse con su hermana, embarazada de gemelas. La ausencia del padre de las niñas había prolongado su estancia para ayudarla no solo durante el embarazo, sino también en el cuidado de las dos revoltosas criaturas, y solo cuando Cristian volvió a formar parte de la vida de Lorena y de sus sobrinas, se permitió volver a su hogar y a su vida anterior.

Regresó a su casa con alegría, dispuesta a recuperar el tiempo perdido y su anterior vida de soltera, para comprobar que había cambiado y ya no le satisfacían las mismas cosas. El hecho de haber pasado mucho tiempo sin más diversión que ir al parque de bolas, o cenar en compañía de su hermana, su cuñado y el hermano de este, César, la había alejado de sus anteriores diversiones.

Aunque no había permanecido apartada de su hogar todo el tiempo. Durante los últimos meses, en que Cristian y su hermana habían retomado su relación, rota cuando Lorena se quedó embarazada, ella pasaba alguna noche ocasional en su loft para darles intimidad, pero no se había vuelto a mudar de forma definitiva hasta que se habían ido a vivir juntos, unas semanas atrás, y desde entonces intentaba recuperar su vida.

La primera noche a solas se sentó en el sofá, abrió una botella de vino y se sirvió una copa. Se dijo que ya saldría de fiesta en otra ocasión, en aquel momento lo único que deseaba era tranquilidad y saber que dormiría toda la noche de un tirón, sin que ninguna de sus sobrinas alterase su sueño. Que podía tomarse unas copas de vino sin el temor de atender una fiebre de madrugada o cualquier otra contingencia propia de bebés.

Cogió el mando de la televisión y seleccionó un canal tras otro hasta encontrar una película, que vio sin interrupciones, mientras picoteaba algo de cena y bebía a pequeños sorbos de la copa. Había recuperado su vida, y aunque quería a las pequeñas Maite y Ángela con locura, tenía muy claro que la maternidad no era para ella, ni la vida en pareja tampoco. Con seguridad le llevaría un tiempo volver a adaptarse a su rutina de antes, pero lograría retomarla y ser la Mónica de siempre: alegre, desenfadada y un pelín aventurera. Y no pensaba permitir que ningún hombre, por muy atractivo que le pareciese, cambiara eso. Ella no era como su hermana, de pareja estable, de vida familiar y hogareña. En los treinta y tres años de vida que ambas compartían, pues eran gemelas idénticas, solo le había conocido a Lorena dos relaciones, aunque el hombre de su vida era sin duda Cristian, el padre de sus hijas.

Ella, en cambio, llevaba a sus espaldas una buena colección de hombres, aunque ninguno había durado mucho.

Era enamoradiza, se lanzaba a una relación con todas sus energías, se colgaba del hombre en cuestión hasta la médula y, tan de repente como todo había comenzado, se desinflaba su interés y el sujeto dejaba de atraerla. Le tocaba entonces cortar la relación, y a veces quedaba un corazón roto a sus espaldas. Sentirse la mala de la historia no era agradable, pero no podía evitarlo. Se enamoraba y pensaba que sería definitivo, pero siempre se equivocaba.

Los tres años que llevaba sin mantener ningún noviazgo la habían hecho recapacitar y decidir que, en el futuro, tendría más cuidado a la hora de lanzarse de cabeza a una relación que, sin lugar a dudas, tendría un final. El único hombre que durante ese tiempo había atraído su interés estaba prohibido, porque cuando todo terminara estaría obligada a verle y eso sería muy incómodo, para ella y para toda su familia. César Valero, el cuñado de su hermana, debía seguir siendo solo eso, por muy simpático y atractivo que le pareciese.

Tras los primeros días de relax y de disfrutar de su casa, se decidió una noche a salir a tomar una copa en uno de los locales donde solía acudir antes del embarazo de Lorena.

Se arregló con esmero, se puso uno de sus vestidos más sexis, se maquilló a conciencia y, cuando se miró al espejo, sintió que había recuperado a la Mónica de siempre.

Entró en el local y se dirigió con paso lento hasta la barra, donde se acomodó en uno de los taburetes. Era consciente de las miradas que la siguieron y que continuaron posadas en su espalda.

—¡Hola! —saludó el camarero que la reconoció al instante—. ¡Cuánto tiempo sin verte por aquí!

—Sí, mucho. He estado de viaje —mintió sin ganas de dar explicaciones de su prolongada ausencia.

—Imagino que te volveremos a ver a menudo.

—Es muy probable —dijo sin comprometerse.

Después de tres años, y aunque la decoración era la misma, notaba algo diferente en el local. No sabía qué, pero no se había sentido cómoda cuando entró y tampoco en aquel momento, analizada por varias miradas masculinas que la desnudaban con descaro desde diversos ángulos.

No buscaba rollo esa noche, solo deseaba tomar una copa sola o en agradable compañía, pero su instinto le decía que no iba a conseguirlo.

No tardó en observar que el taburete vacío a su lado era ocupado por un hombre joven, de su misma edad. También observó una alianza de casado en el dedo anular y torció el gesto.

—¡Hola, preciosa!

Pensó que mal empezaba y temió que lo siguiente fuera el tópico de «¿qué hace una chica como tú en un sitio como este?».

—¿Qué haces aquí tan sola?

Sonrió al ver que se había equivocado muy poco, pues el tópico estaba servido. Alzó el vaso y aclaró lo evidente.

—Tomando una copa.

—¿Y no prefieres hacerlo en compañía?

—No tengo problema con la compañía siempre y cuando se trate solo de eso.

—Por supuesto, si es lo que quieres.

El hombre se acomodó mejor y fue acercando el brazo que tenía apoyado sobre la barra, aunque sin atreverse a rozarla. Su intuición le decía que un contacto más directo no sería bien recibido. No obstante, la mujer era una belleza y nueva en aquel local, lo que había suscitado su interés y pensaba dejárselo claro.

—¿Es la primera vez que vienes por aquí? Nunca te había visto antes.

Se había girado un poco en el taburete y la contemplaba con descaro, desviando con frecuencia la vista hacia los senos, resaltados por el vestido.

—Era asidua, pero hace bastante que no vengo por aquí.

—¿Por algún motivo especial?

—He estado fuera.

El hombre acercó el taburete unos centímetros más con gesto casual. Mónica sonrió viéndole venir.

—¿Por trabajo o por placer? —inquirió.

—Haces demasiadas preguntas. Yo solo deseo tomar una copa, no verme sometida a un interrogatorio.

—Bien, tú me dices de qué hablamos entonces. ¿Del tiempo?

Ella dio un trago y se encogió de hombros.

—Hace una noche preciosa —continuó el hombre.

«Mierda. ¿No puedes ser más original?», pensó, comenzando a hartarse de aquel tío tan simple.

—Está nublado.

—¡No me había dado cuenta, porque desde que has aparecido todo se ha iluminado!

Mónica trató de no escupir el sorbo de su bebida con la carcajada que no pudo controlar. No le fue posible, y su precioso vestido quedó salpicado de líquido.

—Disculpa —dijo, saltando del taburete con

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