La dama del perrito

Anton Chéjov

Fragmento

cap-23

LA DAMA DEL PERRITO[1]

I

Decían que por el paseo marítimo había aparecido una cara nueva: una dama con un perrito. Dmitri Dmítrievich Gúrov, que llevaba en Yalta dos semanas y ya se había hecho al lugar, también empezó a interesarse por las caras nuevas. Sentado en la terraza del Vernet, vio avanzar por el paseo a una señora joven, una rubia de mediana estatura, con boina; tras ella corría un lulú blanco.

Más tarde se la encontró varias veces en el parque de la ciudad y en la glorieta. Paseaba sola, siempre con la misma boina y el lulú blanco. Nadie sabía quién era y la llamaban simplemente la dama del perrito.

«Si está sin el marido y no tiene conocidos —se imaginaba Gúrov—, no estaría de más conocerla.»

Gúrov no había llegado aún a los cuarenta, pero tenía ya una hija de doce años y dos chicos en el liceo. Lo habían casado pronto, cuando todavía era estudiante de segundo curso, y ahora su esposa parecía mucho mayor que él. Era una mujer alta, de cejas oscuras, tiesa, arrogante, grave y, como ella decía, una persona con ideas. Leía mucho y escribía las cartas con ortografía moderna, no llamaba a su marido Dmitri, sino Dimitri, y este en el fondo la consideraba poco inteligente, estrecha de miras y nada exquisita. La temía y no le gustaba estar en casa. Le era infiel desde hacía tiempo, la engañaba a menudo y, tal vez por eso, casi siempre hablaba mal de las mujeres. Cuando se referían a ellas en su presencia, siempre decía lo mismo:

—¡Una raza inferior!

Le parecía que su dilatada y amarga experiencia le daba derecho a llamarlas como se le ocurriera, y, no obstante sin aquella «raza inferior» no habría podido vivir ni dos días. En compañía de los hombres se aburría, se encontraba raro, se mantenía taciturno y frío, pero, cuando se hallaba entre mujeres, se sentía libre y sabía de qué hablar y cómo comportarse. Con ellas le resultaba fácil incluso mantenerse en silencio. En su aspecto, en su carácter y en toda su manera de ser había algo sugestivo e imperceptible que predisponía favorablemente a las mujeres, que las atraía. Él lo sabía, y también en él vivía una fuerza que le empujaba hacia ellas.

La experiencia, repetida y, en efecto, amarga, hacía tiempo que le había enseñado que cualquier acercamiento, si al principio rompe tan dulcemente la monotonía de la vida y se presenta como una deliciosa y ligera aventura, inevitablemente se convierte, para la gente decente y en especial para los moscovitas, lentos de reflejos e indecisos, en todo un problema, en algo extremadamente complicado, y a fin de cuentas la situación se hace insoportable. Pero en cada nuevo encuentro con una mujer interesante, esta conclusión parecía desvanecerse de su memoria, sentía nuevas ganas de vivir, y todo parecía tan sencillo y tan divertido.

De modo que, un atardecer que Gúrov comía en el parque, la dama de la boina se acercó lentamente con la intención de ocupar la mesa vecina. Su expresión, los andares, el vestido, el peinado le decían que la mujer pertenecía a un ambiente respetable, que estaba casada, que estaba en Yalta por primera vez y sola, y que se aburría... En las historias sobre las costumbres licenciosas del lugar había mucho de falso, Gúrov despreciaba estos rumores y sabía bien que, en la mayoría de los casos, los inventaban las personas que, si supieran cómo hacerlo, pecarían muy a gusto. Pero cuando la dama se sentó en la mesa vecina, a tres pasos de él, recordó todas esas historias sobre las victorias fáciles, las excursiones a la montaña y, de pronto, se sintió dominado por la tentadora idea de una aventura rápida y fugaz, de un romance así, con una desconocida de la que se ignora nombre y apellido.

Llamó con gesto cariñoso al lulú y, cuando el perro se acercó, lo amenazó con el dedo. El lulú lanzó un gruñido. Gúrov lo amenazó de nuevo.

La dama lo miró y al instante bajó la mirada.

—No muerde —dijo y se sonrojó.

—¿Puedo darle un hueso? —Y cuando ella movió afirmativamente la cabeza, Gúrov le preguntó en tono afable—:

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