El jardín de las mujeres

Aminatta Forna

Fragmento

Mariposas

Mariposas

A veces la veo, sobre todo cuando menos me lo espero: un recordatorio. En la curva de un labio: una silueta que un ciego podría adivinar con las yemas de los dedos. El arco del continente en el movimiento de un cráneo, en el molde maleable de un perfil. Un hombre en un autobús. Sentado, solo. Alto, tieso, erguido sobre los cuerpos doblados de los restantes pasajeros: un lirio superviviente en un jarro de flores marchitas. Lo observé durante unos segundos. Jamás miró en mi dirección. El autobús empezó a cruzar el puente y lo vi alejarse. Y durante un instante lo sentí, la melancolía, la inquietud en el vientre, el regreso de una nostalgia ya olvidada.

Los domingos por la mañana la he visto convertida en el millar de mariposas que aletean en Old Kent Road, allá por donde apenas unas horas antes habían salido, tambaleándose, los jóvenes con el pelo cortado a navaja y las chicas descalzas, que volvían a casa con el bolso y los zapatos de tacón en la mano. Las mariposas tenían sus cabezas oscuras coronadas con turbantes, batían sus túnicas, brillantes como extensas alas irisadas, entre las rachas de aire que levantaba el tráfico. En pares, en tríos, se reunieron hasta formar una nube multicolor, una hueste de mariposas que revoloteó abriéndose paso entre los muros grises de la ciudad hacia sus pastos espirituales: hacia el Pueblo de la Misión del Destino, hacia el Templo de Cristo, hacia la Iglesia de Nuestra Señora de la Esperanza Duradera.

¿Para qué rezan?, me pregunto. El destino y la historia los tienen presos en este país oscuro.

¿Esperan acaso un milagro, un par de sandalias de color rubí? Un golpe de tacón, un tornado que gira y los eleva para volver a depositarlos en un lugar muy, muy lejano, bajo el sol ardiente, ámbar.

Prólogo

PRÓLOGO

1. Abie, 2003. El jardín de las mujeres

1. Abie, 2003

El jardín de las mujeres

Londres, julio de 2003

Como sucede en tantas historias, todo empezó con una carta. Una carta que llegó hace dos inviernos, con el fresco de la calle, luciendo un sello que mostraba un martín pescador en blanco y negro. Con matasellos de un lugar de donde no había venido nada en la última década, de un país que parecía haber desaparecido, regresado a un tiempo pasado, como esos espacios vacíos en los mapas viejos donde los cartógrafos dibujaban ilustraciones de bestias míticas y riquezas sin cuento. Aunque, a decir verdad, esta historia empezó hace siglos, cuando los jinetes descendieron a las llanuras desde un reino perdido llamado Futa Djallon, mucho antes de que los cartógrafos de Europa tuvieran que vérselas con el engorroso problema de cómo ocupar esos espacios en blanco.

Una historia me viene a la cabeza. Una historia que conozco desde hace años, a pesar de que no logre recordar quién me la contó.

Hace cinco siglos, una carabela que lucía los colores del rey de Portugal navegaba por el continente, pegada a la costa. A la altura de las islas de Cabo Verde quedó estancada por la falta de viento, con las reservas de comida y agua casi agotadas. Cuando por fin los vientos se apiadaron de ella, la empujaron hacia el sureste, hacia la costa, donde el capitán avistó una serie de puertos naturales y ordenó echar el ancla. Los marineros, famélicos, con el pelo ensortijado a causa del escorbuto, remaron hacia la costa y llevaron la barca a través de las aguas poco profundas hasta encallarla en la arena, donde se refugiaron bajo la sombra de los árboles. Y allí se miraron los unos a los otros sin creer aún en su suerte. ¡Imagínatelo! Frente a sus rostros colgaban deliciosos mangos, puñados de carambolas, aguacates del tamaño de una cabeza de hombre. Las piñas asentían desde sus elegantes tallos, las batatas y los boniatos los espiaban desde la tierra e inmensas manos de plátanos se les tendían. Los marineros pensaron que habían llegado nada más y nada menos que al Jardín del Edén.

Y durante un tiempo eso creyeron los europeos que era África. El Paraíso.

La última vez que recordé esta historia fue la semana posterior a la llegada de la carta. Entonces yo había dejado Londres —la ciudad que ahora llamo mi hogar— para hacer el recorrido inverso de la carta, hacia el lugar desde donde había sido expedida y más allá. Me hallaba en un bosque como el que encontraron los marineros. Recordé cómo, a primera hora del día, solía observar a mis abuelas, a las mujeres de mi abuelo, salir de sus casas y tomar el mismo sendero que estaba recorriendo yo en ese instante, hacia sus jardines. Cada mujer se alejaba de sus compañeras y se dirigía a su propia parcela de tierra, cuyas divisorias eran una colonia de termitas abandonada, un árbol caído, un pedrusco elevado. Allí, entre el iroko gigante y las ceibas del bosque, cada una de ellas cuidaba de las guayabas, las papayas y las manzanas rosas que había plantado. Allí desherbaba los ñames y las mandiocas que crecían en la tierra suave y oscura, y regaba la palmera de piña que marcaba el centro de su parcela.

Pensé en la historia de los marineros. Pensé que durante mucho tiempo creí que era sólo eso. Una historia. Pensé que los europeos nos descubrieron y dejamos de ser un espacio en blanco en un mapa. No obstante, meses más tarde, después de que llegara la carta y de que yo retomara sus pasos y volviera a aterrizar allí con un ruido sordo en un bosque encantado, y después de haber escuchado todas las historias que contiene este libro y que he puesto por escrito para ti, seguía teniendo presente esa historia. Entonces me di cuenta de que tenía otro significado. Trataba sobre las distintas formas de percibir un hecho. Los marineros: ciegos a las señales, incapaces de ver el patrón o la lógica, sólo porque era diferente de la suya. Y la forma africana de ver las cosas: arcana, invisible y aun así perceptible, clara para los lugareños.

Los marineros vieron algo, alg

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