El rey de los espinos

Marcelo Figueras

Fragmento

Capítulo uno

Milo x x x El entierro y la niebla — Los matones de la OFAC — ¿Héroes o farsantes? — Una viuda generosa — El Autor, RIP — Una joya en el polvo — La marca de las garras x
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Dejó el pozo de un salto. Estaba sudado y lleno de barro. Al echarse un vistazo, reparó en su zapatilla. Tenía encima algo más que mugre. El cascarudo se había enganchado al cordón. Era una bolita negra, del tamaño de una aceituna.

Milo sacudió el pie. El escarabajo salió disparado. Abrió las alas y voló. Eso lo probaba: era una hembra.

La vio perderse en la bruma. Después se estiró, con un tronar de vértebras.

Música de huesos. La canción que conocía mejor.

Este no va a ser un entierro más, pensó. Y recogió la pala. x
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El amanecer no pudo con la niebla, que seguía posada sobre el cementerio.

Milo había cavado a ciegas. Cuando trabajaba así, solía haber accidentes. Alguna gente se lastimaba adrede: el Mocho Beltrán, por

e l r e y d e l o s e s p i n o s ejemplo, que optó por el camino más corto hacia una pensión. Milo entendía el impulso, pero no estaba tan desesperado; no todavía. Con la última palada, instó a sus colegas a dejar el hueco antes de que incurriesen en un error… o en la tentación.

Liberaron el hoyo y la niebla lo ocupó. Se probaba el traje para la ceremonia.

Sus colegas se disolvieron en la bruma. Mejor así, les daba por beber durante los tiempos muertos y la gente se ofendía. Pero Milo se quedó al resguardo de otra lápida. («Madre y esposa amante».) Quería ver el cortejo.

Fue un afán inútil. La niebla borraba formas y colores. Registró, sí, el ronquido de los coches fúnebres. Se acercaban a paso de hombre, tanteando el camino. Los dolientes estaban irritados, o tal vez nerviosos, porque daban portazos al bajar.

El entierro se estaba poniendo raro. Pero la niebla no tenía la culpa. Para el cementerio era una vieja amiga. Solía llegar a lomos del río, despeinando juncos y espadañas. Lo que la empujaba a tierra era el Nictálope. Así se llamaba el viento que sopla en la penumbra, se lo había dicho el Viejo.

A la niebla le gustaba echarse allí. Se acomodaba entre bóvedas y tumbas, como un gato más. Y Milo disfrutaba de sus irrupciones. Lo apartaban de la rutina.

Cada vez que invadía el terraplén, Milo se transportaba a otra dimensión. Había visto escenas así en las pelis de terror, siempre insinuaban lo mismo.

Algo estaba por ocurrir.

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El nombre de la lápida no le dijo nada. Pero el muerto debía de ser importante, o al menos famoso. Ninguna otra gente llevaba multitudes al cementerio.

Había tantas cámaras como deudos. Los flashes creaban flores efímeras en la niebla. Perseguían a la Viuda, una mujer de edad indefinida que no reaccionaba ante el acoso. Le hizo pensar en esas estatuas que servían de columnas. ¿Cómo se llamaban? El Viejo lo recordaría al toque, se dijo.

MARCELO FIGUERAS

El escándalo lo devolvió al presente.

Hasta entonces Milo se había creído al abrigo de la niebla, que le había permitido participar de la ceremonia como prefería, sin llamar la atención. Pero ahora se sentía desnudo o, más que desnudo, inerme. Había entendido quiénes llegaban.

Matones de la OFAC. Cercando el predio con sus autos prepotentes. La incursión lo ofendía, le hacía sentir algo peor que la indefensión. (La palabra que esquivaba era precisa: se sentía violado.)

El cura se extravió entre las páginas del breviario. Pero al ver que la Viuda ignoraba el embate (los matones hablaban en voz alta, como si no hubiesen llegado a un entierro, sino a un picnic), retomó la plegaria.

Las sombras perforaron la niebla. Cortaban el camino a través del barro. Pisando lápidas y flores, derribando cruces. Vestían chaquetas de cuero: largas para los más jóvenes, cortas y abiertas para aquellos con panzas como quillas.

Fumaban como si quisiesen engordar la bruma. Milo contó seis bigotes, un arreglo capilar que formaba parte de su ostentación.

Ni siquiera disimulaban que estaban armados.

Aquel que quedó al frente (Bigote Uno) se persignó de un modo burlón. Sus secuaces lo imitaron, a excepción de uno, que prefirió eructar.

El cura tartamudeó. La Viuda alzó el mentón.

El oficio prosiguió. Lucas 3, 10. ¿Qué debemos hacer?, reclamaba la gente a Jesús; la pregunta quedó flotando mientras Milo y sus colegas bajaban el cajón.

Algunos matones empezaron a alejarse, dando por cumplida la misión de irritar. Sus risas rompían sobre la playa del responso.

Milo ya había sido testigo de escenas similares. Entierros vigilados, los llamaban. Al principio lo indignaron, pero había terminado por acostumbrarse.

En cualquier caso, atribuyó su sorpresa a algo distinto. Cuando vio a los Héroes, su corazón pegó un salto. x
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Aparecieron entre los árboles. Cuatro hombres con ropas estrafalarias. ¿O habría sido mejor definirlas como disfraces?

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e l r e y d e l o s e s p i n o s

Turbante. Cota de malla. Sombrero de piel.

Llamaban la atención como un cuerno en el pecho. Y estaban armados como los de la OFAC, aun cuando su parafernalia fuese digna de un museo. Debía de ser cosa de los matones: algo que se habían reservado como broche de oro.

La niebla se enfrió en un abrir y cerrar de ojos. Pronto comprendió que se había equivocado. Quien elevaba la temperatura era él: Milo Maciel, el hijo del enterrador. El muerto no era suyo, pero todo tenía un límite.

Los dedos de Milo (que eran dedos de labriego, duros como tenazas) arrancaron un crujido al mango de la pala.

Decidió actuar sin pensar en consecuencias. Pero al ver a Bigote Uno, se contuvo. Su expresión no dejaba lugar a dudas. Las visitas lo perturbaban.

Bigote Uno escupió una orden. Dos matones se esfumaron en la niebla.

Milo echó un vistazo a la Viuda. Los Disfrazados inspiraban algo distinto en la mujer: primero sorpresa, después curiosidad y finalmente… ¿Qué era aquello? No estaba seguro de haberlo interpretado.

Las cámaras persiguieron la novedad con sus ojitos rojos. Tanta atención perturbó a los cuatro hombres, que rompieron filas.

Cuando los matones alcanzaron los árboles, ya no había nadie allí.

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Los primeros en irse fueron los sicarios. Soltaban comentarios horribles, mientras arrastraban los pies en el barro.

El jefe lo reventó, dijo una boca con bigotes como acento circunflejo. Le pegó en la jeta, pam pam. ¡Y el turro no caía!

Después llegó el turno de los deudos. Se despidieron de la Viuda, pero parecían remisos a abandonarla; lo hicieron con lentitud, marea negra en retirada.

(Milo registró una mención que la gente repetía, entre susurros. Hablaban de las chicas. Querían saber dónde estaban, cómo estaban, qué se sabía de ellas. ¿Quiénes eran las chicas?)

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