Sinfonía para mis heridas

Patricia Alejandra Coria

Fragmento

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Capítulo 1

Buenos Aires, diciembre de 1983

Sin siquiera imaginar que ese día su vida comenzaría a dar un giro inesperado, Mariana disfrutaba su primera jornada de soledad en el amplio piso que compartía con sus padres, quienes habían partido rumbo a Europa a celebrar un nuevo aniversario de casados.

Había hecho planes para disfrutar ella también de esas semanas que quedaban por delante: horas frente a su piano, sin las inoportunas interrupciones de su madre; algunas salidas con su grupo de amigos y compañeros del Conservatorio de Música, y esa tan postergada tarde de películas y pochoclos con Paula, su amiga del alma, para la que, bien sabía, tendría que negociar con Leandro. No sería tarea fácil; su novio era demandante y celoso del poco tiempo que su trabajo le dejaba libre para compartir con Mariana.

Recostada en el sillón, bebiendo un licuado de frutillas, ananá y un toque de jengibre que Rosalía —quien trabajaba en la casa desde que ella era muy pequeña— le había preparado antes de retirarse, observaba desde el inmenso ventanal del living el embotellamiento de tránsito que, al caer la tarde, obstruía la avenida las Heras. Buenos Aires hervía en ese día húmedo de finales de primavera. Sin advertirlo, fue cayendo en un sopor que la sumió en un sueño profundo y tranquilo.

El sonido del teléfono la despertó de repente, confundida al ver el departamento a oscuras; había perdido la noción del tiempo. Se levantó trastabillando, imaginando que sería Paula para ultimar los detalles de la cena programada para el día siguiente.

—Hola… —dijo aún medio dormida, sin disimular el bostezo. No era necesario guardar tantas normas de cortesía con su amiga y confidente.

—Buenas noches. ¿Hablo con Mariana Urrutia? —La voz masculina se oía nerviosa y lejana.

—Sí, soy yo, ¿quién habla? —preguntó restregando sus ojos para salir de la modorra de esa tardía siesta.

—Mi nombre es Javier. Necesito hablar con vos, sé que te sonará extraño porque no nos conocemos; aunque hace algún tiempo que yo supe de vos y decidí buscarte. No quiero asustarte, pero necesito verte, contarte cosas que nos involucran a los dos.

—Creo que te equivocaste de número. —Estaba a punto de cortar cuando oyó del otro lado del teléfono el grito que intuyó desesperado.

—¡Por Dios, no cortes, Mariana! Debemos hablar urgente, antes de que sea tarde. Ya voy a explicarte todo y vas a poder comprobar que no te estoy mintiendo.

—¡Dejá de hablar pavadas! No sé quién sos ni me interesa. No vuelvas a molestarme.

Luego de cortar la comunicación, un repentino desasosiego la dejó como ausente, con el tubo aún en su oreja y enrollando, nerviosa, el cable en uno de sus dedos. Finalmente, desconectó el teléfono, temblando de miedo. Encendió las luces, comprobó que la puerta estuviera cerrada con llave y trabó todas las ventanas. Intentó serenarse preparando el jacuzzi para darse un baño con sales relajantes; ese llamado inoportuno le había cambiado el humor.

Una sensación de extraño temor le oprimía el pecho, aguijoneando su mente con recuerdos y dudas que nunca había querido enfrentar. Cerró sus ojos, se hizo un bollito en su cama, como cuando de pequeña una tormenta la asustaba. No quería pensar, ansiaba dormir, dormir profundamente.

El ruido en la cerradura de la puerta de entrada interrumpió el sueño profundo en el que finalmente había caído, luego de una noche inquieta, en la cual ni la lectura ni las palabras cruzadas que tanto la hacían aislar del mundo habían logrado aquietar sus pensamientos.

Se asomó al pasillo y comprobó que era Rosalía, quien traía un paquete de su confitería preferida; seguramente le habría comprado medialunas para el desayuno. «Rosalía es un sol, pero si esto comienza así, cuando vuelvan del viaje, me van a encontrar rodando», pensó imaginando la mirada de su madre, quien, tan obsesiva como era con su figura, vivía controlando la dieta de su hija.

Corrió a arreglarse, recordando que no había preparado su ropa como hacía habitualmente para no salir a las apuradas por las mañanas. Odiaba esos descuidos que le alteraban sus rutinas tan estructuradas. El espejo del baño le reflejó a una Mariana ojerosa y pálida. Sus ojos color miel, de mirada vivaz y chispeante, habían perdido brillo; su largo cabello, que lucía siempre impecable, era un revoltijo de hebras castañas. Era evidente que la noche anterior había hecho estragos en su ánimo y aspecto. Al verse así, se reprochó haber sucumbido a tanta ansiedad por un llamado que nada le había revelado, que seguramente no tenía nada para revelar. No iba a ser presa fácil de alguna broma de mal gusto o una de esas trampas mediante las cuales intentaban sacar información para luego planificar un robo.

Al entrar a la cocina, encontró a Rosalía aguardándola con un humeante tazón de café con leche, jugo de naranjas recién exprimidas y las medialunas aún tibias. Marianita, como ella le decía, era un poco su niña. A la noble mujer, la vida le había negado la posibilidad de convertirse en madre, y se había prendado de Mariana desde el día en que su patrona volvió de la clínica con su tesoro en brazos.

—¡Buen día, Rosa! ¡No podés con tu genio!, ya comenzaste a malcriarme nuevamente —la saludó con una amplia sonrisa y un sonoro beso.

—¡Buen día, mi chiquita! Estás preciosa, pero tenés una carita que no sé en qué festichola habrás andado anoche. Cuidate, Marianita; ya sé que sos grande y no te gustan los sermones, pero estás acá solita y no quiero que te pase nada malo —le aconsejó acariciando el cabello suave y brillante que tantas veces le había cepillado de pequeña.

—Quedate tranquila, sabés que yo me cuido. Estuve preparando una clase hasta muy tarde y practicando con el piano; me acosté a la madrugada —mintió apurando su taza y devorando una medialuna mientras se colgaba la cartera al hombro. Ya estaba algo retrasada.

El sol de principio de diciembre anticipaba un verano de fuego. Mariana había anhelado durante todo el año esos días largos de calor, luminosos, intensos, alegres y coloridos, en los que el aire olía a jazmines y frutas frescas.

Con su ánimo más recuperado, caminó luciendo ese hermoso vestido blanco de bambula y puntillas que su madre le había comprado, con sus zapatos turquesa, cartera al tono y un perfume a flores silvestres que le daba aún más frescura a su juventud.

Una vez más, al cruzar la Plaza Houssay, miró la fachada de la Facultad de Ciencias Económicas con ese orgullo y emoción que sentía por su padre, que había egresado de allí hacía ya unas cuantas décadas. Pensó en cuánto lo extrañaba, a pesar de que hacía casi nada que se habían ido.

Aceleró el paso hasta llegar al Conservatorio. Sería un día largo, pero la entusiasmaba la cena que aún restaba terminar de organizar con Paula y, si Leandro tuviera un ratito libre, quizás podrían almorzar juntos. No parecían quedar rastros de la ansiedad que tanto la había inquietado.

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