Sophie en los cielos de París

Katherine Rundell

Fragmento

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Contenido

Portada

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Dedicatoria

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Créditos

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A mi hermano, con amor

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Una mañana, apareció un bebé flotando dentro de un estuche de violonchelo en pleno canal de la Mancha. Cumplía un año ese mismo día.

Era el único ser vivo en millas a la redonda. Sólo se lo veía a él, algunas sillas y la proa de un barco hundiéndose en el océano. La música del comedor del buque era tan buena y el volumen tan alto que nadie había reparado en el agua que encharcaba la moqueta. Los violines siguieron sonando, sin hacer caso de los primeros gritos. A veces, algún pasajero chillaba al compás de un do agudo.

Al bebé lo encontraron envuelto en la partitura de una sinfonía de Beethoven para protegerlo del frío. Se había alejado casi una milla del barco y fue el último al que rescataron. El hombre que lo subió al bote salvavidas era otro de los pasajeros: un erudito. Es cosa de eruditos reparar en los detalles, y éste advirtió que se trataba de una niña, con un pelo rubio del color de los relámpagos y la sonrisa de una persona tímida.

Imaginad la voz de la noche. O imaginad cómo hablaría la luz de la luna. O imaginad la tinta, si la tinta tuviera cuerdas vocales. Dadle a todo esto un estilizado rostro aristocrático de cejas prominentes y añadidle piernas y brazos largos, y tendréis lo que vio la pequeña cuando el hombre la sacó de su estuche de violonchelo para ponerla a salvo. Se llamaba Charles Maxim y, mientras la sostenía con sus enormes manos —algo separada del cuerpo, como si fuera una maceta que goteaba—, decidió que se la quedaría.

Era casi seguro que el bebé tenía un año. Lo supieron por la escarapela roja que llevaba prendida a la ropa. En ella se leía: «¡1!».

—O tiene un año —dijo Charles Maxim—, o ha quedado primera en alguna competición. Y yo creo que los bebés no practican deportes competitivos. ¿Deberíamos, en consecuencia, suponer que se trata de lo primero?

La niña le agarró la oreja con sus dedos sucios.

—Feliz cumpleaños, pequeña —le deseó él.

Charles no sólo le dio una fecha de cumpleaños al bebé, sino también un nombre. Ese mismo día, aprovechando que nadie podía oponerse, eligió llamarla Sophie.

—Tu día ya ha sido lo bastante dramático e insólito, pequeña —dijo—. Lo mejor será elegir un nombre lo más corriente posible. Puedes llamarte Mary, Betty o Sophie. A lo sumo, Mildred. Tú eliges.

Sophie sonrió cuando su salvador dijo «Sophie», así que se quedó con ese nombre. Entonces Charles cogió su abrigo, la envolvió en él y se la llevó a casa en un carruaje. Llovía un poco, pero a ninguno de los dos le importó. Charles no solía reparar en el tiempo, y Sophie ya había sobrevivido a un montón de agua ese día.

Charles en realidad no había conocido a ningún niño hasta entonces, y así se lo confesó a Sophie mientras iban camino de su casa:

—Me temo que me entiendo mejor con los libros que con las personas. Es tan fácil llevarse bien con los libros...

Pasaron cuatro horas metidos en el carruaje. Charles se sentó a Sophie en la punta de las rodillas y le habló de sí mismo como si la acabara de conocer tomando el té. Tenía treinta y seis años y medía un metro noventa. Hablaba inglés con las personas, francés con los gatos y latín con los pájaros. Una vez, había estado a punto de matarse por tratar de leer y montar a caballo al mismo tiempo.

—Pero ahora que estás conmigo seré más cuidadoso, pequeña niña chelo —dijo.

La casa de Charles era bonita pero poco segura: estaba llena de escaleras, suelos de madera resbaladizos y esquinas puntiagudas.

—Compraré sillas más pequeñas —dijo—. ¡Y cubriremos todos los suelos con alfombras rojas bien tupidas! Aunque no sé dónde conseguirlas. Supongo que tú tampoco lo sabrás, ¿no, Sophie?

Como era de esperar, Sophie no contestó. Era demasiado pequeña para hablar y, además, se había quedado dormida.

Se despertó cuando se detuvieron en una calle que olía a árboles y a boñiga de caballo. Sophie se enamoró de la casa al instante. Los ladrillos estaban pintados del blanco más deslumbrante de todo Londres: incluso brillaban en la oscuridad. El sótano servía para almacenar el exceso de libros y cuadros y dar cobijo a varias especies de arañas, y del tejado se habían apropiado los pájaros. Charles vivía en el espacio que quedaba en medio.

Una vez en casa, y después de un baño caliente delante de la estufa, Sophie tenía un aspecto pálido y frágil. Charles no sabía que los bebés fueran tan increíblemente diminutos. Sophie parecía muy pequeña entre sus brazos. Casi se sintió aliviado cuando llamaron a la puerta. Dejó a la niña en una silla con mucho cuidado, sentada encima de una obra de Shakespeare que le servía de alzador, y después subió los escalones de dos en dos.

Volvió acompañado de una mujer corpulenta de pelo gris. Las páginas de Hamlet estaban un poco mojadas y Sophie parecía avergonzada. Charles la cogió en brazos. Dudó entre dejarla en el paragüero del rincón o encima de la estufa, pero acabó metiéndola en el fregadero. Le sonrió, y sus cejas y ojos reflejaron su felicidad.

—Por favor, no te preocupes —le dijo—. Todos tenemos accidentes, Sophie. —Luego miró a la mujer y le hizo una pequeña reverencia—. Permítame que las presente: Sophie, ésta es la señorita Eliot, de la Agencia Nacional de Protección de Menores. Señorita Eliot, ésta es Sophie, del océano.

La mujer suspiró. Desde donde estaba Sophie, dentro del fregadero, sonó a suspiro oficial. A continuación, frunció el ceño y sacó ropa limpia de un paquete.

—Démela.

Charles le quitó la ropa de las manos.

—Yo he sacado a esta niña del mar, señora. —Sophie los observaba con atención—. No tiene a nadie que la cuide, de modo que, me guste o no, soy responsable de ella.

—Por ahora.

—¿Disculpe?

—La niña está bajo su «tutela», pero no es hija suya. —La señorita Eliot era una de esas mujeres que

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