Enola Holmes 4 - El caso del abanico rosa

Nancy Springer

Fragmento

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Londres, mayo de 1889

—Ya han pasado más de ocho meses desde que la niña desapareció...

—«La niña» tiene nombre, querido Mycroft —interrumpe Sherlock disimulando la crispación en su voz para no ofender a su hermano, que lo ha invitado a cenar. A pesar de su carácter ermitaño y solitario, Mycroft es un anfitrión excelente y ha esperado hasta terminar el pastel de pichón con salsa de grosellas para sacar a colación el problema poco agradable de su hermana pequeña, Enola Holmes—. Enola. Por desgracia, no se puede decir que desapareciera en el sentido exacto del término —añade Sherlock en un tono más calmado, casi enigmático—. Se rebeló, huyó a la velocidad del rayo y, hasta el día de hoy, ha estado eludiéndonos deliberadamente.

—No es eso lo único que ha hecho deliberadamente... —Con un gruñido provocado por las molestias que su amplitud frontal le ocasiona al incorporarse, Mycroft extiende la mano hacia el decantador de cristal tallado.

Consciente de que tiene algo importante que decir, Sherlock espera en silencio mientras su hermano vuelve a llenar las copas con la excelente bebida que está haciendo posible y aceptable su conversación. Ambos hombres se han aflojado las corbatas negras y los cuellos almidonados de sus camisas.

Mycroft bebe varias veces de la copa antes de continuar con su habitual tono cargante y enojoso.

—Durante estos ocho meses, ha contribuido decisivamente a rescatar a tres personas desaparecidas y a llevar ante la justicia a tres peligrosos criminales.

—He reparado en ello —reconoce Sherlock—. Y eso, ¿qué importa?

—¿No detectas un patrón de comportamiento de lo más alarmante?

—En absoluto. Tropezó por casualidad con el caso del marqués de Basilwether, encontró a Lady Cecily Alistair mientras ayudaba a los pobres de las calles disfrazada de monja, y...

—Y también fue capaz de identificar a su captor casualmente.

Sherlock baja la mirada ante el ácido comentario de Mycroft.

—Y, como iba diciendo, en lo que respecta a la desaparición de Watson, dudo que se hubiese involucrado si nuestra relación no fuera de dominio público.

—No sabes ni cómo ni por qué se involucró en ese caso.

—Cierto —admite Sherlock Holmes—. No lo sé. —Gracias en parte a la influencia balsámica del oporto añejado que ha servido su hermano y en parte al paso del tiempo y a ciertos acontecimientos ocurridos recientemente, los pensamientos sobre su hermana ya no le causan aquel profundo dolor, ni siquiera una intensa ansiedad—. Y no es la primera vez que me supera en inteligencia —dice casi con orgullo.

—¡Bah!, ¿de qué le servirán esos trucos y su temeridad cuando se convierta en una mujer?

—De muy poco, supongo. Lo que sí es cierto es que, como hija, honra a la sufragista de nuestra madre. Pero al menos, de momento, no temo por su seguridad. Resulta evidente que es bastante capaz de cuidar de sí misma.

Mycroft hace un gesto como si tratara de espantar a un insecto molesto.

—Esa no es la cuestión. Lo que está en juego no es la supervivencia inmediata de la muchacha, sino su futuro. ¿Qué será de ella en unos cuantos años? ¡No habrá caballero, con o sin ingresos, que quiera casarse con una jovencita tan independiente que además muestra interés por las actividades criminales!

—Solo tiene catorce años, Mycroft —puntualiza con paciencia Sherlock—. Cuando alcance la edad de merecer, dudo que todavía oculte una daga en el escote.

—¿De verdad crees que acabará por ceder a las expectativas de la sociedad? —dice Mycroft alzando sus pobladas y puntiagudas cejas—. ¿De verdad piensas tú eso, tú, que rechazaste estudiar una profesión reconocida y que, en su lugar, te inventaste tu propio oficio y vocación?

El primer y único detective privado del mundo gesticula con desdén.

—Es una mujer, querido Mycroft. Los imperativos biológicos de su género la impulsan a construir un nido y a procrear. Los primeros azotes de la madurez femenina la llevarán a...

—¡Bah!, ¡tonterías! —Mycroft ya no puede disimular su acritud—. ¿De verdad piensas que la renegada de nuestra hermana echará raíces y se casará con...?

—¿Y por qué no? ¿Qué crees tú que hará? —replica Sherlock, algo dolido; el gran detective no está acostumbrado a que califiquen sus argumentos de «tonterías»—, ¿crees que se dedicará de por vida a buscar a personas perdidas y a atrapar a malhechores?

—Es posible.

—¿¡Cómo!? ¿De verdad crees que se establecerá por su cuenta? ¿Haciéndome la competencia?

El enfado de Sherlock se convierte en diversión y empieza a reírse entre dientes.

—Yo no lo descartaría —dice Mycroft con calma.

—¡Sí, y lo siguiente que hará será fumar puros! —Sherlock ríe ahora a carcajadas—. ¿Has olvidado que nuestra hermana no es más que una chiquilla rebelde? Es imposible que tenga tal determinación. ¡Ridículo, querido Mycroft, completamente ridículo!

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Capítulo primero

Hasta aquel momento, los únicos clientes que había tenido como «Dr. Leslie T. Ragostin, perditoriano científico» habían sido una viuda robusta y entrada en años ansiosa por encontrar a su perrito faldero, una mujer aterrada que no podía localizar un rubí en forma de corazón que le había regalado su marido, y un general del ejército cuyo recuerdo más preciado de la guerra de Crimea —concretamente, su tibia, agujereada por las balas y con el autógrafo del médico de campaña que se la amputó— había desaparecido.

Todos ellos casos insignificantes. Debería haber empleado mi energía en un objetivo mucho más importante: encontrar a mamá. Sabía que mi madre estaba vagabundeando en compañía de los gitanos y me había prometido a mí misma que, nada más llegar la primavera, me dispondría a averiguar su paradero, no para reprocharle algo o coaccionarla, sino únicamente para volver a reunirme con mi... con mi miembro amputado de la familia, por decirlo de algún modo.

Sin embargo, había llegado el mes de mayo y yo todavía no había hecho el más mínimo esfuerzo por encontrar a mamá, y no tenía excusa para ello, excepto que los negocios me retenían en Londres.

¿Negocios? ¿Un perrito faldero, una piedra preciosa y una tibia?

«Un cliente es un cliente», me dije a mí misma. Evidentemente, ninguno de ellos tuvo necesidad (ni ocasión) de conocer en persona al ilustre (y ficticio) doctor Ragostin. Fue más bien la «señorita Ivy Meshle», su ayudante de confianza, la que retornó la mascota, un spaniel adorable de pelo rizado, a su agradecida propietaria, una vez que lo hubo recuperado en el barrio de Whitechapel a un tratante de perros de pura raza ro

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