Tiempos de revolución. Comprender las independencias iberoamericanas

Manuel Chust

Fragmento

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Presentación[*]

Los procesos revolucionarios de las independencias en Iberoamérica fueron uno de los acontecimientos más importantes en la historia universal contemporánea. Mucho se ha escrito sobre las causas, los acontecimientos y las consecuencias que llevaron a los americanos a separarse de sus metrópolis ibéricas. Después de 300 años de imperio, los súbditos y los territorios americanos de estos monarcas pasaron los primeros a ser ciudadanos y los segundos, Estados independientes. Este hecho se inscribió simultáneamente en un relato fundacional de la nación en cada una de las repúblicas americanas. Relato que fundamentó, asimismo, la lucha liberadora de una nación contra la opresión extranjera de los peninsulares. Estas historias nacionales encumbraron en sus relatos a héroes individuales que actuaron de guía y modelo de los comportamientos políticos y cívicos, coadyuvando a la formación del consenso histórico que sirvió, durante décadas, para unir a poblaciones heterogéneas social y racialmente. No obstante, a partir de los años sesenta del novecientos, este consenso empezó a agrietarse. Tras la II Guerra Mundial, el panorama historiográfico sobre las independencias se enriqueció. Este volumen trata de unirse a las diversas propuestas que alumbraron una rica y renovada historiografía. 200 años después creemos oportuno contribuir a este debate sin fin.

Así, para explicitar nuestra propuesta es importante señalar dos consideraciones. La primera es que las independencias se inscriben dentro de los procesos revolucionarios liberales americanos y europeos que, desde el último tercio del siglo XVIII hasta la primera mitad del siglo XIX, acabaron con el Antiguo Régimen, tanto metropolitano como colonial. La segunda es que hay que manifestar que, para la comprensión de un proceso tan complejo como las independencias, se debe establecer una periodización del mismo que contenga diferencias marcadas por distintas fases. Sobre todo porque el dinamismo de los avances y retrocesos motivó que, en el mismo proceso, las causas originales que llevaron a las independencias mutaran, dado que se dieron nuevos acontecimientos y fenómenos inexistentes antes de 1808 en el seno del proceso: las diferentes contiendas bélicas y sus efectos, la aparición de nuevos actores tanto individuales como sociales, la desaparición de otros, el surgimiento de nuevas fuerzas sociales, la militarización de la sociedad y su ideologización, entre otras.

La monarquía española sufriría, desde la segunda mitad del siglo XVIII, una serie de tensiones por mantener las rentas de las colonias americanas. Esto reforzó la alianza con la monarquía borbónica francesa frente al enemigo británico. Estas tensiones contribuyeron a que se implementara todo un plan de reformas que intentaba incrementar las rentas del monarca en América con la máxima eficacia y el mínimo coste posibles. Ello generó tensiones sociales y económicas entre todas las clases de la sociedad americana: criollos, indios, mulatos y mestizos, e incluso peninsulares.

Este conflicto, a veces latente, estalló tras los acontecimientos de mayo de 1808. La guerra acontecida en la Península no comenzó con una «invasión» francesa —pues sabemos que las tropas francesas ya estaban allí—, sino con un levantamiento popular, tanto en el campo como en las ciudades, contra las señas de identidad nobiliarias y del Antiguo Régimen y contra un ejército francés de ocupación. Y fue en esa crisis cuando quedó más patente que nunca que América pertenecía por derecho de conquista al rey español. Ausente el rey, tras las abdicaciones de los Borbones en los Bonaparte, quedó un amplio espectro de posibilidades para gobernar y administrar los súbditos y territorios americanos. En este sentido, el bienio de 1808 a 1810 fue trascendental porque reclamaron ese derecho José I Bonaparte; los virreyes y capitanes generales «presentes» en América; la reina Carlota Joaquina «presente» en Brasil, que exigió ser regente; las juntas en la Península; la Junta Central; y las juntas en América o las ciudades americanas que no se sentían representadas ni por las capitales de su jurisdicción ni, en ocasiones, por los centros de poder españoles, tanto en América como en la Península.

Todo ello desembocará en 1810 en dos opciones políticas liberales: por una parte la insurgencia tras la eclosión juntera de 1810, por otra el liberalismo autonomista gaditano, que concedió derechos a los americanos en las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812. Es cierto que la monarquía se volvió constitucional a partir de 1812, pero tenía en América velados antagonistas en los fieles servidores del rey, que no estaban dispuestos a perder sus privilegios del Antiguo Régimen. Así, a partir de 1810, América quedó dividida en dos opciones mayoritarias: el Cono Sur y partes de Venezuela y Nueva Granada por un lado, y por el otro Perú y Nueva España —a pesar de la rebelión de Hidalgo—, proclives a la monarquía, aunque constitucional.

Ambas propuestas, políticamente viables, se enfrentaron de diversas formas al Antiguo Régimen. Es decir, representaban dos formas de revoluciones liberales: las insurgentes, que apoyaban una nación singular, y la gaditana, que proponía una revolución liberal que contemplara al unísono los dos «hemisferios», es decir, la metrópoli y las colonias. Sin duda, 1814 marcó un punto de no retorno. La reacción absolutista de Fernando VII suprimió cualquier posibilidad de un liberalismo autonomista gaditano en la Península y América al reprimir por la fuerza tanto a la insurgencia como al liberalismo gaditano. No hubo «fracaso» del liberalismo gaditano, como reiteradamente se ha escrito. Hubo «derrota» por la vía de las bayonetas de la tribuna parlamentaria y de las palabras constitucionales. Tras 1814 sólo quedaron dos contendientes visibles: la insurgencia y el absolutismo armado fernandino. Fue en estos seis años cuando más se identificó en América el monarquismo con el Antiguo Régimen y con el recurso a la fuerza armada. No hubo espacio para el consenso o el pacto. El absolutismo no lo permitió. No por «estrechez de miras», como también se ha escrito, sino por necesidades económicas. Las rentas indianas seguían siendo indispensables para que la Hacienda del rey no se desmoronara. Luego el Antiguo Régimen español dependía de sus colonias para mantenerse erguido en la Península. Por esta razón, la insurgencia americana empezó a aglutinar unidad contra el enemigo común que era lo «español», identificado ya claramente desde 1814 como opresor y monárquico. Es decir, el nacionalismo americano primero y sus singularidades continentales después surgirán para distanciarse de la «nación» española, o de su simplificación, España, por lo que las guerras de independencia se volvieron en los relatos nacionales un conflicto «nacional», cuando sabemos ahora que no lo fueron. No podían serlo porque la «nación» española también se estaba creando al tiempo que el triunfo de su Estado parlamentario y constitucional.

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