1. LA ECONOMÍA COLABORATIVA
La Economía Colaborativa consiste en una oleada de nuevos negocios que se sirven de internet para poner en contacto a clientes con proveedores de servicios a fin de realizar transacciones en el mundo real, como el alquiler de apartamentos por breves periodos, trayectos en coche o tareas del hogar. En vanguardia de esta oleada están Uber y Airbnb, ambas con un pasmoso crecimiento como prueba de su atribución de estar trastocando las industrias tradicionales del turismo y el tráfico. A estas dos empresas las siguen una bandada de compañías que aspiran a sumarse a ellas en la cima del mundo de la Economía Colaborativa.
Unas veces, los partidarios de la Economía Colaborativa la describen como una nueva clase de negocio, y otras como un movimiento social. Es una mezcla conocida de comercio y causa en el mundo digital. Es posible que en Silicon Valley viva una parte considerable de las personas más ricas del mundo, pero este lugar siempre se ha visto y se ha presentado como algo que va más allá del dinero; también tiene que ver con forjar un futuro mejor. Internet está mejorando el mundo, no solo ofreciéndonos mejores dispositivos y más información, sino remodelando la sociedad, desde las raíces hasta las ramas. Ahora disponemos de tecnología para resolver problemas que llevan siglos atormentando a la humanidad, una tecnología que deja obsoletas antiguas instituciones y normativas y que las sustituye por la computación.
El runrún de la Economía Colaborativa comenzó hace unos años, pero fue en 2013 y 2014 cuando empezó a entrar de verdad en las corrientes dominantes. Hace promesas que atraen a mucha gente; desde luego, a mí me atraen. Parte de transacciones informales —llevar a un amigo en coche, tomar prestado un taladro o hacerles unos recados a los vecinos— y se sirve del poder de conexión de internet para aumentar su escala, de modo que nosotros, como individuos, podamos contar más con el prójimo y menos con corporaciones anónimas y distantes. Cada transacción ayuda a alguien a ganar un dinerillo y a algún otro a ahorrar un poco de tiempo. ¿Por qué no habría de gustarnos? Al participar en la Economía Colaborativa contribuimos a construir nuestra comunidad en lugar de ser consumidores pasivos y materialistas; ayudamos a crear una nueva era de apertura en la que encontramos a alguien dispuesto a echar una mano allí adonde vayamos.
La Economía Colaborativa promete ayudar a individuos, hasta entonces sin poder alguno, a tener un mayor control sobre sus vidas convirtiéndose en «microempresarios». Podemos autogestionarnos, entrar y salir de esta nueva dinámica de trabajo flexible, montar nuestro propio negocio en sitios web de Economía Colaborativa; podemos ser un anfitrión de Airbnb, un conductor de Lyft, un manitas de Handy o un inversor altruista que ofrece préstamos en Lending Club. El movimiento parece amenazar a los que ya son poderosos, las grandes cadenas hoteleras, las cadenas de comida rápida y los bancos. Es una visión igualitaria que se basa en transacciones entre iguales en lugar de en organizaciones jerárquicas, y es fruto de la capacidad de internet para poner a la gente en contacto; la Economía Colaborativa promete propiciar que «los estadounidenses [y otros] confíen en el prójimo»[1].
La Economía Colaborativa también promete ser una alternativa sostenible al comercio dominante, ayudándonos a hacer un mejor uso de recursos infrautilizados; ¿por qué tiene que tener todo el mundo un taladro en un estante del sótano cuando lo podemos compartir? Podemos comprar menos y de ese modo reducir nuestra huella ecológica; ¿igual utilizo Uber en vez de comprarme un coche? Podemos optar por el acceso en lugar de la propiedad y alejarnos de un consumismo en el que muchos nos sentimos atrapados. Podemos ser menos materialistas, aferrándonos a experiencias en vez de a posesiones para dar sentido a nuestras vidas.
Bueno, eso era lo que se prometía.
Por desgracia, está ocurriendo algo distinto y mucho más oscuro: la Economía Colaborativa está introduciendo un libre mercado despiadado y desregulado en ámbitos de nuestras vidas anteriormente protegidos. Las principales compañías se han convertido en monstruos corporativos y están desempeñando un papel cada vez más intrusivo en las transacciones que fomentan para ganar dinero y mantener su marca. A medida que la Economía Colaborativa crece, está reorganizando las ciudades sin mostrar ningún respeto por aquello que las hace habitables. En lugar de aportar apertura y confianza personal a nuestras interacciones, está propiciando una nueva forma de vigilancia bajo la que los empleados de este sector deben vivir con miedo a que alguien los delate, y mientras los directores generales hablan con benevolencia de sus comunidades de usuarios, la realidad tiene un cariz más riguroso de control centralizado. Los mercados de la Economía Colaborativa están generando nuevas formas de consumo más abusivas que nunca. La expresión «un dinerillo extra» resulta ser la misma que se utilizaba para los trabajos de las mujeres hace cuarenta años, cuando no se los consideraba trabajos «de verdad» que conllevaran un salario digno y, por tanto, no requerían ser tratados del mismo modo que los trabajos de los hombres (ni pagarse tanto como estos). En lugar de liberar a los individuos para que tomen el control sobre sus propias vidas, muchas empresas de la Economía Colaborativa están ganando pasta gansa para sus inversores y ejecutivos y creando buenos empleos para sus ingenieros informáticos y expertos en marketing, gracias a la eliminación de protecciones y garantías alcanzadas tras décadas de esfuerzos y a la creación de formas más arriesgadas y precarias de trabajo mal remunerado para quienes de verdad trabajan en la Economía Colaborativa.
El término mismo «economía colaborativa» encierra una contradicción. Pensamos que «colaborar» es una interacción social de carácter no comercial entre una persona y otra. Sugiere intercambios que no implican dinero, o que al menos vienen motivados por la generosidad, por un deseo de dar o ayudar. «Economía» sugiere transacciones mercantiles, el cambio interesado de dinero por bienes o servicios. Se ha debatido mucho acerca de si «economía colaborativa» es el término adecuado para describir esta nueva oleada de negocios, y se ha probado con otros muchos nombres: «consumo colaborativo», «economía en red», «plataformas de igual a igual», «economía temporal», «servicios subalternos» o, cada vez más, «economía bajo demanda».
No cabe duda de que la palabra «colaborar» se ha llevado más allá de sus límites razonables a medida que la «economía colaborativa» crecía y cambiaba, pero seguimos necesitando un nombre cuando hablamos de este fenómeno. Aunque quizá no dure más de otro año o así, «economía colaborativa» es el término usado ahora mismo, en 2015. Utilizaré este término, pero para eludir la repetición de la palabra «supuesta» o la molesta frecuencia de citas alarmistas haré uso del término «Economía Colaborativa» en mayúsculas[2].
Las definiciones no nos llevan muy lejos cuando hablamos de algo tan fluido y rápidamente cambiante como la Economía Colaborativa, pero aun así necesitamos establecer ciertos límites en torno al tema para hablar sobre él con coherencia. El capítulo 2 ofrece una visión panorámica de la Economía Colaborativa, evalúa qué clase de organizaciones están incluidas, de dónde provienen, qué hacen y cómo se financian. Dicho capítulo demuestra que hay al menos dos visiones de la Economía Colaborativa: la primera es la visión comunitaria y cooperativa, centrada en las transacciones personales a pequeña escala, mientras que la segunda es la ambición perjudicial y de alcance global de compañías con miles de millones de dólares que gastarse desafiando leyes aprobadas democráticamente en el mundo entero, adquiriendo a competidores para crecer y (en el caso de Uber) desarrollando nuevas tecnologías para dejar obsoleta a su plantilla. Si la primera visión puede resumirse en «lo mío es tuyo», creo que la segunda se reduce a «lo tuyo es mío».
Es imposible hablar mucho de la Economía Colaborativa sin fijarse en sus dos empresas líderes reconocidas, Uber y Airbnb. Para mucha gente, estas dos compañías son la Economía Colaborativa, y han dado lugar a una legión de imitadores que intentan convencer a inversores de capital riesgo mediante sus esfuerzos por convertirse en «el Uber de tal» o «el Airbnb de cual». Fundadas con un año de diferencia en el área de San Francisco, las dos han crecido desde entonces a marchas forzadas, llevando su modelo de negocio a ciudades de todo el mundo. La valoración de mercado de Uber supera a la de las compañías de alquiler de vehículos más importantes del mundo, y la de Airbnb está a la altura de la de las cadenas hoteleras más grandes del planeta, y, pese a que operan en sectores aparentemente prosaicos (el taxi, el alquiler de apartamentos), los fundadores de ambas son ahora millonarios.
La tecnología de las dos empresas suele describirse en términos similares: cada cual cuenta con plataformas de software, sitios web y aplicaciones de móviles para poner en contacto a consumidores con proveedores y llevarse una tajada de los beneficios. El software también se encarga de los pagos, y ambas ofrecen un sistema de reputación que, aseguran, resuelve los problemas de búsqueda y criba de modo que los desconocidos puedan confiar en el prójimo.
Pero las dos compañías son también muy distintas. Airbnb es la viva imagen de la colaboración; en sus declaraciones públicas y sus estrategias de marketing promueve de manera activa una bucólica «ciudad colaborativa» donde «los padres y las madres de la localidad vuelven a prosperar […] se fomenta la comunidad, donde el espacio no se desperdicia, sino que se comparte con otros». Uber, como sugiere su nombre, no está muy interesada en nada tan tierno y difuso como la comunidad; proyecta una imagen de estatus con aspiraciones («El chófer personal de todos») y su agresivo director general, Travis Kalanick, es un admirador de Ayn Rand y su ideología de individualismo a ultranza.
Ambas empresas han suscitado controversia en muchas de las ciudades donde operan, indisponiéndose con las regulaciones y leyes municipales, y ambas han adoptado el enfoque de buscar el crecimiento a toda costa, aspirando a presentarse como un hecho consumado ante Gobiernos municipales lentos y a menudo faltos de personal. Las dos creen que sus innovaciones dejan obsoletas las normativas existentes y que su tecnología puede resolver los problemas que las regulaciones municipales deberían haber resuelto, solo que mejor y con un aire más informal.
El capítulo 3 se centra en Airbnb. Muestra cómo el auténtico negocio de la empresa difiere de la imagen corporativa que ha cultivado, y cómo su crecimiento está agravando problemas en las ciudades donde opera, sobre todo en sus destinos más populares. El capítulo 4 versa sobre Uber: sobre cómo su búsqueda de una sociedad cuyo motor sea el consumidor está favoreciendo una nueva forma de empleo precario, y sobre sus engañosas aseveraciones de que ofrece tanto un servicio barato a los viajeros como un trabajo bien remunerado a los conductores.
Hacer recados y limpiar se cuentan también entre los trabajos sin glamour que de pronto están en el punto de mira de la inversión de riesgo. Las vidas de aquellos que desempeñan lo que cada vez más a menudo se denominan servicios «bajo demanda» son el tema del capítulo 5, desde la pionera TaskRabbit («vecinos que ayudan a sus vecinos») hasta candidatas más recientes que han renunciado hace tiempo a cualquier noción de comunidad en sus motivaciones para crear negocios florecientes y rentables. A lo largo de todo el libro se ofrecen otros ejemplos de servicios de la Economía Colaborativa.
La confianza siempre ha sido uno de los límites del compromiso social. Generosos como somos, nos encantaría recoger a autostopistas, pero nos preocupa que no sea seguro hacerlo —si podemos confiar en ellos—, por lo que el autostop casi ha desaparecido como medio de desplazamiento. El capítulo 6 aborda uno de los argumentos más importantes de la Economía Colaborativa: que ha utilizado internet para resolver el problema de la confianza entre los desconocidos dejando que la gente se califique mutuamente por medio de los denominados «sistemas de reputación». Estos descendientes de los sistemas de valoración que utilizan Amazon y Netflix para ofrecer recomendaciones se están convirtiendo en algo habitual en nuestra experiencia digital, y hemos aceptado casi como por arte de magia su capacidad de dirigirnos hacia aquello que queremos. Pero no son mágicos, y un análisis de cómo funcionan en la práctica demuestra que estos sistemas no alcanzan los objetivos anunciados y que se están utilizando cada vez con mayor frecuencia para establecer un régimen de vigilancia mutua e incluso de temor entre quienes son calificados.
Igual has sido anfitrión o huésped de Airbnb; igual has ofrecido o aceptado un trayecto con Uber; igual has pedido una comida, o la has llevado a domicilio con Postmates. Este libro es crítico con las empresas y con el movimiento de la Economía Colaborativa en general, pero no tengo intención alguna de hacer que el lector se sienta culpable o se ponga a la defensiva en cuanto a su participación en las transacciones de la Economía Colaborativa. Los problemas de la Economía Colaborativa no estriban en el participante individual que busca unas vacaciones novedosas o un desplazamiento rápido a la otra punta de la ciudad, como tampoco lo hacen los problemas generales del consumismo en el individuo que llena de gasolina el depósito de un coche o compra un par de zapatos nuevos. Los problemas estriban en las propias empresas y en los intereses financieros que se sirven de esas empresas para perseguir unos objetivos de desregulación en aras de la riqueza privada.
Es posible que la Economía Colaborativa sea nueva, pero tiene una historia y un contexto, y debemos analizarlos para entender sus objetivos y cómo está evolucionando. Los capítulos 7 y 8 rastrean los orígenes de la Economía Colaborativa en la cultura de internet: los valores y las prácticas que impregnan a las compañías de Silicon Valley y su ámbito más general de entusiastas de la tecnología, desde los programadores de código abierto hasta los defensores del bitcoin, el «movimiento maker» y demás.
Cualquier descripción breve pecará sin duda de una simplificación excesiva, y naturalmente hay desacuerdos y disputas entre sus seguidores, pero lo cierto es que existe una cultura coherente de internet. Se adhiere a valores de rebeldía a partir de una imprecisa serie de actitudes denominadas a veces «ética hacker». Facebook está ubicada en «One Hacker Way» y tiene la palabra «HACK» tallada en piedra en letras de doce metros. El mantra de la compañía hasta el año pasado era «avanzar deprisa y ser rompedores», y Mark Zuckerberg explicó hace poco a posibles inversores: «Los hackers creen que algo siempre puede ser mejor y que nunca nada puede llegar a estar acabado. Sencillamente tienen que arreglarlo, a menudo en contra de quienes dicen que es imposible o están satisfechos con el statu quo».
Esta cultura también cree que internet en sí es clave para lograr un mundo mejor. La invención de internet constituye un punto de ruptura con el pasado y una oportunidad para reabrir numerosos debates políticos y sociales. Las empresas se consideran participantes privilegiados en estos debates, con autoridad social además de autoridad empresarial; el mantra de Google «No seas malvado» resume su convencimiento de que la compañía tiene una misión moral además de tecnológica.
La cultura de internet se caracteriza asimismo por una confianza enorme en sí misma y una ambición suprema. Esa confianza se resume en las palabras del inversor de capital riesgo Marc Andreessen cuando dice que «el software está devorando el mundo», y esa ambición, en sus manifestaciones más extremas, se manifiesta en las ideas de Seasteading (un movimiento que aspira a construir ciudades flotantes autónomas, creado por el fundador de PayPal, Peter Thiel) y la Singularidad (la creencia en «el amanecer de una nueva civilización que nos permitirá trascender nuestras limitaciones biológicas y amplificar nuestra creatividad», que tiene su origen en las ideas del inventor Ray Kurzweil, ahora empleado de Google).
Del mismo modo que Hollywood es tanto una ubicación física como una industria mundial con una serie característica de tradiciones, convicciones y prácticas, Silicon Valley es más que un lugar; su nombre equivale al mundo de la tecnología digital, específicamente la tecnología de internet. Silicon Valley alberga grandes compañías como Apple, Google, Facebook, Amazon y Microsoft, y eso incluye una ristra interminable de empresas emergentes o startups que no están ubicadas físicamente en Silicon Valley pero tienen como punto de partida la cultura de internet en su sentido más amplio y son producto de la misma.
La Economía Colaborativa surge de la cultura de internet, pero está inspirada en un principio particular de esa cultura: la creencia en las ventajas de la apertura. La apertura y la colaboración van de la mano; hacer algo sincero y abierto equivale a evitar que sea un artículo de consumo, a sacarlo del ámbito de la propiedad privada y hacerlo susceptible de ser compartido por los miembros de una comunidad. Así pues, el software libre, en el que el código informático es elaborado por una red de iguales y compartido de manera gratuita, sirve de inspiración para que compartamos nuestras posesiones físicas y nuestro trabajo. Wikipedia demuestra que las plataformas de software pueden recopilar los esfuerzos de millones de colaboradores para lograr algo nuevo, global y diferente, e inspiró la creación de sitios web como el de Airbnb. Empezando por Napster, los sitios para compartir archivos pusieron en jaque a industrias que se basan en el copyright y la propiedad privada, como las de la música, el cine y la fotografía profesional. Los medios de comunicación sociales tienen como base la disposición de la gente a mostrarse sincera y abierta, a compartir aspectos de sí mismos con otros. El Open Data Movement, o Movimiento de Datos Abiertos, aspira a lograr que los Gobiernos sean más abiertos, sirviéndose de la tecnología digital para fomentar la transparencia y la innovación.
El capítulo 7 analiza la política de apertura, pero el mensaje de dicho capítulo no es tan optimista como les gustaría a los defensores de la Economía Colaborativa. Desde el punto de vista económico, la apertura desempeña dos papeles: es una alternativa al comercio (compartir música fue una alternativa a las tiendas de discos), pero también genera nuevas formas de comercio (YouTube surgió de la costumbre de compartir música), y esas nuevas formas de comercio comportan problemas propios. Las industrias cimentadas sobre la apertura han aportado avances notables, pero también han fracasado una y otra vez a la hora de hacer realidad sus promesas de democratización e igualdad, y la Economía Colaborativa se está dedicando a seguir el camino que abrieron estas industrias anteriores.
A medida que Silicon Valley ha ido acumulando riqueza y poder, la convicción de que puede irte bien haciendo el bien y de que los mercados pueden de hecho utilizarse para «aumentar la escala» de los esfuerzos en favor del cambio social ha pasado a ser una tendencia dominante en la cultura de internet. Este punto de vista se denomina a veces «ideología californiana»[3]. Desde la pobreza a escala mundial hasta las libertades civiles, pasando por la educación y la atención médica, la cultura de internet ve la combinación de la tecnología y la actitud empresarial como la clave para resolver nuestros mayores problemas. Pero los mercados, la colaboración y el bien social no se llevan muy bien, y las relaciones entre unos y otros son el tema que trata el capítulo 8. Internet no es una ruptura tan radical con el pasado como algunos quieren creer, y un análisis de nuestras costumbres cívicas y del funcionamiento de las ciudades demuestra que los incentivos comerciales a menudo desplazan las formas no comerciales de colaboración. Es posible que se construyan nuevos negocios en torno a la colaboración y la apertura, pero los instintos comerciales tienden a expulsar el comportamiento altruista, y los impulsos generosos que inspiraron la Economía Colaborativa quedarán aplastados bajo los incentivos pecuniarios.
La Economía Colaborativa es joven y está cambiando rápidamente. Irá tomando forma en función de nuestro comportamiento como consumidores, pero también de nuestro comportamiento como ciudadanos y como trabajadores. Las empresas de la Economía Colaborativa afirman que debemos confiar en que ellas y sus tecnologías se hagan cargo de funciones que ofrecen los Gobiernos: garantizar la seguridad del consumidor, asegurarse de que el empleo sea justo y digno y hacer que las ciudades sean habitables y sostenibles. No debemos concederles esa confianza.
Escribí este libro porque los objetivos de la Economía Colaborativa apelan a ideales con los que se identifican muchas personas, incluido yo; ideales como la igualdad, la sostenibilidad y la comunidad. La Economía Colaborativa sigue contando con el apoyo y la lealtad de muchas personas progresistas —en particular de jóvenes que se identifican claramente con las tecnologías que utilizan— cuyos instintos bondadosos están siendo manipulados y que acabarán por sentirse traicionadas. La Economía Colaborativa invoca esos ideales para amasar inmensas fortunas privadas, para ir en contra de comunidades reales, para fomentar una forma de consumismo más opresiva y para crear un futuro más precario y con más desigualdades que nunca.
Hay quienes no ven contradicción alguna entre un movimiento social y las empresas privadas con ánimo de lucro; son los que creen en las «corporaciones benéficas» y otras formas de capitalismo ilustrado, que abundan en el área de la bahía de San Francisco, donde tiene su hogar la Economía Colaborativa. Espero convencer a algunos de ellos de que la Economía Colaborativa no está cumpliendo sus objetivos.
Muchos otros están encantados de promover la desigualdad y la desregulación en interés propio, en virtud de las cuales el dinero se apropia del papel de las instituciones democráticas; este libro no tiene gran cosa que decir a quienes defienden ese punto de vista.
Trabajo en la industria de la tecnología y en mi vida diaria paso mucho tiempo entre ordenadores. No dudo de que las nuevas tecnologías pueden desempeñar un papel importante en el avance hacia un futuro mejor, pero no constituyen un atajo para resolver complejos problemas sociales ni para acabar con antiguos motivos de conflicto social. Si los partidarios de la Economía Colaborativa que creen en la igualdad y la sostenibilidad quieren lograr algo útil de veras, tienen que renunciar al orgullo desmesurado de la cultura de internet y aprender ciertas enseñanzas de personas de otros campos que llevan años involucradas en la colaboración. Del mismo modo que no hay atajos para solucionar problemas sociales complejos, no hay una Gran Idea sencilla para hacer frente a lo peor de la Economía Colaborativa. El punto de partida es que la reconozcamos como lo que es.
2. EL PANORAMA DE LA ECONOMÍA COLABORATIVA
Una manera de explorar el carácter de la Economía Colaborativa es analizar una organización llamada Peers. Fundada en 2013, Peers se describe como «una organización de base impulsada por sus miembros que respalda el movimiento de la Economía Colaborativa». Cuando Airbnb se encontró con problemas para obtener un permiso para sus actividades en Grand Rapids, Michigan, o cuando un concejo municipal amenazó con prohibir Airbnb en Silver Lake, California, fue Peers la que concentró las quejas de los usuarios de Airbnb dirigidas a los concejales en nombre de la compañía. Cuando el Ayuntamiento de Seattle decidió que Lyft y Uber estaban infringiendo las normativas del taxi, fue Peers la que movilizó a los partidarios de estas empresas para que firmasen peticiones. Y sus esfuerzos no fueron en vano: lograron que los Ayuntamientos se retractaran, y en una de las mayores victorias de la organización, consiguieron que el estado de California reconociera una nueva categoría de organización de tráfico denominada «Compañías de Red de Transporte», que creó un marco en el que pudieran operar legalmente Lyft, Uber, Sidecar y demás, y que ha sido imitado después en varios estados.
En el verano de 2014 Peers publicó en su sitio web una lista de setenta y cinco organizaciones asociadas, y esa lista constituyó una instantánea del panorama de la Economía Colaborativa cuando pasó a formar parte de la tendencia dominante. La empresa española Gudog es «una plataforma que pone en contacto a dueños de perros con cuidadores de confianza»; con BoatBound puedes buscar «el barco perfecto con capitán o sin él»; si prefieres comer a navegar, puedes acudir a Cookening, un sitio web donde «tu anfitrión cocina y comparte una comida contigo, en su propia casa». Cookening es un poco como EatWith, cuyos «anfitriones tienen un gran talento para preparar comidas asombrosas y adoran recibir a gente en sus casas para compartirlas», y Cookisto sigue un camino similar, al ofrecer un sitio web a través del que «los vecinos comparten deliciosas comidas caseras». Si necesitas hacer algún trabajillo de bricolaje en casa pero no tienes las herramientas apropiadas, quizá quieras recurrir a NeighborGoods («comparte artículos con tus vecinos y amigos»), 1000 Tools («el mercado de alquiler de herramientas») o, si estás en Australia, Open Shed («¿para qué comprar cuando puedes compartir?»). Si no tienes la destreza necesaria, puedes llamar a TaskRabbit para que te envíen ayuda; si necesitas un despacho para trabajar, prueba PivotDesk; si tienes que recaudar fondos, acude a CrowdTilt; si necesitas que te limpien la casa, recurre a la web de Homejoy; si te hace falta una plaza de aparcamiento, inténtalo en ParkAtMyHouse; si quieres alquilar una bici o una tabla de surf, visita Spinlister. Están apareciendo organizaciones de Economía Colaborativa para toda clase de actividades.
Los desplazamientos constituyen la oferta más extendida, representada por las empresas que optan por compartir trayectos (Lyft, Sidecar), compartir coches (RelayRides), compartir bicis (Spinlister, Divvy) y demás. Compartir comidas y artículos del hogar son opciones populares, y los servicios personales como la limpieza de casas (Homejoy, Proprly) y los recados (TaskRabbit, PiggyBee) también tienen presencia. Prácticamente todas estas organizaciones han sido creadas en los últimos años.
Los socios de Peers proceden de todos los rincones del mundo; California y Nueva York son los orígenes más habituales, pero hay socios de varios países europeos (PiggyBee es belga, BlaBlaCar es francesa, Carpooling es alemana, Swapsee es española, ParkAtMyHouse es británica), de Australasia (Zookal, Airtasker), así como de Israel (EatWith, CasaVersa), Sudáfrica y Turquía.
Esta diversidad, este abanico de organizaciones pequeñas y centradas en el vecindario, constituye el motivo de que la Economía Colaborativa haya atraído a los que tienen una mentalidad ecológica y a los que se identifican con los artesanos. Es por eso que la autora Rachel Botsman puede describir la Economía Colaborativa del siguiente modo en una charla TED (Technology, Entertainment, Design):
En esencia, se trata de empoderar. Se trata de empoderar a la gente para establecer vínculos valiosos, vínculos que nos están permitiendo redescubrir una humanidad que hemos perdido por el camino, interactuando en mercados como Airbnb, como Kickstarter, como Etsy, que se basan en las relaciones personales y no en la transacción vacía[4].
También es por eso que los artículos en la prensa generalista suelen empezar con un tono peculiar y personal. Esto es del Wall Street Journal:
La tendencia tecnológica más en boga son las aplicaciones que permiten compartir lo que sea con cualquiera, razón por la que Grace Lichaa se encontró hace poco a un grupo de desconocidos comiendo sus macarrones caseros.
En torno a una docena de personas que conoció a través de internet llegaron, la mayoría con puntualidad, a su casa de Washington D. C. en noviembre para probar tres recetas de macarrones con queso: con gratinado de ajo, tomate y queso de cabra y al curry. La señora Lichaa, de treinta y dos años, ofreció plazas para su cena «mac attack» en una web llamada EatFeastly por 19,80 dólares el cubierto[5].
Y esto es de la revista Wired, en la misma línea:
Dentro de unos cuarenta minutos, Cindy Manit dejará que se suba a su coche alguien a quien no conoce de nada. Una aplicación en su iPhone, instalado en el salpicadero, la orientará hasta un cruce en el barrio South of Market de San Francisco, donde una mujer de cabello rojizo con chubasquero naranja y botas de color café se acomodará en el asiento del acompañante de su inmaculado Mazda3 de 2006 de cinco puertas y le pedirá que la lleve al aeropuerto[6].
Peers es solo una lupa a través de la que contemplar el carácter de la Economía Colaborativa. En 2013 Rachel Botsman presentó una clasificación de servicios de Economía Colaborativa[7], y en un informe de 2015 el especialista Jeremiah Owyang presentó su propio perfil[8]. Además de los ejemplos anteriores, tanto Botsman como Owyang destacan ciertos sectores que no están tan bien representados entre los socios de Peers.
Un sector destacado es el financiero. Compañías de préstamos entre iguales como Lending Club y Prosper aseguran sustituir a las tarjetas de crédito y a los bancos con préstamos entre personas a intereses más bajos. Lending Club empezó a cotizar en bolsa en diciembre de 2014, y el volumen de préstamos entre particulares está aumentando rápidamente; en mayo de 2015 las cinco compañías más grandes gestionaron cerca de un millón de préstamos y estaban generando más a un ritmo muy superior a los 10.000 millones de dólares al año[9].
Otro sector floreciente es el de los espacios de trabajo compartidos, que promueve «el acceso en lugar de la propiedad para nuevas empresas y creadores independientes». WeWork, líder en esta categoría, ha recaudado más de 500 millones de dólares para contribuir a su expansión. La revista Wired compara explícitamente WeWork con Uber y Airbnb después de que la última ronda de financiación hiciera ascender su valor a los 5.000 millones de dólares:
Es un precio muy elevado para lo que es en esencia una empresa de alquiler de oficinas. Pero el modelo de negocio de WeWork, que combina los bienes inmuebles con la tecnología, se enmarca dentro de la tendencia de la «economía colaborativa» que ha cautivado a los inversores de unos años a esta parte, gracias a empresas de éxito como Uber y Airbnb. Ambas han dado a sectores consolidados (servicios de vehículos y alquiler para vacaciones) un toque de alta tecnología y, como consecuencia, ambas han obtenido tasaciones muy por encima de las de sus predecesoras establecidas (servicios de taxi y limusina y hoteles). Lo mismo puede decirse de WeWork[10].
Botsman y Owyang amplían la definición de Economía Colaborativa para incluir empresas que quedan en buena medida fuera del ámbito de este libro. Coursera y otras están desafiando a la enseñanza universitaria al ofrecer numerosos cursos abiertos online (MOOC); los mercados online para productos —como eBay y Etsy— preceden al auge de la Economía Colaborativa y de su concentración en las transacciones en el «mundo real», y las plataformas de crowdfunding como Kickstarter pueden verse como una extensión de las plataformas de financiación entre particulares.
El panorama de la Economía Colaborativa viene definido no solo por lo que incluye, sino por la clase de organizaciones colaborativas que faltan. La socióloga Juliet Schor resume la situación:
Hay una gran diversidad de actividades, así com