Los diez pasos hacia Nanette

Hannah Gadsby

Fragmento

losdiespasosnanette-3

INTRODUCCIÓN

Este es mi segundo libro, al menos técnicamente. Pero yo no me molestaría en buscar ejemplares de mi primera obra, porque se publicó exclusivamente en una edición de uno y lo he perdido. No es que suponga una gran pérdida para la literatura, porque mi primer libro era un libro muy malo. Aunque tampoco debería ser demasiado dura conmigo; la historia sí guarda cierto encanto si tenemos en cuenta que, cuando lo escribí, tenía solo siete años. Pero como texto en sí mismo es malísimo. Es malo hasta el título:

De cómo Siffin Soffon se hizo amigo de un dragón. Primera parte.

Metí todo un spoiler en el título. Menuda boba. ¿Por qué te molestarías en leer un libro si ya sabes que, por dramáticos que puedan ser los giros narrativos, al final, Siffin Soffon y el dragón van a terminar llevándose muy bien?

Está claro que cuando metí ese «Primera parte» en el título tenía la idea de escribir una serie épica, pero nunca llegué a redactar la segunda entrega. Es una pena. De todos modos, cabría suponer que el final sí lo había dejado en suspense, para estimular el apetito por la lectura de la segunda parte, pero no, la primera acaba con Siffin Soffon y su nuevo amigo dragón diciéndonos adiós felizmente desde las agradables costas de «Isla Vacaciones». No es de extrañar que no llegara a escribir la secuela, si ni siquiera fui capaz de idear un nombre de isla más allá del propósito concreto para el que la había inventado. Claramente, ya se me habían acabado las ideas.

Supongo que alguien sí podría tener interés en leer el libro solo por descubrir quién es ese Siffin Soffon, pero en este sentido mi escritura tampoco cumple las expectativas porque, aparentemente, no se me ocurrió que fuera necesario ofrecer una descripción del personaje central de la novela. Los dibujos que incluí podrían haber sido algo esclarecedores, pero, una vez más, reina la ambigüedad; Siffin Soffon inicia su épica travesía siendo una pequeña cabra roja, dibujada muy meticulosamente, aunque con trazo infantil, pero, para cuando se hace amigo del Dragón, es ya tan solo una perezosa maraña de garabatos de color naranja porque ya me había aburrido de dibujar y, además, por lo que se ve, había perdido el lápiz rojo. Por suerte, tengo información de primera mano sobre el tema y puedo asegurar que Siffin Soffon no era ni una cabra roja ni un garabato naranja, sino el amigo imaginario de mi hermano mayor, Hamish, y según él Siffin Soffon era un futbolista diminuto que vivía dentro del retrete con su mejor amigo, Kinnowin.

Cuando aquel ejemplar único de mi horrible libro volvió a mis manos no hace tanto tiempo, me inundó un cúmulo de recuerdos que ni siquiera sabía que tenía dentro. No me refiero a recuerdos reprimidos, su regreso no supuso un impacto traumático. Simplemente se abrieron paso con sigilo hasta el lugar que ocupan mis pensamientos más vívidos, como si no se hubieran ido nunca.

El tiempo había dejado la cubierta —dos piezas de cartón rojo unidas con cinta adhesiva— desteñida y reblandecida, pero aquel título mal pensado seguía teniendo la misma pinta que si lo hubiera rotulado, también mal, ayer mismo. Al sostenerlo me acordé de lo que se había enfadado aquella niña de siete años cuando se dio cuenta de que no le quedaba espacio suficiente para escribir las últimas seis palabras y sentí el calor de la reprimenda que me había infligido tan bruscamente como si no hubieran pasado treinta y cinco años desde entonces. Al hojearlo, encontré en la última página la nota elogiosa escrita por el subdirector junto con una pegatina, a modo de premio, en la que aparece la Pantera Rosa enroscada en torno a un bolígrafo gigante de cuya punta salen las palabras «¡Bien hecho!». Recordé con cuánto amor había acariciado con el dedo el reborde de aquella pegatina, casi pletórica de orgullo. También me acordé de que me había molestado un poco que solo fuera el subdirector, y que me había preguntado qué demonios había que hacer para llamar la atención del director. Como también me acordé de que mi profesora se había empeñado en escribirme ella el cuento, porque yo era demasiado pequeña para usar bolis, y que luego había insistido en que lo leyera ante toda la clase; todo el mundo nos había odiado profundamente a mí y a mi libro. No los culpo. Era, al fin y al cabo, un libro muy malo.

El regreso a mis manos de mi debut literario avivó toda una serie de memorias que iban mucho más allá del objeto en sí, y entre las que estaba la montaña rusa emocional que había desencadenado el impulso inicial de usar papel y bolígrafo. Todo empezó con mi obsesión por los amigos imaginarios de Hamish y por la angustia creciente que me provocaba que no quisieran ser también amigos míos. No sabía lo que significaba «imaginario» y lo que entendía es que Hamish tenía unos amigos que molaban mucho y que se negaban a hablar conmigo, lo que me dio para derramar muchas lágrimas cada vez que iba al baño. Me acordé también de cómo, cuando me explicaron que los amigos de Hamish vivían dentro de su cabeza, pregunté si tenía permiso para imaginarme a Siffin Soffon yo también y que, cuando Hamish me dijo que no, volví a echarme a llorar. Esto hizo que él me ofreciera el compromiso ab­solutamente inaceptable de la amistad imaginaria de Kinnowin. No acepté, porque en realidad solo quería a Siffin Soffon, que me había imaginado como una cabrita roja y había logrado convencerme de que, a veces, la oía chapotear dentro de las cañerías. Kinnowin me daba igual, apenas lo conocía, ni siquiera sabía qué aspecto tenía.

También recordé que, en cierto momento, me había puesto a conjurar a mis propios amigos imaginarios y empecé a ir por ahí galopando en mi caballo, Sargento, y charlando con mi buen amigo el Señor Perro, que era un perro al que, obviamente, había dado nombre siguiendo la tradición de Isla Vacaciones. No fue un momento triunfal. Me acordaba bien de lo inmensamente idiota que me había sentido porque sabía que mis amigos no eran reales y porque, aún peor, los tipos que me había imaginado eran enormemente grandes, así que seguía sin tener ningún amigo con quien hablar en el baño. No sé cómo denominar a mi siguiente jugada, pues no creo que sea posible matar a seres que no existen, así que digamos simplemente que a Sargento y al Señor Perro les hice un ghosting violento. En aquel momento me pareció un gesto de humanidad, pero en realidad solo quería quitármelos de en medio para volver a probar suerte con Siffin Soffon.

Después de mi innecesario sacrificio ritual de perros y caballos imaginarios, Hamish me dijo que ya era demasiado tarde. Sus amigos se habían ido. Lo presioné para que me contara dónde estaban y, lúgubremente, me dijo que estaban en el cielo ayudando a Dios. Durante toda mi infancia, y hasta bien entrada la edad adulta, adoré a Hamish, y a menudo sentía, con dolor, que él era consciente de ello y abusaba del poder que tenía sobre mí. Pero al rememorar episodios como este, me doy cuenta de que un niño pequeño que no solo creía que a Dios le hacía falta la ayuda de unos jugadores de fútbol diminutos, sino que sentía tal grado de soledad que debía inventarse unos amigos con los que hablar, y sobre los que hacer caca, no hubiera sido capaz de hacer algo así. Hamish tenía sus propios problemas, obviamente.

Al margen de la claridad maravillosa con la que volvieron todos estos

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos