La maestra Bernarda

Andrea Amosson

Fragmento

1

1

Ser sufragista en Chile era muy mala cosa y yo lo sabía. Era tan malo que incluso algunas de las integrantes del movimiento que promovía el voto para la mujer destinaban tiempo y recursos para alejarse de ese término, como comprobé al leer una columna en la revista Nosotras, afirmando en los términos más tajantes que las chilenas no eran comparables bajo ningún punto de vista con las subversivas inglesas.

Lo de «términos tajantes» me llamó la atención más que la constante desacreditación de las «subversivas», como si sus actos, que rebanaron la sociedad británica tal y como la conocíamos, no hubieran sido los precursores del proceso local. Más allá de la geografía, las décadas que los separaban, los vocablos con los que se clasificaron, para mí ambos eran lo mismo, nacían de la misma semilla y germinaban el mismo fruto podrido.

Las calles estaban encendidas también. «Casquivana», «rompe familias» y «libertina» eran los apelativos típicos para cualquiera que hiciese campaña, entregara volantes o manifestara una opinión contraria al estado de la situación, que era bastante acomodada para los hombres.

Las mujeres no podían elegir presidente ni diputado ni senador y debían conformarse con las elecciones municipales, que es como informarle a un varón chileno que a la Copa Mundial de Fútbol no puede asistir y que debe resignarse con las pichangas del domingo, vestirse con sus mejores galas tricolor para alentar a un grupo de panzones que apenas corre detrás de una pelota deshilachada, en una cancha de barrio polvorienta. Sí, a fines de 1947 ser sufragista era muy mala cosa y yo hacía todo lo posible por salvar a la juventud de aquel flagelo.

Mi misión la llevaba a cabo en la Escuela número 1 de Niñas, donde ya cumplía treinta años formando maestras normalistas. Era un cargo que había ejercido con mano de hierro en guante de seda, como tanto me gustaba declarar, pero más que mano lo que tenía era garra y sujetaba con extrema disciplina cualquier intento de pensamiento libre en los pasillos de la escuela. Las maestras existíamos para educar al futuro de la nación, no para engendrar revoltosas.

Perseguía con especial ahínco a las chiquillas que alzaban la vista de los textos de estudio para posarla en cuestiones políticas, por lo que el tema del voto universal estaba vetado en mi salón de clases, tanto como el agua de colonia y el colorete en las mejillas.

Maestra Bernarda San Juan, así se me conocía y así gocé de un largo reinado, pero llegó a su fin cuando me ofrecieron un traslado a Valparaíso para continuar desde la provincia mi vital labor de creadora de conciencias.

Me costó comprender que la oferta, en realidad, ocultaba la necesidad de abrir espacio a educadoras menos chapadas a la antigua, más enfocadas en la segunda mitad del siglo veinte, porque para la Dirección era vital renovar la desgastada pintura del saber. Yo era una pieza que bloqueaba el progreso en los estertores de una época que se nos escapaba rápido.

En aquel entonces me hubiera deshecho como un papel viejísimo y delgado a no ser por los ideales que defendía. Y a los que me oponía, porque —y no por justificarme— éramos pescadas en una pecera vetusta, muy pocas lograban levantar cabeza y darse cuenta del agua en la que nadábamos.

La oferta de reubicación no me pareció porque yo era capitalina desde la cuna y jamás residí en otro lugar que no fuera la zona metropolitana. El cambio más relevante a la fecha había sido la mudanza desde Maipú a la escuela cuando me admitieron como pupila, así es que rechacé la proposición. Ya encontrarían a otra que me supliera en ese cargo, bastantes éramos las que enaltecíamos la Patria con nuestro servicio, pero me di contra una pared cuando al negarme me pidieron la renuncia. Ahí me asomé a la realidad de que yo era una de las murciélagas que intentaba volar con instrumentos de navegación obsoletos y no éramos pocas.

Muy rápido me vi acorralada, los reportes con los que documenté mis innumerables logros y la excelencia académica que ostentaba no evitaron el fracaso de mi estrategia para aferrarme a lo único que conocía: perdí mi empleo, la permanencia en el internado y mi estatus en menos de treinta días.

A los cuarenta y nueve años la energía me fallaba y la tolerancia todavía más, pero acepté la decisión porque era entonces excelente soldada. El bienestar del país y el de los niños habían tatuado en mi piel la palabra Deber, aquel era el faro que me llamaba desde la orilla, la obediencia a los votos del magisterio, y no me estrellaría contra las rocas después de tan condecorada carrera.

Pronto un puñado de colegas que no me estimaba me comunicó que se organizaba un gran evento para despedirme, cuyas dimensiones darían cuenta del agradecimiento que tan devota maestra merecía. Así afirmaron paraditas en la puerta del salón, y en cuanto terminaron de hablar y yo quise agradecerles, se esfumaron en todas direcciones, como quien rompe un collar y las cuentas de cristal se desperdigan celebrando su repentina libertad.

Tras conocerse la noticia de mi renuncia, la escuela suspiró aliviada. No era yo severa solo con las alumnas, sino también con mis compañeras, que relajaban el nivel académico en cuanto podían hacerlo, según mi opinión. Según la de ellas, no había yayita que se me escapara, ni la más mínima, era demasiado estricta y restaba la alegría a la noble tarea de educar. Adusta en todas sus acepciones, me calificaron en coro.

Pero la noticia de la celebración sí me aligeró el mal ánimo y fue como un rayo de luz que rompía el hielo de mi guarida. Las paredes más duras de derribar son las que una misma ha edificado y es que, al comprender que lo mío era irrevocable, me encogí, me oculté bajo capas de lana, me cerré a la palabra. Con tanto pudor instalado sobre los hombros, hasta me curvé un poco. Una maleza, eso fui y viví rodeada de tijeras jardineras deseosas de cortarme en pedazos.

Durante las últimas semanas de noviembre recompuse mi orgullo, el evento me devolvería la dignidad, me reinstauraría en el sitial de maestra impecable y enfrentaría la transición como una oportunidad. Saldría, en resumen, con la frente en alto, la murciélaga volaría ya no tanto al azar sino que más enfocada.

Llegada la ocasión el evento no fue para nada como me lo había imaginado. No estaba la directora, pero sí la subdirectora. Tampoco fue el párroco del barrio, pero sí un diácono. No vino el jefe de plaza de la comisaría, pero si un cabo de turno. Y las cinco alumnas que interpretaron el repertorio de música folclórica eran de sumo desafinadas, sus voces disonantes se hermanaban con los lamentos del piano, que parecía pedir auxilio ante la tortura inflingida por la profesora de economía doméstica, a quien obligaron a acompañar al quinteto. Hay que ver, si sonaban peor que bolsa de gatos apaleados.

Supe después que las mejores cantantes fueron invitadas a una presentación en la Escuela de Providencia y la profesora de música, por supuesto, se fue con el

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos