La Loca

Cristina Fallarás

Fragmento

—No me jodas, Walter Salazar. No me jodas. ¿Qué coño traes ahí?

—¿Pues no lo está viendo con sus ojitos preciosos, doña?

Aquel día, en lugar de los habituales cachivaches, pilas de transistor, harina, azúcar, revistas y periódicos atrasados, vino, cerveza y sorpresas varias, la ranchera cargaba dos maletones y una mujer.

—A esa te la llevas de vuelta.

Walter Salazar se encogió de hombros y señaló a la mujer que había abierto la puerta y salía oteando los alrededores con la mirada de los inventarios. A la izquierda, la jungla se aireaba con sonidos agudos de pájaros, silbidos de monos y helechos. Llegaba de allí un aroma dulce y amplio de humedades y descomposición. A la derecha, una casa amplia de madera con el frontal en equilibrio sobre cuatro troncos demasiado largos, patas flacas para un porche precario, y bancales de huerta. Una docena de criaturas del lugar levantaron las caritas, todo ojos, dulce brillo negro al sol del mediodía, y volvieron a sus faenas. A la mujer le llegó un aroma a leña que se perdía hacia una edificación escueta más allá, un pabellón circular abierto sobre columnas de palo techado con palma seca. Sonrió sin sonrisa, miró al cielo y respiró hondo.

—Ya ve, doña, que el sitio le gusta.

—¿De dónde carajo la has sacado, Walter Salazar?

—Pues la recogí en la ciudad. Habrá llegado en barca. Por el olor, digo. Y porque no hay cómo llegar de otra forma.

—Y se puede saber por qué hostias me la traes aquí.

Miró con los brazos en jarras a la recién llegada, que ya había empezado a caminar hacia la Casa Grande.

—Me lo pidió.

—¿Que te lo pidió? —Subió el tono—. ¿Que te lo pidió? Ah, claro, te lo pidió. ¿Y esa te parece razón suficiente, hijueputa? Te lo pidió, oh, sí, al señor se lo pidió. Y si yo te pido la luna, ¿eh? ¿Me la bajas si yo te pido la puta luna?

Walter Salazar volvió a encogerse de hombros y rodeó la ranchera con intención de descargar los bultos.

—Si me paga lo que me pagó ella, le bajo la luna, sí, Española, se la bajo y se la ato a un palo.

Aún con las manos en la cadera, la mujer se volvió a mirar a la extraña. La vio llegar al porche y sentarse lentamente en la mecedora, ajena a las voces que llegaban desde el polvo del vehículo. Vestía pantalón vaquero recortado a medio muslo, camiseta que fue azul y zapatillas deportivas embarradas hasta el tobillo. Barro y otras miserias inclasificables. Era blanca y llevaba el pelo negro ralo, rapado a mordiscos.

—No me gusta esta tía, no me gusta nada. Dime, Walter Salazar, de dónde carajo la has sacado.

Un mono raquítico y negro, todo pelo y pegote, saltó sobre el hombro de la recién llegada y se le abrazó al cuello. Ella no se inmutó. Nada. Ni susto ni alegría ni asco. Permanecía absorta en algún punto más allá del pabellón, con las piernas separadas, los codos sobre las rodillas, las manos entrelazadas y el cuerpo inclinado hacia delante. Cuando un camaleón llegó pasito a paso por el tronco que hacía las veces de baranda, lo miró sin curiosidad. El animal inclinó la cabeza hacia la izquierda como para un saludo. La mujer hizo lo mismo. Se miraron de lado.

—Pero ¿qué carajo hace esta tía?

—Está claro, Española. Se está instalando, ¿o es que no lo ve?

Walter Salazar empezó a descargar el primer maletón y la dueña del lugar se le abalanzó a manotazos. Un jaleo de gallinas y tres perros llegaron a la carrera lanzando ladridos roncos, sin costumbre.

—¡Ni se te ocurra, Walter Salazar! No tenemos ni puta idea de quién es esa tipa, ni tú ni yo. ¿Entiendes lo que te digo? —El hombre no se alteró—. Yo no tengo puñetera idea de por qué la has traído hasta aquí. Aquí —adoptó el tono de quien se dirige a un sonado o a un niño— no se traen personas. ¿No habíamos quedado en eso?

El chofer volvió a encogerse de hombros, apartó a la mujer con la paciencia dulce que da la costumbre y bajó el primer bulto. Ella no opuso ya resistencia. Las gallinas volvieron a sus picoteos y los perros, a su sombra. En algún lugar oculto por la Casa Grande empezó a crepitar un fuego y las brasas perfumaron de hogar el bosque.

La mujer se acercó con paso enérgico a la extraña. Llevaba el pelo recogido en una trenza a la espalda. El sayo recto y crudo, espartano, le daba cierto aspecto de impostura.

—Yo me llamo Lola, Lola la Española. —Sus palabras deseaban puños—. ¿Y tú?

La otra le miró fijamente sin expresión y volvió a concentrarse en el camaleón. El mico seguía abrazado a su cuello y con la mano derecha le pellizcaba el pelo triste como quien busca piojos. El encuentro de las dos mujeres detuvo a las niñas y sembró la huerta de azabaches cuyo fulgor desafiaba al tiempo y la miseria. Llegaban de la jungla filamentos de silbidos, aullidos y piares. Desde detrás de la Casa Grande aparecieron dos muchachas del lugar ataviadas de un blanco inmaculado, como si fueran de fiesta.

—Yo me llamo Lola, Lola la Española —repitió, pero igual podría haberla pateado—, ¿y tú?

Esta vez la mujer ni la miró, con la vista fija en las criaturas de la huerta, hipnotizada.

La Española volvió sobre sus pasos y enfrentó al chofer, que ya había descargado los dos bultos y fumaba recostado sobre la puerta de la ranchera. Tarareaba canciones de amor.

—¿De dónde carajo viene? —Masticó cada sílaba.

—Ya le dije, doña. ¿Cómo voy a saber yo?

—Bien —recuperó el tono del lentito—, voy a preguntártelo de otra manera a ver si me entiendes, Walter Salazar. ¿Por qué has traído a esa estúpida mujer precisamente a esta casa, esta casa donde sabes, Walter Salazar, desde hace mucho tiempo sabes, Walter Salazar, que no se traen personas?

El hombre miró a la viajera sentada en el porche, tranquila, como si estuviera acostumbrada a que un mono araña le sacara piojos y una enorme guacamaya se presentara doblándole el cuello. Después se volvió hacia la Española. Las dos debían de tener la misma edad, unos cuarenta, pero su aspecto no podía ser más diferente. La Española era redonda, de amplia cadera mullida y mediana estatura, mientras la extraña se levantaba como un junco largo y algo seco. Walter Salazar abrió la puerta del vehículo y sacó un papel arrugado y sucio que resultó ser un mapa. Dibujada con fina precisión, una línea unía la capital con la Ciudad Grande y esta con otra menor a la que no se podía acceder más que por mar, la rodeaba con una circunferencia de elegante trazo, y de allí partía hacia un lugar situado a unos veinte kilómetros siguiendo el curso del río en dirección este, atravesando la jungla. Dicho punto sin nombre ni rastro alguno en el plano estaba también marcado, pero con decenas de círculos superpuestos como si alguien hubiera enloquecido en tinta. Sobre el borrón, unas coordenadas de nuevo elegantes.

—Ella me dio el mapa y un atado de dólares, doña. Pues pensé que podí

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