El secreto del peregrino (Las bodas del diablo 1)

Agatha Allen

Fragmento

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Capítulo 1

Vivíamos en la calle Mayor de Lérida durante el reinado del rey Jaime y después del rey Pedro; mi padre había visto al rey Jaime una vez, y decía que era el hombre más apuesto del mundo; recuerdo haber conocido siempre a María, como si hubiésemos nacido juntos o fuera fruto de mis sueños infantiles, y haber estado enamorado siempre de ella, como si su amor fuese una condición tan necesaria para mi vida como el aire que respiraba. Mi padre, Juan París, era mercader; comerciaba en cereales, vino, lana, pieles curtidas, cera y lo que se terciara navegando por todos los mares y viajando por tierras de Sicilia y Cerdeña, del norte de África y hasta de Oriente; tenía corresponsales en todos esos territorios y nunca permanecía más de dos meses seguidos en casa; regresaba de sus largos viajes cada vez con menos dientes, de modo que parecía expresarse en las lenguas extranjeras que aprendía por esos mundos de Dios, pero era que con la falta de dientes las palabras le salían redondas, blandas y elásticas, y parecían pura burla, porque mi padre tenía una ironía casi sarcástica, y mi madre, Gracia, decía que era capaz de reírse de su propia sombra. Debía de ser cierto, porque mi padre sabía que, apenas se ausentaba, su sitio en el lecho de mi madre lo ocupaban hombres de toda raza y condición, y que de sus hijos, mis hermanos, había más de uno que no era propiamente suyo. Sé que lo sabía, porque a menudo le había oído decir, en conversaciones con otros viajeros como él:

—De lo que a mí me sobra, mi mujer llena el puchero.

Confieso que llegué a sospechar que yo que no era hijo de mi padre, aunque él me prefería a todos mis hermanos y me demostró siempre un amor extraordinario; pero mi madre no se cansaba de repetir que yo era hijo de un rey, y me hago la cuenta de la clase de rey que quería para su lecho, y sé que a veces lo ocupaba un moro de piel clara, esclavo del rector Arcillares, que se llamaba Mofari, de quien decían que cautivaba a las mujeres con su porte y con el empeño que ponía en la cama. Recuerdo que cuando era pequeño solía fantasear que yo era hijo de un rey moro venido a menos, uno de los que hasta hacía poco habían ocupado las tierras nuevas de Cataluña, gobernando al pueblo a su voluntad, rodeado de esclavas hermosas, traídas de muy lejos, de esclavos y riquezas sin igual; me había imaginado como nieto de monarcas aventureros de Berbería, de tez pálida y pelo rubio, porque yo también tenía la piel muy blanca, los ojos grandes, siempre queriendo entenderlo todo, y el cabello castaño, lacio y tupido. Pero aun así me sentía hijo de mi padre, de Juan París; las fantasías estaban bien para las tediosas veladas infantiles, pero yo admiraba a mi padre y quería ser como él; sí, ya podéis anotar, señor notario García Santana, ya podéis dejar constancia de que Gladis París era hijo de su padre y de su madre, como cada hijo de vecino, y quien no lo crea que piense que el que más sabe, más dudas tiene.

Lo primero que recuerdo de María son sus ojos. Creo haberlos visto siempre calle abajo, saliendo del portal destartalado donde vivía con sus hermanas, que mediante una escalera angosta conducía al piso situado exactamente encima de la tahona. Era tan solo una niña y ya tenía los ojos más grandes y verdes que he visto en mi vida, y una cabellera exuberante, con la que creo que habría podido cubrirse de pies a cabeza. Jugábamos en medio de la calle y yo ya le decía con la mirada que iba a ser mía y yo suyo, y cuando se lo decía ella se relamía los labios y le quedaban muy brillantes, tan bonitos como los tenía, y los tensaba en una sonrisa, porque yo creo que entendía todas las palabras que le decía con el pensamiento. Recuerdo que hasta decía:

—Sí —como contestando a mis ofrecimientos silenciosos.

—Sí —y nos íbamos corriendo a seguir jugando.

También recuerdo perfectamente la primera vez que nos dimos la mano. Aquel día me pareció ver el cielo por el ojo de una cerradura y penetrar todos sus secretos; fue cuando colgaron a Martín Prim en la plaza de San Juan. Martín Prim era zapatero, y le pillaron con las manos en la masa y la gonela llena de sangre porque acababa de matar a su mujer en un ataque de celos. Decía que la mujer le había faltado con Mofari, el moro blanco del rector Arcillares, y la había cosido a puñaladas, y que aunque ella era una mujer alta y corpulenta y se defendía a la desesperada, finalmente pudo agarrarla por el pescuezo y desnucarla como un conejo. Tuvo que presentarse ante el tribunal del veguer y no fue preciso administrarle tormento para que confesara, pese a que un concejal le decía que lo negara todo, que si negaba y soportaba el tormento le dejarían libre, puesto que su mujer tenía muy mala fama en el vecindario, dado que entraban y salían muchos hombres de su casa mientras él trabajaba sentado ante el velador. Pero a Martín Prim no le hacía maldita la gracia que le ataran a la rueda con un peso enorme en los pies, que le oprimiesen los brazos en torniquete o le aplastaran las piernas con cuñas, y tampoco tenía dinero suficiente para pagar la multa, porque no hacía mucho que se había producido otra muerte por causa de celos y micer Pedro del Tinell había pagado la sanción y no solo no le habían colgado, sino que era respetado por todos, pese a que su mujer, Juana, solía provocar a los hombres con mucha picardía, aunque parece ser que nunca llegó a faltarle. Aquella mañana Martín Prim se desgañitaba en lo alto del cadalso, diciendo que le mataban porque era un pobre diablo, que no había justicia en la tierra y que de sobra sabía cómo era su mujer, pero que deshonrarle con un sarraceno ya no se lo podía consentir. Aquel pobre hombre, Martín Prim, gruñía y lloraba como un cerdo en el matadero, y la gente había callado, no sé si porque sabían que tenía más razón que un santo o por pura compasión ante la inminencia de su muerte. Fue entonces cuando nos cogimos las manos por primea vez, y María me apretó la mía, asustada, muda, con los ojos clavados en el desdichado que iban a ajusticiar. No sé cuánto tiempo transcurrió. Habría podido ser una eternidad. Todo oscureció a mi alrededor, como sin duda oscureció para los ojos del reo, porque le pusieron la cuerda al cuello y luego se oyó un lúgubre chirrido y la consternación se enseñoreó de la plaza, como si no hubiera otra cosa en toda la ciudad que aquella cuerda y aquel cuerpo que había comenzado a balancearse siniestramente. Martín Prim ya no vociferaba ni gimoteaba, como si se hubiese conformado con la muerte, tal vez porque había besado la cruz y puesto el alma en paz. Pasó un buen rato hasta que dejó de zarandearse, dejó de sacudir espasmódicamente una pierna y ya no movía ni un solo músculo; entonces la gente empezó a disgregarse con la lección bien aprendida; «quien a hierro mata a hierro muere», dijo mi padre. Yo todavía tenía la mano de María entre las mías, y la veía profundamente agitada, como si de pronto comprendiese el misterio insondable de la muerte. La acompañé hasta el portal de su casa donde vi asomar, en la penumbra, al hermano pequeño, algo sucio y hasta desgreñado, que me sacó, travieso, la lengua.

Martín Prim permaneció muchos días colgado en la horca, para escarmiento de asesinos, y fue luego descuartizado; clavaron su cabeza en un palo delante del portal de San Gili, y esparcieron los cuartos por el Cappont, el Mercado del Carmen y el Foso de los Moros. Aquella ve

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