El mundo abajo

Patricio Jara

Fragmento

 Iremi

Iremi

Los huracanes reciben sus nombres según una lista que los asigna cada año. Pueden ser masculinos o femeninos. Depende del que corresponda en el momento. Hay seis nóminas en orden alfabético. Tienen veintiún opciones que se alternan por temporada. Hasta 1978 los huracanes solo llevaban nombres de mujeres. Casi todos eran personajes bíblicos. Un país puede solicitar el retiro de un nombre en caso de haber sufrido consecuencias trágicas. Esa suspensión dura varios años.

La primera lista unificada para denominar a los huracanes se escribió en 1954. Por eso cuando los meteorólogos recuerdan al que en 1938 mató a seiscientas personas en Nueva Inglaterra, o al que dos años después destruyó Albany, en Georgia, hablan simplemente del huracán: un monstruo que comienza como una pequeña tormenta sobre aguas tropicales a la que se suman vientos de la alta atmósfera. El aire caliente y húmedo se arremolina en círculos cerrados. Así avanza, absorbiendo lo que encuentra y ganando energía, tanta que puede llegar a desplazarse a más de trescientos kilómetros por hora. El fin del mundo no será una explosión ni un cataclismo, sino un huracán capaz de atravesar la línea del Ecuador.

El nombre Katrina figura en 1999, en 2005 y luego desaparece. Quizás lo haga para siempre. Vendrán otros huracanes en la misma época, en el mismo lugar, pero tendrán otros nombres. Así la gente podrá enfrentarlos como algo nuevo, con menos miedo, con menos recuerdos.

Antes se bautizaban según el santo del día en que los vientos llegaban al continente y provocaban el desastre. A esos santos nadie los borró de ninguna lista. Por el contrario, ganaron devotos.

Hay muchas islas tropicales que dependen de las lluvias que traen los huracanes. Pero siempre que su ojo pase por el costado y no por encima, pues entonces se llevaría todo. Dicen que el árbol que más rápido se recupera cuando termina el azote es el plátano.

Conocí los aviones cazahuracanes en la base MacDill, al sur de Tampa, en Florida. El fuselaje cercano a la cabina lo adornan autoadhesivos con los nombres de los que han capturado, lo cual es un decir, pues su función es acercarse lo más posible al núcleo del monstruo, recoger información, hacer mediciones y huir a toda velocidad. Esos aviones tienen formas raras y por dentro son parecidos a un laboratorio. Hoy existen solo dos modelos fabricados para volar en el ojo de un huracán. Ambos llegaron a Tampa luego del paso del Andrew.

Aunque la razón por la que estuve en MacDill fue otra: me enviaron a conocer cómo Estados Unidos monitorea las rutas que siguen los aviones comerciales en cualquier parte del globo. En lo que ellos se fijaran, en cada variable que tuviesen en cuenta, cada detalle, yo debía considerarlo, anotarlo y aprenderlo para que, una vez de regreso en Chile, fuera capaz de diseñar nuestras propias rutas. Eso hago: diseño procedimientos instrumentales, armo trayectos, caminos por donde los aviones van de un lugar a otro. No son caminos imaginarios. Existen, están marcados como líneas de puntos luminosos, aunque no todos los vean.

Pronto volveré a Florida. Siempre me piden que esté actualizada y tome cursos cada vez más complejos. Al principio estuve por una semana, después por dos y más tarde me dejaron cuatro meses. Ahora será un año. Hace poco recibí fotos del departamento donde viviré.

Soy controladora de tráfico aéreo. Esa es mi profesión. Eso dicen mis papeles, aunque a poco de empezar supe que no llegaría a vieja trabajando en la torre de control. Me di cuenta de que había otras cosas que me gustaba hacer más que el tráfico aéreo. Yo busqué salir de ahí y entrar a lo que ahora hago cuando nadie quería hacerlo. El día que vi las cartas aeronáuticas por primera vez sentí que a eso quería dedicarme. Mi mayor fascinación era estudiar las rutas de aproximación y de salida. Me gustaba aprenderlas de memoria y las recitaba. Sabía lo que debía decir al avión: despegue por este radial hasta determinado arco, cruce a tantos pies y suba a la derecha. Era como aprenderse un poema.

Pedí trabajar en rutas aéreas cuando supe que había una vacante para el curso de especialización que la Administración Federal de Aviación ofrece en Oklahoma. Allí están los que inventan, los que tienen mejores regulaciones y van adelante. En Oklahoma funciona la escuela principal de la FAA, en el centro del país, equidistante de las costas. Estuve un mes allí. Fue un curso con clases de nueve de la mañana a cuatro de la tarde. Llegué un poco asustada porque no estudié inglés en ninguna academia especial. La mitad de lo que sé viene de las clases en el Carmela y en la Escuela de Aeronáutica. La otra es por las canciones de Bon Jovi. Cuando chica leía las letras en la funda impresa de los discos y las copiaba en un cuaderno. Con azul en inglés y con rojo ponía al lado su significado en español. Las frases que no entendía las escribía con verde. Por lo general eran modismos o juegos de palabras que fui entendiendo con el tiempo.

Tuve suerte en aquel primer viaje. En Chile recién estaba implementándose la navegación satelital y yo no tenía en la cabeza los paradigmas antiguos ni nada que hiciera resistencia a los nuevos conocimientos. Desde ese momento comencé a estudiar en serio. Hice muchos cursos. Hice carrera, como se dice.

Acostumbré rápido el oído al inglés. Aunque si en este trabajo un día te complicas con el idioma, si quedas en blanco, la fraseología siempre te salva: son líneas hechas con palabras exactas que debes decir tanto en inglés como en español, según el caso.

Antes del viaje a Oklahoma estaba muy cansada. No quería más turnos de noche en la torre de control. Me costaba salir del aturdimiento. No todos tienen la capacidad física para trabajar en ese horario. Incluso pensé en renunciar. Tanto así que me interesé en otras cosas: comencé a estudiar diseño de interiores y tomé clases de tarot con una bruja profesional.

Cuando trabajas por turnos vives al revés de los cristianos. Tienes libres los miércoles y los jueves, trabajas el viernes de día y el sábado de noche. Así no hay forma de planificar nada. A los tres años comencé a sentirme muy débil, fui al médico y me encontró una úlcera. Mis compañeros dijeron que era porque en el trabajo solo me alimentaba con galletas de chocolate y Fanta en tarro.

Llegaba del turno de noche a las nueve de la mañana, entraba al departamento, cerraba las cortinas y me acostaba. Horario de vedette, como decía mi hermana. Ella, que estudió nutrición y se dedicó al trabajo de laboratorio, aprovechaba de decirme cosas terribles sobre mi alimentación con galletas y bebidas.

«Imagino el color que deben tener tus tripas», mascullaba al verme comer.

Llegaba del trabajo y me desplomaba en la cama. Cinco o seis horas después despertaba desorientada. Miraba el reloj y eran las dos, pero no sabía si de la mañana o de la tarde. Recién entonces me acordaba de que había pasado toda la madrugada en la torre de control. La única manera de activarme era en el gimnasio. Por suerte tenía uno cerca de la cas

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