La calesita de Doña Rosa

Mauricio Rosencof

Fragmento

La casa era una de esas casas de antes. Ahora estaba sobre la vereda. Pero no siempre fue así. Antes —¿vio?, antes— daba a un camino que después se hizo calle. Calle con vereda de baldosas que remataba en un cordón de granito, el cordón de la vereda.

La casa venía de antes. En su frente se conservaba la chapa de la numeración antigua, ovalada, gris: 522. La moderna era rectangular, más grande, fondo blanco, como esmaltado, para resaltar la nueva orgullosa numeración en relieve negro: 2877.

Esa casa que ahora debían desalojar contenía todas las casas de quienes, hasta ese instante, allí vivían. Con avances hacia la vereda, donde un robusto plátano daba al balcón de marmolín cascoteado de tiempo, con el tronco herido por un clavo del que se colgaba el jaulón de Vincha Brava, el cardenal, con el que ahora don Isaac no sabía muy bien qué hacer porque en el lugar adonde los llevaban, pájaros no se podía.

A esta casa doña Rosa la llamaba «caserón» porque era ella la que la limpiaba. Eran cuatro piezas, altas, muy altas, con el piso de madera siempre en reparación, horadado por el agua, los insectos y los días.

En estas casas se podía nacer y morir sin pasar por el hospital ni por la funeraria. La casa era la vida. Tanto, que una abuela podía tener su cuarto —el cuarto de la abuela— con sus cosas, con sus recuerdos de siempre, y el mate propio que tomaba en la puerta de dos hojas (cada cuarto tenía puertas de dos hojas), sentada en un banquito personal, y meta mate con cáscaras de naranja, muy rico.

Toda la vida se desarrollaba frente a un patio amplio, muy amplio, que en invierno no se calentaba con nada, al que doña Rosa le decía «plaza Independencia», y donde tenía cretonas y malvones, que a veces por debajo dejaban correr un hilito de herrumbre, porque las macetas eran de lata de aceite Óptimo de dos litros. Así era el patio en su plenitud, no como estaba ahora, vacío de todo: solo el tablero de baldosones blancos y negros, muy limpitos porque antes de tener que irse, doña Rosa les pasó el trapo. Porque así era esa viejita, clavada en el casillero negro desde donde ahora ve crecer el ciruelo del lejano, perdido pueblito polaco, el shtetl de su infancia, en los días en que su abuelo arrendaba montes, cosechaba para el barón de Lublin y recibía uno de cada diez cajones con ciruelas.

Esta casa, la que hoy tienen que dejar, era un orgullo. Por primera vez alquilaban a nombre propio, aunque dos por tres subarrendaban una pieza, «porque no daba para nada…». También debían ceder el altillo, que tenía ventanita al patio. El altillo fue la primera habitación del inmigrante. Se alquilaba un altillo para uno solo o para la familia. Los hermanos Santini hacían pizza en el altillo —a fuerza de primus—, que luego salían a vender por las calles: «A la faiiiná a la fainá a la fainááá». También hacían fainá. En este desván del caserón supo dormir Luis Mendiola, que distribuía el diario Justicia en motoneta, y quien tiempo después fue ejecutado —junto con otros, en la Seccional 20 del Partido Comunista— con una bala de nueve milímetros en la nuca.

Tenía azotea. La casa tenía azotea, donde doña Rosa tendía la ropa que don Isaac le alcanzaba —porque no podía con todo— y ahí iba el latón llenito de sábanas, toallas, ropa que flameaba con más garbo que los banderines en la azotea del castillo de Hamlet.

Doña Rosa quería volver al ciruelo, necesitaba detenerse en aquel árbol. De los días del ciruelo no quedaba nadie vivo. Alguien, algo, un viento —qué sé yo— se los había llevado a todos. Los muebles, las cosas flotaban alrededor de la viejita, danzaban alrededor del casillero de la penitencia. Jaque a la reina.

Acá y en este tiempo, ella tenía dos hijos bajo tierra.

Uno de ellos, con vida.

Don Isaac puso la mano sobre la caja de zapatos. Era un acto de posesión, de custodia, de cariño. En esa caja estaban las cartas del hijo, que cada tanto le entregaban en las visitas a la prisión. Otros papeles no eran cartas, eran escritos de antes, y a otros, no muchos, los tenía además envueltos en nailon, porque también eran del hijo, y no venían desde la prisión y tampoco eran cartas; eran escritos que habían llegado no sé sabe de dónde y mejor no preguntar.

Por eso la mano de don Isaac —fuerte, de artesano, de obrero de la aguja, de soldado de la guerra del 14 y la extra del 18 al 19 contra los cosacos— era mano de firmeza y de fiereza, aunque estaba cargada de ternura y protección.

Se recostó al aparador vacío, desolado: desolados el hombre y el mueble y el cuarto y la vida y los versos del hijo:

Yo sé que los domingos, casi al mediodía,
abrís con cautela el viejo aparador,
y vertís en un vaso del mismo licor
que en los buenos tiempos con vos compartía.

El licor del que habla el hijo estaba en una botella de grappa. Correspondía a un destilado de guindas, que en otros días dio que hablar.

Al pie del plátano de Vincha Brava, contra el cordón, el Negro Varela había estacionado su carretilla, de frente a la caja del camión, con las fauces abiertas, devorando el armario, la mesa de sastre, la cama matrimonial desgarrada, los cajones de la cómoda con todos los cubiertos, la cómoda.

Varela se instaló a pie firme en el zaguán umbroso y fresco, embaldosado como el patio, con el mármol de los dos escalones gastado en el centro, atormentado durante décadas por pisadas que entraban y salían, mortificado por el Agua Jane del fregado.

Al pie de los escalones, Varela, serio, pastoreaba la puerta de cancel con visillos de tela blanca, fina, impoluta, que en cualquier momento se iban a correr para ver si él estaba allí. Luego se abrirían de par en par las puertas vidriadas, detrás de las cuales doña Rosa había ordenado las plantas que iniciarían un viaje en carretilla hacia otros patios.