Sobrevivir a Mauthausen-Gusen

Enrique Calcerrada Guijarro

Fragmento

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NOTA A LA PRESENTE EDICIÓN[I]

ENRIQUE CALCERRADA: LOS OJOS DE GUSEN,

EL MATADERO DE MAUTHAUSEN

Gusen sigue siendo, a día de hoy, uno de los campos de concentración nazis más desconocidos. Dos son las principales razones que lo han mantenido siempre en un lugar secundario, alejado de la atención casi constante, la emoción y la indig­nación que provocan en la sociedad mundial recintos como Ausch­witz, Dachau o Buchenwald. La primera de ellas es, quizá, la más lógica y obvia: la enorme magnitud que tuvo el sistema concentracionario creado por Heinrich Himmler, y que llegó a contar con más de veinte mil recintos para prisioneros diseminados por Europa y el norte de África.[II] El segundo motivo es que Gusen era un campo satélite de Mauthausen, por lo que, en todo momento, permaneció eclipsado por el nombre y la relevancia que tuvo el campo central.

Esa doble realidad puede justificar la falta de conocimiento que existe sobre Gusen en el resto del planeta, pero no en nuestro país. No en nuestro país porque en ese lugar murió la inmensa mayoría de los españoles deportados a los campos de concentración nazis. Aunque hubo cientos de compatriotas, hombres y mujeres, que perecieron en Buchenwald, Sachs­en­hausen, Ravensbrück, Dachau o Auschwitz, lo cierto es que, de los cerca de 5.500 españoles asesinados en todos los campos nazis, 3.959 lo fueron en Gusen. En otras palabras, tres de cada cuatro murieron entre las alambradas de ese campo olvidado, y solo pudieron salir de él convertidos en humo y cenizas, a través de la chimenea de su crematorio. Y si estos son los terro­ríficos datos, ¿cómo es posible que en España la inmensa mayoría de la población no haya ni siquiera escu­chado el nombre de Gusen? La respuesta nos lleva a añadir un tercer motivo, puramente ibérico, a los dos anteriormente mencionados: porque sus víctimas fueron también víctimas del franquismo.

Está sobradamente documentado que el dictador español, a través de su cuñado y superministro de Gobernación y Asuntos Exteriores, Ramón Serrano Suñer, acordó con Hitler y con Himmler la deportación a los campos de concentración nazis de más de siete mil españoles. Todos ellos se encontraban, en ese momento, cautivos en campos para prisioneros de guerra, custodiados por soldados del Ejército alemán que, más o menos, respetaban los principios del Convenio de Ginebra y, por tanto, los derechos humanos de los internos. Nuestros compatriotas habían terminado allí porque habían combatido, en su mayor parte, en el Ejército republicano y habían tenido que huir a Francia tras el triunfo de las tropas fascistas. El Gobierno democrático galo los trató como a perros y los encerró en campos de concentración situados, principalmente, en las playas de la costa mediterránea más próximas a la frontera española. A pesar de ello, miles de ellos se alistaron en el Ejército francés para combatir en la guerra que se avecinaba contra Alemania. Ya fuera en la Legión Extranjera o, muy mayoritariamente, en las Compañías de Trabajadores Españoles, acabaron siendo capturados por la Wehrmacht y encerrados, junto a los soldados franceses, belgas o británicos, en esos campos para prisioneros de guerra llamados stalags. Allí deberían haber permanecido el resto de la contienda, como lo hicieron los cautivos del resto de nacionalidades, pero las conversaciones entre la cúpula franquista y la del Reich cambiaron para siempre su destino.

Los prisioneros de guerra españoles, y solo los españoles, fueron sacados de los stalags y enviados hacia Mauthausen. Un total de 7.532 hombres fueron llegando, en trenes destinados al transporte de ganado, hasta ese campo de concentración situado en la Austria anexionada por Hitler. La mayoría de ellos no permanecerían mucho tiempo en el campo central y fueron enviados a diversos subcampos y grupos de trabajo. El grueso, casi 5.300, acabaron en Gusen, el lugar que sería bautizado muy acertadamente como «el matadero de Mauthausen». La dictadura franquista estuvo informada, a través de diversas vías, de lo que ocurría en el campo. Tanto fue así que, en diversos momentos, pidió la liberación de varios prisioneros, cuyas familias tenían contactos con altos cargos del régimen. Así, Joan Bautista Nos Fibla y Fernando Pindado fueron liberados por los nazis en julio de 1941 y entregados a la policía franquista. El resto de las peticiones que se cursaron no pudieron atenderse porque llegaron tarde; según informaron puntualmente las autoridades alemanas, los prisioneros cuya repatriación se solicitaba ya estaban muertos.

Entre 1943 y 1945 serían deportados a campos de concentración nazis, en este caso ya no solo a Mauthausen, otros dos mil españoles y también españolas que habían militado en la Resistencia. Así se completaba la historia de la deportación española, más de 9.300 prisioneros y prisioneras de los que, como se ha dicho anteriormente, perecieron cerca de 5.500. Más de nueve mil héroes y heroínas cuyas historias fueron enterradas durante la dictadura porque eran las historias de sus enemigos republicanos y a la vez las historias de sus víctimas. Franco y los suyos se encargaron de borrar y reescribir lo ocurrido para eliminar las huellas de su amor por la cruz gamada y, ya de paso, maquillar su criminal actuación. Tristemente, tras la muerte del dictador, nuestra democracia no quiso recuperar la verdad histórica y dejó las cosas en el terreno de la manipulación, la ignorancia y la equidistancia en el que nos encontramos actualmente.

Así que sí, esa es la tercera razón por la que Gusen es un campo desconocido en España, porque Gusen es una de las pruebas más brutales de lo que fue y lo que supuso el régimen franquista.

Enrique Calcerrada Guijarro: un testimonio único

Mientras realizaba la investigación que plasmé en Los últimos españoles de Mauthausen me obsesioné con recopilar el mayor número posible de testimonios de los supervivientes de los campos. Entrevistar personalmente a veinte de ellos fue uno de los mayores regalos que me ha hecho la vida. Escuchar de los labios de un hombre o de una mujer de noventa años sus vivencias en el interior de Ausch­witz, Buchenwald, Ravensbrück, Gusen o Mauthausen es algo que te marca para siempre. Sin embargo, sentí algo muy parecido cada vez que leía los diarios o las memorias de otros deportados españoles ya fallecidos. No estaban allí y, sin embargo, era tan fuerte y tan emotivo todo lo que relataban que los sentía a mi lado, hablándome cara a cara. Ese sentimiento me invadió especialmente cuando cayó en mis manos el libro de Enrique Calcerrada Guijarro. Fue Adelina Figueras, la hija del superviviente de Mauthausen Josep Figueras, quien me lo descubrió y prestó. Era imposible comprarlo porque apenas se habían impreso unas decenas de ejemplares para la familia y los amigos del protagonista. Aunque se trataba de una edición muy modesta, me sorprendió lo cuidada que estaba, gracias en buena medida al trabajo de Florencio Pavón, cuyo prólogo se ha recuperado para esta obra. Enseguida me percaté de que estaba ante un testimonio único y de enorme valor.

Enrique relata de forma ágil y directa su dramático periplo desde el final de la Guerra de España. Si no supiéramos que todo lo que cuenta es, simplemente, su día a día, podríamos pensar que estamos ante una trepidante novela bélica. No me extenderé en describir ni en calificar su narración porque ya lo hace perfectamente Florencio en el prólogo. Sin embargo, no puedo dejar de destacar la lucidez con la que Enrique Calcerrada cuenta y también analiza los terribles hechos que van aconteciendo. Me parecen brillantes, por ejemplo, las reflexiones que comparte en el momento en que pasó de ser un prisionero de guerra bien tratado a convertirse en un paria, con un traje rayado, condenado a acabar en el crematorio. El madrileño incide en los interrogatorios que la Gestapo realiza, en un perfecto castellano, a cada uno de los españoles que se encontraban confinados en el campo de prisioneros de Sagan, en la actual Polonia. «Ese trabajo de zapa de la Gestapo no debía ser ajeno a las idas y venidas a Berlín, en el otoño del año 1940, de Serrano Suñer, ministro de Asuntos Exteriores del general Franco», apunta certeramente Calcerrada. Debemos recordar que estas memorias datan de los años setenta, cuando en España no solo no habíamos comenzado a investigar el tema, sino que seguíamos moviéndonos al paso que marcaban el dictador y sus herederos. Pues bien, Enrique nos demuestra que ya en aquel momento los exiliados franceses sabían la verdad, aunque no contaran con documentos que la avalaran. Habría sido algo extraordinario que él y el resto de supervivientes españoles hubieran vivido para ver el día en que esa documentación salía a la luz. Muchas veces fue gracias a que los Aliados rescataron buena parte de los archivos nazis. La dictadura destruyó sus documentos, pero quedaron las copias alemanas. Así conocimos detalles clave de la responsabilidad directa de Franco en la deportación de Enrique y de sus compañeros. Supimos lo que hacía Serrano Suñer en esas «idas y venidas a Berlín» que al autor le parecían tan importantes. Fruto de una de esas visitas a la capital alemana fue la orden que cursó la Oficina de Seguridad del Reich a todas las dependencias de la Gestapo el 24 de septiembre de 1940: «Por orden del Führer [...] de entre los combatientes rojos de la guerra de España, por lo que a los súbditos españoles se refiere, procede directamente su traslado a un campo de concentración del Reich». El documento se cursó el día que Serrano Suñer abandonaba Berlín tras pasar varias jornadas reuniéndose con Hitler, Himmler y Heydrich. Enrique nunca conoció la existencia de esta orden, pero sufrió sus consecuencias. Fue una semana después, el 1 de octubre, cuando los agentes de la Gestapo se presentaron en Sagan y comenzaron los interrogatorios. Pocos días más tarde, tal y como relata pormenorizadamente el autor, los nazis separaron a los españoles de los cautivos de otras nacionalidades. Su destino estaba definitivamente sellado.

El 22 de enero de 1941, Enrique y otros 775 españoles fueron obligados a subir a un tren con vagones destinados al transporte de ganado. Ninguno de los forzados pasajeros conocía que la única y última parada de ese convoy sería en Mauthausen. Tampoco podían imaginar que 595 de ellos estaban realizando el último viaje de su vida. Es desde este momento cuando el testimonio de Enrique cobra otra dimensión. Creo que, tal y como me ocurrió a mí, el lector empezará a sentirse parte de ese convoy y compartirá la suerte de esos hombres... la mala suerte. Gracias a los detalles y al estilo narra­tivo del autor, se puede sentir Mauthausen, oler Mauthausen, vivir Mauthausen.

Como investigador tengo que decir que estas memorias me permitieron también conocer a fondo determinados hechos que ocurrían en el campo de concentración. Unos hechos de los que ya tenía constancia, pero que después de seguir la pluma de Enrique fui capaz de visualizar. ¿Cómo era bajar cada día las empinadas y resbaladizas escaleras de la cantera de Mauthausen calzado con unos rudimentarios zuecos de madera? No lo lea, siéntanlo: «El descenso a esa sima en los amane­ceres del invierno o primeros días de la primavera era un tropel diabólico formado por miles de chancletas zapateando por el duro suelo. Los escalones de piedra, todos desiguales en altura, fueron con frecuencia medidos con nuestras espaldas, porque las lisas suelas de madera resbalaban en las piedras heladas y los presos, al caer, golpeaban a otros que a su vez caían sobre los demás, formándose a veces montones de presos en la escalera. Algunos infortunados se iban a pique, cayendo por el costado descubierto y aplastándose, en caída libre, cincuenta metros más abajo».

El destino quiso que este brillante cronista fuera enviado a Gusen en octubre de 1941. Esa cruel realidad solo tuvo un efecto positivo que los nazis no podían ni imaginar. Enrique Calcerrada no solo consiguió sobrevivir, sino que inmortalizó para siempre la tragedia que se vivió en «el matadero de Mauthausen». Sus palabras nos ayudan a reconstruir la historia del campo olvidado y a entender mejor por qué perecieron en él casi cuatro mil españoles. Gracias al relato de Enrique sabemos cómo el sufrimiento comenzaba ya en el traslado desde el campo central. Los prisioneros recorrían a pie los cinco kilómetros que los separaba de Gusen, recibiendo golpes de los SS y mordiscos de sus perros. Los que lograban llegar con vida al campo se desmoralizaban al ver el estado en que se encontraban los prisioneros que habían entrado semanas atrás. Y a partir de ahí, cada día era una lucha constante por la supervivencia: hambre, parásitos, enfermedades, trabajo extenuante, humillaciones... Calcerrada confirma además la especial crueldad que exhibían los kapos, los prisioneros que ejercían como ayudantes de los SS y que se encargaban de la disciplina en el interior del recinto. Jamás pudo olvidar a uno de ellos que era español y que terminaría pasando a la Historia y siendo tristemente célebre entre los deportados de Gusen: Indalecio González, alias «El Asturias». Un republicano que se pasó al lado oscuro, cometió múltiples asesinatos y terminaría siendo juzgado y ahorcado tras la guerra. Muy relevante es también el testimonio que brinda Enrique sobre el plan que tenían los nazis para exterminar a todos los prisioneros en el caso de que perdieran la guerra. En Gusen, los SS pretendían encerrar a los internos en unos túneles y después volarlos con dinamita. Y ahí estuvo el autor, ayudando en los preparativos, extrayendo tierra con un pico y una pala sin saber que estaba cavando la que debería haber sido la tumba suya y de sus compañeros.

El valor histórico de esta obra no puede eclipsar su vertiente más humana. Una vertiente que nos permite, aunque sea mínimamente, entrar en la mente de un prisionero de Gusen. Contemplamos el horror, sentimos el hambre, lloramos por los compañeros muertos. Y así llegamos a comprender por qué Enrique está a punto de suicidarse, lanzándose a la alambrada electrificada. O le entendemos cuando intenta sacar fuerzas de donde no las tiene para integrarse en el equipo de fútbol del campo, sabiendo que si lo logra tendrá una ración de comida extra. Asumimos como normal que se bromee y que se intente reír en el corazón del mismísimo infierno.

Enrique logró sobrevivir y ser testigo de la llegada de las tropas estadounidenses que el 5 de mayo de 1945 liberaron el campo de concentración. Poco después, junto al resto de los supervivientes españoles, realizó un juramento en el que se comprometía a seguir luchando contra el fascismo y a mantener viva la memoria de lo que allí había sucedido. Fiel a ese Juramento de Mauthausen, Enrique escribió esta obra que coronó con un exhaustivo listado de 3.820 españoles asesinados en Gusen. Se trata de una relación que contiene algunos errores, pero de un altísimo valor histórico, porque estamos ante un trabajo épico. El listado proviene de las anotaciones que hacían los propios prisioneros que trabajaban en la secretaría del campo de concentración. Cuando los SS no los veían, copiaban los datos de quienes eran asesinados. Sabían que si los alemanes se percataban de ello, los matarían... pero siguieron adelante. Enrique tuvo la oportunidad, tras la liberación, de copiar aquellos registros y los conservó durante largos años. Mientras que en Francia, Polonia, Holanda o Bélgica se conocieron antes de 1950 los nombres de la mayor parte de sus víctimas del nazismo, en España seguían mandando los aliados de los verdugos. Fueron los supervivientes, desde el exilio francés, quienes realizaron las tareas de investigación y de difusión de lo ocurrido. El listado de Enrique representa, por tanto, un documento único. A pesar de los lógicos errores en algunos nombres y apellidos, fruto de las sucesivas transcripciones, apenas falta un centenar de víctimas españolas de Gusen. Sugiero, por tanto, al lector que busque la exactitud en la base de datos del Memorial Democràtic de Catalunya y aprecie el valor histórico y heroico de la lista de Enrique.[III]

Sobrevivir a Mauthausen-Gusen es, en definitiva, un libro que no podía quedarse en el reducido ámbito para el que se concibió la modesta edición de 2003. Si alguien lo tuvo claro desde el primer momento fue Esther Calcerrada, sobrina nieta de Enrique. En 2015 tuve el privilegio de conocerla, cuando contactó conmigo, sorprendida al ver que había incluido algunos extractos del relato de su tío en Los últimos españoles de Mauthausen. Ya entonces me transmitió su deseo de publicar la obra dándole una dimensión nacional. Desde entonces no ha parado de luchar para que este libro alcanzara el lugar que merecía. Hoy ese sueño es una realidad. Hoy ese sueño es la demostración de que el Juramento de Mauthausen no murió el 3 de octubre de 2020, el día en el que se marchó para siempre Juan Romero Romero, el último superviviente español de ese campo de concentración. Los hijos, las nietas, los sobrinos y las bisnietas han ido tomando el testigo que dejaban los deportados y deportadas españoles fallecidos. El Juramento per­dura y perdurará. Esther lo heredó de Enrique Calcerrada Guijarro. La prueba la tiene entre sus manos.

CARLOS HERNÁNDEZ DE MIGUEL

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Prólogo

Mauthausen guarda ese aire desafiante y tétrico que sus arquitectos, probablemente, quisieron darle para sobrecoger a primera vista a los que tuvieron la mala fortuna de entrar por su portalón. Las barracas, de aspecto lúgubre, conservan una solidez que intimida, aún, con la historia que encierran entre sus paredes. El silencio que emana de su uniformidad, de su quietud y simetría, parece que va a estallar de pronto con toda la carga del sufrimiento almacenado en sus habitáculos. El museo, testimonio, aunque parcial, de los horrores sufridos por los prisioneros, conserva instrumentos, fotos y documentos tan espeluznantes que solo la convicción de que aquella realidad existió nos garantiza que no estamos ante un trucaje intencionado. El patio de recuento, las garitas, la escalera de la cantera, el crematorio... todo en Mauthausen transmite horror. El silencio de la zona en que se ubica y el ánimo con el que entra en el campo quien sabe lo que allí sucedió, intervienen para que el recorrido por sus dependencias se convierta en una jornada inolvidable, mezcla de amargura, incredulidad y estremecimiento.

Mauthausen, abierto hace ya muchos años al público, poco a poco va purgando el mal generado en sus dependencias con cada visita que recibe, y hoy en día es un museo de la sinrazón, que trata de hacer justicia a los que sufrieron la locura nazi.

El libro que aquí se presenta es una versión de lo ocurrido en ese campo de concentración, y en el de Gusen, su anejo, de 1941 a 1945, narrada por un español que estuvo allí recluido durante cuatro años, y que sobrevivió para contarlo.

Pero es también un testimonio de lo que el destino deparó a los exiliados republicanos que cruzaron la frontera francesa y más tarde no pudieron dirigirse a México, a la Unión Soviética o a otro país de acogida, ni regresaron inmediatamente a España. Es una reseña del exilio que tuvieron que sobrellevar muchos de los soldados del 18.º Cuerpo de Ejército de la Segunda República, y miles de civiles, la mayor parte de ellos catalanes, algunos de edad madura, que, ante el avance de las tropas franquistas, dejaron su tierra y pasaron a Francia, desde donde fueron a parar, como prisioneros, a campos de trabajo y exterminio nazis.

El autor dedica la Primera Parte de la obra, que se inicia en el preciso instante en que atraviesa junto con sus compañeros de armas la línea fronteriza, al tiempo que permaneció en Francia, hasta que fue apresado por los alemanes y conducido a Mauthausen. Se extiende en narrar su internamiento en los campos de concentración del país vecino, cuando todavía conservaba su ilusión por llegar a un puerto del sudeste francés desde el que embarcarse hacia la Zona Centro del territorio español, aún republicana.

La nostalgia del exiliado, que ya se descubre desde las primeras páginas, y el deseo de volver a contribuir a la defensa de esa República tan querida, se perciben a lo largo del libro, pero se hacen más patentes sobre la arena del campo francés, donde los españoles dieron al mundo, expectante, una imagen de dignidad y entereza que asombró a sus propios guardianes. La amargura del destierro, recién iniciado, se mezcla con la deses­peranza, que poco a poco va impregnando el ánimo de los confinados, decaído por las noticias que llegan de España y por el convencimiento de que no tendrán billete de regreso a la Zona Centro; con la incongruencia de las discusiones y de las culpas arrojadas sobre el compañero, prolongación de lo que fuera el desacuerdo durante la guerra —que el autor no quiere ver, o que minimiza, quizá porque, pendiente de la lucha, no lo percibió en toda su magnitud—; con el fracaso de las ayudas; con los rumores sobre el recibimiento que se da a los que tratan de volver a Cataluña. Todo ello contribuye a una desolación paulatina, que se crece al constatar que las diferencias sociales y jerárquicas siguen manteniéndose en el campo, lejos ya de España, pues el acomodo en un nuevo país de acogida depende del dinero de que se disponga, para pagarse el billete a México, por ejemplo, o del cargo ostentado durante la guerra, para ser recibido por Rusia. Los soldados de a pie, sin más ayuda ni capital que su propia persona, seguirán siendo «proletarios», esta vez del exilio.

Pero de la estancia en las playas del Rosellón se desprende la lección de dignidad que esos españoles supieron dar al mundo en circunstancias tan adversas: la universidad sobre las arenas del Midi, quebrada solo por el encarcelamiento de los profesores, incómodos para las propias autoridades francesas; la pasividad generalizada con respecto a alistarse en la Legión Extranjera, a pesar del hambre previamente provocada para ablandar voluntades; y la integración, al final, en Compañías de Trabajo comandadas por españoles y franceses para participar en la defensa de la nación vecina, cuando comprenden que la lucha de ese país contra el nazismo es su propia lucha.

Nuestro personaje asiste a la debacle de Francia, que genera sentimientos de solidaridad entre franceses y españoles, ambos con los mismos enemigos. E inicia la resistencia, pasiva pero no estática, ante los propios alemanes, de los que se evade cuando puede, aunque de nuevo sea atrapado.

La Segunda y la Tercera partes nos introducen en el campo de Mauthausen y en su anejo, Gusen. En ellas se hace patente en toda su extensión el horror nazi. Horror que unas veces aparece descrito con detalle, y que otras, se disimula, pero que se percibe por más que el autor, probablemente con intención deliberada, busque apartarse de recuerdos amargos. Pero desde la llegada al campo y el encuentro con los jefes hasta después incluso de la liberación, tanto la entrada por el portalón de los comandos de trabajo, como las peripecias sufridas para mudarse a otro grupo, el cambio de la indumentaria y la desinfección, los castigos, la cocina, el hospital, las alambradas, el frío, la comida, las barracas y sus jefes..., todo en Gusen parece espeluznante. Es el horror llevado hasta más allá de la locura, hasta lo inimaginable, hasta convertirlo en un fin en sí mismo y no solo en un medio para dominar al prisionero.

En estas Segunda y Tercera partes se abordan además algunos aspectos de los campos de concentración especialmente interesantes:

• Que el régimen nazi, además de ensañarse con los judíos, explotó en sus campos a muchos cientos de miles de hombres de casi toda Europa: polacos, italianos, yugoslavos, griegos, albaneses, rusos, lapones, bielorrusos, mongoles, ucranianos, franceses, belgas, rumanos, checos, húngaros... e incluso alemanes. Y también españoles. Muchos miles de españoles, de los cuales solo en los campos de Mauthausen y sus satélites de Gusen I, II y III murieron unos cinco mil.

El texto, que da fe de esta tragedia, lleva implícita —en ocasiones de forma expresa— la censura del régimen de Franco, que fue cómplice de tal ignominia; que no hizo nada por evitarla, sino que la propició para así eliminar sin mancharse más las manos a miles de sus oponentes; o que incluso la utilizó como moneda de cambio por los servicios que le prestó Alemania durante la Guerra Civil y por la entrega de otros republicanos españoles apresados en Francia de especial interés para los vencedores. Denuncia, por lo tanto, que el gobierno franquista conocía la existencia de estos campos,[1] e induce a pensar que debieron de sospecharlo muchos de los familiares de los presos cuando, a partir de 1942, estos escribieron a sus casas, pero que se ocultó a la opinión pública tanto por el Régimen, al que llenaba de ignominia, como por los propios familiares, que aún con el miedo a la represión callaron todo aquello que los relacionara con la condición de republicanos; del mismo modo que se ocultó públicamente, y aún hay quien sigue negándolo, la existencia de campos de concentración y de trabajos forzados aquí en España, en los que fueron explotados hasta la extenuación y la muerte de miles de hombres que habían luchado en el Ejército de la República, que fueron tildados de «rojos» o a los que simplemente se les consideró «desafectos al Régimen».[2]

• Que, dentro del maltrato generalizado, los alemanes fueron menos rigurosos con los prisioneros franceses y, sobre todo, con los ingleses. ¿Sería porque Alemania trataba de negociar con estas naciones, o porque consideraba a sus ciudadanos más próximos a las cualidades de la raza aria?

• Que los austriacos y los alemanes sabían no solo que los campos de concentración existían, sino también lo que ocurría en su interior. ¿Cómo iban a desconocer la existencia de estos campos, por más apartados de las poblaciones que estuvieran, o por más que los trenes cargados de presos llegaran por la noche? El despliegue de medidas de seguridad, sus enormes edificios, las canteras, los túneles excavados, las fábricas, el continuo trasiego de vehículos y personal eran de tal envergadura, que no podían pasar desapercibidos. En el caso concreto de Mauthausen, el campo no estaba lejos del pueblo, y al lado del de Gusen había viviendas habitadas.

Pero, según se cuenta en este libro, lo que ocurría dentro tampoco podía ser desconocido. Hechos como los que aquí se denuncian traspasan muros y alambradas, se comentan en corrillos y en bares, se propagan en forma de secreto que pasa de boca a oído, se fanfarronea sobre ellos... Y, además, estaban los cabos especialistas, civiles austriacos o alemanes, expertos en ciertos trabajos de cantería o de mecánica, o los médicos, que cada noche abandonaban el campo para ir a sus hogares o a sus residencias, y que durante el día eran testigos del trato que recibían los presos, porque no se ocultaba a sus ojos. A sus testimonios, que no cabe duda de que los darían, al menos a los parientes y amigos más allegados, aunque solo fuera para descargar su conciencia, hay que sumar los de algunos alemanes y austriacos, prisioneros ellos también, que se las ingeniaban para enviar notas escritas al exterior en las que informaban de lo que ocurría dentro. El caso del padre Gruber, del que se da fe en la Tercera Parte, es un ejemplo.

Que se sabía, y por mucha gente, está fuera de duda. Pero ¿querían o podían hacer algo los austriacos y alemanes para evitarlo? Trabas como el patriotismo, exacerbado siempre en tiempo de guerra, el miedo a las represalias, la xenofobia y otras ideas inhumanas alentadas por el propio sistema, el impacto que debió de causar en la población la instauración de un régimen tan duro y la fuerza exhibida por los SS, el férreo control del país por los nazis, la propia vergüenza y la resistencia íntima a reconocer que en su tierra estaba ocurriendo algo tan desagradable, puede explicar el silencio de la población y su inoperancia ante los hechos.

Este libro, que ofrece una visión directa de una página casi inenarrable de la Historia, es un testimonio duro, y a la vez sereno, que nos sumerge en los más intrincados recovecos del corazón humano. Es esta una historia que entra hasta el fondo del sentimiento, no por lo que tiene de bella, sino porque encierra una verdad que puede llegar a estremecer; pero una verdad que es necesario conocer para que no se olviden situaciones vividas por tantas personas víctimas del poder absoluto, de la cobardía ejercida por el fuerte sobre el débil, por el vencedor sobre el vencido.

Es un relato que plantea serios interrogantes sobre la naturaleza de la mente humana y sobre las razones de su proceder; y no solo por el comportamiento de las autoridades nazis, SS incluidos, sino porque en todos los escenarios, en el Stube, en la cantera, en el lodo, en las letrinas, sobre el patio de recuento, en las oficinas de los SS, en todo momento y lugar aparece, omnipresente, la figura del esbirro, personaje que se encuentra en cualquier narración, oral o escrita, sobre los campos de concentración, ya sean nazis o franquistas. Tanto si se le llama capo, cabo de vara o escolta, el esbirro desempeña el papel más de­salmado y sucio de los que aquí cobran vida: el del servilismo del verdugo vendido a bajo precio a una causa que comúnmente no es la suya.

La narración pone de manifiesto —a veces el autor se detiene en resaltarlo explícitamente— que el salvajismo de un régimen como el de Hitler solo es posible con la ayuda de individuos que por diversas razones —interés, ignorancia, miedo, soberbia, o cualquier otra debilidad— se ponen a su servicio. La observación de que es objeto por parte del autor el cabo polaco, apodado Napoleón, así como su propia experiencia, lo inclinan a asegurar que dichos comportamientos son producto más de la cobardía que del valor. Hay pues, en este punto, una nueva llamada de atención sobre la condición humana, que nos permite suponer que el Tercer Reich, y otros regímenes tildados de muy autoritarios, se han apoyado en personas de vil con­dición, o presas de un temor insuperable, para establecerse y sobrevivir.

La obra alerta sobre el individualismo en que puede caer el hombre ante una situación tan desesperada como la que se describe. La sumisión generalizada, infundida por el desamparo que desde el principio habían introducido los alemanes, con su estrecha vigilancia, en la mente de cada preso, la dura y desgarradora prueba que supone la selección dominical para mandar al crematorio a los que ya no son rentables por su debilidad física, el diario espectáculo de la entrada de la carreta al campo, el desprecio por el individuo que muestran los SS, la autoprotección a cualquier precio y el instinto de supervivencia que se desarrolla, con el único objetivo de salir con vida del campo, acaban haciendo a cada preso insensible a la muerte de los demás. Y es precisamente ese individualismo fomentado el que convierte en presa fácil a los miles de reclusos que hay en el campo. Solo cuando, por conciencia solidaria, dicho individualismo es superado, las posibilidades de sobrevivir aumentan de forma notable.

Es también una apología de la fortaleza del hombre y su capacidad de supervivencia cuando ese es el fin último y único al que orienta todas sus facultades; cuando resistir imperativamente al horror, aunque solo sea para contarlo, para dar testimonio de este, pasa a ser el objetivo fundamental; cuando en la lucha permanente por la existencia pone cada uno de los resortes a su servicio, y toda la imaginación, toda la inventiva, la resistencia física, y también la mental, las destina a tal fin, aunque cada minuto vivido lo pague con dolor.

En esa lucha permanente los mayores esfuerzos estaban orientados a vencer al peor enemigo: el hambre, siempre presente, que impregna, junto con los malos tratos, la obra entera. Un hambre machacona, persistente, raíz de la mayor parte de las muertes, que se convierte en enfermedad y en obsesión. Para aplacarla se ponen en juego todas las habilidades, destrezas y osadías, pues es necesario comer a cualquier precio para sobrevivir, para ganar peso, para tener fuerzas y no ser dia­na de los más brutos y sádicos, para no pasar por la enfermería, y para superar con éxito las periódicas selecciones que podían dar con los huesos y la poca piel que los envolvía en el crematorio.

La historia está narrada sin falso pudor. El autor no vacila en contar episodios que podía haber silenciado por ir contra su propia dignidad, pero parte del principio, lógico, de que la vergüenza no ha de tenerla quien es humillado a la fuerza, sino quien se vale de la fuerza y el poder absoluto para hu­millar. Pero tampoco es una hagiografía, ni una epopeya con sufridos héroes como protagonistas. Es, simplemente, una historia vivida, dura, pero verdadera, en la que, a pesar del contenido, se vislumbra una cierta ironía, propia de quien ve los hechos ya desde la distancia del mucho tiempo pasado desde que ocurrieron.

Por expreso deseo del autor, el libro recoge casi literalmente el manuscrito original. Es por ello una narración lineal, que no tiene pretensiones literarias ni moralistas; ambos campos han sido sobradamente ocupados con este mismo tema. Solo se han traducido los galicismos propios de una persona que vive en el país vecino desde 1945, se han adaptado algunas expresiones ya casi en desuso y se ha procurado dar al texto una coherencia gramatical, y en algunos casos temporal. Se ha intentado preservar al máximo la opinión personal del autor y su visión de los hechos, sobre todo en lo concerniente a la guerra civil española, por la frescura que guarda a pesar del tiempo transcurrido. Y se han conservado muchas palabras, y muchas expresiones, que son las mismas que usaban en los años cincuenta los combatientes republicanos cuando estaban entre personas de su confianza y hablaban de la guerra.

Enrique Calcerrada Guijarro nació en Madrid, pero su familia era natural de Puerto Lápice. En este pueblo, y en Villarta de San Juan, ambos de Ciudad Real, pasó su infancia, y fue uno de tantos autodidactas que no pudieron recibir una enseñanza académica reglada; de ahí su entusiasmo por la Segunda República, que pretendía la redención del analfabetismo. A finales de agosto de 1936, apenas iniciada la sublevación militar, se aprestó como voluntario a la defensa de Madrid y fue admitido en el Batallón Largo Caballero n.º 12 de las Milicias Populares, del que pasó al Batallón Octubre n.º 1. Luchó en la Casa de Campo, en la Ciudad Universitaria, en la Estación del Norte, en Argüelles y en el cerro Garabitas, donde fue herido por primera vez. Incorporado tras su recuperación a la 68.ª Brigada Mixta, participó a las órdenes del comandante Alejandro Benito, jefe del 270.º Batallón, en las batallas de Guadalajara, Brunete, Belchite, Teruel, en Andújar, en Fuentes de Ebro y Tortosa. Tras la Batalla del Ebro, el 18.º Cuerpo de Ejército, mandado por D. Francisco

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