Éramos mentirosos

E. Lockhart

Fragmento

9788415631125-5

1

Bienvenidos a la hermosa familia Sinclair.

Aquí no tenemos delincuentes.

No tenemos adictos.

No tenemos fracasados.

Los Sinclair somos atléticos, altos y guapos. Somos demócratas adinerados. Tenemos sonrisas amplias, mentones cuadrados y un servicio agresivo cuando jugamos al tenis.

No importa que el divorcio nos desgarre los músculos del corazón y que éste a duras penas lata sin un gran esfuerzo. No importa que esté agotándose el fondo fiduciario ni que las facturas de las tarjetas de crédito queden sin pagar sobre la encimera de la cocina. No importa que haya un montón de frascos de pastillas en la mesita de noche.

No importa que uno de nosotros esté perdida y desesperadamente enamorado.

Tan

enamorado

que deben tomarse

medidas igualmente desesperadas.

Somos los Sinclair.

No nos falta de nada.

No nos equivocamos.

Vivimos, al menos en verano, en una isla privada frente a la costa de Massachusetts.

Quizá no necesitéis saber nada más.

9788415631125-6

2

Mi nombre completo es Cadence Sinclair Eastman.

Vivo en Burlington, Vermont, con mi madre y tres perros.

Tengo casi dieciocho años.

Poseo un carnet de la biblioteca muy desgastado y poco más, aunque es cierto que vivo en una casa magnífica llena de objetos caros e inútiles.

Antes era rubia, pero ahora tengo el pelo negro.

Antes era fuerte, pero ahora soy débil.

Antes era guapa, pero ahora parezco enferma.

Es cierto que sufro migrañas desde el accidente.

Es cierto que no puedo sufrir a los idiotas.

Me gustan los juegos de palabras. ¿Lo veis? «Sufro» migrañas. No puedo «sufrir» a los idiotas. La palabra significa lo mismo que en la frase anterior, pero no exactamente.

Sufrir.

Podría decirse que significa «soportar», pero no exactamente.

Mi historia empieza antes del accidente. El mes de junio del verano en que tenía quince años, mi padre se fugó con una mujer a la que quería más que a nosotras.

Mi padre era un profesor mediocre de historia militar. En aquel entonces yo lo adoraba. Vestía chaquetas de tweed. Era delgado. Bebía té con leche. Le gustaban los juegos de mesa y me dejaba ganar, le gustaban los barcos y me enseñó a navegar en kayak, le gustaban las bicicletas, los libros y los museos de arte.

Nunca le gustaron los perros, y que dejara dormir a nuestros golden retriever en los sofás y les diera un paseo de casi cinco kilómetros todas las mañanas era una muestra de lo mucho que quería a mi madre. Tampoco le gustaron nunca mis abuelos, y que pasara todos los veranos en la casa Windemere de la isla Beechwood escribiendo artículos sobre guerras de hace mucho tiempo y sonriendo a los parientes en todas las comidas era una muestra de lo mucho que nos quería a mi madre y a mí.

Aquel mes de junio, el del verano número quince, mi padre anunció que se marchaba y se fue al cabo de dos días. Le dijo a mi madre que él no era un Sinclair y que ya no podía seguir intentando serlo. No podía sonreír, no podía mentir, no podía formar parte de aquella hermosa familia en aquellas hermosas casas.

No podía. No podía. No quería.

Ya había contratado unos camiones de mudanzas. Y también había alquilado una casa. Mi padre metió una última maleta en el asiento trasero del Mercedes (dejaba a mamá sólo con el Saab) y arrancó el motor.

Luego sacó una pistola y me disparó en el pecho. Yo estaba de pie en el césped y caí. La bala me abrió un gran agujero, y el corazón se me salió de la caja torácica y cayó rodando sobre un macizo de flores. La sangre manó rítmicamente de mi herida abierta,

después me salió por los ojos,

por los oídos,

por la boca.

Sabía a sal y a fracaso. La vergüenza roja e intensa de no ser querida empapó el césped delante de nuestra casa, los ladrillos del camino y los escalones del porche. Mi corazón convulsionaba como una trucha entre las peonías.

Mi madre me regañó. Me dijo que me tranquilizara.

«Sé normal, vamos —dijo—. Ahora mismo.»

«Porque lo eres. Porque puedes serlo.»

«No montes una escena —me dijo—. Respira e incorpórate.»

Hice lo que me pedía.

Ella era lo único que me quedaba.

Mamá y yo alzamos nuestros mentones cuadrados mientras el coche de mi padre se alejaba colina abajo. Luego entramos en casa y tiramos a la basura los regalos que nos había hecho: joyas, ropa, libros, lo que fuera. A lo largo de los días siguientes nos deshicimos del sofá y los sillones que mis padres habían comprado juntos. Tiramos la vajilla de la boda, la cubertería de plata, las fotografías.

Compramos muebles nuevos. Contratamos a un decorador. Encargamos una cubertería de Tiffany. Nos pasamos un día entero recorriendo galerías de arte y nos hicimos con cuadros para tapar los espacios vacíos de nuestras paredes.

Pedimos a los abogados del abuelo que protegieran los bienes de mi madre.

Después hicimos las maletas y nos fuimos a la isla Beechwood.

9788415631125-7

3

Penny, Carrie y Bess son las hijas de Tipper y Harris Sinclair. Harris heredó su dinero con veintiún años, al salir de Harvard, y aumentó la fortuna haciendo negocios que nunca me molesté en comprender. Heredó casas y tierras. Tomó decisiones inteligentes sobre el mercado de valores. Se casó con Tipper y la guardó en la cocina y el jardín. La exhibía luciendo perlas y en los veleros. Ella parecía disfrutarlo.

El único fracaso del abuelo fue que nunca tuvo un hijo, pero no importa. Las hijas de la familia Sinclair eran mujeres dichosas y bronceadas. Altas, alegres y ricas, aquellas chicas eran como las princesas de un cuento de hadas. Se las conocía en todo Boston, Harvard Yard y Martha’s Vineyard por sus rebecas de cachemira y sus magníficas fiestas. Estaban hechas para ser una leyenda. Estaban hechas para príncipes y universidades de la Ivy League, para figuras de marfil y casas majestuosas.

El abuelo y Tipper querían tanto a las niñas que no podían decir a cuál de ellas querían más. Primero Carrie, luego Penny, después Bess y otra vez Carrie. Se celebraron bodas ostentosas con salmón y arpistas, luego nacieron nietos rubios y radiantes, y hubo perros rubios y graciosos. Nadie podría haberse sentido más orgulloso de sus hermosas hijas estadounidenses de lo que Tipper y Harris lo estaban, por aquel entonces.

Construyeron tres casas nuevas en su rocosa isla privada y le pusieron un nombre a cada una: Windemere para Penny, Red Gate para Carrie y Cuddledown para Bess.

Yo soy la mayor de los niet

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos