Flor de sal

Agatha Allen

Fragmento

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Capítulo 1

Que trata del sitio de San Felipe por los carlistas y de los amores de un soldado

En diciembre de 1706, los botifleros permanecían sitiados en el castillo de San Felipe, de Maó, por los carlistas de mosén Saura. El capitán Martí Dasi, caballero de Ciutadella, se hallaba repeliendo con su compañía de payeses una salida de mercenarios del Arrabal, perros del gobernador Leonardo Dávila. Tropezó con un muchacho melenudo y se enzarzaron en una lucha cuerpo a cuerpo. Al final le abatió con la culata. Cuando iba a hincarle la espada, para ahorrar munición, el mozo puso ojos de rabia, como gata en celo. Se rasgó la camisa andrajosa y mostró unas tetas fenomenales, distintivo de su verdadera condición. El caballero se quedó helado, espada en alto. Clavó el acero, desviándolo al suelo. Pronto, soldado y mercenaria rodaban sobre la rala vegetación, a cubierto de una cerca de piedras amontonadas, donde se amaron sin forcejear ni decir palabra. Luego, la mujer escapó renqueando. Solo se volvió una vez para mirar atrás entre curiosa y felina, con cierta ternura.

Se llamaba Emilia y vivía con una comadre vieja, verdadero tonel de grasa, en una barraca del Arrabal. Formaba parte de una compañía de mujerucas zarrapastrosas, morralla al servicio de la fortaleza, que robaba provisiones y montaba la guardia. Aquella noche los payeses del capitán Dasi las habían vapuleado de lo lindo. Quedaron plantadas en el campo de batalla, derribadas a pedradas, degolladas con hoces o abatidas a estacazos.

Emilia regresó a su cabaña. La comadre había salido. Echó agua en la jofaina y se lavó. Buscó luego un mendrugo y unas cuantas uvas pasas que devoró con avidez, y a continuación prendió fuego en el hogar. Se rebujó en una manta negra y maloliente, tras ojear la explanada por el ventanuco, y se acurrucó junto al fuego. Soplaba viento del norte y se oían batir maderos y chatarras. Sonaban voces inconexas. Las ráfagas eran tan intensas que parecía que habían de desencajar el techo.

Fue quedándose dormida. Volvió a ver al oficial entre el bailoteo amarillento de las llamas. Reconoció su acero rutilante, su bigote enhiesto, sus ojos desenfrenados. Era bravo y estaba dispuesto a traspasarla. Era el caballero que tantas veces había soñado en su catre. Volvió a sentir el frenesí de desnudar el pecho para mostrarle el alma, y fue como si otra vez rodara por el suelo, sintiéndose atenazada. Todavía le ardían las entrañas.

La despertó un alud de piedras. Parecía que derribaran la torre del homenaje. Pero no era más que la comadre que había abierto la puerta, toda desgreñada y aventada.

Emilia se levantó. Avivó las brasas del fogón.

—Creí que te habían pasado por las armas.

—En cierto modo —dijo Emilia.

La comadre se preparaba unas rajas de bacalao y Emilia aprovechó para contar lo sucedido. Cuando concluyó, la vieja dijo con regocijo:

—A ese ya no lo vuelves a ver.

Pero volvieron a encontrarse. Se abrazaron entre acometidas feroces, escondidos en matorrales, como amantes salvajes. Entretanto, el ejército heterogéneo de Saura proseguía el asedio, y payeses y mujerzuelas se mataban a porrazos. Emilia y el caballero se citaban en los asaltos, para refocilarse al pie de cercas desmoronadas o a orillas del mar.

La moza se arreglaba como nunca hiciera antes. Se lavaba a diario. La comadre refunfuñaba porque gastaba mucha agua y tenían que acudir una y otra vez a la cisterna, con peligro de que las pillara una bala perdida. Se ponía camisas de lino y calzones anchos, con una faja de lana enrollada en la cintura, y chaleco, como si fuera un aldeano honrado. Contrastaba vivamente con el resto de la facción harapienta, y algún gallito del Arrabal se la comía no tanto con los ojos como con las manos. Aunque al final siempre lograba zafarse, si era preciso con un rodillazo certero en las partes.

Tanto llegaron a intimar soldado y mercenaria que en Navidad el capitán la llevó a la cena privada de Saura. El caballero lucía un traje negro, con espada reluciente, y la moza se cubría con un rebocillo de seda bordada, jubón de terciopelo airosamente ceñido y saya plisada, medias de estambre y zapatos blancos de tacón. Parecía una damisela que jamás hubiera salido de los salones umbrosos de la nobleza, llenos de cortinajes y retratos de antepasados, con clavicordios y arañas recargadas que solo se desempolvaban en días señalados. Había robado el atuendo en la mejor casa de Maó, con ayuda de la comadre. Y como oyeran chirriar la puerta de entrada, hubieron de esconderse durante horas en el granero.

Pero valió la pena. Primero por la olla y el asado de ganso, del que Emilia guardó un buen pedazo para la comadre, que más tarde se pringó y relamió los dedos con él. Luego por la conversación de aquellos señores, que habían aceptado el yugo suave de Carlos III, igual que el populacho. El comandante Saura temía que llegaran al castillo refuerzos por mar. Era necesario traer cañones y pedreros de Ciutadella para defender el puerto. Pero los caminos resultaban intransitables y disponían de un solo gánguil de pesca, que estaba ocupado en otros menesteres.

Terminada la cena, Emilia y el caballero se retiraron a un aposento de paredes encaladas, provisto de una cama altísima. Se enlazaron con infinita ternura, tanta que incluso pensaron que afuera los árboles ardían celebrando su amor.

Ya no volvieron a verse. El 31 divisaron naves francesas y no se pudo evitar que al día siguiente entraran en el puerto. Los gabachos desembarcaron disciplinadamente en cala Llonga y cala Sant Jordi, bajo débiles descargas de fusilería. No bastó para detenerles el patriotismo de payeses y frailes menorquines, de notarios y caballeros, soberbios en gorgueras y negras ropillas. El día 3 los carlistas reculaban. El 4 se peleaba en un laberinto de casacas azules y sombreros tricornios, de espadas y machetes tintos de sangre que la fría lluvia no conseguía lavar. Al atardecer vino la desbandada. La noche se pobló de sombras que se dejaban la vida en los campos, de soldados y mercenarios del Arrabal que penetraron a sangre y a fuego en la ciudad.

Emilia también entró, con la comadre. Llevaba una antorcha en una mano y un espadón en la otra. Las calles eran un hervidero de viejos aterrados, de vecinos que escapaban en sus borricos con lo poco que habían podido salvar de sus haciendas. Tal vez se advertía en un recodo una bestia despanzurrada, o un hombre con el cráneo tan vacío como los bolsillos y las alforjas. Esbirros y soldados acarreaban garrafas de vino, enseres valiosos y bolsas de dineros que habían robado. O arrancaban el rebocillo a las doncellas para agarrarlas de la melena y violarlas.

La comadre encontró la casa donde habían hurtado el traje de nochebuena. Abrieron la puerta a empellones. Adentro esperaban dos criados que derribaron a la comadre de un tremendo garrotazo en la jeta. Pero Emilia tuvo tiempo de acuchillar a uno y quemar al otro las barbas con la antorcha. Este salió brincando y dando voces, como si tuviera azogue. Reanimó luego a la comadre, que había quedado ensangrentada, y registraron la vivienda. En un aposento hallaron a dos mujeres, una de ellas anciana, junto con un niño, que huyeron espantadas. El señor debía de estar combatiendo con los carlistas. La comadre prendió fuego al granero, a los doseles de las camas y a los cortinajes de todas las estancias

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