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El extraño segundo matrimonio de Archie Jones
Primera hora de la mañana, último cuarto del siglo, avenida Cricklewood. A las seis y veintisiete del 1 de enero de 1975, Alfred Archibald Jones se encontraba de bruces sobre el volante de un familiar Cavalier Musketeer inundado de dióxido de carbono, vestido de pana y confiando en que no fuera muy severo el juicio que le aguardaba. Tenía la mandíbula laxa y los brazos en cruz como un ángel caído; en un puño (el izquierdo) apretaba sus medallas al mérito militar, y en el otro (el derecho), su certificado de matrimonio, ya que había decidido llevar consigo sus errores. Ante sus ojos parpadeaba una lucecita verde, anunciando un giro a la derecha que Archibald había decidido no hacer. Estaba resignado. Estaba preparado. Había lanzado al aire la moneda y acataba con entereza su veredicto. Era un suicidio a cara o cruz. En realidad, era un propósito de Año Nuevo.
Pero, mientras iba faltándole el aire y se le nublaba la vista, Archie era consciente de que parecería raro que hubiera elegido la avenida Cricklewood. Se lo parecería a la primera persona que distinguiera a través del parabrisas su figura postrada, y a los policías que redactaran el informe, y al gacetillero a quien encargaran hilvanar cincuenta palabras, y a los parientes y amigos que las leyeran. Y es que Cricklewood, con un imponente multicine de cemento a un extremo y un gigantesco nudo viario al otro, no era ningún sitio digno de mención. No era un lugar para ir a morir. Era un lugar al que se acudía para ir a otros lugares, por la A41. Pero Archie Jones no quería morir en medio de un bosque lejano ni en un risco festoneado de tierno brezo. Archie opinaba que la gente del campo debe morir en el campo y la de ciudad, en la ciudad. Lo normal. Así en la muerte como en la vida, etcétera. Era lógico que Archibald muriera en esa fea vía urbana en la que había acabado viviendo, a los cuarenta y siete años, solo, en un apartamento de un dormitorio, encima de una freiduría de patatas abandonada. No era hombre que hiciera planes minuciosos, como dejar una nota aclaratoria o instrucciones para el entierro; Archie no era un tipo pretencioso. Sólo necesitaba un poco de silencio, un poco de tranquilidad, para poder concentrarse. Quería la paz y el sosiego de un confesionario vacío, o la que media en el cerebro entre el pensamiento y la palabra. Y quería suicidarse antes de que abrieran las tiendas.
En las alturas, una bandada de voladores bicharracos del barrio despegó de una base oculta, inició un picado y, en el último momento, cuando parecía que se estrellaba contra el techo del coche de Archie, remontó el vuelo con un espectacular giro sincronizado, describiendo una elipse tan elegante como la de una bola de críquet lanzada por una mano maestra, y fue a posarse en la tienda de Hussein-Ishmael, renombrado carnicero musulmán. Archie estaba ya demasiado mareado para festejarlo, pero observaba con regocijo interior cómo los animalitos aliviaban el intestino dejando churretes amoratados en las blancas paredes, y cómo estiraban el cuello para mirar hacia el sumidero de Hussein-Ishmael por el que se escurría la sangre de todas aquellas cosas muertas —pollos, vacas y corderos—, colgadas como abrigos de los ganchos dispuestos por toda la carnicería.
Los desgraciados. Aquellas palomas tenían un instinto infalible para descubrir a los desgraciados, y por eso se desentendieron de Archie. Porque, aunque él lo ignoraba, y a pesar del gas venenoso que una manguera de aspiradora conectada al tubo de escape le lanzaba a los pulmones desde el asiento de al lado, esa mañana la fortuna sonreía a Archie. Una fina capa de buena suerte lo cubría cual baño de rocío. Mientras el conocimiento se le iba y le volvía con intermitencias, la posición de los planetas, la música de las esferas celestes, el temblor de las diáfanas alas de una mariposa tigre en el África Central y un puñado de esas cosas «que mueven los resortes» habían decidido que le correspondía una segunda oportunidad. En algún sitio, quién sabe cómo o por qué, alguien había decidido que Archie tenía que vivir.
La carnicería Hussein-Ishmael era propiedad de Mo Hussein-Ishmael, un hombretón que se peinaba con tupé sobre la frente y cola de pato en el cogote. Mo opinaba que con las palomas había que ir a la raíz del problema, que no es el guano sino la paloma. La mierda no es la mierda (éste era el mantra de Mo): la mierda es la paloma. Por ello, la mañana de la casi muerte de Archie empezó en la carnicería Hussein-Ishmael como todas las mañanas: Mo se asomó a la ventana, apoyó el vientre en el alféizar y, blandiendo el cuchillo, describió un mortífero arco para cortar el goteo amoratado.
—¡Fuera! ¡Fuera, cagonas de mierda! ¡Ajá! ¡SEIS!
En el fondo era críquet, el deporte típicamente inglés, en su versión adaptada por inmigrantes: seis era el máximo de palomas que uno podía cargarse de una pasada.
—¡Varin! —gritó Mo hacia la calle, levantando el cuchillo ensangrentado con ademán triunfal—. Ahora te toca batear a ti, chico. ¿Listo?
Debajo de él, en la acera, estaba Varin, un obeso muchacho hindú con presunta y no demostrada experiencia laboral, procedente de la escuela de la esquina. Miraba hacia arriba con aire compungido, como un gran punto bajo el signo de interrogación de Mo. La tarea de Varin consistía en subir por una escalera de mano, meter las palomas troceadas en una bolsa de plástico, atar la bolsa y llevarla a los contenedores situados al otro extremo de la calle.
—¡Vamos, gordinflón! —gritó uno de los dependientes de Mo, acompañando cada palabra de un escobazo en el culo de Varin—. Mueve tu gordo trasero hindú de dios elefante Ganesh y saca de ahí toda esa paloma picada.
Mo se enjugó el sudor de la frente, resopló y paseó la mirada por Cricklewood, contemplando las butacas viejas y los trozos de alfombra que componían salones al aire libre para uso de los borrachos del barrio; los locales de máquinas tragaperras, las grasientas cucharitas de plástico y los taxis sin licencia: todo, cubierto de mierda. Llegaría el día, Mo no lo dudaba, en que Cricklewood y sus residentes le agradecerían su diaria escabechina; el día en que los hombres, mujeres y niños del vecindario no tuvieran que seguir mezclando una parte de detergente y tres de vinagre para limpiar la inmundicia que caía sobre el mundo. La mierda no es la mierda —repetía Mo solemnemente—: la mierda es la paloma. Mo era el único que lo veía claro. En este tema se sentía muy zen, muy benévolo con el prójimo, hasta que distinguió el coche de Archie.
—¡Arshad!
Un individuo flaco y nervioso, con mostacho de guías retorcidas y la ropa de cuatro tonos de marrón, salió de la tienda con las manos ensangrentadas.
—¡Arshad! —Mo, que contenía el furor a duras penas, apuntó al coche con el índice—. Hijo, te lo preguntaré una sola vez.
—¿Sí, abba? —dijo Arshad haciendo oscilar el peso del cuerpo de un pie al otro.
—¿Qué diablos es eso? ¿Se puede saber qué hace esto ahí? Tengo descarga a las seis y media. A las seis y media me llegan quince reses muertas. Tengo que meterlas ahí detrás. Es mi trabajo. ¿Entiendes? Me traen carne. De manera que estoy perplejo... —Mo simuló una expresión de inocente desconcierto—. Porque yo pensaba que aquí estaba claramente marcado «Zona de descarga». —Señalaba una vieja caja de madera en la que se leía: PROHIBIDO APARCAR TODOS LOS DÍAS—. ¿Qué me dices?
—Yo no sé nada, abba.
—Tú eres mi hijo, Arshad. No te tengo aquí para no saber. Para eso lo tengo a él. —Sacó el brazo por la ventana y dio un manotazo en la nuca a Varin, que caminaba en aquel momento por el peligroso canalón como por la cuerda floja; manotazo que estuvo a punto de tirarlo a la calle—. A ti te tengo aquí para que te enteres de las cosas. Para procesar la información. Para hacer la luz en la gran oscuridad del inexplicable universo del creador.
—Abba...
—Ve a ver qué hace y échalo.
Mo desapareció de la vista. Al cabo de un minuto, Arshad volvía con la explicación.
—Abba.
La cabeza de Mo se asomó a la ventana, como el enfurecido cuco de un reloj suizo.
—Está suicidándose, abba.
—¿Qué?
Arshad se encogió de hombros.
—Le he gritado por la ventanilla que se fuera y me ha contestado: «Déjame en paz, estoy suicidándome.» Eso ha dicho.
—En mi establecimiento no se suicida nadie —dijo tajantemente Mo bajando la escalera—. No tenemos licencia para eso.
Una vez en la calle, Mo avanzó amenazador hacia el coche de Archie, quitó de un tirón los pañuelos que sellaban la rendija de la ventanilla del conductor y bajó cuatro dedos el cristal a base de fuerza bruta.
—Oiga, señor mío, nosotros no tenemos licencia para suicidios. Este lugar es halal. Kosher, ¿comprende? Si quiere morir aquí, antes tendremos que desangrarlo bien.
Archie levantó pesadamente la cabeza del volante. Y, en el instante que transcurrió desde que distinguió la corpulenta y sudorosa figura de un Elvis de piel morena hasta que descubrió que su vida aún era suya, tuvo una especie de revelación. Pensó que, por primera vez desde que había venido al mundo, la Vida había dicho «Sí» a Archie Jones. No un simple «De acuerdo» ni un «Ya que has venido, quédate», sino una afirmación categórica. La Vida quería a Archie. Lo había atraído a su seno, arrebatándolo a la muerte en sus mismas fauces. Pese a que no era uno de sus mejores especímenes, la Vida quería a Archie, y Archie, sorprendido, comprendió que quería a la Vida.
Frenéticamente, hizo girar las manivelas de las dos puertas para bajar los cristales, y absorbió con ansia el oxígeno desde lo más hondo de los pulmones. Con lágrimas en las mejillas, se agarró con las dos manos al delantal de Mo y, entre jadeo y jadeo, le dio efusivas gracias.
—Está bien, está bien —dijo el carnicero liberando el delantal de los dedos de Archie y haciendo ademán de limpiarlo—. Ahora márchese, que tiene que venir el camión de la carne. Lo mío es desangrar animales, no dar consejos. Vaya a un psicólogo. Esto es una carnicería.
Archie, deshaciéndose en muestras de agradecimiento, dio marcha atrás, salió al centro de la calzada y dobló por la primera bocacalle a la derecha.
Archie Jones quería suicidarse porque Ophelia, su esposa, una italiana con ojos de color violeta y un poco de bigote, se había divorciado de él. Pero Archie no había empezado el año intoxicándose con ayuda de una manguera de aspiradora porque estuviera enamorado de su mujer, sino por haber vivido con ella tantos años sin estar enamorado. El matrimonio de Archie fue como comprar unos zapatos, llegar a casa y darte cuenta de que no te sirven. Él, para salvar las apariencias, los había soportado. Pero un día, al cabo de treinta años, los zapatos echaron a andar y lo dejaron. Se marchó. Treinta años.
Que Archie recordara, él y Ophelia habían empezado bien, lo mismo que casi todo el mundo. En la primavera de 1946, recién salido de la noche de la guerra, Archie entró en un café de Florencia donde le sirvió una camarera que era un verdadero sol. Ophelia Diagilo, con su vestido amarillo, despedía cálidos fulgores y promesas mientras le ponía delante el espumoso capuccino. Fueron al matrimonio como caballos con anteojeras. Ella no podía adivinar que, en la vida de Archie, las mujeres no eran un elemento permanente como la luz del día; que en el fondo no le gustaban, que no se fiaba de ellas, que sólo podía amarlas si tenían aureola. Y a Archie nadie le dijo que, agazapados en el árbol genealógico de los Diagilo, había dos tías histéricas, un tío que hablaba a las berenjenas y un primo que se abrochaba la ropa a la espalda. Así que se casaron y se fueron a Inglaterra, donde Ophelia pronto descubrió su error, su marido no tardó en volverla loca, y la aureola fue a parar al desván, a cubrirse de polvo junto con los cachivaches y los electrodomésticos averiados que Archie había prometido reparar. Entre los electrodomésticos había una aspiradora Hoover.
La mañana del 26 de diciembre, seis días antes de que aparcara en la puerta de la carnicería de Mo, Archie volvió a la casa adosada de Hendon que había sido su hogar, a buscar la Hoover. Era su cuarta visita al desván en otros tantos días, durante los cuales había ido trasladando a su nuevo piso los desechos de un matrimonio. La Hoover era una de las últimas piezas que quedaban, una de las más averiadas y más feas, una de esas cosas que uno se lleva sólo para fastidiar, porque ha perdido la casa. Porque el divorcio es eso: quitarle cosas que uno ya no necesita a una persona a la que ya no quiere.
—Otra vez usted —le dijo en la puerta la asistenta española, María de los Santos o Santos de María o algo por el estilo—. ¿Ahora qué, señor Jones? ¿Ahora el fregadero?
—La Hoover —dijo Archie lúgubremente—. La aspiradora.
Ella hizo un gesto de resignación y escupió en el felpudo, a dos dedos de sus zapatos.
—Bienvenido, señor.
La casa se había convertido en refugio de las personas que más lo detestaban. Además de la asistenta, Archie tenía que habérselas con la numerosa familia italiana de Ophelia, con la enfermera, la asistenta social del ayuntamiento y, por supuesto, con la propia Ophelia, eje de aquel manicomio, enroscada en el sofá en posición fetal, soplando en una botella de Bailey’s que sonaba como un trombón. Sólo en atravesar las líneas enemigas, tardó Archie hora y cuarto. ¿Y para qué? Para llevarse una aspiradora inmunda, arrinconada desde hacía meses por su contumacia en hacer lo contrario de lo que debe ser la función de una aspiradora, o sea, escupir el polvo en lugar de tragárselo.
—Señor Jones, ¿por qué viene a esta casa, si tanto le disgusta? Sea usted razonable. ¿De qué le sirve? —La asistenta, con una botella de líquido limpiador, lo había seguido hasta el desván—. Está rota. No funciona. ¿Lo ve? ¿Lo ve? —La mujer había enchufado el aparato y accionaba el inoperante interruptor. Archie, en silencio, tiró de la clavija y enrolló el cable alrededor de la aspiradora. Se la llevaría aunque estuviera rota. Todas las cosas rotas se irían con él. Estaba decidido a reparar todas las malditas averías de aquella casa, aunque sólo fuera para demostrarles de lo que era capaz.
—¡Pedazo de inútil! —María no sé qué bajaba tras él—. ¡Su esposa está mal de la cabeza, y esto es todo lo que se le ocurre!
Abrazado a la aspiradora, Archie entró en la concurrida sala de estar y, bajo la reprobadora mirada de varios pares de ojos, sacó la caja de las herramientas y se puso a trabajar.
—Míralo —dijo una de las abuelas italianas, la más encantadora, que llevaba chal de colores y tenía menos verrugas que la otra—, se lo quita todo, capisce? Le ha quitado el juicio, le ha quitado la batidora, le ha quitado el estéreo. No le falta más que arrancar las tablas del suelo. Esto revuelve el estómago...
La asistenta social, que hasta en los días secos parecía un gato de Angora mojado, movió la cabeza con expresión de asentimiento en su cara afilada.
—Es una vergüenza, una vergüenza, ya lo puede usted decir... Y luego los platos rotos los pagamos nosotras; es una servidora la que tiene que...
La enfermera la interrumpió:
—No pretenderá usted que se quede aquí sola, la pobre... después de que él se ha largado. Esta mujer necesita un hogar... necesita...
«¿No veis que yo estoy aquí? —deseaba decirles Archie—. Estoy aquí, puñeta, a ver si os enteráis. Y la batidora era mía.»
Pero a Archie no le gustaba enfrentarse a nadie. Estuvo escuchándolas durante quince minutos más, en silencio, mientras probaba la potencia de aspiración de la Hoover con trozos de periódico, hasta que lo invadió la sensación de que la Vida era una mochila enorme y pesada y que, aunque hubiera que perderlo todo, valía más dejar el equipaje al borde del sendero y caminar hacia la oscuridad. «No necesitas la batidora, Archie, muchacho, no necesitas la aspiradora. Todo esto es peso muerto. Tira ya la mochila, Archie, y únete a los bienaventurados que hacen cámping en el cielo.» ¿Estaba mal pensar esto? Con la cháchara de la ex esposa y familia en un oído y el siseo entrecortado de la aspiradora en el otro, a Archie le parecía que el fin estaba próximo y era inevitable. Nada personal contra Dios o quien fuera. Era, sencillamente, que aquello se le antojaba el fin del mundo. Y haría falta algo más que un poco de whisky barato, galletas saladas y una triste caja de bombones —ya desaparecidos todos los de fresa— para justificar el inicio de otra anualidad.
Pacientemente, Archie reparó la Hoover y aspiró la sala con extraña y metódica determinación, hurgando con la boquilla hasta en los rincones más difíciles. Con movimientos solemnes, lanzó al aire una moneda (cara, vida; cruz, muerte) y no sintió nada especial al ver que la figura del león rampante había quedado hacia arriba. Lentamente, desmontó la manguera de la Hoover, la metió en una maleta y salió de la casa por última vez.
Pero morir no es fácil. Y el suicidio no puede incluirse en una lista de tareas pendientes, entre limpiar la bandeja del horno y nivelar las patas del sofá con un ladrillo. Es la decisión de no hacer, de deshacer; es un beso lanzado al olvido con la punta de los dedos. Por más que digan, el suicidio exige valor. Es para los héroes y los mártires, para amantes de la ostentación. Y Archie no era nada de esto. Él era un hombre cuya importancia en el Gran Esquema de las Cosas podía describirse con las relaciones clásicas:
Guijarro: Playa.
Gota de lluvia: Océano.
Aguja: Pajar.
Por ello, durante varios días, Archie hizo caso omiso de la decisión de la moneda y se limitó a pasear la manguera de la aspiradora en el coche. Por las noches, al contemplar a través del parabrisas el colosal firmamento, recuperaba la antigua sensación de las proporciones del universo y experimentaba su propia pequeñez y desarraigo. Trataba de imaginar la mella que su desaparición haría en el mundo, y le parecía imperceptible, infinitesimal. Dedicaba los minutos perdidos a especular sobre si la palabra «Hoover» se había convertido en un término genérico para designar todas las aspiradoras o si, como aseguraban algunos, era sólo una marca. Y, mientras tanto, la manguera descansaba en el asiento trasero como un enorme pene fláccido, mofándose de su miedo íntimo, riéndose de los pasitos de paloma con que se acercaba al verdugo, burlándose de su debilidad y su vacilación.
Hasta que, el 29 de diciembre, Archie fue a ver a su antiguo camarada Samad Miah Iqbal, un compadre de lo más dispar y, no obstante, su más viejo amigo. Era un musulmán de Bengala, compañero de armas de los viejos tiempos en los que hubo que luchar en aquella guerra que a ciertas personas les recordaba el tocino rancio y una raya pintada en las piernas simulando la costura de las medias y, a Archie, disparos de artillería, juegos de cartas y el sabor de un fuerte licor extranjero.
—Archie, amigo mío —le dijo Samad con su entonación cálida y cordial—, olvídate de todos esos problemas matrimoniales. Empieza una vida nueva. Es lo que necesitas. Y no se hable más del asunto. Cubro tus cinco chelines, y cinco más.
Estaban en el O’Connell, su nuevo local favorito, jugando al póquer con sólo tres manos, las dos de Archie y la izquierda de Samad: la derecha era una piltrafa gris y yerta, muerta para todos los efectos, salvo para la circulación sanguínea. El establecimiento en que cenaban todas las noches, mitad café mitad garito de juego, era propiedad de una familia iraquí cuyos numerosos miembros tenían en común un cutis lleno de granos.
—Fíjate en mí. Mi matrimonio con Alsana ha dado nuevo rumbo a mi vida. Me ha abierto nuevos horizontes. Es tan joven, tan vital... Es como un soplo de aire puro. ¿Quieres un consejo? Ahí va: deja esa vida que llevas. Es una vida gastada y pobre, Archibald. No te hace ningún bien. Ningún bien en absoluto.
Samad lo miraba, compasivo, porque sentía afecto por Archie. Su amistad de guerra había estado interrumpida por treinta años de separación con continentes por medio, hasta que, en la primavera de 1973, Samad, ya de mediana edad, había venido a Inglaterra en busca de una vida nueva, con Alsana Begum, su joven esposa de veinte años, pequeñita, con cara de luna y ojos vivaces. En un acceso de nostalgia, y porque era el único hombre al que conocía en esta pequeña isla, Samad había buscado a Archie y se había ido a vivir al mismo barrio de Londres. Y, lenta e inexorablemente, entre los dos hombres había renacido la vieja amistad.
—Juegas como un marica —dijo Samad, dejando las damas ganadoras boca abajo sobre la mesa y dándoles la vuelta con un elegante movimiento del pulgar que las abrió en abanico.
—Ya soy viejo —dijo Archie tirando las cartas—. ¿Quién va a quererme ahora? Bastante me costó convencer a alguien la primera vez.
—Tonterías, Archibald. Todavía no has encontrado a la mujer que te conviene. Esa Ophelia, Archie, no es mujer para ti. Por lo que me has dejado entrever, ni siquiera es una mujer de esta época...
Se refería a la locura de Ophelia, que la hacía creerse, la mitad del día, que era la criada de Cosme de Médicis, el célebre protector de las artes del siglo XV.
—Sencillamente, ha nacido en una época que no es la suya. Ésta no es su hora, quizá ni su milenio. La vida moderna la ha pillado desprevenida y con el culo al aire. Ha perdido la razón. Está ida. ¿Y tú? Pues tú te llevaste por error una vida que no era la tuya, y ahora tienes que cambiarla. Además, esa mujer no te ha dado la bendición de unos hijos... ¿y qué es una vida sin hijos, Archie? Pero siempre hay una segunda oportunidad. Créeme, lo sé muy bien. Tú —prosiguió arrastrando las monedas de diez peniques con el canto de la mano mala— no debiste casarte con ella.
«Menuda perspicacia —pensó Archie—. Qué fácil es acertar mirando hacia atrás.»
Finalmente, dos días después de esta conversación, en la madrugada del Año Nuevo, el dolor se hizo tan intenso, que Archie ya no pudo pensar ni un momento más en seguir el consejo de Samad y decidió inmolar su carne, sacrificar su vida, abandonar la senda que lo había llevado por inhóspitos parajes y que, en lo más intrincado de la selva, devoradas por los pájaros las migas que marcaban la ruta, se había borrado por completo.
Cuando el coche empezó a llenarse de gas, por la mente de Archie desfiló toda su vida, como siempre sucede. Resultó una experiencia breve, poco edificante y de escaso entretenimiento; el equivalente metafísico del discurso de la Reina. Una niñez aburrida, un matrimonio desgraciado y un trabajo insípido —la terna clásica— pasaron rápida y silenciosamente, sin apenas diálogo, haciéndole revivir las mismas sensaciones. Archie no era de los que creen firmemente en el destino, pero ahora tenía la impresión de que alguien, en un esfuerzo especial de predestinación, había elegido para él una vida como si fuera un lote de Navidad, preparado con antelación e igual para todo el mundo.
Estaba la guerra, sí; Archie había ido a la guerra, pero el último año únicamente, a los diecisiete recién cumplidos, así que aquello casi no contaba. No había combatido en primera línea, desde luego. De todos modos, él y Samad, el viejo Sam, Sammy-boy, tenían bastantes cosas que contar. Archie hasta podía enseñar, a quien quisiera verlo, un trozo de metralla que tenía en una pierna, pero nadie quería verlo. Ya nadie quería hablar de aquello. Era como un pie contrahecho o un lunar que afea el rostro. O como los pelos de la nariz. La gente desviaba la mirada. Si alguien decía a Archie: «Cuéntame algo de tu vida» o «Cuál es tu recuerdo más importante», pobre de él como se le ocurriera mencionar la guerra; la gente miraba para otro lado, tamborileaba con los dedos o se ofrecía a pagar la ronda siguiente. Nadie quería saber.
En el verano de 1955, Archie se presentó en Fleet Street con su mejor traje, en busca de un puesto de corresponsal de guerra. Un tipo con aspecto de mariquita, bigote fino y voz atiplada, le dijo:
—¿Tiene experiencia, señor Jones?
Y Archie contó. Le habló de Samad y le habló del tanque Churchill. Y el mariquita, inclinándose sobre la mesa, le dijo con autosuficiencia:
—Hace falta algo más que haber estado en una guerra, señor Jones. En realidad, la experiencia de guerra no es significativa.
Y asunto concluido. La guerra no era pertinente, ni en el 55 ni, mucho menos, en el 74. Nada que él hubiera hecho entonces importaba ya. Las cosas aprendidas eran, según el habla moderna, irrelevantes, intransferibles.
—¿Alguna otra cosa, señor Jones?
Y por supuesto, qué puñetas iba a haber, si el sistema de enseñanza británico se había reído de él poniéndole la zancadilla hacía muchos años. De todos modos, Archie tenía buen ojo para las formas de los objetos, y por eso había conseguido, hacía veinte años, su actual empleo en una imprenta de Euston Road, que consistía en idear la manera en que había que doblar cosas —sobres, circulares, catálogos, folletos—; no era un gran cometido, quizá, pero hay que reconocer que las cosas tienen que plegarse, recogerse en sí mismas, o la vida sería como una hoja de diario de gran formato que el viento se lleva calle abajo, dejándolo a uno sin las secciones importantes. Y no es que Archie fuera amigo de los diarios de gran formato. Porque, según decía, si nadie se molestaba en plegarlos como es debido, ¿por qué iba él a molestarse en leerlos?
¿Qué más? Bien, Archie no siempre había plegado papel. Hubo un tiempo en el que había practicado ciclismo en pista. Lo que le gustaba de este deporte era que dabas vueltas y vueltas. Vueltas y vueltas. Y cada vuelta brindaba la oportunidad de mejorar, de rebajar el tiempo, de superarse. Lo malo era que Archie no mejoraba. No bajaba de 62,8 segundos. Que es un tiempo bastante bueno, de categoría mundial, nada menos. Pero, durante tres años, Archie marcó precisamente 62,8 segundos en cada una de las vueltas. Los otros ciclistas paraban para comprobarlo. Apoyaban la bicicleta en el peralte y lo cronometraban con sus relojes de pulsera. Y 62,8 segundos cada vez. Semejante incapacidad para mejorar es excepcional. Esta persistencia es, en cierto modo, milagrosa.
A Archie le gustaba el ciclismo en pista, lo hacía bien y esta actividad le había deparado el mejor recuerdo de su vida. En 1948, Archie Jones participó en los Juegos Olímpicos de Londres y compartió el decimotercer puesto (62,8 segundos) con un ginecólogo sueco llamado Horst Ibelgaufts. Lamentablemente, esta circunstancia fue omitida del registro olímpico, por el descuido de una mecanógrafa que, una mañana, regresó de la pausa del café pensando en otra cosa y se saltó su nombre al hacer la transcripción de las listas. La señora Posteridad dejó caer a Archie debajo del sofá y se olvidó de él. La única constancia de su meritoria participación en la carrera la daban las periódicas cartas y postales que le enviaba el propio Ibelgaufts. Por ejemplo:
17 de mayo de 1957
Querido Archibald:
Te envío una fotografía de mi querida esposa y de mí en nuestro jardín, frente a una construcción de aspecto poco estético. Desde luego, no se trata de una Arcadia; sólo es un modesto velódromo que estoy construyendo. Aunque no pueda compararse con aquel en el que competimos tú y yo, será suficiente para mis necesidades. Es a pequeña escala, pero, ¿sabes?, es para los niños que vamos a tener. En sueños ya los veo pedalear y me despierto con una sonrisa de felicidad. Queremos que vengas a visitarnos cuando esté terminado. ¿Quién más digno que tú para inaugurar la pista de tu esforzado contrincante?
Horst Ibelgaufts
Y la postal que ahora mismo, el día de su Casi Muerte, estaba encima del salpicadero del coche:
28 de diciembre de 1974
Querido Archibald:
He empezado a estudiar arpa. Llámalo, si quieres, un propósito de Año Nuevo. A buena hora, dirás, pero nunca es tarde para enseñar nuevos trucos al perro viejo que todos llevamos dentro, ¿no te parece? El instrumento pesa mucho y hay que apoyarlo en el hombro, pero tiene un sonido de lo más angélico, y mi esposa me considera por ello un hombre muy sensible. Que es algo muy distinto de lo que decía de mi vieja obsesión por la bicicleta. Pero el ciclismo es algo que sólo comprenden los viejos luchadores como tú, Archie, y por supuesto el firmante de estas líneas, tu viejo contrincante,
Horst Ibelgaufts
Archie no había vuelto a ver a Horst desde aquella carrera, pero lo recordaba afectuosamente como un muchachote de pelo color fresa, pecas color naranja y fosas nasales mal alineadas, que vestía como un playboy internacional y parecía demasiado grande para su bicicleta. Después de la carrera, Horst emborrachó a Archie a fondo y apareció con dos prostitutas del Soho que parecían conocerlo bien («Yo hago muchos viajes de negocios a tu bella capital, Archibald», le dijo a modo de explicación). Lo último que Archie había visto de Horst —involuntariamente— era un culo rosado que subía y bajaba rítmicamente en la habitación del chalé olímpico contigua a la suya. A la mañana siguiente, Archie encontró, aguardándolo en el mostrador del vestíbulo, la primera misiva de su dilatada correspondencia:
Querido Archibald:
En un oasis de trabajo y competición, las mujeres son un dulce y plácido solaz, ¿no crees? Siento tener que marcharme temprano para tomar mi avión, pero te lo ruego, Archie: ¡No desaparezcas! Ahora nos veo a los dos tan próximos el uno al otro como lo estuvimos en nuestra llegada a la meta. El que dijo que trece da mala suerte era un tonto más grande que tu amigo,
Horst Ibelgaufts
P.D. Por favor, encárgate de que Daria y Melanie lleguen a casa satisfactoriamente.
Daria era la de Archie. Muy flaquita, con unas costillas como jaulas de langostas y casi sin pecho, pero cariñosa y amable; daba unos besos suaves y tenía unas muñecas muy finas enfundadas en largos guantes de seda, que debían de haber costado por lo menos cuatro cupones del racionamiento textil. «Me gustas», recordaba haberle dicho Archie con sensación de desamparo, mientras ella se ponía los guantes y las medias. Ella lo miró y sonrió. Y, aunque era una profesional, a Archie le pareció que también él le había caído bien. Quizá debería haberse ido con ella, echarse al monte. Pero en aquel momento le pareció imposible. Estaba muy atado, con una esposa joven en estado de buena esperanza (un embarazo que luego resultó ficticio, histérico, un globo hinchado de aire caliente), una pierna lisiada... y tampoco había monte.
Curiosamente, Daria fue la última pulsación de pensamiento que pasó por Archie antes de perder el conocimiento: el recuerdo de una puta con la que había estado una vez hacía más de veinte años. Y fue la sonrisa de Daria lo que le hizo empapar el delantal de Mo con lágrimas de alegría, cuando el carnicero le salvó la vida. La había visto con el pensamiento: una mujer hermosa, en el vano de una puerta, que le decía «ven» con la mirada; y Archie descubrió que ahora le pesaba no haber ido. Si volvía a ver una mirada como aquélla, no la desdeñaría: quería aprovechar la segunda oportunidad, el tiempo recuperado. No sólo ese segundo sino también el siguiente y el otro, todo el tiempo del mundo.
Aquella mañana, Archie daba vueltas con el coche, asomando la cabeza por la ventanilla con la boca abierta como una manga de viento. «Caramba —pensaba—. De manera que esto es lo que se siente cuando un tipo te salva la vida. Como si te hubieran concedido una enorme porción de Tiempo.» Pasó sin detenerse por delante de su apartamento y por delante de la placa de la calle (Hendon), riendo como un loco. En el semáforo, lanzó al aire una moneda de diez peniques y sonrió al descubrir que, al parecer, el Azar tiraba de él hacia una vida nueva. Se sentía como un perro que tira de la correa al doblar una esquina. Por lo general las mujeres no pueden hacerlo, pero los hombres nunca pierden la facultad de dejar atrás una familia y un pasado. Simplemente se transforman, como el que se quita una barba postiza, vuelven a introducirse discretamente en la sociedad, y son otros. Irreconocibles. Así, un nuevo Archie está a punto de surgir. Lo hemos pillado al vuelo. Ahora se halla en ese momento situado entre el pretérito imperfecto y el futuro perfecto. Está en la tesitura del todo es posible. Al acercarse a una bifurcación, reduce la velocidad, contempla un momento en el retrovisor su cara de hombre corriente y elige al azar una vía por la que nunca ha pasado, una calle residencial que conduce a un lugar llamado Queens Park. «Adelante, Archie, muchacho, ¡adelante! —se anima—; a todo gas y ni se te ocurra mirar atrás.»
Tim Westleigh (más conocido por Merlín) oyó al fin el insistente timbre de la puerta. Se levantó del suelo de la cocina, sorteó un laberinto de cuerpos yacentes, abrió la puerta y se encontró frente a un hombre de mediana edad vestido de pana gris de la cabeza a los pies, que tenía una moneda de diez peniques en la palma de la mano. Como comentaría después Merlín al describir el incidente, la pana es un tejido que, a cualquier hora del día, da grima. La llevan los cobradores del alquiler. Y los recaudadores de los impuestos municipales. Los profesores de historia le ponen coderas de piel. Encontrarse frente a una masa de este material a las nueve de la mañana de un Primero de Año puede ser letal, por el cúmulo de vibraciones negativas.
—¿Qué vendes, tío? —Merlín miraba con los ojos entornados al hombre que estaba en la puerta, iluminado por el sol del invierno—. ¿Enciclopedias o Dios?
Archie observó que el chico tenía una manera un poco irritante de dar énfasis a ciertas palabras, describiendo con la cabeza un amplio movimiento circular del hombro derecho al izquierdo. Completado el círculo, asentía varias veces.
—Porque, si es enciclopedias, lo que aquí sobra es, digamos, información... Y, si es Dios, te has equivocado de puerta. Éste es un sitio... llamémoslo relajado. ¿Comprendes? —terminó Merlín con otro gesto de asentimiento y disponiéndose a cerrar la puerta.
Archie a su vez movió negativamente la cabeza, y sonrió sin moverse del sitio.
—Hm... ¿pasa algo? —preguntó Merlín, con la mano en el picaporte—. ¿Necesitas alguna cosa? ¿Estás colocado, o algo así?
—He visto el letrero —dijo Archie.
Merlín dio una calada a un porro, lo tiró y miró al hombre con sorna.
—¿El letrero? —Dobló el cuello para seguir la dirección de la mirada de Archie hacia la sábana que colgaba de una ventana del piso superior, en la que, pintado en letras multicolores, se leía: «BIENVENIDOS A LA FIESTA DEL FIN DEL MUNDO, 1975.» Se encogió de hombros—. Ya. Pero no ha llegado, qué le vamos a hacer. Una pena. O una suerte —agregó con afabilidad—. Depende de cómo lo mires.
—Una suerte —afirmó Archie con vehemencia—. Indiscutiblemente, una suerte total.
—¿Así que te mola el letrero? —preguntó Merlín, dando un paso atrás, por si el tipo, además de estar como una cabra, era violento—. ¿Te van esas cosas? Más que nada era broma, ¿sabes?
—Me ha llamado la atención —explicó Archie, sonriendo todavía de oreja a oreja como un idiota—. Pasaba por aquí en el coche, buscando dónde tomar otra copa... Año Nuevo... en fin, ya sabes... Y como, entre unas cosas y otras, he tenido una mañana bastante movida... bueno, pues me ha llamado mucho la atención. He echado una moneda al aire y me he dicho «¿por qué no?».
Merlín parecía perplejo por el rumbo que estaba tomando la conversación.
—Hm... la fiesta se puede decir que ha terminado. Además, me parece que estás un poco entrado en años... si me entiendes lo que quiero decir... —Aquí Merlín se cortó; en el fondo, debajo del dakshiki, era un buen chico de clase media, educado en el respeto a los mayores—. Verás —agregó, después de una pausa incómoda—, quizá no estés acostumbrado a gente tan joven. Esto es una especie de comuna.
—«But I was so much older then.» —Archie canturreó maliciosamente una canción de Dylan de diez años atrás—. «I’m younger than that now.»
Merlín agarró el cigarrillo que llevaba detrás de la oreja, lo encendió y juntó las cejas.
—Verás, tío... es que no puedo dejar entrar a todo el que pasa por la calle, ¿comprendes? Quiero decir que podrías ser un poli, podrías ser un zumbado, podrías ser...
Pero Merlín vio algo en la cara de Archie (una cara ancha, inocente, animada por una tierna expectación) que le recordó lo que su padre, el vicario de Snarebrook, con quien no se hablaba, solía decir los domingos desde el púlpito acerca de la caridad cristiana.
—Vale, es Año Nuevo, joder. Anda, entra.
Archie pasó junto a Merlín y se encontró en un pasillo largo con cuatro puertas abiertas a sendas habitaciones, una escalera y, al fondo, un jardín. Alfombraban el suelo desechos de toda especie —animal, mineral y vegetal—, además de gran cantidad de mantas bajo las que dormía gente, formando una especie de mar Rojo que se abría de mala gana al paso de Archie. En algún que otro rincón de las habitaciones podía observarse trasiego de fluidos corporales: besuqueos, mamadas, polvos, vómitos; todo lo que Archie sabía, por el suplemento dominical, que se podía encontrar en una comuna. Por un momento pensó en sumarse al jolgorio, en perderse entre esos cuerpos (ahora que tenía en las manos todo aquel tiempo nuevo, aquella cantidad de tiempo que no podía ni abarcar y que se le escurría entre los dedos), pero luego se dijo que sería preferible tomar un trago de algo fuerte. Siguió avanzando esforzadamente por el pasillo hasta llegar al otro extremo de la casa, y salió al helado jardín, en el que vio a varias personas que, por falta de espacio en la casa caliente, habían optado por el frío césped. Pensando en un whisky-tonic, Archie fue hacia la mesa de picnic. Como un espejismo en un desierto de botellas vacías, se perfilaba una figura con la forma y el color de Jack Daniels.
—Permiso...
Dos tipos negros, una chica china en topless y una mujer blanca que vestía una toga jugaban a las cartas sentados en sillas de cocina. Cuando Archie alargó la mano hacia el Jack Daniels, la blanca negó con la cabeza e hizo ademán de apagar una colilla.
—Tiene tabaco, mi vida, lo siento. Un gilipollas ha apagado el cigarrillo en lo que era un whisky perfectamente aceptable. Aquí hay otros brebajes intragables.
Archie agradeció con una sonrisa el aviso y el amable ofrecimiento. Se sentó y se sirvió un gran vaso de vino del Rin.
Muchos tragos después, Archie ya no era capaz de recordar si en su vida había habido un tiempo en el que no conociera íntimamente a Clive y Leo, a Wan-Si y a Petronia. Vuelto de espaldas, hubiera podido dibujar todos y cada uno de los gránulos de la carne de gallina que rodeaba los pezones de Wan-Si y hasta el último pelo del mechón que a Petronia le caía en la cara al hablar. A las once de la mañana los quería tiernamente a todos, eran los hijos que no había tenido. Ellos, en correspondencia, le dijeron que poseía un alma excepcional para un hombre de su edad. Todos convenían en afirmar que en torno a Archie circulaba una energía kármica intensamente positiva, una energía tal que había inducido a un carnicero a bajar el cristal de un coche a fuerza de músculo en el momento crítico. Resultó que Archie era el primer hombre de más de cuarenta años al que se había invitado a unirse a la comuna, pese a que, desde hacía tiempo, se hablaba de la necesidad de contar con una presencia sexual madura, para dar satisfacción a las mujeres más emprendedoras.
—Magnífico —dijo Archie—. Fantástico. Ése seré yo. —Había llegado a sentirse tan identificado con ellos que no se explicaba qué había podido torcerse cuando, hacia mediodía, de repente el clima se alteró y él se encontró torturado por la resaca y enzarzado en una agria discusión sobre la Segunda Guerra Mundial, nada menos.
—No sé cómo nos hemos metido en esto —gimió Wan-Si, a la que, precisamente cuando habían decidido entrar en la casa, le dio por abrigarse, y llevaba la americana de pana de Archie sobre sus menudos hombros—. No nos metamos en esto. Yo prefiero meterme en la cama que meterme en esto.
—¡Metidos ya estamos, ya estamos! —vociferó Clive—. Ahí radica el problema de su generación, que piensan que pueden enarbolar la guerra como una especie de...
Archie se sintió agradecido cuando Leo interrumpió a Clive desviando la conversación hacia un tema derivado de la cuestión principal, suscitada por Archie tres cuartos de hora antes con el imprudente comentario de que el servicio militar es formativo para el carácter de los jóvenes, comentario que ahora lamentaba porque lo obligaba a defenderse de una bronca a intervalos regulares. Liberado de esta necesidad, se sentó en la escalera, apoyó la cabeza en las manos y dejó que la disputa continuara sin él.
Lástima. Le hubiera gustado formar parte de una comuna. De haber jugado bien su mano, en lugar de empezar una pelotera, podría haber tenido amor libre y pechos al aire a tutiplén; quizá, hasta una parcela para cultivar hortalizas. Hubo un momento (alrededor de las dos de la tarde, cuando hablaba de su niñez a Wan-Si) en el que parecía que su nueva vida iba a ser fabulosa, y que, en el futuro, siempre encontraría la palabra justa en el momento oportuno y a dondequiera que fuera todo el mundo lo querría. «La culpa es mía y sólo mía», se decía Archie, cavilando sobre su metedura de pata, pero también se preguntaba si no existiría algún esquema de un orden superior. Quizá siempre habrá hombres que dicen la palabra justa en el momento oportuno, que en el instante crucial de la Historia dan un paso al frente, como Tespis, y hombres como Archie Jones, que están ahí sólo para hacer bulto. O, lo que es peor, hombres cuya gran oportunidad de adquirir protagonismo consiste en morir en escena, a la vista del público.
Aquí hubiera podido trazarse una gruesa línea negra bajo todo el incidente, cerrando aquel triste día, de no haber ocurrido algo que transformó a Archie Jones en todos los aspectos en que puede transformarse un hombre; y no porque él hiciera esfuerzo alguno por provocar la transformación, sino a causa de la fortuita colisión entre dos personas. Algo sucedió por casualidad. Una casualidad llamada Clara Bowden.
Pero, antes, una descripción: Clara Bowden era hermosa en todos los aspectos, salvo, quizá, por el hecho de ser negra, en lo clásico. Clara Bowden era magníficamente alta, negra como el ébano y el azabache triturados, con el pelo trenzado en una herradura que apuntaba hacia arriba cuando Clara estaba contenta y hacia abajo cuando no lo estaba. En ese momento apuntaba hacia arriba. Sería difícil decir si esto tenía algún significado.
Clara no necesitaba sujetador —era independiente hasta de la gravedad—, llevaba un top rojo de cuello alto que terminaba exactamente debajo del busto; debajo del top (con mucha gracia) llevaba el ombligo y, debajo del ombligo, unos vaqueros amarillos muy ajustados. En el extremo de todo ello había unas sandalias de ante beige de tacón alto, sobre las que Clara descendía la escalera como una especie de visión o, según le pareció a Archie cuando se volvió a mirarla, como un purasangre alzado de manos.
Archie había observado que, en las películas, cuando baja la escalera una persona espectacular, la multitud enmudece. En la vida real no lo había visto nunca, pero con Clara Bowden ocurrió. Bajaba despacio, envuelta en una aureola difusa. Y no sólo era la cosa más bonita que él había visto en su vida, sino también la mujer más cautivadora. Su belleza no era del estilo duro y frío. Clara despedía una fragancia cálida y femenina, como un montón de nuestra ropa favorita. En sus movimientos se observaba un leve desajuste —piernas y brazos hablaban un dialecto ligeramente diferente del que utilizaba el sistema nervioso central—, pero a Archie aquel andar un punto desmadejado se le antojó de una elegancia exquisita. Clara portaba su sexualidad con la naturalidad de una mujer adulta; no (al modo de la mayoría de las jóvenes que había conocido Archie) como un bolso incómodo, que no se sabe cómo sostener, de dónde colgarlo, ni cuándo dejarlo.
—Anímate, chico —le dijo Clara con un acento caribeño que hizo pensar a Archie en la estrella del críquet jamaicano—. Puede que eso tan grave no llegue a ocurrir.
—Me parece que ya ha ocurrido.
Archie, que había dejado caer de la boca un cigarrillo que se había consumido solo, vio cómo Clara, rápidamente, lo apagaba con el pie. Entonces ella le dedicó una amplia sonrisa que reveló la que era, quizá, su única imperfección. La total falta de dientes en el maxilar superior.
—Se me saltaron, chico —dijo con un ligero ceceo, al observar su gesto de sorpresa—. Pero es lo que yo digo: cuando llegue el fin del mundo, al Señor no le importará verme desdentada. —Lanzó una risita suave.
—Archie Jones —dijo Archie ofreciéndole un Marlboro.
—Clara. —Silbó involuntariamente al sonreír mientras aspiraba el humo—. Archie Jones, te veo por fuera como yo me siento por dentro. ¿Se han metido contigo Clive y los demás? Clive, ¿habéis molestado a este pobre hombre con vuestras tonterías?
Clive soltó un gruñido (el recuerdo de Archie casi se había disipado, junto con los efectos del vino) y volvió a despotricar, acusando a Leo de no comprender la diferencia entre el sacrificio político y el sacrificio físico.
—Oh, no... nada grave —barbotó Archie, aturdido ante aquella cara exquisita—. Una pequeña diferencia, nada más. Clive y yo tenemos opiniones distintas sobre ciertas cosas. Conflicto generacional, imagino.
Clara le dio una palmada en la mano.
—¡Qué cosas dices! No es para tanto. Los he visto más viejos.
—Soy lo bastante viejo —respondió Archie, y agregó, sinplemente porque le apetecía decírselo—: No lo vas a creer, pero hoy he estado a punto de morir.
Clara levantó una ceja.
—No me digas. Bueno, pues bienvenido al club. Esta mañana somos muchos. Qué fiesta más rara ésta. ¿Sabes una cosa? —dijo pasándole unos dedos muy largos por donde le clareaba el pelo—. Tienes muy buena pinta para haber estado tan cerca de la puerta de san Pedro. ¿Quieres un consejo?
Archie asintió vigorosamente. Él siempre quería consejos, era un entusiasta de las segundas opiniones. Por eso siempre tenía una moneda de diez peniques a mano.
—Vete a casa y duerme. Cada mañana trae un mundo nuevo. Chico... esta vida no es fácil.
«¿A qué casa?», pensó Archie. Se había desconectado de su vida anterior y caminaba por terreno desconocido.
—Chico... —repitió Clara, dándole palmadas en la espalda—. ¡Esta vida no es fácil!
Soltó otro largo silbido y una risa melancólica, y Archie pensó que, o bien él estaba perdiendo el seso, o aquella mirada decía «ven». Era una mirada idéntica a la de Daria, impregnada de una especie de tristeza o desencanto; la mirada del que sabe que ya no le quedan muchas opciones. Clara tenía diecinueve años. Archibald tenía cuarenta y siete.
Seis semanas después se casaban.
2
Echando los dientes
Pero Archie no sacó a Clara Bowden de la nada. Y ya va siendo hora de que se diga la verdad acerca de las mujeres hermosas. No bajan una escalera envueltas en fulgores. No descienden de las alturas, como se suponía en tiempos, sin más sujeción que unas alas. Clara tenía un origen. Clara tenía raíces. Concretamente, era de Lambeth (proveniente de Jamaica), y, por tácito vínculo adolescente, estaba ligada a un tal Ryan Topps. Porque, antes de ser hermosa, Clara era fea. Y, antes de que Clara y Archie existieran como pareja, habían existido Clara y Ryan. No podemos desentendernos de Ryan Topps. Así como un buen historiador debe reconocer las ambiciones napoleónicas de Hitler en el Este a fin de comprender su resistencia a invadir a los británicos en el Oeste, así también Ryan Topps es esencial para comprender por qué Clara hizo lo que hizo. Ryan es indispensable. Clara y Ryan habían existido durante ocho meses, antes de que Clara y Archie fueran atraídos el uno hacia el otro desde los extremos opuestos de una escalera. Y quizá Clara nunca hubiera ido a parar a los brazos de Archie Jones de no haber estado huyendo a todo correr de Ryan Topps.
Pobre Ryan Topps. Era una colección de características físicas desafortunadas. Muy flaco y muy alto, pelirrojo, pies planos y pecoso hasta el punto que tenía más pecas que piel lisa. Ryan se las daba de «mod». Llevaba trajes grises holgados y jerséis negros de cuello vuelto. Calzaba botas Chelsea cuando ya nadie las usaba. Mientras el resto del mundo descubría las excelencias del sintetizador, Ryan rendía culto a los pequeños hombres de las guitarras grandes: los Kinks, los Small Faces, los Who. Ryan Topps tenía una Vespa GS a la que sacaba brillo con un pañal de bebé dos veces al día y que guardaba en una especie de caparazón de plancha ondulada hecho a medida. Para Ryan una Vespa no era un simple medio de locomoción, sino una ideología, una familia, una amiga y una amante, un dechado de perfección mecánica de finales de los cuarenta.
Ryan Topps, como es de suponer, tenía pocos amigos.
Clara Bowden, con dieciséis años, los dientes salidos, era larguirucha, desgarbada y testigo de Jehová, y estaba prendada de Ryan Topps. Con la típica capacidad de observación de las adolescentes, sabía de Ryan cuanto había que saber, mucho antes de que cruzaran las primeras palabras. Sabía lo que saltaba a la vista: que iban a la misma escuela (Centro Cívico San Judas, Lambeth), que tenían la misma estatura (1,82) y que, al igual que ella, Ryan no era ni irlandés ni católico, lo que hacía de ellos dos islas en el océano papista de San Judas, inscritos en la escuela por el capricho del código postal y vilipendiados tanto por los maestros como por los alumnos. Clara conocía, además, la marca de la moto de Ryan, y leía los títulos de los discos que asomaban de su bolsa. Finalmente, sabía cosas que incluso él mismo ignoraba: por ejemplo, que era «el último hombre sobre la tierra». Cada escuela tiene el suyo, y en San Judas, al igual que en otros templos del saber, las chicas eran las que inventaban el título y lo adjudicaban. Por supuesto, con variantes:
El «Ni por un millón de libras».
El «Ni por salvar la vida de mi madre».
El «Ni por la paz del mundo».
Pero, en general, las alumnas de San Judas preferían la fórmula clásica. Ryan no podía estar al corriente de lo que se hablaba en los vestuarios de chicas, desde luego, pero Clara lo estaba. Ella sabía en qué términos se referían las otras chicas al objeto de su adoración, y mantenía el oído atento, en medio del sudor, de los sujetadores deportivos y de algún que otro áspero chasquido de toalla mojada.
—¡Jo, es que no te enteras! ¡A ver: supongamos que fuera el último hombre sobre la tierra!
—Pues ni así.
—No te creo.
—Escucha, imagina que estalla una bomba y que el mundo salta en pedazos como en Japón, ¿eh? Y que todos los tíos buenos, todos los cachas como tu Nicky Laird se mueren. Achicharrados. Y que no queda nadie más que Ryan Topps y unas cuantas cucarachas.
—Pues yo preferiría dormir con las cucarachas.
La escasa popularidad de Ryan en San Judas sólo podía compararse con la que suscitaba Clara. A ella, el primer día de escuela, su madre le había explicado que iba a entrar en la guarida del diablo, le había llenado la cartera con doscientos ejemplares de Atalaya y la había aleccionado para que hiciera el trabajo del Señor. Semana tras semana, Clara, cabizbaja y arrastrando los pies, repartía revistas mientras murmuraba: «Sólo Jehová salva.» Y, en una escuela en la que un simple grano en la cara te podía condenar al ostracismo, ser una misionera negra de metro ochenta con calcetines altos, esforzándose por convertir a seiscientos católicos a la iglesia de los Testigos de Jehová, era lo mismo que tener lepra.
Ryan era, pues, rojo como la remolacha y Clara, negra como el betún. Las pecas de Ryan eran el sueño dorado de un entusiasta de los dibujos de unir puntos, y a Clara le cabía una manzana entre los dientes. Ni los católicos les perdonaban esos defectos (a pesar de que los católicos reparten el perdón con tanta facilidad como los políticos las promesas, y las prostitutas los servicios). Ni san Judas, a quien en el siglo I se le endosó el patrocinio de las causas perdidas (seguramente, porque el nombre ya no inspiraba gran simpatía), parecía querer intervenir.
A las cinco de la tarde, cuando Clara estaba en su casa escuchando el mensaje de los Evangelios o redactando un folleto para condenar la práctica pagana de la transfusión de sangre, Ryan Topps pasaba zumbando junto a su ventana, camino de casa. La sala de estar de los Bowden quedaba un poco por debajo del nivel de la calle y tenía barrotes en las ventanas, de modo que las vistas eran fragmentarias. En general, Clara veía pies, ruedas, tubos de escape y paraguas que oscilaban. Aun así, no por incompletas las imágenes dejaban de ser reveladoras: una mente despierta podía extraer el contenido dramático en un dobladillo deshilachado, un calcetín remendado o un capazo que hubiera visto mejores tiempos. Pero a Clara nada le impresionaba tanto como el paso del tubo de escape de la moto de Ryan. A falta de una palabra que describiera el cosquilleo que entonces sentía en el abdomen, Clara lo llamaba «el espíritu del Señor». Intuía que, de algún modo, ella salvaría al pagano Ryan Topps. Clara deseaba atraer al muchacho a su seno, a fin de resguardarlo de la tentación que a todos nos acecha y prepararlo para el día de su redención. ( ¿Y acaso en algún sitio —más abajo del abdomen, en las profundas regiones innombrables— no albergaba también la esperanza de que Ryan Topps pudiera, a su vez, salvarla a ella?)
Si Hortense Bowden pillaba a su hija junto a la reja de la ventana, escuchando con melancolía el ronquido de un motor que se alejaba, mientras las páginas de la Nueva Biblia danzaban en la corriente de aire, no vacilaba en sacarla bruscamente de su ensimismamiento para recordarle que sólo 144.000 de los Testigos de Jehová se sentarían en la corte del Señor el Día del Juicio. Y entre el número de ungidos no habría motoristas con mala pinta.
—Pero ¿y si lo salváramos...?
—Cuando se ha pecado tanto ya es tarde para congraciarse con Jehová —resoplaba Hortense—. Tienes que esforzarte mucho para mantenerte siempre cerca de Jehová. Necesitas devoción y abnegación. «Bienaventurados los limpios de corazón, porque sólo ellos verán a Dios», Mateo, capítulo quinto, versículo ocho. ¿No es verdad, Darcus?
Darcus Bowden, el padre de Clara, era un anciano odorífero, moribundo y salivador, que vivía incrustado en una butaca infestada de parásitos, de la que nunca se lo había visto levantarse, ni siquiera —gracias a una sonda— para ir al retrete exterior. Darcus había llegado a Inglaterra hacía catorce años, tantos como llevaba sentado en un rincón de la sala, viendo televisión. La intención original era que él iría a Inglaterra y ganaría el dinero suficiente para que Clara y Hortense pudieran reunirse con él y empezar una nueva vida. Sin embargo, nada más llegar, una misteriosa enfermedad había debilitado a Darcus Bowden. Una enfermedad de la que ningún médico había podido encontrar la causa, pero que se manifestaba con un letargo increíble que había creado en Darcus —que nunca fue el más activo de los hombres, desde luego— una crónica adicción al subsidio de paro, la butaca y la televisión británica. En 1972, furiosa tras catorce años de espera, Hortense decidió al fin hacer el viaje por propia iniciativa. Porque a Hortense nunca le faltó iniciativa. Llegó a la casa, derribó la puerta y —según contaba la leyenda que había viajado de vuelta hasta St. Elizabeth— echó a Darcus la bronca de su vida. Unos decían que la regañina había durado cuatro horas; otros, que había citado de memoria todos los libros de la Biblia, y que había estado hablando todo un día y una noche. Lo cierto es que al final Darcus se hundió más aún en su butaca, miró lúgubremente la televisión, con la que mantenía una relación de tierna compenetración —un afecto inocente y sin complicaciones— y soltó una lágrima que se le quedó en un pliegue, debajo del ojo. Entonces dijo tan sólo: «Humf.»
«Humf» sería lo único que Darcus dijera a partir de entonces. Ya podía uno preguntarle lo que quisiera, a cualquier hora del día o de la noche, inquirir, charlar, implorar, declararle su amor, acusarlo o defenderlo: la respuesta era siempre la misma.
—¿No es verdad, Darcus?
—Humf.
—¡Y lo que a ti te preocupa no es el alma de ese chico! —exclamó Hortense, después de recibir el gruñido de aprobación de Darcus—. ¿Cuántas veces he de decirte que tú no puedes perder el tiempo con los chicos?
Porque, en casa de los Bowden, el Tiempo se acababa. Era 1974, y Hortense se preparaba para el Fin del Mundo, que tenía cuidadosamente marcado en el calendario, con bolígrafo azul: 1 de enero de 1975. Pero no era ésta una psicosis particular de los Bowden: ocho millones de Testigos de Jehová aguardaban con ellos. Hortense tenía una compañía numerosa, aunque un tanto excéntrica. En su calidad de secretaria de la delegación de Lambeth de los Salones del Reino, había recibido una carta del principal Salón del Reino de Estados Unidos, Brooklyn, con la firma fotocopiada de William J. Rangeforth, en la que se confirmaba la fecha. El fin del mundo estaba señalado oficialmente en una carta con membrete dorado. Hortense, para mostrarse a la altura de la ocasión, le había puesto un bonito marco de caoba que, sobre un tapetito, presidía la sala de estar desde encima del televisor, entre una figurita de cristal de Cenicienta camino del baile y una cubretetera con los Diez Mandamientos bordados. Preguntó a Darcus si le parecía bien, y él dio su aprobación con un gruñido.
El fin del mundo estaba cerca. Y esta vez —la delegación de Lambeth de la iglesia de los Testigos de Jehová podía estar segura de ello— no se repetirían los errores de 1914 y 1925. Se les había prometido que las entrañas de los pecadores aparecerían enrolladas en los troncos de los árboles, y esta vez verían las entrañas de los pecadores enrolladas en los troncos de los árboles. Llevaban mucho tiempo esperando que un río de sangre bajara por la calle Mayor, y ahora su sed sería saciada. Había llegado la hora. Ésta era la fecha, ésta era la fecha exacta; todas las fechas que se habían señalado en el pasado eran resultado de errores de cálculo: alguien que había olvidado sumar o restar algo, o llevar uno. Pero ahora había llegado la hora de la verdad: 1 de enero de 1975.
Hortense se alegraba de saberlo. La primera mañana de 1925 había llorado como una niña cuando, al despertar, en lugar de granizo y azufre y destrucción universal, vio el mundo de todos los días, con los autobuses y los trenes circulando normalmente. Así pues, hubiera podido ahorrarse tanta expectación y las vueltas y vueltas que había dado en la cama la noche anterior, esperando a que se cumpliera el vaticinio:
Esos vecinos, esos que no prestaron oídos a vuestras advertencias, serán sepultados por un fuego terrible que separará la carne de los huesos, que les derretirá los ojos en las cuencas y abrasará a los niños agarrados al pecho de las madres... Tantos vecinos vuestros morirán ese día que sus cadáveres, puestos uno al lado del otro, darán trescientas veces la vuelta a la Tierra, y sobre sus restos carbonizados los verdaderos Testigos del Señor caminarán hacia Él.
—¡Despertad!, número 245
¡Qué amargo desengaño! Pero las heridas de 1925 habían cicatrizado, y Hortense, una vez más, estaba dispuesta a dejarse convencer de que el Apocalipsis estaba a la vuelta de la esquina