Un destello de luz (Inspector Armand Gamache 9)

Louise Penny

Fragmento

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Contenido

Portada

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidós

Veintitrés

Veinticuatro

Veinticinco

Veintiséis

Veintisiete

Veintiocho

Veintinueve

Treinta

Treinta y uno

Treinta y dos

Treinta y tres

Treinta y cuatro

Treinta y cinco

Treinta y seis

Treinta y siete

Treinta y ocho

Treinta y nueve

Cuarenta

Cuarenta y uno

Cuarenta y dos

Nota de la autora

Agradecimientos

Créditos

cap-2

UNO

Audrey Villeneuve sabía que no podía estar pasando, que sólo era fruto de su imaginación. Era una mujer adulta, capaz de distinguir entre realidad y fantasía. No obstante, cada mañana, cuando salía de su casa en el extremo oriental de Montreal y cruzaba al volante de su coche el túnel de Ville-Marie de camino a la oficina lo veía, lo oía, lo sentía ocurrir.

Podía empezar con los destellos rojos de las luces de freno, luego el camión de delante pegaba un volantazo, patinaba y chocaba de lado. Un horrible alarido reverberaba contra las duras paredes hasta llegar a donde estaba ella, y bocinazos, alarmas, frenazos, chillidos de la gente.

Entonces, unos bloques de hormigón enormes se desprendían del techo llevándose consigo una maraña de venas y tendones metálicos: al túnel se le salían las tripas, las tripas que sustentaban la estructura, que sustentaban la ciudad de Montreal.

Que la habían sustentado hasta ese día.

Y entonces, entonces... el óvalo de luz diurna, la salida del túnel, se cerraba, como un ojo.

Y luego, la oscuridad.

Y luego la espera larga, larguísima: quedar aplastados.

Cada mañana y cada tarde, cuando Audrey Villeneuve conducía a través de aquella maravilla de la ingeniería que unía un extremo de la ciudad con otro, el túnel se derrumbaba.

«Todo saldrá bien», se dijo riendo para sí, de sí misma. «Todo saldrá bien.»

Subió el volumen de la música y se puso a cantar en voz alta.

Pero seguía notando un hormigueo en las manos, que empezaba a sentir frías y entumecidas, y el corazón le palpitaba con fuerza.

Una oleada de nieve fangosa golpeó el parabrisas, los limpiaparabrisas se la llevaron y dejaron una media luna moteada.

El tráfico se ralentizó y después se detuvo del todo.

Audrey abrió mucho los ojos: esto nunca había pasado. Tener que circular por el túnel ya era bastante malo, pero quedarse parado dentro era terrible. Se quedó en blanco.

—Todo saldrá bien.

Pero le faltaba el aire y el silbido en su cabeza era tan intenso que no pudo oír su propia voz.

Bajó el seguro de la puerta con el codo, no para dejar a alguien fuera, sino para obligarse a continuar dentro: un penoso intento de contenerse para no abrir la puerta de golpe y salir corriendo y chillando sin parar hasta encontrarse fuera del túnel. Se aferró al volante, fuerte, muy fuerte.

Sus ojos recorrieron la pared salpicada de nieve medio derretida y luego el techo y la pared a lo lejos.

Grietas.

¡Por Dios! Veía grietas.

Y algunos intentos poco entusiastas de rellenarlas con yeso.

No para repararlas, sino para ocultarlas.

«Eso no significa que el túnel vaya a derrumbarse», se dijo para tranquilizarse.

Pero las grietas se ensancharon y le sorbieron el seso. Todos los monstruos de su imaginación se volvieron reales y empezaron a abrirse paso y a emerger por esas fisuras.

Apagó la música para poder regodearse en su hipervigilancia. El coche de delante avanzó unos centímetros... y luego se detuvo.

—Vamos, vamos, vamos —imploró.

Pero Audrey Villeneuve estaba atrapada y aterrorizada. No tenía adónde ir. Lo del túnel ya era malo, pero lo que le esperaba bajo la luz grisácea de diciembre era aún peor.

Hacía días, semanas, meses (años, para ser franca) que lo sabía: los monstruos existían. Vivían en las grietas de los túneles, y en callejones oscuros, y en pulcras casas adosadas. Tenían nombres como Frankenstein y Drácula, y Martha, y David, y Pierre..., y casi siempre te los encontrabas en los lugares más inesperados.

Miró por el retrovisor y vio dos ojos marrones aterrorizados, pero en el reflejo atisbó también su salvación, su bala de plata, su estaca.

Era un vestido de fiesta muy bonito.

Había pasado muchas horas cosiéndolo, un tiempo que podría haber empleado (y debería haber empleado) en envolver regalos de Navidad para su marido y sus hijas. Un tiempo que podría haber invertido (y debería haber invertido) en hornear galletas con forma de estrellas, ángeles y divertidos muñecos de nieve con botones de caramelo y ojos de gominola.

En lugar de eso, nada más entrar en casa, Audrey Villeneuve se iba directa al sótano y a su máquina de coser. Encorvada sobre la tela verde esmeralda, había puesto en las puntadas de aquel vestido de fiesta todas sus esperanzas.

Se lo pondría esa noche. Se presentaría en la fiesta navideña, echaría un vistazo a la sala y en el acto percibiría un aluvión de ojos sorprendidos clavados en ella. Con su vestido verde entallado, la anticuada y sosa Audrey Villeneuve se convertiría en el centro de atención. Pero no lo había hecho para captar la atención de todos, sólo la de un hombre. Y cuando la tuviera, podría relajarse.

Podría soltar el lastre que acarreaba y seguir con su vida. Los daños se repararían, las fisuras se cerrarían, los monstruos volverían al lugar al que pertenecían.

La salida al puente de Champlain ya era visible. No era la que tomaba normalmente, pero ese día estaba lejos de ser normal.

Audrey puso el intermitente y vio al hombre del coche de al lado dirigirle una mirada huraña. ¿Adónde se creía ella que iba? Todos estaban atrapados, pero Audrey Villeneuve lo estaba más, incluso. El tipo le hizo una peineta, pero ella no se ofendió: en Quebec, era un gesto tan trivial como un ademán amistoso. Si los quebequeses diseñaran un coche algún día, el adorno de capó sería una peineta. Lo normal habría sido que ella también respondiera con un «ademán amistoso», pero Audrey tenía otras cosas en la cabeza.

Se desvió poquito a poco hasta el carril más a la derecha, hacia la salida que daba al puente. La pared del túnel quedaba a sólo unos palmos de distancia: podría haber hundido el puño en uno de sus agujeros.

—Todo saldrá bien.

Audrey Villeneuve sabía que las cosas podían salir de varias maneras... y que probablemente, muy probablemente, no saldrían bien.

cap-3

DOS

—Consíguete tu propio pato, hostia —soltó Ruth, y abrazó más fuerte a Rosa, un edredón vivito y coleando.

Constance Pineault sonrió y se la quedó mirando. Cuatro días atrás nunca se le habría ocurrido tener un pato, pero ahora le envidiaba su Rosa, la verdad, y no sólo por el calor que el animalito proporcionaba en ese gélido día de diciembre.

Cuatro días atrás, nunca se le habría ocurrido abandonar la comodidad de su butaca frente a la chimenea del bistrot para sentarse en un banco helado junto a una mujer borracha, o más bien chiflada. Pero ahí estaba.

Cuatro días atrás, Constance Pineault no sabía que el afecto, al igual que la cordura, se manifestaba de muchas formas, pero ahora sí.

—¡Esa defeeeensaaa! —gritó Ruth a los jóvenes que jugaban en el lago helado—. Por el amor de Dios, Aimée Patterson, hasta Rosa lo haría mejor que tú.

Aimée pasó de largo patinando y Constance la oyó decir algo que podría haber sido «pata», o a lo mejor«puta»...

—Me adoran —le dijo Ruth a Constance, o a Rosa, o al aire.

—Te tienen miedo —puntualizó Constance.

Ruth le dirigió una mirada mordaz.

—¿Sigues aquí? Pensaba que te habías muerto.

Constance se rió y su risa se alejó flotando como una nube sobre la plaza del pueblo hasta fundirse con el humo de las chimeneas.

Cuatro días atrás, pensaba que ya había soltado su última risa, pero allí, junto a Ruth, hundida en la nieve hasta el tobillo y con el culo congelado, había descubierto que había muchas más risas, y que estaban escondidas allí, en Three Pines, el almacén de las risas.

Las dos septuagenarias observaban la actividad de la plaza ajardinada en silencio, salvo por el graznido que se oía a cada rato y que Constance prefería atribuir a la pata.

Aunque tenían prácticamente la misma edad, eran la noche y el día. Lo que Constance tenía de dulce, Ruth lo tenía de dura. Mientras que el cabello de Constance, recogido pulcramente en un moño, era largo y sedoso, el de Ruth era corto y áspero. Donde Constance tenía formas redondeadas, Ruth las tenía angulosas: todo en ella eran cantos y aristas.

Rosa se revolvió y aleteó, se deslizó del regazo de Ruth al banco cubierto de nieve y luego dio unos pasos bamboleantes hasta Constance, se subió a su regazo y se arrellanó encima.

Ruth entornó los ojos, pero no se movió.

Había nevado día y noche desde que Constance llegara a Three Pines. Llevaba viviendo en Montreal toda su vida adulta y había olvidado que la nieve podía ser tan hermosa; para ella, la nieve era algo que hacía falta quitar de en medio: una faena caída del cielo.

Pero ésta era la nieve de su infancia, alegre, divertida, radiante y limpia. Cuanta más hubiera, mejor. Era un juguete.

Cubría las casas de muros de mampostería, las casas de madera y las casas de ladrillo rojo que rodeaban la gran plaza ajardinada del pueblo. Cubría el bistrot y la librería, la boulangerie y el pequeño supermercado. Constance se imaginaba que había un alquimista en plena tarea y que Three Pines, surgido de la nada como por arte de magia y depositado en aquel valle, era el resultado. O quizá, al igual que la nieve, el pueblecito había caído del cielo para proporcionar un aterrizaje mullido a todos los que caerían allí.

El día de su llegada al pueblo, cuando aparcó el coche enfrente de la librería de Myrna, le había preocupado que la nevada se intensificara y se convirtiera en ventisca.

—¿Debería mover el coche? —le había preguntado a Myrna antes de irse las dos a la cama.

Myrna se había plantado delante del escaparate de su tienda de libros nuevos y de ocasión para valorar el asunto.

«Creo que está bien donde está.»

—Está bien donde está.

Y allí se quedó. Constance había pasado una noche inquieta, pendiente de las sirenas de las quitanieves por si acudían a avisarla para que sacara el coche a golpe de pala y lo moviera. El viento arrojaba copos contra las ventanas de su habitación y las hacía repiquetear. Constance oía la ventisca aullando entre los árboles, lejos de la seguridad de los hogares, como si fuera un animal en plena caza. Finalmente se había quedado dormida, calentita bajo el edredón. Cuando despertó, la tormenta había amainado. Fue hasta la ventana esperando ver su coche como un mero montículo blanco, sepultado bajo varios palmos de nieve fresca, pero la calle estaba despejada y todos los coches habían sido desenterrados.

«Está bien donde está.»

Y ella también, finalmente.

Hacía cuatro días y sus noches que nevaba sin parar cuando Billy Williams regresó con su quitanieves, y hasta que eso ocurrió el pueblo de Three Pines había permanecido sumido en la nieve, incomunicado. Pero no les había importado, puesto que ahí mismo tenían cuanto necesitaban.

Lentamente, Constance Pineault, de setenta y siete años, comprendió que estaba bien, y no porque hubiera un bistrot, sino porque era el bistrot de Olivier y Gabri. Y no había una simple librería, sino la librería de Myrna, y la panadería de Sarah, y el supermercado de monsieur Béliveau.

Había llegado como una mujer urbanita e independiente y ahora estaba cubierta de nieve, sentada en un banco junto a una chiflada y con un pato en el regazo.

¿Quién estaba ahora como una cabra?

Pero Constance Pineault sabía que, lejos de estar loca, por fin había recobrado el juicio.

—He venido a preguntarte si te apetece una copa —le dijo.

—¡Hostia! ¿Y por qué no lo has dicho de entrada, tía? —exclamó Ruth, que se puso en pie y se sacudió los copos del abrigo de paño.

Constance se levantó a su vez y le tendió a Rosa diciendo:

—El pato lo pagas tú.

Ruth soltó un bufido y aceptó la pata y el reproche.

Olivier y Gabri se acercaban desde la fonda. Se encontraron con ellas en la calle.

—Ahora resulta que con los copos caían también mariposones —se burló Ruth.

—Yo antes era tan puro como la nieve virgen —le confió Gabri a Constance—, pero luego se me llevó el viento.

Olivier y Constance se echaron a reír.

—Conque ahora Mae West habla por tu boca —dijo Ruth—; ¿no va a ponerse celosa Ethel Merman?

—Ahí dentro hay sitio para todo el mundo —respondió Olivier, mirando a su voluminoso compañero.

Constance nunca se había relacionado con homosexuales, al menos conscientemente. Antes, lo único que sabía sobre los homosexuales era que no tenía nada que ver con ellos y que lo suyo no era natural. Siendo benévola, le parecían defectuosos, enfermos. Cuando pensaba en ellos, si lo hacía siquiera, era siempre con desaprobación, incluso con repugnancia.

Hasta hacía cuatro días. Hasta que la nieve había empezado a caer y el pueblecito había quedado incomunicado en el fondo del valle. Hasta que había descubierto que Olivier, aquel hombre que había tratado con frialdad, era quien había cavado para desenterrar su coche sin que ella se lo hubiera pedido, sin siquiera comentárselo luego.

Hasta que, desde la ventana de su habitación, en el apartamento que tenía Myrna encima de la librería, había visto a Gabri abrirse paso con dificultad, la cabeza gacha contra la nieve que arreciaba, cargado con café y croissants calientes para los vecinos que no habían podido llegar al bistrot para desayunar.

Lo había visto entregar la comida y luego, pala en mano, quitar la nieve del porche, los peldaños y el sendero de acceso.

Y luego irse, y pasar a la casa siguiente.

Constance notó la mano fuerte de Olivier en el brazo, sujetándola con firmeza. Si un desconocido apareciera en el pueblo en ese momento, ¿qué pensaría? ¿Que Gabri y Olivier eran sus hijos?

Confiaba en que sí.

Cruzó el umbral y percibió el aroma ahora familiar del bistrot. Las vigas de madera oscura y los suelos de tablones anchos de pino estaban impregnados de más de un siglo de fuegos con leña de arce y café bien cargado.

—¡Aquí!

Constance siguió la voz. Las ventanas con parteluces dejaban entrar la luz diurna, por poca que hubiera, pero el interior seguía en penumbra. Su mirada se dirigió a ambos extremos del bistrot, donde dos chimeneas de piedra, una a cada lado, enormes y rodeadas de sofás y butacas de aspecto confortable, albergaban sendos fuegos crepitantes. En el centro de la estancia, entre las chimeneas y la zona de los sofás, había varias mesas antiguas de madera de pino puestas con cubiertos de plata y platos de porcelana de ceniza de hueso que no casaban entre sí. Un árbol de Navidad grande y frondoso se alzaba en un rincón, con luces rojas, azules y verdes, y un caótico despliegue de adornos, guirnaldas de cuentas y carámbanos colgando de las ramas.

Sentados en las butacas, varios clientes tomaban café au lait o chocolate caliente y leían periódicos del día anterior en francés o inglés.

El grito había salido del otro extremo de la habitación y, aunque Constance no veía con claridad a la mujer, sabía perfectamente de quién era esa voz.

—Te he pedido un té —dijo Myrna, esperándolas de pie junto a una de las chimeneas.

—Más vale que se lo estés diciendo a ella —soltó Ruth, que ocupó el mejor asiento junto al fuego y puso los pies sobre el escabel.

Constance abrazó a Myrna y notó sus carnes blandas bajo el grueso jersey. Aunque Myrna era una mujer negra y robusta, y al menos veinte años más joven que ella, su tacto y su olor le recordaban a su madre. A poco de conocerla, esa sensación sobresaltaba a Constance, como si alguien le diera un empujón y la desequilibrara ligeramente, pero ahora esperaba con ilusión esos abrazos.

Constance daba sorbitos al té mientras observaba el baile de las llamas y oía sin oír a Myrna y Ruth hablar sobre la última remesa de libros, que se había retrasado por la nieve.

Notó que se adormecía al calorcito.

Sólo cuatro días y ahora tenía dos hijos homosexuales, una madre negra y grandota, una poeta chiflada por amiga, y estaba considerando conseguirse un pato.

No era lo que había esperado de aquella visita.

Se quedó pensativa, hipnotizada por el fuego. No estaba segura de que Myrna entendiera por qué había ido allí, por qué se había puesto en contacto con ella al cabo de tantos años. Era vital que Myrna lo comprendiera, pero se estaba acabando el tiempo.

—Ya no nieva tanto —anunció Clara Morrow. Se pasó las manos por el pelo, chafado por el gorro, pero en su intento de domarlo sólo consiguió encresparlo más.

Percatándose de que se le había pasado por alto la llegada de Clara, Constance se levantó.

La había conocido en su primera noche en Three Pines. Clara las había invitado a cenar a su casa, a Myrna y a ella, y aunque lo que más le apetecía era cenar tranquilamente con Myrna, no había sabido cómo declinar educadamente su ofrecimiento, de modo que se habían puesto los abrigos y las botas y habían ido caminando desde allí.

Se suponía que iban a ser sólo ellas tres, lo que ya era bastante desacertado, pero entonces habían llegado Ruth Zardo y su pata y la velada había ido del desacierto al desastre. Rosa, la pata, se había pasado la noche farfullando algo que sonaba como «caca, caca, caca», mientras Ruth bebía como una cuba, soltaba tacos, insultaba e interrumpía sin parar.

Constance había oído hablar de ella, por supuesto: ganadora del Premio del Gobernador General en poesía, era lo más parecido a un poeta laureado que tenía Canadá, en este caso una poeta chiflada y amargada.

¿Quién te lastimó antaño

hasta tal punto que ahora

a la insinuación menor

tuerces el gesto irritada?

Era una buena pregunta: Constance llegó a esa conclusión en el transcurso de la velada e incluso estuvo tentada de hacérsela a la poeta loca, pero desistió por temor a que ella se la hiciera de vuelta.

Clara había cocinado tortillas con queso de cabra fundido. Una ensalada mixta y unas baguettes recién hechas, todavía calientes, completaban el menú. Habían cenado en la espaciosa cocina y, al terminar, mientras Myrna preparaba café y Ruth y Rosa se retiraban a la sala de estar, Clara la había llevado a su estudio. Estaba atiborrado de pinceles, paletas y lienzos, olía a pintura al óleo, aguarrás y plátano maduro.

—Peter me habría dado la lata para que ordenara todo esto —dijo Clara mirando el desorden.

Durante la cena, Clara les había contado que ella y su marido estaban separados. Constance se había plantado en la cara una expresión comprensiva mientras se preguntaba si podría escaparse por la ventana del cuarto de baño. Morir congelada en un montículo de nieve no podía ser tan malo, ¿no?

Y ahora Clara ya estaba hablando otra vez de su marido, del marido del que estaba separada. Era como pasearse por ahí en ropa interior, como revelar sus intimidades. A Constance le parecía feo, indecoroso e innecesario, y sólo deseaba irse a casa.

De la sala de estar llegaba un «caca, caca, caca».

Y ya no sabía, ni le importaba, si se trataba de la pata o de la poeta.

Clara pasó ante un caballete. El esbozo fantasmal de lo que podía acabar siendo un hombre era apenas visible en el lienzo. Sin mucho entusiasmo, Constance la siguió hasta el otro extremo del estudio. Clara encendió una lámpara que iluminó un pequeño cuadro.

Al principio la obra le pareció carente de interés, insignificante.

—Me gustaría pintarte, si no te importa —había dicho Clara sin mirar a su invitada.

A Constance se le pusieron los pelos de punta. ¿La había reconocido? ¿Sabía quién era?

—Preferiría que no —contestó con firmeza.

—Lo comprendo —repuso Clara—, yo tampoco sé si querría que me pintaran.

—¿Por qué no?

—Me daría demasiado miedo lo que alguien pudiera ver.

Clara había sonreído y luego se había dirigido a la puerta. Constance la siguió tras haber echado un último vistazo a aquella pintura diminuta: era un retrato de Ruth Zardo, que ahora estaba fuera de combate y roncando en el sofá de Clara. En el cuadro, la vieja poeta se ceñía un chal azul al cuello con manos delgadas como garras. Las venas y los tendones del cuello eran visibles a través de la piel, traslúcida como el papel vegetal.

Clara había captado la amargura, la soledad y la ira de Ruth; a Constance le costó lo indecible apartar los ojos del retrato.

Una vez en la puerta del estudio, miró atrás. Su vista ya no era tan buena como en otros tiempos, pero no le hizo falta que lo fuera para distinguir qué había pintado Clara en realidad: era Ruth, pero también era alguien más, una imagen que Constance recordaba de una infancia marcada por la religión.

Era la vieja poeta chiflada, pero también la Virgen María, la madre de Dios, olvidada, resentida, dejada de lado, mirando furibunda a un mundo que ya no recordaba lo que ella le había dado.

Sintió alivio por haberse negado a que Clara la pintara: si veía así a la madre de Dios, ¿qué habría visto en ella?

Al atardecer, Constance había vuelto a acercarse, al parecer sin pretenderlo, a la puerta del estudio. La única lámpara encendida todavía iluminaba el retrato y, desde el umbral, Constance pudo ver que su anfitriona no se había limitado a pintar a la loca de Ruth, y tampoco a la olvidada y resentida María: los ojos de la anciana miraban a lo lejos, hacia un futuro oscuro y solitario, y sin embargo, casi imperceptible, apenas visible, había algo más.

Clara había captado la desesperación, pero también la esperanza.

Constance había cogido su café y había vuelto a donde estaban Ruth y Rosa, Clara y Myrna. Y esta vez las había escuchado porque había empezado a entender, apenas a vislumbrar, lo que significaría ser capaz de ponerle a un rostro algo más que un nombre.

Esto había pasado cuatro días antes.

Y ahora, Constance había hecho las maletas y estaba lista para irse. Una última taza de té en el bistrot y se pondría en marcha.

—No te vayas.

Myrna lo había dicho bajito.

—Tengo que...

Constance evitó mirar a los ojos a Myrna: era un gesto demasiado íntimo. En cambio, miró por los ventanales escarchados hacia el pueblo cubierto de nieve. Caía la noche y las luces navideñas empezaban a brillar en los árboles y las casas.

—¿Puedo volver por Navidad?

Siguió un silencio largo, muy largo, y todos los temores de Constance regresaron reptando por la brecha de ese silencio. Se miró las manos, entrecruzadas pulcramente en el regazo.

Se había puesto en evidencia: la habían engañado, le habían hecho creer que estaba a salvo, que allí la querían, que era bienvenida.

Entonces notó una mano grande sobre la suya y alzó la vista.

—Me encantaría —dijo Myrna, y sonrió—: nos lo pasaremos bomba.

—¿Tú crees? —preguntó Gabri dejándose caer en el sofá.

—Constance va a volver por Navidad.

—¡Estupendo! Podrías venir a la misa de Nochebuena. Cantaremos un montón de villancicos: Noche de paz, La primera Navidad...

—Ya vienen los gays —intervino Clara.

—Gloria cantan los sarasas —añadió Myrna.

—Los de toda la vida —terció Gabri—, aunque este año estamos ensayando uno nuevo.

—Espero que no sea Oh, noche santa —repuso Constance—, no sé si estoy preparada para ése.

Gabri soltó una carcajada.

—No, es el Villancico hurón, ¿lo conoces? —le preguntó, y entonó unas estrofas de este canto quebequés antiquísimo.

—Ése me gusta muchísimo —dijo ella—, pero ya nadie lo canta.

No debería haberla sorprendido encontrar en aquel pueblecito otra cosa que prácticamente ya había desaparecido en el mundo exterior.

Constance se despidió de todos y, entre exclamaciones de à bientôt!, Myrna y ella fueron hasta el coche.

Constance arrancó el motor para que se calentara. Empezaba a estar demasiado oscuro para jugar al hockey y los niños abandonaban la pista avanzando titubeantes sobre sus patines y utilizando los palos para equilibrarse.

Era ahora o nunca, Constance lo sabía.

—Nosotros hacíamos eso —dijo.

Myrna siguió la dirección de su mirada.

—¿Jugar al hockey?

Constance asintió con la cabeza.

—Teníamos nuestro propio equipo, nuestro padre era el entrenador y nuestra madre la animadora. Era el deporte favorito de frère André —añadió mirando a los ojos a Myrna.

«Ya está —pensó—. Hecho.» El sucio secreto había salido finalmente a la luz. Cuando volviera, Myrna tendría montones de preguntas que hacerle y ella por fin las contestaría.

Myrna miró cómo se marchaba su amiga y no dio más vueltas a aquella conversación.

cap-4

TRES

—Piénselo bien —dijo Armand Gamache. Su tono de voz era casi neutro. Casi. Pero la expresión de sus ojos castaño oscuro era inequívoca.

Miraban con dureza, con frialdad, implacables.

Observaba al agente por encima de sus gafas de lectura de media luna y esperaba.

En la sala de conferencias se hizo el silencio. El trasiego de papeles y los susurros insolentes se extinguieron, incluso cesaron las miradas burlonas.

Y todas se clavaron en el inspector jefe Gamache.

A su lado, la inspectora Isabelle Lacoste dejó de mirar al jefe para centrarse en los agentes e inspectores congregados. Celebraban la sesión informativa semanal del Departamento de Homicidios de la Sûreté du Québec, una reunión en la que se intercambiaban ideas e información sobre los casos abiertos. Para Lacoste siempre había sido una hora de esfuerzo en común; sin embargo, ahora la temía.

Y si ella se sentía así, ¿cómo debía de sentirse el inspector jefe?

A esas alturas, costaba saber qué sentía y pensaba realmente el jefe.

Isabelle Lacoste lo conocía mejor que nadie en la sala. Se llevó una sorpresa al darse cuenta de que ella era la persona que llevaba más tiempo a su servicio: al resto de los miembros de la vieja guardia los habían trasladado, ya fuera a petición propia o por órdenes del superintendente Francœur.

Y a ellos les habían endilgado a esa chusma.

El Departamento de Homicidios con más éxito del país había sido destripado y rehecho con matones perezosos, insolentes e incompetentes. Pero ¿eran incompetentes? Como detectives de Homicidios desde luego que sí, pero ¿era ése su verdadero cometido?

Por supuesto que no. Ella sabía, y sospechaba que Gamache también, por qué estaban ahí en realidad esos hombres y mujeres, y no era para resolver asesinatos.

Aun así, el inspector jefe Gamache se las apañaba para imponerles su autoridad, para controlarlos, aunque a duras penas. Y la balanza se estaba inclinando, Lacoste lo veía claramente. Cada día llevaban a más agentes nuevos, los veía intercambiar sonrisas de complicidad.

Lacoste sintió que le hervía la sangre.

La locura de las multitudes: esa locura había invadido su departamento. Y cada día el inspector jefe Gamache se encargaba de ponerle freno y asumir el control, pero se le estaba yendo de las manos. ¿Cuánto tiempo podría aguantar sin que se le fuera del todo?

La inspectora Lacoste tenía muchos miedos, y la mayoría tenían que ver con sus hijos: temía que les ocurriera algo, y sabía que esos temores eran casi todos irracionales.

Pero el miedo a lo que podía pasar si el inspector jefe Gamache perdía el control no era irracional.

Su mirada se encontró con la de un agente, uno de los mayores, que estaba repantigado en la silla con los brazos cruzados. Aburrido, por lo visto. La inspectora lo miró con expresión severa y él bajó la vista, ruborizándose.

Estaba avergonzado, y ya podía estarlo.

Mientras ella lo fulminaba con la mirada, el agente se irguió en la silla y descruzó los brazos.

Lacoste asintió con la cabeza. Una victoria, por pequeña, y sin duda pasajera, que fuera, pero incluso esas victorias contaban últimamente.

La inspectora se volvió de nuevo hacia Gamache, que tenía las manos entrelazadas encima de la mesa, apoyadas sobre los informes semanales, junto a los cuales había un bolígrafo nuevo. La mano derecha le temblaba un poco; Lacoste confió en que nadie más hubiera reparado en ello.

Iba bien afeitado y parecía justo lo que era: un hombre que se acercaba a los sesenta años. No era exactamente guapo, sino más bien distinguido. Más que un policía, parecía un profesor; más que un cazador, un explorador. Olía a sándalo con un toque de rosa y había acudido a trabajar con americana y corbata, como todos los días.

El cabello, entrecano y bien peinado, se le rizaba un poco en las sienes y detrás de las orejas. Tenía arrugas en la cara, por la edad, las preocupaciones y la risa, aunque no las ejercitaba mucho últimamente; y lucía, ya para siempre, una cicatriz en la sien izquierda: el recordatorio de unos sucesos que ninguno de los dos podría olvidar jamás.

Pasaba del metro ochenta y era de complexión grande y robusta. No precisamente musculoso, pero tampoco gordo: firme.

«Sí, firme, como la tierra», se dijo Lacoste, «como un promontorio expuesto al vasto océano». ¿Acaso ese embate incesante había empezado a resquebrajarlo y a abrir brechas profundas? ¿Empezaban a verse grietas?

En ese momento el inspector jefe Gamache no mostraba indicios de erosión. Miraba fijamente al agente transgresor y ni siquiera Lacoste pudo evitar sentir una punzada de compasión. Ese agente novato había confundido la tierra firme con un banco de arena, y ahora, demasiado tarde, comprendía con qué se había topado.

La inspectora vio cómo su insolencia se transformaba en inquietud y luego en alarma. El agente se volvió hacia sus amigos en busca de apoyo, pero éstos, como una jauría de hienas, se echaron atrás: casi parecían ansiosos por ver cómo lo hacían pedazos.

Hasta ese momento, Lacoste no era consciente de hasta qué punto la jauría estaba dispuesta a volverse contra sus miembros. O, al menos, a negarse a ayudarlos. Miró de soslayo a Gamache y vio que sus ojos seguían clavados en el agente, humillándolo, y supo que el jefe estaba haciendo precisamente eso: los estaba poniendo a prueba, comprobando su lealtad. Había elegido a un miembro de la jauría y ahora esperaba a ver si alguno acudía en su rescate.

Pero ninguno lo hacía.

Isabelle Lacoste se relajó un poco: el inspector jefe Gamache seguía teniendo el control.

Éste continuaba mirando fijamente al agente, los demás habían empezado a revolverse en sus sillas. Uno de ellos se levantó y exclamó en un tono hosco:

—Tengo trabajo que hacer.

—Siéntese —le espetó el jefe sin mirarlo, y el agente se dejó caer como una piedra.

Gamache esperó y esperó.

—Désolé, patron —soltó finalmente el agente—, todavía no he interrogado a ese sospechoso.

Las palabras resbalaron por la mesa. Menuda confesión desastrosa. Todos habían oído mentir a ese agente sobre el interrogatorio y ahora esperaban ver al inspector jefe darle su merecido: querían ver cómo vapuleaba a aquel hombre.

—Hablaremos de esto después de la reunión —dijo Gamache.

—Sí, señor.

Alrededor de la mesa la reacción no se hizo esperar.

Hubo sonrisas maliciosas. Habían asistido a una exhibición de fuerza por parte del jefe, pero ahora percibían flaqueza. Si Gamache hubiera hecho pedazos al agente, lo habrían respetado, lo habrían temido, pero ahora sólo olían la sangre.

E Isabelle Lacoste pensó: «Que Dios me perdone: incluso yo he deseado que el jefe humillara y desacreditase a este agente. Que lo crucificara como advertencia para los que se atrevieran a desobedecer al inspector jefe Gamache.»

Hasta aquí hemos llegado.

Pero Isabelle Lacoste llevaba el tiempo suficiente en la Sûreté para saber que era mucho más fácil disparar que hablar. Que era mucho más fácil gritar que mostrarse razonable. Y mucho más fácil humillar y degradar, y hacer mal uso de la autoridad, que hacer gala de dignidad y educación, incluso con aquellos que no sabían de esas cosas.

Que hacía falta mucho más valor para ser bueno que para ser cruel.

Pero los tiempos habían cambiado, la Sûreté había cambiado. Ahora era una institución que recompensaba la crueldad, que la fomentaba.

El inspector jefe Gamache sabía que era así, y sin embargo acababa de jugarse el cuello. ¿Lo había hecho a propósito?, se preguntó Lacoste, ¿o se había ablandado?

Ella ya no lo sabía.

Lo que sí sabía era que durante los últimos seis meses, el inspector jefe había visto cómo se cargaban y corrompían su departamento, y cómo echaban por tierra todo su trabajo. Había visto cómo se iban aquellos que le eran leales, o cómo se volvían en su contra.

Al principio había opuesto resistencia, pero lo habían machacado. Lacoste lo había visto volver una y otra vez a su despacho tras haber discutido con el superintendente en jefe, siempre con la moral por los suelos. Y ahora, al parecer, no le quedaban ánimos para luchar.

—Siguiente —dijo Gamache.

Y así siguió la cosa, durante una hora: cada agente ponía a prueba la paciencia de Gamache, pero el promontorio resistía, sin indicios de desmoronarse ni de que aquello tuviera algún efecto en él. Finalmente, la reunión terminó y Gamache se puso en pie. Sólo la inspectora Lacoste se levantó, los demás parecieron vacilar hasta que un agente se puso en pie y el resto lo imitó. En la puerta, el inspector jefe se volvió y miró al agente que había mentido. Fue sólo una mirada rápida, pero bastó. El agente se situó justo detrás de Gamache y lo siguió hasta su despacho. Mientras la puerta se cerraba, la inspectora Lacoste vislumbró una expresión fugaz en el rostro del jefe.

Era de agotamiento.

• • •

—Siéntese.

Gamache señaló un asiento y luego él mismo ocupó la silla giratoria detrás de su escritorio. El agente pareció a punto de soltar una bravuconada, pero ésta se desvaneció ante el rostro severo que tenía delante.

Cuando habló, la voz del jefe transmitió un tono de autoridad natural.

—¿Está contento aquí?

Aquella pregunta sorprendió al agente.

—Supongo que sí.

—Puede hacerlo mejor, es una pregunta simple: ¿está contento?

—No tengo más remedio que estar aquí.

—Sí que lo tiene. Podría dejarlo, no está obligado por contrato. Y sospecho que no es usted el idiota que finge ser.

—Yo no finjo ser idiota.

—¿No? ¿Cómo llamaría entonces a no interrogar a un sospechoso clave en la investigación de un homicidio? ¿Cómo llamaría a mentir sobre el tema a quien usted debería saber que detectaría esa mentira?

Pero era evidente que el agente nunca pensó que iban a pillarlo; nunca se le ocurrió, desde luego, que se encontraría solo en el despacho del jefe para ser amonestado.

Pero, sobre todo, nunca se le pasó por la cabeza que, en lugar de echársele al cuello y hacerlo pedazos, el inspector jefe Gamache se limitaría a mirarlo fijamente con ojos pensativos.

—Lo llamaría una «tontería» —admitió el agente.

Gamache continuó observándolo.

—No me importa lo que piense de mí, no me importa lo que piense sobre el hecho de que lo hayan destinado aquí. Tiene razón en que no ha sido por elección suya, ni mía. Usted no tiene formación como detective de Homicidios, pero es un agente de la Sûreté du Québec, uno de los mejores cuerpos policiales del mundo.

El agente esbozó una sonrisita, pero luego su expresión adquirió un aire de leve sorpresa.

El inspector jefe no hablaba en broma: lo creía de verdad. Creía que la Sûreté du Québec era un cuerpo de policía estupendo y eficaz, una escollera entre los ciudadanos y quienes pretendieran hacerles daño.

—Tengo entendido que procede usted de la división de Delitos Graves.

El agente asintió con la cabeza.

—Debe de haber visto cosas terribles.

El joven se quedó muy quieto.

—Cuesta lo suyo no volverse cínico —continuó el jefe en voz baja—. Aquí nos ocupamos de una sola cosa, y eso es una gran ventaja porque nos hemos convertido en unos especialistas. La desventaja es que nos ocupamos de la muerte. Cada vez que suena el teléfono significa que alguien ha perdido la vida. Unas veces es un accidente, otras un suicidio y en algunos casos se trata de una muerte natural, pero casi siempre es todo menos natural, y entonces intervenimos nosotros.

El agente miraba fijamente aquellos ojos y, sólo por un instante, creyó ver en ellos las muertes terribles que se habían acumulado, día y noche, durante años. Los jóvenes y los viejos, los niños, los padres y las madres, las hijas y los hijos. Muertos, asesinados: vidas arrebatadas, y sus cuerpos yacían a los pies de aquel hombre.

La Muerte parecía haberse apuntado a la reunión, volviendo el ambiente viciado y denso.

—¿Sabe qué he aprendido de estas tres décadas de muertos? —preguntó Gamache, inclinándose hacia el agente y bajando la voz.

A su pesar, el agente tuvo que inclinarse también.

—He aprendido hasta qué punto es valiosa la vida.

El agente lo miró esperando algo más, y cuando no lo hubo volvió a hundirse en la silla.

—El trabajo que hace aquí no es trivial —dijo el jefe—: la gente cuenta con usted, yo cuento con usted. Por favor, tómeselo en serio.

—Sí, señor.

Gamache se levantó y el agente hizo otro tanto. El jefe lo acompañó hasta la puerta y asintió con la cabeza mientras el joven salía.

En el Departamento de Homicidios todos se habían quedado mirando, a la espera de una explosión, a la espera de que el inspector jefe Gamache vapuleara al agente culpable; incluso Lacoste lo esperaba y lo deseaba.

Pero no había pasado nada.

Los otros agentes intercambiaron miradas sin molestarse ya en ocultar su satisfacción. El legendario inspector jefe Gamache era un hombre de paja después de todo. Aún no se había puesto de rodillas, pero casi.

Cuando Lacoste llamó a la puerta abierta, Gamache alzó la vista de lo que estaba leyendo.

—¿Puedo pasar, jefe?

—Por supuesto —dijo Gamache, que se levantó y le señaló la silla.

Lacoste cerró la puerta. Sabía que muchos agentes, si no todos, en aquella oficina de planta abierta, habían seguido mirando. Aunque en realidad le daba igual: podían irse al infierno.

—Querían ver cómo se ensañaba con ese hombre.

El inspector jefe asintió.

—Sí, lo sé. —La miró fijamente—. ¿Y tú, Isabelle?

No tenía sentido mentir al jefe. Soltó un suspiro.

—En parte, pero por razones distintas.

—¿Y qué razones eran ésas?

Lacoste señaló a los agentes con un gesto de cabeza.

—Les habría demostrado que usted no se deja intimidar: sólo entienden la brutalidad.

Gamache consideró unos instantes lo que Lacoste acababa de decirle y luego asintió.

—Tienes razón, por supuesto, y debo admitir que me he sentido tentado.

Sonrió. Le había costado acostumbrarse a ver a Isabelle Lacoste sentada frente a él, en lugar de a Jean-Guy Beauvoir.

—Diría que hubo un tiempo en que ese joven creía en su trabajo —añadió mientras observaba, a través de la ventana interior, al agente cogiendo el teléfono—. Diría que lo hacían todos. Creo sinceramente que la mayoría de los agentes entran a formar parte de la Sûreté porque quieren contribuir.

—¿Para servir y proteger? —preguntó Lacoste con una sonrisita.

—«Servicio, Integridad, Justicia» —dijo Gamache, citando el lema de la Sûreté—. Muy anticuado, ya lo sé. —Levantó las manos haciendo el ademán de rendirse.

—¿Y qué ha cambiado? —quiso saber Lacoste.

—¿Por qué los hombres y mujeres jóvenes se vuelven matones? ¿Por qué los soldados sueñan con ser héroes pero acaban maltratando a prisioneros y disparando a civiles? ¿Por qué los políticos se vuelven corruptos? ¿Por qué los policías muelen a palos a los sospechosos y se saltan las leyes que supuestamente deben proteger?

El agente con el que Gamache acababa de hablar estaba al teléfono. Pese a las pullas de los demás, estaba haciendo lo que el jefe le había pedido.

—¿Porque pueden hacerlo? —sugirió Lacoste.

—Porque todos los demás lo hacen —repuso Gamache reclinándose en la silla—: la corrupción y la brutalidad se imitan, se esperan y se recompensan. Se vuelven normales. Y a cualquiera que se enfrente a eso, que les diga que está mal, lo aplastan, o algo peor. —Negó con la cabeza—. No, no puedo condenar a esos jóvenes agentes por haber perdido los papeles: lo raro sería que no les pasara.

El jefe la miró y sonrió.

—O sea que te preguntas por qué no lo he humillado si podría haberlo hecho, ¿no? Pues he ahí por qué, y antes de que lo confundas con una heroicidad por mi parte, te diré que no lo ha sido: ha sido puro egoísmo. Necesitaba probarme a mí mismo que aún no he llegado a esos extremos, aunque es tentador, debo admitirlo.

—¿El qué? ¿Unir fuerzas con el superintendente Francœur? —preguntó Lacoste, sorprendida de que admitiera eso.

—No, crear mi propio caos de mil demonios a modo de respuesta.

La miró fijamente, como si sopesara sus propias palabras.

—Sé lo que hago, Isabelle —añadió en voz baja—, confía en mí.

—No debería haber dudado.

Isabelle Lacoste comprendió entonces cómo empezaba la podredumbre, cómo ocurría: no de la noche a la mañana, sino de forma gradual. Una pequeña duda laceraba la piel y luego se producía una infección de confusión, críticas, cinismo y desconfianza.

Observó al agente con el que había hablado Gamache. Ya había colgado el teléfono y tomaba notas en su ordenador, intentando hacer su trabajo, pero era el blanco de las burlas de sus colegas, y mientras la inspectora Lacoste lo observaba el joven dejó de teclear y se volvió para mirarlos y sonrió: volvía a ser uno de ellos.

La inspectora Lacoste centró de nuevo la atención en el inspector jefe Gamache. Jamás habría creído que pudiera serle desleal, pero si les había ocurrido a esos agentes, que en el pasado habían sido honestos, quizá también podía pasarle a ella. Quizá ya le estaba pasando. Cada vez llegaban más y más agentes de Francœur y cada vez más y más de ellos desafiaban a Gamache. Lo creían débil y, quizá, por el mero hecho de estar cerca, aquello estaba calando también en ella.

Quizá empezaba a dudar de él.

Seis meses atrás nunca habría cuestionado cómo el jefe imponía disciplina a un subordinado, pero ahora lo había hecho y una parte de ella seguía preguntándose si lo que acababa de ver, lo que todos acababan de ver, no habría sido flaqueza al fin y al cabo.

Pase lo que pase, Isabelle —dijo Gamache—, debes confiar en ti misma, ¿lo entiendes?

Su mirada era muy intensa, como si pretendiera que sus palabras no sólo tuvieran eco en la cabeza de Lacoste, sino también en un lugar más profundo: un lugar secreto, un lugar seguro.

La inspectora asintió.

Gamache sonrió, relajando la tensión.

—Bon. ¿Es eso lo que has venido a decirme o hay algo más?

A ella le llevó unos instantes acordarse, y sólo lo hizo al reparar en el post-it que llevaba en la mano.

—Hace unos minutos se ha recibido una llamada. No quería molestarlo... no estoy segura de si es personal o profesional.

Él se puso las gafas, leyó la nota y frunció el entrecejo.

—Yo tampoco estoy seguro.

Gamache se reclinó en la silla, se le abrió la americana y Lacoste reparó en la Glock que llevaba al cinto en una cartuchera. No conseguía acostumbrarse a verla ahí: el jefe detestaba las armas.

«Mateo 10:36.»

Era una de las primeras cosas que le habían enseñado a Lacoste cuando entró a formar parte de la división de Homicidios. Aún podía ver al inspector jefe Gamache, sentado donde estaba ahora, diciéndole: «Mateo 10:36, “y los enemigos del hombre serán los de su casa”. Nunca olvide eso, agente Lacoste.»

Ella había supuesto que se refería a que, en una investigación de homicidio, había que empezar por la familia, pero ahora sabía que significaba mucho más: el inspector jefe Gamache llevaba un arma en la jefatura de la Sûreté, en su propia casa.

Gamache despegó el post-it de su escritorio.

—¿Te apetece un paseo en coche? Podemos estar allí a la hora de comer.

Lacoste se sorprendió, pero no hizo falta que el jefe se lo dijera dos veces.

—¿Quién va a quedar al mando? —quiso saber mientras cogía el abrigo.

—¿Quién está al mando ahora?

—Usted, por supuesto, patron.

—Qué amable por tu parte decir eso, aunque ambos sabemos que no es verdad. Sólo espero que no nos hayamos dejado cerillas tiradas por ahí.

Mientras la puerta se cerraba, Gamache oyó cómo el agente con el que había hablado les decía a los demás:

—La vida es tan valiosa...

Estaba imitándolo con un tono de voz agudo e infantil, como si fuera un imbécil.

Gamache recorrió el pasillo hasta el ascensor y al llegar sonrió.

Una vez dentro, los dos se quedaron mirando los números: 15, 14...

La otra persona que iba en el ascensor salió, dejándolos solos.

... 13, 12, 11...

Lacoste estuvo tentada de hacer la única pregunta que nadie debía oír jamás.

Miró al jefe, que observaba los números. Parecía relajado, pero ella lo conocía lo suficiente para detectar arrugas nuevas en su cara, arrugas más profundas, y unas ojeras más oscuras.

«Sí», se dijo. «Salgamos de aquí. Crucemos el puente, dejemos atrás la isla. Vayámonos todo lo lejos que podamos de este sitio nefasto.»

8... 7... 6...

—¿Señor?

—Oui?

El jefe se volvió y ella detectó una vez más el cansancio que asomaba en su cara en momentos de descuido. No tuvo valor para preguntarle qué le había ocurrido a Jean-Guy Beauvoir, el segundo al mando después de Gamache antes de que llegara ella. Su propio mentor y el protegido de Gamache, y más que eso.

Durante quince años Gamache y Beauvoir habían formado un equipo formidable. Veinte años más joven que el inspector jefe, Jean-Guy Beauvoir estaba siendo preparado para coger el relevo al mando.

Y de pronto, unos meses atrás, al regresar de una abadía remota donde se investigaba un caso, el inspector Beauvoir había sido trasladado al departamento del mismísimo superintendente jefe Francœur.

Había sido un lío tremendo.

Lacoste había intentado preguntarle por lo ocurrido a Beauvoir, pero el inspector no quería tener nada que ver con los de Homicidios y el inspector jefe Gamache había dado la orden de que nadie en Homicidios tuviera trato con Jean-Guy Beauvoir.

Debían hacerle el vacío, darlo por desaparecido, considerarlo invisible.

No sólo se había vuelto persona non grata, sino persona non exista.

Isabelle Lacoste apenas podía creerlo, y el paso del tiempo no lo había vuelto más creíble.

3... 2...

Eso era lo que quería preguntar.

Si era cierto.

Durante un tiempo pensó que era una estratagema, una forma de introducir a Beauvoir en el campo de Francœur, de intentar averiguar qué andaba tramando el superintendente jefe.

Seguro que Gamache y Beauvoir seguían siendo aliados en aquel juego tan peligroso.

Pero con el paso de los meses el comportamiento de Beauvoir se había vuelto más errático, y Gamache más decidido. Y la brecha entre ambos se había convertido en un gran abismo: ahora parecían habitar en dos mundos distintos.

Mientras seguía a Gamache hacia su coche, Lacoste comprendió que no se había abstenido de hacer aquella pregunta por no herir los sentimientos del jefe, sino los suyos propios. No quería saber la respuesta: quería creer que Beauvoir seguía siendo leal y que Gamache tenía la esperanza de detener el plan que fuera que Francœur había puesto en marcha.

—¿Te apetece conducir? —preguntó Gamache ofreciéndole las llaves.

—Con mucho gusto.

Condujo a través del túnel de Ville-Marie y luego subió al puente de Champlain. Gamache guardaba silencio y contemplaba el río San Lorenzo, allá abajo, medio congelado. Cuando se acercaban al punto más alto del arco del puente, el tráfico se volvió más y más lento hasta casi detenerse. Lacoste, que no tenía miedo a las alturas, se sintió intranquila. Una cosa era cruzar el puente en coche y otra bien distinta quedarse parada a sólo unos palmos de la barandilla baja... y de la vertiginosa caída .

Lacoste podía ver, muy abajo, placas de hielo que entrechocaban en la corriente gélida. La nieve medio derretida se movía despacio bajo el puente, como fango.

A su lado, el inspector jefe Gamache inhaló profundamente y luego exhaló, revolviéndose en el asiento. Lacoste recordó que sufría vértigo. Se fijó en que había cerrado las manos en puños y que los abría y los cerraba, los abría y los cerraba.

—Respecto al inspector Beauvoir... —se oyó decir: tenía la sensación de estar a punto de saltar del puente.

Gamache puso la misma cara que si lo hubiera abofeteado, y ella se dio cuenta de que era justo eso lo que quería: darle un bofetón y detener el remolino que daba vueltas sin parar en la cabeza del inspector jefe.

Por supuesto, no podía agredir físicamente al inspector jefe Gamache, pero sí hacerlo emocionalmente, y acababa de hacerlo.

—¿Sí? —Él la miró, pero ni su voz ni su expresión la animaban a continuar.

—¿Puede contarme qué pasó?

El coche que iba delante avanzó unos palmos y luego frenó. Estaban casi en el centro del arco, en el punto más alto.

—No.

Le había devuelto el bofetón, y notaba el ardor.

Se sumieron en un silencio incómodo alrededor de un minuto, pero Lacoste reparó en que el jefe ya no apretaba los puños: se limitaba a mirar fijamente a través de la ventanilla. Se preguntó si lo habría golpeado con demasiada fuerza.

Entonces la expresión de Gamache cambió y Lacoste comprendió que ya no miraba las aguas oscuras del San Lorenzo, sino hacia el lateral del puente. Habían coronado la cima y ahora veían el motivo del retraso: coches patrulla y una ambulancia bloqueaban el carril de más a la derecha, justo donde el puente conectaba con la costa sur.

Se estaba izando un cuerpo, tapado y sujeto a una camilla de salvamento, por el dique de contención. Lacoste se santiguó, por la fuerza de la costumbr

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