ÍNDICE
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Citas
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Nota del autor y bibliografía
Agradecimientos
Sobre el autor
Créditos
Grupo Santillana
A Victoria.
Contigo, todo. Sin ti, nada
A mis padres y a mis hermanas
«Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores».
MATEO 9, 13
«No hay maldad tan mala como la que nace de la semilla del bien».
BALDASSARE CASTIGLIONE
«He buscado el sosiego en todas partes y solo lo he encontrado sentado en un rincón apartado, con un libro en las manos».
TOMÁS DE KEMPIS
1
Viernes Santo
«En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén», rezó mientras acariciaba las cuentas del santo rosario. Siempre que sus dedos recorrían las imperfecciones que presentaba la talla, sonreía pensando que fue la primera que hizo. Él tenía catorce años, los mismos que habían transcurrido, y desde entonces hasta ahora el desgaste producido por el rezo diario había disminuido los defectos. También evocó, con el corazón encendido por el gozo, la mirada de agradecimiento y amor que su abuela le devolvió cuando él se lo regaló.
«Creo en Dios, Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra», continuó mientras apartaba de su mente los recuerdos a los que había acudido. Tenía una misión y nada lo debía distraer. Sacó la chatelaine del bolsillo de la guerrera y miró la hora en el reloj: pasaban casi quince minutos de las nueve. «¿Cuánto más tendré que esperar?», se preguntó. Cerró los ojos y respiró profundamente, enterrando la impaciencia. Él era un soldado, un soldado de Dios y no podía permitirse ciertas debilidades.
Repasó mentalmente lo que había hecho hasta ese momento. Después de misa se cambió de ropa y luego caminó hasta aquí, donde se mantuvo alerta hasta que, a eso de las seis, Fernando Minaya salió de su casa. Le siguió, siempre unos pasos por detrás, a suficiente distancia como para que el otro no se diera cuenta ni él corriese el riesgo de perderlo. Durante la primera hora y media Fernando Minaya se limitó a pasear sin tener, aparentemente, un destino concreto. De vez en cuando se detenía delante de algún escaparate para corregir la posición del sombrero o ajustar algo de su vestuario. «Eres un vanidoso y la vanidad es un tumor del alma que corrompe todo lo que toca», se dijo, recordando las palabras de Evagrio Póntico.
A medida que avanzaba la tarde cada vez se cruzaba con menos gente. «Normal», pensó, «hoy es día de recogimiento. De luto por la muerte de Nuestro Señor». Cuando Minaya abandonó Alcalá para continuar por la calle Barquillo esperó antes de hacer lo mismo. Contuvo la respiración al pensar que, en esos segundos en los que había dejado de verlo, podía haberlo perdido. Cuando giró la esquina y le localizó se arrepintió de la inseguridad que había manifestado. Debía confiar que todo saldría bien. Estaba en una misión sagrada donde Nuestro Señor le ayudaba y guiaba, como en las otras ocasiones, hacia el éxito. El perseguido tomó la calle de las Infantas, donde torció a la derecha para continuar por Libertad. Allí se encontraba el café al que Fernando Minaya acudía con regularidad.
El establecimiento era uno de esos donde los invertidos iban para relacionarse contra natura. Él siempre prefirió esperar fuera a que el otro saliera. La única vez que entró tuvo que soportar que uno de aquellos pecadores le pidiera salir a bailar como lo harían un hombre y una mujer. Para no levantar sospechas tuvo que seguirle el juego y, en aras de su misión, se había visto obligado a soportar el tacto de una mano sudorosa cogiendo la suya y a danzar sintiendo e