El viejo expreso de la Patagonia

Paul Theroux

Fragmento

1. El Lake Shore Limited

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El Lake Shore Limited

Resultaba evidente que en aquel tren de cercanías uno de nosotros no se dirigía a trabajar. Habría sido posible reconocerlo de inmediato por el tamaño de su equipaje. Y, además, siempre se distingue al fugitivo por su errabunda expresión de petulancia; parece tener un secreto en la boca, como si estuviera a punto de hacer un globo. Pero ¿a qué mostrarme tímido? Me había despertado en mi viejo dormitorio, en la casa donde había pasado la mayor parte de mi vida. Una gruesa capa de nieve rodeaba la casa y en el jardín un sendero de pisadas heladas conducía hasta el cubo de la basura. Acababa de visitarnos una tormenta de nieve y se esperaba otra para las próximas horas. Me había vestido, atado los zapatos con más cuidado del habitual y no me había afeitado la parte superior del labio con el propósito de dejarme bigote. Tras palparme los bolsillos para cerciorarme de que llevaba el bolígrafo y el pasaporte, bajé las escaleras, pasé ante el hipante reloj de cuco de mi madre y me dirigí a Wellington Circle para tomar el tren. El frío paralizaba, la mañana era perfecta para partir rumbo a Suramérica.

Para algunos, aquél era el metro que llevaba a la plaza Sullivan, la calle Milk o, como mucho, a Orient Heights; para mí, era el tren de la Patagonia. Dos hombres hablaban en voz baja en un idioma extranjero; otros llevaban fiambreras, maletines y portafolios; y una mujer mayor con una bolsa arrugada de grandes almacenes dispuesta a devolver o cambiar un artículo no deseado (la bolsa original otorgaba veracidad a la incómoda operación). La crudeza del clima había alterado los rostros del multirracial vagón: las mejillas blancas parecían frotadas con tiza rosa, los chinos estaban exangües, y los negros, cenicientos o de un gris amarillento. Al amanecer la temperatura había sido de doce grados bajo cero, a media mañana de menos trece, y seguía descendiendo. El gélido viento sopló por el vagón cuando las puertas se abrieron en Haymarket y tuvo el efecto de silenciar los murmullos de los extranjeros. Parecían mediterráneos; la corriente de aire les hizo torcer el gesto. La mayoría de la gente permanecía sentada de forma compacta, con los codos pegados a los costados, las manos sobre el regazo, los ojos entrecerrados, conservando el calor.

Tenían asuntos que atender en la ciudad: trabajo, compras, banco, el embarazoso momento ante el mostrador de las devoluciones. Dos sostenían voluminosos libros de texto sobre el regazo, y un lomo que estaba dirigido hacía mí rezaba: Introducción a la sociología general. Un hombre recorría solemnemente los titulares del Globe, otro hojeaba los papeles de su portafolios. Una mujer le decía a su hija pequeña que dejara de dar patadas y de moverse en el asiento. Poco a poco iban saliendo a andenes ventosos; al cabo de cuatro estaciones, el vagón estaba medio vacío. Regresarían esa misma tarde, tras haber pasado el día hablando del tiempo. Sin embargo, iban vestidos para combatirlo, con las ropas de oficina bajo los anoraks, los guantes, los mitones, los gorros de lana; sus caras mostraban resignación y, ya, un indicio de cansancio. Ni un vestigio de entusiasmo; todo lo cual era habitual y corriente; el tren constituía su latazo diario.

Nadie miraba por la ventana. Ya habían visto antes el puerto, Bunker Hill y los carteles. Tampoco se miraban unos a otros. Las miradas se detenían a pocos centímetros de los ojos. Aunque no les prestaran atención, los carteles colocados sobre sus cabezas les hablaban a ellos. Los pasajeros residían en esa zona, eran importantes, los publicitarios sabían a quienes se dirigían. «¿Necesita formularios para el impuesto de la renta?» Debajo, un joven con una chaqueta de color verde guisante leía el periódico con una mueca y tragaba saliva. «Cobre sus cheques en cualquier lugar de Massachusetts.» Una mujer con la tez gris amarillenta de hotentote abrazaba su bolsa de plástico. «Apúntate al voluntariado de las escuelas públicas de Boston.» No era una mala idea para el examinador del portafolios, con su gorro ruso y harto de todo. «¿Un crédito hipotecario? Nosotros le atenderemos.» Nadie levantaba la vista. «Techos y cañerías. Obten un diploma universitario en tus ratos libres.» Un restaurante. Una emisora de radio. Un llamamiento a abandonar el tabaco.

Los carteles no me hablaban a mí. Eran asuntos locales, pero yo me iba esa mañana. Y cuando uno se va, las promesas de los publicistas resultan inútiles. Dinero, escuela, casa, radio: los dejaba atrás, y, en el transcurso del breve trayecto entre Wellington Circle y la calle State, las palabras de los anuncios se habían convertido en implorante parloteo, como el sinsentido de una lengua desconocida. Podía encogerme de hombros; me alejaba de casa. Aparte del frío y de la cegadora luz de la nieve caída, no había nada de gran importancia en mi trayecto, nada trascendental salvo el hecho de que, al entrar en la estación South, me encontraba ya kilómetro y medio más cerca de la Patagonia.

Viajar es desaparecer, una incursión solitaria por una apretada línea geográfica hacia el olvido.

¿Qué habrá pasado con Waring

tras pegarnos esquinazo?

Sin embargo, un libro de viajes es lo opuesto, el solitario que regresa orondo a casa para contar la historia de su experimento con el espacio. Es el tipo más sencillo de narración, una explicación que constituye su propia excusa para hacer las maletas y partir. Es ordenar el movimiento mediante su repetición con palabras. Esa clase de desaparición es elemental, aunque pocos regresan silenciosos. Y, sin embargo, la convención es escribir condensando el viaje, empezar —como hacen tantas novelas— in media res, arrojar al lector a un lugar extraño sin haberlo guiado antes hasta él. «Las hormigas blancas se me habían comido la hamaca», así podría empezar un libro; o «Ahí abajo, el valle patagónico se hundía en la roca gris, partido por las riadas y luciendo sus estratos formados durante eones». O, por elegir al azar las primeras frases de tres libros que tengo al alcance de la mano:

Fue hacia mediodía del 1 de marzo de 1898 cuando me encontré entrando por primera vez en el estrecho y un tanto peligroso puerto de Mombasa, en la costa oriental de África. (Los devoradores de hombres de Tsavo del teniente coronel John Henry Patterson.)

«¡Bienvenidos!», anuncia el gran cartel situado a un lado de la carretera mientras el automóvil completa su ascenso en espiral desde el calor de las llanuras meridionales de la India hasta un frío casi alarmante. (Ooty Preserved de Mollie Panter-Downes.)

Desde el balcón de mi habitación tenía una vista panorámica de Accra, la capital de Ghana. (¿A qué tribu perteneces? de Alberto Moravia.)

Mi pregunta habitual, no respondida por estos libros de viajes —ni por la mayoría—, es: ¿cómo se ha llegado hasta ahí? Incluso sin la insinuación de un motivo, se agradece un prólogo, puesto que con frecuencia el trayecto es tan fascinante como la llegada. Sin embargo, dado que la curiosidad implica retraso, y el retraso es considerado como un lujo (aunque, en el fondo, ¿qué prisa hay?), nos hemos acostumbrado a que la vida se limite a una serie de llegadas y partidas, de triunfos y fracasos, sin nada digno de mención en medio. Las cimas son importantes, pero ¿qué ocurre con las faldas del Parnaso? No hemos perdido la fe en los viajes que nos alejan de casa, pero los textos escasean. La partida es descrita como un momento de pánico y de comprobación del billete en una sala del aeropuerto, o como un beso apresurado en una pasarela; luego, silencio hasta «Desde el balcón de mi habitación tenía una vista panorámica de Accra...».

En realidad, viajar es otra cosa. Desde el segundo mismo en que te despiertas ya estás camino del lugar extraño, y cada paso (ante el reloj de cuco, bajando por Fulton hasta el Fellsway) te acerca más a él. Los devoradores de hombres de Tsavo trata de leones que devoran trabajadores de la línea del ferrocarril en Kenia durante el cambio de siglo. Sin embargo, seguro que había un libro más sutil e igualmente fascinante acerca del viaje en barco desde Southampton hasta Mombasa. Por las razones que fuera, el coronel Patterson no lo escribió.

La literatura de viajes se ha vuelto insustancial, con esa ridícula vista con la nariz pegada en la ventanilla desde el inclinado interior del avión como manido punto de partida. Ese falso inicio, ese esfuerzo en busca del efecto, es hoy tan familiar que resulta casi imposible parodiarlo. ¿Cómo es? «Allá abajo se extendía el verdor tropical, el valle inundado, la colcha de retales de las granjas y, mientras entraba en la nube, vi caminos de tierra adentrándose hacia las colinas y coches tan pequeños que parecían de juguete. Dimos una vuelta al aeropuerto y, al descender para aterrizar, vi las majestuosas palmeras, la cosecha, los tejados de las destartaladas casas, las parcelas cuadradas hilvanadas unas a otras con vallas rudimentarias, las personas como hormigas, los vistosos...»

Este tipo de conjeturas nunca me ha parecido demasiado convincente. Cuando estoy aterrizando en un avión tengo el corazón en la boca; mi duda —¿no es la de todos?— es si nos vamos a estrellar. Paso revista a mi vida, una breve selección de trivialidades patéticas y sórdidas. Entonces una voz me dice que permanezca sentado hasta que el avión se detenga por completo; y cuando aterrizamos los altavoces prorrumpen en una versión orquestal de Moon River. Supongo que si tuviera el coraje de mirar a mi alrededor vería a un escritor de libros de viajes garabateando: «Allá abajo se extendía el verdor tropical...».

Y, a todo esto, ¿qué hay del viaje en sí? Quizá no haya nada que decir. No hay mucho que decir acerca de la mayoría de viajes en avión. Cualquier sorpresa es por fuerza desastrosa, así que defines el buen vuelo en negativo: no te han secuestrado, no te has estrellado, no has vomitado, no te has retrasado, no te ha parecido un asco la comida. Y estás agradecido. La gratitud provoca tal alivio que la mente se queda en blanco, lo cual es adecuado puesto que el pasajero de un avión es un viajero en el tiempo. Se mete en un tubo enmoquetado que apesta a desinfectante y se abrocha el cinturón de seguridad para regresar a su casa, o para alejarse de ella. El tiempo está truncado o, al menos, deformado: el viajero parte en una zona horaria y emerge en otra. Y, desde el momento en que pisa el tubo e, incómodamente sentado, apoya las rodillas contra el asiento delantero, desde el momento de la partida, su mente se concentra en la llegada. Siempre que esté en sus cabales, claro. Si mirara por la ventana no vería más que la tundra de la capa de nubes, y por encima está el espacio vacío. El tiempo queda brillantemente cegado: no hay nada que ver. Por eso tanta gente se disculpa por tomar aviones. Dicen: «Lo que de verdad me gustaría es olvidarme de esos jumbos de plástico, subirme a una goleta de tres mástiles y quedarme en la toldilla de popa con el viento revolviéndome el cabello».

Sin embargo, las disculpas sobran. Un vuelo de avión quizá no sea un viaje en ningún sentido admitido, aunque es sin duda algo mágico. Todo el que disponga del dinero para el billete puede materializar ante él el castillo del risco de Drachenfels o la isla del lago Innisfree mediante el simple uso de la escalera mecánica correcta en, por ejemplo, el aeropuerto Logan de Boston; aunque hay que decir que seguramente existe más estímulo mental, más viaje, en ese ascender por la escalera mecánica que en todo el vuelo. El resto, el país extranjero, aquello que constituye la llegada, es la rampa de un aeropuerto maloliente. Si el pasajero considera que viajar constituye esa clase de traslado y ofrece su libro al público, el primer extranjero que el lector se encuentra es el aduanero hurgamaletas o el demonio bigotudo del mostrador de inmigración. Aunque la vida sea así, no por ello debemos dejar de lamentarnos ante el hecho de que los aviones nos han vuelto insensibles al espacio; estamos trabados, como amantes con armadura.

Todo esto es obvio. Lo que me interesa es el despertar por la mañana, el progreso desde lo familiar a lo un poco raro, lo bastante extraño, lo completamente ajeno y, por último, lo extravagante. El trayecto, no la llegada, es lo que importa; la travesía, no el desembarque. Como me sentía engañado por los otros libros y me preguntaba qué era exactamente lo que se me negaba, decidí experimentar partiendo al país de los libros de viajes, tan al sur como me llevaran los trenes que salían de Medford (Massachusetts); finalizar mi libro donde empiezan los libros de viajes.

No tenía nada mejor que hacer. Me encontraba en una etapa de mi vida de escritor que había aprendido a reconocer. Acababa de terminar una novela: dos años de actividad intramuros. Buscando otro asunto sobre el que escribir, me encontré con que en lugar de dar en el clavo no paraba de dar golpes de refilón. No soportaba el frío. Quería un poco de sol. No tenía trabajo... ¿Qué problema había? Estudié algunos mapas y resultó que existía un camino continuo desde mi casa en Medford hasta la gran meseta de la Patagonia en el sur de Argentina. Ahí, en la ciudad de Esquel, acababan los trenes. No había ninguna línea hasta la Tierra del Fuego, pero entre Medford y Esquel había muchísimas.

Imbuido de semejante ánimo vagabundo me subí a ese primer tren, el que tomaba la gente para ir a trabajar. Ellos bajaban: su trayecto concluía. Yo me quedaba: el mío no hacía sino comenzar.

En la estación South, con la piel arrugada como el crepé a causa del desapacible frío, vi aparecer a algunos amigos. El vapor surgía de debajo del tren, y mis amigos se materializaron de entre la niebla, con el aliento cual estela tras ellos. Bebimos champaña en vasos de papel y dimos pequeños brincos para mantener el calor. Apareció mi familia, agitando las manos. Presa de la excitación, mi padre se olvidó de mi nombre; pero mis hermanos estaban tranquilos, uno irónico, el otro mirando con ojos entrecerrados a un elegante joven que recorría el andén y diciendo:

—Un poquito de lavanda, Paul... ¡vigila, que se sube!

También yo me subí y dije adiós a quienes habían acudido a despedirme. Mientras el Lake Shore Limited salía del andén quince sentí que seguía aún en un estado provisional, como si todo el mundo se dispusiera a bajarse enseguida y yo fuera el único que tomaba el tren hasta el final de la línea.

Era una presunción agradable, pero quise guardarla para mí. En el caso de que un extraño me preguntara adónde iba, diría que a Chicago. En parte, era por superstición: me pareció que traería mala suerte nombrar, nada más iniciar el viaje, mi destino preciso. También era para evitar sorprender a quien me preguntara con un topónimo absurdo (Tapachula, Managua, Bogotá) o despertar su curiosidad y desencadenar un interrogatorio. En cualquier caso, aún me encontraba en casa, todo era familiar todavía: las inclinadas fachadas traseras de las casas de piedra rojiza, la ridícula solemnidad de las agujas de la Universidad de Boston y, al otro lado del helado río Charles, las torres blancas de Harvard, que en su fragilidad semejaban intentos fallidos de torres de marfil. El aire era frío y nítido, y llevaba el grito del silbato del tren por todo Back Bay. Los silbatos de los trenes estadounidenses tienen un cambio de tono agridulce, y el tren más insignificante toca esa solitaria nota de un modo perfecto para los soñadores que se encuentran a lo largo de la ruta. Es lo que en música se llama una tercera disminuida: ¡Ju-uí! ¡Ju-uí!

Había algo de tráfico en las calles cubiertas de sal, pero ningún peatón. Hacía demasiado frío para ir andando. El extrarradio de Boston parecía desalojado: no había gente, todas las puertas y ventanas estaban herméticamente cerradas, y la nieve salpicada de basura se apilaba en las calles vacías y cubría los automóviles aparcados. Pasamos junto a un estudio de televisión enladrillado para parecer una mansión rústica, un estanque de patos helado, una armería con almenas grises falsas tan convincentes en su pretendido aire militar como las que se ven en el reverso de las cajas de copos de maíz y que hay que recortar y pegar con cola. Conocía los nombres de esos barrios, los había visitado muchas veces, pero al irme tan lejos todos los puntos por los que pasábamos me parecían importantes. Era como si saliera por primera vez, y de verdad.

Al darme cuenta de lo bien que conocía esos lugares, me aferraba a lo familiar y me mostraba reacio a cederlo a la distancia. Aquel puente, aquella iglesia, aquel campo. Abandonar el hogar no supone ninguna conmoción, sino más bien una lenta acumulación de tristeza a medida que los lugares familiares pasan ante la ventana, desaparecen y se convierten en parte del pasado. El tiempo se hace visible y se mueve junto con el paisaje. Me era mostrado a cada segundo mientras pasaba zumbando el tren, dejando atrás los edificios a una velocidad que me ponía melancólico.

Ahí, en Framingham, tenía once primos. Había casas de una planta, bosques domesticados y porches cubiertos de hielo en las laderas; nieve más limpia que la que había visto en Boston. Y algunos seres humanos. En esa tarde de invierno, los niños patinaban encorvados en una pista de hielo situada entre edificios abandonados. Un instante después cruzamos una frontera de clase: grandes rectángulos rosados, verdes, amarillos y blancos de casas, algunas con piscinas llenas de nieve. El Lake Shore Limited detenía los automóviles de la calle Main, donde un policía con una cara a la que el frío daba un color salami mantenía a raya el tráfico con guantes que parecían garras de oso.

No me había alejado mucho. De haber saltado del tren habría encontrado con bastante facilidad el camino de vuelta a Medford en autobús. Conocía bien esos lugares y, sin embargo, veía cosas nuevas: una textura diferente en la nieve suburbana, los campechanos nombres en las fachadas de los establecimientos —Wally’s, Dave’s, Angie’s— y, una y otra vez, banderas estadounidenses, barras y estrellas ondeando sobre gasolineras, supermercados y jardines. Y el campanario de una iglesia como un pimentero. No recordaba haberlo visto antes, aunque era la primera vez que partía tan precipitadamente de casa. La magnitud del viaje que emprendía me permitía mostrarme atento a los detalles. Sin embargo, las banderas me intrigaban: ¿constituían píos alardes de los patriotas, un aviso a los extranjeros o decoraciones de una fiesta nacional? ¿Y por qué en el jardín lleno de basura de aquella casa abandonada ondeaba lealmente una pequeña bandera en lo alto de una pértiga? Por lo que se veía constituía una obsesión estadounidense, una especie de adoración de imágenes que yo asociaba con los espíritus políticos más primitivos.

La nieve relucía bronceada por el sol poniente y en ese momento veía fábricas con la bandera ondeante y anunciando sus productos en las elevadas chimeneas de ladrillo: «Carne preparada Snider», y en otra una única palabra: «Sobres». Y, como la armería de almenas falsas de antes, una catedral con contrafuertes postizos, un campanario sin campana y algunas casas con columnas que no ofrecían soporte alguno al tejado, pura impostura decorativa repetida en una villa archiornamentada. No había ninguna pretensión de negar la falsedad, sólo esa insistencia en la afectación tan común en los edificios estadounidenses, que ha promovido la impostura como algo legítimo en los estilos arquitectónicos.

Y, entre las pequeñas ciudades fabriles —cada vez más distanciadas ya—, los densos bosques se hacían progresivamente más oscuros, y los troncos de los robles, negros e intimidatorios, tenían apariencia de púlpitos. La noche caía sobre las peladas colinas mientras nos acercábamos a Springfield, y en los nevados valles la fosforescencia de la gruesa capa de nieve se deslizaba hacia negros arroyos de superficie rizada a causa de la corriente. Desde la salida de Boston el agua había estado presente en todo momento: lagos y estanques congelados, ríos o arroyos semihelados con placas en las márgenes y el agua en movimiento convirtiéndose en tinta en el crepúsculo. Entonces el sol se puso, la luz que había bajado por el cielo se escurrió por el agujero por donde había desaparecido el sol, y los puntitos de las ventanas que se atisbaban entre los árboles parecieron hacerse más brillantes. A lo lejos, en la carretera, un hombre con mitones permanecía de pie junto a los surtidores de su gasolinera, viéndonos pasar.

Poco después estábamos en Springfield. Tenía nítidos recuerdos del lugar, de bajarme del tren en esa misma estación en una noche de invierno y cruzar el largo puente sobre el río Connecticut hasta la carretera 91 para hacer en autostop el resto del camino hasta Amherst. También en esta ocasión había témpanos de hielo en el río, y oscuras laderas a lo lejos, y el mismo viento lacerante. En mi caso, los recuerdos universitarios son siempre recuerdos de carencia, de inexperiencia, la impaciencia sin alegría padecida como si de pobreza se tratara. Y allí había vivido algunas tristezas. Sin embargo, el movimiento del viaje es misericordioso: antes de que pudiera recordar algo —antes de que esa ciudad y ese río evocaran en mí algún recuerdo concreto—, el tren silbó y me arrojó a la amnesia de la noche. Viajábamos hacia el oeste, con el estruendo del ferrocarril amortiguado por los montículos de nieve en los bosques de Massachusetts. Sin embargo, incluso en esa oscuridad la reconocí. No era la noche opaca, la oscuridad ininterrumpida, de las tierras interiores de un país extranjero. Era la oscuridad que sólo desconcierta a los extraños. Era un anochecer corriente para esa época del año en aquel lugar; y ahí conocía a todos los fantasmas. Era la oscuridad del hogar.

Seguía sentado en mi compartimento. El champaña de la estación South me había dejado aturdido y, aunque tenía un ejemplar de Las palmeras salvajes de William Faulkner en el regazo, no había conseguido leer más de tres páginas. En la contracubierta había garabateado: «policía con cara de salami», «agua convirtiéndose en tinta» y «banderas». Y el resto del tiempo lo había pasado con la cara vuelta hacia la ventana. No había visto otros pasajeros; no había mirado. No tenía idea de quién viajaba en el tren y en mi apatía pensé que más adelante tendría tiempo de sobra para entablar relaciones; si no esa noche, al día siguiente en Chicago o al otro en Texas. ¿O por qué no dejarlo todo para Latinoamérica o para otro clima y quedarme sentado leyendo hasta que cambiara el tiempo y luego ir a dar un paseo? Sin embargo, encontré a Faulkner impenetrable; la curiosidad pudo más que la apatía.

Había un hombre en el pasillo del coche cama (era el único coche cama del tren y tenía nombre: Orquídea de Plata). El pasajero se había colocado con la cara y los antebrazos contra la ventana y miraba, supongo, Pittsfield o los Berkshires: un bosquecillo de abedules blancos como el papel sofocado por la noche y la nieve, una fila de postes semienterrados, las imprecisas formas afaroladas de los pequeños cedros y un escarchado de copos que imitaban el contorno del viento que golpeaba la hoja de vidrio delante de su nariz.

—Es como el transiberiano —dijo.

—No se parece en nada —respondí.

Parpadeó y siguió mirando. Me dirigí al final del vagón, con mala conciencia por haberle contestado de forma grosera. Miré hacia atrás y vi que seguía en el mismo sitio, estudiando la oscuridad. Era mayor, y lo que me había dicho se proponía ser un gesto amistoso. Fingí mirar yo también por la ventana y, cuando se volvió y vino hacia mí —bailaba una especie de tango para mantener el equilibrio, como camina la gente sobre la cubierta de los barcos en las tormentas—, le dije:

—En realidad, en Siberia no hay tanta nieve.

—No me diga.

Siguió avanzando. Por lo áspero de su réplica supe que no quería hablar conmigo.

No habría comida hasta Albany, donde se engancharía al tren la sección de Nueva York, con la cena. De modo que me dirigí al bar y me tomé una cerveza. Llené la pipa, la encendí y la saboreé sumido en el trance de holgazanería reflexiva que induce en mí el humo de pipa. Con él hilé un capullo que colgaba en nubes a mi alrededor, tan agradable y espeso que la joven que entró en el vagón y se me sentó enfrente pareció espectral, una niña perdida en la niebla. Puso tres abultadas bolsas sobre la mesa, plegó las piernas bajo el cuerpo, cruzó las manos sobre el regazo y contempló, impávida, el vagón. Su intensidad me hizo prestar atención. En la mesa de al lado un hombre se hallaba enfrascado en una novela de Matt Helm y, cerca de él, dos guardavías —con sus herramientas— jugaban al póquer. Un joven oía una radio de onda corta, pero su ruido quedaba ahogado por el ruido mayor del tren. Un hombre de uniforme revolvía su café, un empleado del tren: tenía a los pies una gran linterna grasienta. En su mesa, una mujer gorda mordisqueaba una chocolatina. Lo hacía con sentimiento de culpa, como si temiera que alguien le gritara: «¡Deja eso!».

—¿Te importaría no fumar?

Era la chica de las bolsas y la mirada impávida.

Busqué un cartel que prohibiera fumar. No había ninguno.

—¿Te molesta? —pregunté.

—Me destroza los ojos.

Dejé la pipa y tomé un sorbo de cerveza.

—Esa cosa es veneno.

En lugar de mirarla a ella miré las bolsas.

—Dicen que los cacahuetes provocan cáncer —dije.

—Son pipas de calabaza.

Desvié la mirada.

—Y esto son almendras.

Consideré volver a encender la pipa.

—Y esto anacardos.

Se llamaba Wendy. Su cara era un óvalo de inocencia, desprovisto de cualquier atisbo de indagación. Su belleza estaba tan lejos de mi idea de belleza como lo estaba lo hogareño y, en consecuencia, no resultaba en absoluto interesante. Sin embargo, no podía culparla por eso: a cualquiera le es difícil ser interesante a los veinte. Estudiaba, me dijo, e iba camino de Ohio. Llevaba una falda india y botas de leñador, y el peso de la chaqueta de cuero hacía que sus hombros parecieran caídos.

—¿Qué estudias, Wendy?

—Filosofía oriental. Hago zen.

Oh, Dios, pensé. Aunque ella seguía hablando. Había estudiado cosas acerca de la Nada o quizá, aunque no por eso lo entendí mejor, del Todo. No había leído demasiadas cosas, dijo, y sus maestros eran un desastre. Sin embargo, pensaba que en cuanto fuera a Japón o Birmania aprendería muchas más cosas. Tenía intención de quedarse en Ohio unos cuantos años más. Lo importante del budismo, dijo, era que tenía que ver con toda tu vida. Todo lo que hacías era budismo. Y todo lo que pasaba en el mundo también era budismo.

—La política, no —dije—. Eso no es budismo, son chanchullos.

—Eso es lo que dice todo el mundo, pero se equivocan. He estado leyendo a Marx, es un poco budista.

¿Me estaba tomando el pelo?

—Marx es tan budista como esta lata de cerveza. Pero, de todas formas, creía que estábamos hablando de política. Es lo contrario del pensamiento: es algo egoísta, cerrado, deshonesto. Todo son medias verdades y formas rápidas de llegar a los sitios. A lo mejor un puñado de políticos budistas conseguirían que las cosas fueran diferentes, pero en Birmania, donde...

—Esto, por ejemplo —dijo, e hizo un gesto en dirección a sus bolsas de frutos secos—. Soy vegetariana, no tomo productos lácteos y sólo como alimentos crudos. Seguramente tienes razón cuando dices que la política va fatal. Pienso que las personas hacen las cosas fatal... absolutamente fatal. Comen basura. Consumen basura. ¡Míralos! —La mujer gorda seguía devorando su chocolatina o, lo más probable, otra chocolatina—. Se destruyen a sí mismos y ni siquiera se dan cuenta. Se matan fumando. Mira el humo que hay en este vagón.

—Parte de este humo es mío —dije.

—Me destroza los ojos.

—No tomas productos lácteos —dije—, o sea que no bebes nada de leche.

—Eso es.

—¿Y comes queso? El queso es bueno. Y tienes que tomar calcio.

—Los anacardos contienen calcio —dijo. (¿Sería verdad?)—. Además, la leche me provoca mucosidades. La leche es la principal causa de mucosidad.

—No lo sabía.

—Antes gastaba una caja de Kleenex al día.

—Una caja. Eso es mucho.

—Era la leche. Me provocaba mucosidad —dijo—. No te puedes imaginar cómo me goteaba la nariz.

—¿Por eso le gotea la nariz a la gente? ¿Por la leche?

—¡Sí! —exclamó.

Me pregunté si tenía razón. A los bebedores de leche les goteaba la nariz. Los niños beben leche. Por lo tanto, a los niños les gotea la nariz. Y a los niños les gotea de verdad la nariz. De todos modos, el razonamiento seguía pareciéndome discutible. A todo el mundo le goteaba la nariz, salvo, al parecer, a ella.

—Los productos lácteos también te dan dolor de cabeza.

—Quieres decir que te dan a ti, ¿no?

—Eso. Como la otra noche. Mi hermana sabe que soy vegetariana. Así que me preparó unas berenjenas con parmesano. No sabe que no tomo leche ni alimentos cocinados. Miré el plato. Nada más ver que no estaba crudo y que tenía queso supe que me iba a sentir fatal. Pero se había pasado todo el día preparándolo, ¿y qué iba hacer? Lo curioso es que me gustó el sabor. ¡Dios mío, qué mal me sentí después! Y empezó a gotearme la nariz.

Le conté que, en su autobiografía, Mahatma Gandhi declaraba que comer carne volvía a la gente concupiscente. Y, sin embargo, a los trece años, a una edad en que la mayoría de los niños estadounidenses coqueteaban con el equipo de la liga infantil de béisbol o se concentraban en la fabricación de proyectiles de papel, Gandhi ya se había casado... Y era vegetariano.

—Pero no fue una boda de verdad —dijo Wendy—. Fue una especie de ceremonia hindú.

—El compromiso se celebró cuando tenía siete años. La boda cerró el trato. Los dos tenían trece años, y él se la empezó a tirar... aunque no estoy muy seguro de que haya que utilizar esa palabra para describir la forma de hacer el amor del Mahatma.

Wendy se quedó reflexionando. Decidí intentarlo otra vez. ¿Había notado, pregunté, algún descenso del apetito sexual desde su conversión a la verdura cruda?

—Antes tenía insomnio —empezó—. Y me mareaba... vamos, me mareaba de verdad. Y admito que perdía los estribos. Creo que la carne hace que la gente se vuelva hostil.

—Pero ¿y el deseo sexual? Lujuria..., ansias..., no sé cómo decirlo.

—¿Te refieres al sexo? La idea es que no es algo violento. Tiene que ser suave y hermoso. Una cosa tranquila.

Si eres vegetariano, a lo mejor, pensé. Ella seguía perorando con su pedante estilo universitario.

—Entiendo mejor mi cuerpo ahora... Ahora conozco mi cuerpo muchísimo mejor... Eh... Si hay una mínima diferencia en el nivel de azúcar de mi sangre, me doy cuenta. Siento cómo sube y baja el nivel de azúcar. Cuando como algunas cosas.

Le pregunté si a veces se ponía hecha una furia.

Me dijo que nunca. ¿Se encontraba mal alguna vez?

Su respuesta fue extraordinaria:

—No creo en los gérmenes.

Sorprendente.

—¿Quieres decir que no crees que existan los gérmenes? —pregunté—. ¿Que sólo son una ilusión óptica en el microscopio? ¿Polvo, motitas... cosas así?

—No pienso que los gérmenes causen enfermedades. Los gérmenes son seres vivos... pequeños seres vivos que no hacen ningún daño.

—Como las cucarachas y las pulgas —dije—. Amables bichitos, ¿no?

—Los gérmenes no te enferman —insistió—. Es la comida la que te enferma. Si comes comida mala, se te debilitan los órganos y enfermas. Son tus órganos los que te enferman. Tu corazón, tus tripas.

—Pero ¿qué hace que enfermen los órganos?

—La comida mala. Los debilita. Si comes comida buena, como hago yo —dijo, señalando sus pipas de calabaza—, no te enfermas. Si me gotea la nariz y me duele la garganta, no digo que tengo un resfriado.

—¿Ah, no?

—No, es porque he comido algo malo. Así que como algo bueno.

Decidí aceptar que la enfermedad era sólo una cuestión de narices goteantes, que no existía el cáncer ni la peste bubónica. Vayamos a lo concreto, pensé. ¿Qué había comido ese día?

—Esto. Pipas de calabaza, anacardos, almendras. Un plátano. Una manzana. Un poco de uva. Una rebanada de pan integral... tostada. Si no lo tuestas te produce mucosidad.

—Lo que haces es declarar la guerra a los gourmets, ¿no?

—Sé que tengo opiniones bastante radicales —dijo.

—Yo no las llamaría radicales —dije—. Son opiniones petulantes... presuntuosas. Egocéntricas, se podría decir. Lo curioso de ser petulante, egocéntrico y pensar en la salud y la pureza todo el tiempo es que puedes convertirte en un fascista. Mi régimen, mis tripas, mi yo... así habla la gente de derechas. Lo siguiente es que te pongas a defender la pureza de la raza.

—Muy bien —concedió con una pirueta—, admito que algunas de mis opiniones son conservadoras. ¿Y qué?

—Bueno, para empezar, aparte de tus tripas, ahí fuera hay un mundo muy grande. Oriente Próximo. El canal de Panamá. En Irán arrancan las uñas a los presos políticos. Hay familias que pasan hambre en la India.

Ese exabrupto mío tuvo poco efecto, aunque hizo que pasara al tema de las familias; quizá por mi mención a las familias que pasaban hambre en la India. No soportaba las familias, dijo. No podía evitarlo, no las soportaba.

—¿En qué te hace pensar una familia?

—Un coche familiar, una madre, un padre. Cuatro o cinco niños comiendo hamburguesas. Son horribles y están en todas partes, van en coche por todas partes.

—¿Así que piensas que las familias estropean el paisaje?

—Pues sí.

Llevaba tres años en su universidad de Ohio. En ese tiempo nunca se había matriculado en una asignatura de literatura. Más interesante aún, era la primera vez en su vida que se subía a un tren. Le gustaba el tren, dijo, pero no dio más detalles.

Me pregunté cuáles serían sus aspiraciones.

—Creo que me gustaría hacer algo relacionado con la comida. Enseñar a la gente cosas de la comida. Lo que deberían comer. Explicarles por qué enferman. —Era la voz de un comisario y, sin embargo, un instante más tarde añadió en tono soñador—: A veces veo un trozo de queso. Sé que sabe bien, sé que me gustará. Pero también sé que voy a sentirme fatal al día siguiente si lo como.

—Es lo mismo que pienso cuando veo una botella mágnum de champaña, una empanada de conejo y una fuente de pastelitos de hojaldre y crema con chocolate caliente.

En aquel momento no pensé que Wendy estuviera realmente loca. Sin embargo, después, al recordar nuestra conversación, me pareció que estaba como una cabra. Y que no mostraba la más mínima curiosidad. Le había mencionado de pasada que había estado en Alta Birmania y África. Le había descrito la afición de Leopold Bloom por «el tenue regusto a orina» de los riñones que desayunaba. Le había demostrado algunos conocimientos sobre budismo, los hábitos alimentarios de los bosquimanos del Kalahari y la vida marital de Gandhi a principios de su matrimonio. Era una persona bastante interesante, ¿no? Sin embargo, no me había dirigido una pregunta ni una sola vez en toda la conversación. En ningún momento me preguntó qué hacía, de dónde había salido o adónde iba. Cuando no se trató de un interrogatorio por mi parte, fue un monólogo por la suya. Realizaba generalizaciones optimistas con una voz dulcemente trémula y volvía a colocarse las piernas en la posición de loto cuando se le resbalaban: constituía un ejemplo de ensimismamiento total y desesperada autopropaganda. Había confundido egoísmo con budismo. Sigo teniendo un gran afecto por el candor de los universitarios estadounidenses, pero me recordó a cuántos he conocido a quienes era imposible enseñar nada.

La conversación sobre los alimentos debió de ser inspirada por lo avanzado de la hora y mi hambre. Estábamos ya en Albany. Me excusé y me dirigí a toda prisa al vagón restaurante, que acababa de ser enganchado al tren. Los kilómetros que teníamos por delante eran históricos: los trenes llevaban ciento cincuenta años recorriendo el trayecto entre Albany y Schenectady, empezando por el Mohawk and Hudson Railway, el ferrocarril más antiguo de América. Más adelante, la ruta seguida es la del canal del Erie. El ferrocarril desbancó a canales y cursos de agua, si bien su eficacia fue muy disputada por las compañías rivales. Sin embargo, los hechos eran indiscutibles: en la década de 1850 se tardaba catorce días y medio en llegar desde Nueva York a Chicago por vía fluvial; con el ferrocarril se tardaba seis días y medio.

La comida de Amtrak fue servida con diligencia por un camarero que chasqueaba el paño. El sándwich de carne, al que le añadí salsa Tabasco, fue mi venganza sobre Wendy y su preferencia por la alfalfa cruda. Mientras comía, un director de ventas llamado Horace Chick (vendía equipos fotográficos para hacer permisos de conducir), se sentó y pidió una hamburguesa. También él era un monologuista, pero inofensivo. Cada vez que deseaba subrayar alguna cuestión, silbaba por la separación entre sus dientes delanteros. Masticaba y parloteaba.

—Todos los vuelos estaban llenos. —Pfuit—. Así que he tomado un tren. Es la primera vez que tomo este tren. Fácil. —Pfuit—. Las tres de la madrugada y estamos en Rochester. Tomaré un taxi para llegar a casa. Mi mujer se pondría hecha una fiera si la llamara desde la estación a las tres de la madrugada. La próxima vez me traeré a los niños. Los puedo soltar. —Pfuit—. Que corran. Hace calor aquí dentro. Me gusta el frío. Diecinueve, veinte grados. Mi mujer no soporta el frío. Yo no puedo dormir. Voy a la ventana y —pfuit— la abro. Me empieza a gritar. Se despierta y —pfuit— me grita. Casi todas las mujeres son así. Prefieren cuatro grados más que los hombres. —Pfuit—. No sé por qué. Será cosa de los cuerpos: cuerpos diferentes, termostato diferente. ¿Que si esto es mejor que conducir? Ya lo creo. ¡Conducir! Ocho horas, catorce tazas de café. —Pfuit—. Aunque esta hamburguesa... Sabe a masilla. ¡Eh, camarero!

Fuera había nieve y hielo. Cada farol iluminaba su propio poste y un pequeño redondel de nieve, nada más. A medianoche, mirando al exterior desde mi compartimento, vi una casa blanca en una colina. Tenía todas las ventanas con la luz encendida, y esas luminosas ventanas parecían agrandar el edificio y, al mismo tiempo, traicionaban su vacuidad.

A las dos de la madrugada pasamos Syracuse. Estaba dormido, pues de otro modo me habrían asaltado los recuerdos. Aunque el nombre de la ciudad, leído en el horario de Amtrak durante el desayuno, evocó en mí la implacable lluvia de Syracuse, un encuentro casual en el bar Orange con el entonces poeta maldito Delmore Schwartz, la clase (el cursillo de formación para los Cuerpos de Paz, estudiaba chinyanja) en la que me enteré de la noticia del asesinato de Kennedy, así como el penoso recuerdo de una antropóloga que, no convencida por mi pasión, tendría más tarde —aunque no como consecuencia de ello— un final violento cuando, en algún estado occidental, un árbol aplastó el coche en el que viajaba y la mató a ella y a su amiga, una profesora de gimnasia con quien había entablado una relación sáfica.

Buffalo y Erie también quedaron atrás, lo cual era algo bueno. No tenía ni idea de dónde estábamos. Me había despertado en un compartimento tan caluroso que sentía los labios agrietados y las yemas de los dedos desolladas. Sin embargo, había lienzos de denso vapor entre los vagones, donde hacía mucho frío, y escarcha en las ventanas del vagón restaurante. Pasé la mano para quitar el vaho, pero la visibilidad era escasa debido a una niebla gris azulada que envolvía el paisaje con una vaga fluorescencia.

El tren se detuvo y durante algunos minutos no sucedió nada. Luego, un difuso tocón se hizo visible entre la niebla. De él sangraba una veta anaranjada que se ensanchaba, una salpicadura que aumentaba y manchaba la corteza muerta como una herida rezumante bajo un vendaje gris. Y luego el tocón quedó iluminado, detrás se incendiaron los ramilletes de hierba y aparecieron algunos árboles. Pronto relució en los campos el fuego de rubí del alba y, cuando el paisaje quedó iluminado —el tocón, los árboles y la nieve—, el tren reanudó la marcha.

—Ohio —dijo una mujer en la mesa vecina.

—No parece Ohio —comentó el marido, que parecía incómodo en su holgada camisa amarilla.

Yo entendía lo que quería decir.

—Sí —intervino el camarero—. Sí que es Ohio. Estaremos en Cleveland pronto. Cleveland, Ohio.

Justo al otro lado de las vías había un bosque de ramas heladas, álamos que se distinguían entre la escarcha, como velas y mástiles espectrales en un mar de nieve. Los olmos y las hayas se habían hinchado limpiamente hasta convertirse en aquellas manifestaciones heladas de estallidos de encaje. Y una nieve plana, azotada por el viento, con irregulares hebras de hierba marrón enterrada hasta las puntas. De tal modo que incluso Ohio, nevado, podía ser un país de ensueño.

El tren estaba iluminado por el sol y más vacío. No veía al señor Chick ni oía su «pfuit»; y Wendy, la vegetariana, se había esfumado. En aquel momento —y no estaba muy lejos de casa— sentí como si se alejaran más cosas familiares. La verdad es que no me caía bien ninguno de los dos, pero los echaba de menos. Los demás pasajeros del tren eran extraños.

Tomé mi libro. La víspera me había quedado dormido leyéndolo; seguía siendo Las palmeras salvajes y seguía siendo impenetrable. ¿Qué me había dormido? Quizá esa frase, o quizá la última parte de una larga y desordenada oración: «... era el mausoleo del amor, era el maloliente catafalco del cuerpo sin vida llevado entre las caminantes formas sin olfato de la antigua, exigente e insensible carne inmortal».

No estaba seguro de a qué se refería Faulkner, pero parecía una buena descripción de la salchicha que me estaba comiendo esa mañana temprano en Ohio. El resto del desayuno fue delicioso: huevos revueltos, una loncha de jamón, pomelo, café. Años atrás, había observado de qué modo tan preciso representaban los ferrocarriles la cultura de un país: el país sórdido y mísero tiene ferrocarriles sórdidos y míseros; el país digno y eficaz se ve igualmente reflejado en su parque móvil, como es el caso de Japón. La India no es todavía un caso perdido porque los trenes son considerados muchísimo más importantes que los cacharros que conducen algunos indios. Los vagones restaurante, había descubierto, lo decían todo (y si no había vagones restaurante el país se hallaba por debajo de toda consideración). El puesto de fideos del tren malaisio, el borsch y la mala educación del transiberiano, los arenques ahumados y el pan frito del Flying Scotsman. Y ahí, en el Lake Shore Limited de la compañía Amtrak, analicé la carta del desayuno y descubrí que podía pedir un bloody mary o un destornillador: «un reconstituyente matutino», según era descrita esa inyección de vodka en mi organismo. No hay otro tren en el mundo donde se pueda pedir un trago fuerte a esa hora de la mañana. Amtrak se estaba esforzando. Junto a mi tostada había un folleto de la compañía que decía que en los siguientes doscientos catorce kilómetros la vía era completamente recta, sin una sola curva. De modo que copié la ladradora frase de Faulkner sin que ningún viraje brusco del tren sacudiera mi bolígrafo.

A media mañana, el vapor que había visto entre los vagones se había congelado. Todos los pasillos despedían vaharadas como un congelador industrial, cubiertos por complicadas costras de escarcha y burbujas sólidas de hielo; y el vapor nuevo salía por las rendijas de las juntas de caucho. Eran ya más de las once y todavía no habíamos llegado a Cleveland. ¿Dónde estaba? Y no era el único desconcertado. Arriba y abajo del tren, los pasajeros acorralaban a los revisores y preguntaban:

—Eh, ¿qué pasa con Cleveland? Por lo que decía ya tendríamos que haber llegado. ¿Qué ocurre?

Y la verdad es que Cleveland podía haber estado al otro lado de la ventana, enterrado bajo toda aquella nieve.

Mi revisor estaba apoyado contra una ventana escarchada. Quise preguntarle cuánto faltaba para Cleveland, pero antes de que pudiera hablar me dijo:

—Busco a mi guardagujas.

—¿Ocurre algo?

—Oh, no. Es que cada vez que pasamos por aquí me tira una bola de nieve.

—Por cierto, ¿dónde está Cleveland?

—Lejos. ¿No se ha enterado de que llevamos cuatro horas de retraso? Nos han retrasado unas agujas congeladas en Erie.

—Tengo que tomar un tren a las cuatro y media en Chicago.

—Lo va a perder.

—Fantástico —dije, y me alejé.

—No se preocupe. Telegrafiaré a Elkhart. Cuando lleguemos a Chicago lo ponemos todo en la cuenta de Amtrak. Lo alojarán en el Holiday Inn. Estará bien atendido.

—Pero no estaré en Texas.

—Déjelo en mis manos, señor. —Se tocó la visera de la gorra—. ¿Ha visto alguna vez una nevada así? Dios mío, es tremendo. —Miró de nuevo por la ventana y suspiró—. No sé qué puede haberle pasado a ese guardagujas. Seguro que se ha congelado.

Tardamos horas en llegar a Cleveland y, como con la mayoría de los retrasos, la lentitud de nuestra llegada creó una sensación de anticlímax: sentía que ya le había dedicado toda la atención que merecía. En ese momento la nieve sólo me aburría, y las casas me deprimían: eran construcciones modestas, de una planta, no mucho más grandes que los coches aparcados junto a ellas. Lo más gracioso fue que la ciudad de Cleveland, que había quedado sepultada por la tormenta de nieve de la semana anterior, la cual había originado reportajes sobre técnicas de supervivencia doméstica (información —bien recibida, podría pensar uno, por los exploradores árticos— sobre sacos de dormir, calor corporal, formas de conservar la temperatura de la vivienda en caso de emergencia, cocinar con hornillos de camping y demás), esa ciudad, solidificada bajo los ventisqueros, saludaba la nevada con un largo artículo en el Cleveland Plain Dealer acerca de la monstruosa ineficacia de los rusos quitando la nieve. ¡Los rusos! Bajo el titular: «La nieve empaña el esplendor de Moscú», fechado en Moscú, el artículo empezaba: «La reputada eficacia moscovita para quitar la nieve se ha visto drásticamente dañada este invierno por una combinación de errores burocráticos y fuertes nevadas inesperadas». Proseguía con el mismo tono burlón: «Al parecer, el problema no es la falta de equipo especial [...] Los residentes se quejan con amargura este invierno del triste estado de las calles [...] Con todo, las fuertes nevadas de diciembre y las inadecuadas normas de aparcamiento no parecen suficiente excusa para que las calles sigan todavía colapsadas varias semanas después».

Era la petulancia del Medio Oeste. Para jactarse en Ohio hay que referirse a los rusos. Mejor aún, una mención a Siberia, a la que, en realidad, Ohio se parece mucho en invierno. Leí ese artículo en Cleveland. Leí todo el Cleveland Plain Dealer. En Cleveland nos demoramos casi dos horas. Cuando le pregunté al revisor por la razón, me habló de la nieve, y de que la vía se había torcido a causa del hielo.

—Qué invierno tan malo.

Le dije que en Siberia los trenes llegaban puntuales, pero fue un comentario fácil. Mencionaría Cleveland en Irkutsk cualquier día, aunque —era evidente— en Cleveland hacía más frío.

Me dirigí a la cafetería, pedí un reconstituyente matutino y leí Las palmeras salvajes. Luego, me tomé otro reconstituyente, y otro. Consideré la posibilidad de un cuarto, lo pedí, pero decidí reservármelo. Si me tomaba demasiados reconstituyentes de aquéllos, acabaría bajo la mesa.

—¿Qué estás leyendo?

Era una mujer de unos cincuenta años, regordeta y de cara pecosa, que bebía una lata de tónica light.

Le mostré el título.

—Me suena. ¿Es bueno?

—Tiene momentos buenos.

Me eché a reír. Aunque no tenía que ver con Faulkner. Una vez, en un tren de Amtrak no lejos de ahí, leí un libro sobre el que nadie preguntó nada y que, sin embargo, provocó un interés considerable. Se trataba de la biografía del escritor de cuentos de terror H. P. Lovecraft, y el título, Lovecraft, había hecho creer a los demás pasajeros que durante un viaje de dos días no había sacado la nariz de un libro sobre técnicas sexuales, sobre el arte (craft) del amor (love).

La mujer era de Flagstaff, Arizona, y me dijo:

—¿Dónde vives?

—En Boston.

—¿En serio? —Se mostró interesada—. ¿Me quieres decir una cosa? Di Dios.

—Dios.

Batió palmas, encantada. Era, a pesar de su gordura, muy pequeña, con una cara ancha y plana. Tenía los dientes torcidos, inclinados de modo uniforme, como si hubieran sido limados. Quedé desconcertado por el placer que le había proporcionado al decir la palabra.

—Dias —dijo, imitándome.

—¿Cómo dices?

—Digo Dias.

—Seguro que Él lo entiende.

—Me encanta cómo lo dices. Hace una semana estaba en este tren, en dirección al este. Nos retrasó la nieve, pero fue fantástico. Nos llevaron al Holiday Inn.

—Espero que no nos hagan lo mismo.

—No digas eso.

—No tengo nada en contra del Holiday Inn —dije—. Es que tengo que tomar otro tren.

—Todo el mundo. A que yo voy más lejos... a Flagstaff, ya te lo he dicho ¿te acuerdas? —Dio otro sorbo a su tónica y añadió—: Al final tardamos varios días para ir de Chicago a Nueva York. ¡Había nieve por todas partes! En el tren me encontré a un chico. Era de Boston. Iba sentado a mi lado. —Sonrió; me lanzó una especie de recatada mirada lasciva—: Dormimos juntos.

—Qué suerte.

—Ya sé lo que piensas, pero no fue así. Él se quedó en su lado y yo en el mío. Pero —adoptó un aire piadoso— dormimos juntos. Qué experiencia. Yo no bebo, aunque él bebió por los dos. ¿Te he dicho que tenía veintisiete años? Era de Boston. Y durante toda la noche no paró de decirme: «Dias, qué guapa que eres», y me besó no sé cuántas veces. «Dias, qué guapa que eres.»

—¿Eso fue en el Holiday Inn?

—En el tren. Una de las noches. Fue una experiencia muy importante para mí.

Dije que parecía una experiencia muy dulce e intenté imaginármela: el joven borracho manoseando a aquella mujer regordeta y pecosa mientras todo el vagón (oliendo como siempre olía por la noche a calcetines viejos y sándwiches pasados) roncaba.

—No sólo dulce. Fue muy importante. En ese momento lo necesitaba. Por eso iba al este.

—¿Para encontrarte con ese joven?

—No, no —dijo de mala manera—. Se murió mi madre.

—Lo siento.

—Cuando me enteré en Flagstaff, tomé el tren. Luego nos quedamos atascados en Chicago, bueno, ¡si es que llamas estar atascado a estar en el Holiday Inn! Me encontré con Jack por Toledo... por aquí, si esto es Toledo. —Miró por la ventana—. «Dias, qué guapa que eres.» Me animó mucho. Llegó en medio de muchas cosas.

—Mi más sentido pésame. Tiene que haber sido muy triste volver a casa para un funeral.

—Dos funerales —dijo.

—¿Cómo?

—También se murió mi padre.

—¿Hace poco?

—El martes.

Estábamos a sábado.

—Dios —dije.

Ella sonrió.

—Me encanta cómo lo dices.

—Quiero decir que es horrible, lo de tu padre.

—Fue un infarto. Pensaba que volvía a casa para el funeral de mi madre, pero al final resultó que fue el funeral de los dos. «Tendrías que venir más a menudo, cariño», me dijo mi padre. Le contesté que sí. Flagstaff está bastante lejos, pero tengo mi propio apartamento y me gano muy bien la vida. Y entonces va y se muere.

—Un viaje triste.

—Y tendré que volver. No los han podido enterrar. Tengo que volver para el entierro.

—Pensaba que a estas alturas ya los habrían enterrado.

Me miró con severidad.

—No pueden enterrar a los muertos en Nueva York.

Le pedí que me repitiera su extraña frase. Lo hizo, y con el mismo tono de voz.

—Dios.

—Hablas como Jack.

Sonrió: qué extraña sonrisa de abuela esquimal.

—¿Por qué no pueden enterrar a los muertos en Nueva York?

—El suelo está demasiado duro. Está helado. No pueden cavar...

«En el riguroso invierno de 1978 —pensé—, cuando el suelo estaba demasiado duro para que pudieran enterrar a los muertos y los tanatorios se encontraban a rebosar, decidí subirme al tren rumbo a las partes más soleadas de Latinoamérica.»

La mujer de Flagstaff se fue, pero durante las siguientes ocho o nueve horas, una y otra vez, en la cafetería, el coche de butacas y el restaurante, no dejé de oír su monótona y áspera voz de guión de codornices repitiendo lentamente: «No pueden enterrar a los muertos en Nueva York».

Por dos veces, al verme, me dijo «¡Dias!» y se echó a reír.

Las agujas heladas, la vía torcida, la nieve: íbamos retrasadísimos y el revisor insistía en que me fuera despidiendo de llegar a tiempo ni siquiera para el transbordo a Fort Worth.

—No tiene más posibilidades que una bola de éstas en el infierno —dijo en una estación de Indiana. Sostenía una bola de nieve.

Y había surgido un nuevo problema. Se recalentaba una rueda y (creo que lo apunté bien) se había quemado un fusible; un helado hedor de gas se filtraba por todo el final del tren. Para evitar una explosión, el tren no superaba los veinticinco kilómetros por hora, y seguimos a ese paso de tortuga hasta que surgió la oportunidad de desenganchar el vagón averiado del Lake Shore Limited. En Elkhart pudimos deshacernos del coche estropeado, pero la operación nos llevó un buen rato.

Mientras permanecíamos detenidos, el coche cama Orquídea de Plata se mantuvo en calma. Sólo el revisor se mostraba agitado. Explicó que el vapor se helaba y bloqueaba los frenos. Iba y venía dándose importancia con una escoba y me contó que aquel trabajo era mucho mejor que el que tenía antes. Había estado atado a una mesa en una empresa de electrónica, «pero prefiero tratar con el público».

—El problema contigo —dijo otro empleado, que veía que el revisor estaba cada vez más inquieto— es que te pones nervioso antes de preocuparte.

—A lo mejor. —El revisor golpeó con la escoba el hielo acumulado en el interior de la puerta.

—Pero no será peor que el último viaje. Aquello fue una locura.

—Tengo que encargarme de mis pasajeros —concluyó el revisor.

«Mis pasajeros.» Éramos tres en el Orquídea de Plata, los Bunce y yo. Lo primero que me dijo el señor Bunce fue que la familia de su madre había llegado en el Mayflower. El señor Bunce llevaba un gorro con orejeras y dos jerséis cerrados con cremallera. Tenía ganas de hablar de su familia y el cabo Cod. La señora Bunce dijo que Ohio era mucho más feo que el cabo Cod. El señor Bunce tenía también un linaje hugonote. En cierto sentido, el señor Bunce era un pelmazo atípico. Lo característico es que los estadounidenses alardeen de la desesperación y la pobreza de sus antepasados; los del señor Bunce fueron unos triunfadores, desde el principio. Escuché con toda la paciencia de que fui capaz. Podría ser, pensé, que fuera a Bunce a quien ofendí el primer día («Esto es como el transiberiano», «No se parece en nada»). Tras eso, evité a los Bunce.

Y todavía en Elkhart un pánico atroz se apoderó del Lake Shore Limited. Todo el mundo comprendió que perdería la siguiente conexión en Chicago. Un nutrido grupo de chicas iba al Mardi Gras de Nueva Orleans. Algunas parejas mayores tenían que embarcar para un crucero en San Francisco: estaban muy preocupados. Un joven de Kansas comentó que su mujer pensaría que la había dejado de verdad. Una pareja negra susurraba, y oí que la muchacha decía:

—Oh, puñeta.

Una de las chicas del Mardi Gras miró el reloj y dijo:

—Ahora podríamos estar en plena fiesta.

La mujer de Flagstaff, cuyos padres acababan de morir, logró levantar los ánimos del grupo. Explicó que había viajado en ese tren en dirección este hacía sólo diez días. Había ocurrido lo mismo: retrasos, nieve, transbordos perdidos. Amtrak había enviado a todo el mundo al Holiday Inn de Chicago y les había regalado cuatro dólares para el taxi, vales de comida y una llamada telefónica. Amtrak, concluyó, haría lo mismo otra vez.

La noticia se extendió por todo el tren y, como para demostrar las buenas intenciones de Amtrak, se anunció que se serviría una comida gratis en el vagón restaurante: sopa, pollo frito y helado de vainilla. Al enterarse, la mujer de Flagstaff, que ya no estaba desconsolada, se sintió reivindicada y exclamó:

—¡Y esperad a que lleguemos a Chicago!

Por todas partes los pasajeros empezaron a gastar los cuatro dólares para el taxi que aún no habían recibido.

—Muy bien, Ralph —dijo un joven de cabello grasiento al camarero y colocó un dólar en el mostrador—, vamos a emborracharnos.

—Llevamos aquí ocho horas —comentó el más gritón de un grupo de tres jóvenes—, ya estamos borrachos.

—Estoy haciendo horas extras —se quejó Ralph, el camarero, pero empezó a meter obedientemente cubitos de hielo en vasos de plástico.

Había otras voces.

Ésta:

—No vuelvas nunca a casa en primavera. Nunca es igual.

Y ésta:

—Jesucristo —pausa— era negro. Como un etíope. Rasgos de blanco y cara de color. —Pausa—. Las descripciones habituales son mentira.

Y de nuevo:

—No pueden enterrar a los muertos en Nueva York.

Estaban, todos ellos, contentos de verdad. Se alegraban del retraso, se mostraban entusiasmados con la nieve (había empezado a caer de nuevo) y se regocijaban ante las promesas hechas por la mujer de Flagstaff de una noche —o quizá dos— en el Holiday Inn. Yo no compartía su felicidad ni sentía afecto por ninguno de ellos y, cuando descubrí que el vagón que tenía que ser desenganchado se encontraba entre el Orquídea de Plata y esa turba, le dije al revisor que me iba a la cama:

—Despiérteme cuando lleguemos a Chicago.

—Puede que no lleguemos hasta las nueve.

—Fantástico.

Me dormí con Las palmeras salvajes sobre la cara.

El revisor me despertó a las nueve menos diez.

—¡Chicago!

Me incorporé de un salto y agarré mi maleta. Mientras recorría a toda prisa el andén, a través de unas nubes de vapor procedentes de la parte inferior del tren que daban a mi llegada el aura de misterio y gloria de una película antigua, en mis gafas cristalizaron unas agujas de hielo que apenas me dejaron ver.

La mujer de Flagstaff tenía toda la razón. Me dieron cuatro dólares, una habitación en el Holiday Inn y tres vales de comida. Todos los que habían perdido su enlace recibieron lo mismo: los Bunce, los patanes borrachos del bar, el joven de Kansas, las chicas del Mardi Gras, los palurdos que habían pasado todo el trayecto durmiendo en los asientos baratos, los jubilados camino de San Francisco, la mujer de Flagstaff. El personal de Amtrak vino a buscarnos y nos indicó el camino.

—¡Nos vemos en el hotel! —gritó una señora cuyo equipaje consistía en dos bolsas de plástico.

No creía su suerte.

—¡Esto le cuesta una fortuna a Amtrak! —dijo un patán.

La nieve desaforada, el súbito hotel, Chicago: parecía irreal. Sin embargo, la irrealidad se vio aumentada por los otros clientes del Holiday Inn. Eran negros con uniformes extravagantes, brillantes pantalones verdes de pata de elefante, gorras blancas de visera con galón dorado; o uniformes rojos, o blancos con medallas, o beige con un galón plateado rizado en las charreteras. ¿Eran una banda, me pregunté, o un regimiento de policías pop art? Ninguna de las dos cosas. Esos hombres (las mujeres no vestían uniforme) eran miembros de la Leal Orden de las Astas. Así lo decían, en letras pequeñas, los distintivos que llevaban en los hombros. Los hombres intercambiaban saludos asta, apretones de manos asta y desfilaban con toda formalidad por el vestíbulo luciendo sus zapatos blancos asta, mirando un tanto molestos por la clase de personas que acababan de irrumpir en el hotel. No hubo confrontación. Los pasajeros de Amtrak se dirigieron a la discoteca ¿Por Qué No? y al salón Recompensa, mientras los astas (algunos de los cuales llevaban espadas) permanecían de pie saludándose; permanecían de pie, supongo, porque de sentarse se les habrían arrugado los pantalones.

La piscina estaba iluminada y llena de nieve. En la pared exterior había palmeras pintadas. Parecían plantadas en los montones de nieve. La ciudad estaba helada. Había placas de hielo en el río. La nieve de la última semana se apilaba en el borde de las carreteras. Las calles tenían nieve nueva. Y la nieve que caía iba acompañada de una tormenta de aguanieve, acribillantes granitos que hacían peligroso conducir. La Biblia de los gedeones de mi habitación estaba abierta en II Crónicas 25, 4. ¿Sería un mensaje para mí? «No morirán los padres por los hijos, ni los hijos por los padres; sino que cada uno morirá por su propio pecado.» Amén, pensé. Cerré la Biblia y saqué a Faulkner.

Dio la casualidad de que Faulkner tenía un mensaje. «Era invierno en Chicago [...] funéreos días agonizando en el neón sobre los rostros de pétalo enmarcados en pieles de las esposas y las hijas de ganaderos y madereros millonarios, así como las amantes de políticos de vuelta de Europa [...] los hijos de los corredores londinenses y los caballeros de las Midlands...» Seguía burlándose de su posición social y luego describía cómo todos partían hacia el sur y abandonaban las nieves de Chicago. Eran «miembros de esa raza que sin tacto para la exploración y armada con cuadernos, cámaras y neceseres elige pasar la temporada de la festividad cristiana en las oscuras y acechantes selvas de los salvajes».

No estaba seguro de mi tacto para la exploración, ni tampoco tenía una cámara ni un neceser, pero veinticuatro horas en el Chicago invernal me convencieron de que cuanto antes llegara a la selva, por oscura y acechante que fuera, mejor.

2. El Lone Star

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