La maldición de enamorarse de un marqués (Salón Selecto 7)

Christine Cross

Fragmento

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Prólogo

Londres, 31 de octubre de 1818

El silencio era tan denso en el interior del despacho que podía respirarse. El olor a cuero viejo y el fuerte aroma del tabaco le produjeron un ligero picor en la nariz y sintió ganas de estornudar; sin embargo, logró contenerse, aunque sus ojos lagrimearon.

Por suerte, su padre, el quinto marqués de Addington, se hallaba de espaldas, frente al gran ventanal, y no pudo percatarse de sus ojos llorosos, que enseguida enjugó con el puño de su exquisita chaqueta de seda. No se atrevió a sacar el pañuelo para sonarse la nariz, pues eso le haría ganarse una buena reprimenda con toda seguridad. Permaneció de pie, en medio de la estancia, contemplando aquella espalda de hombros anchos y postura arrogante, a pesar de sentir las piernas cansadas y unas ganas inmensas de salir corriendo de allí.

Ser llamado por el marqués a su despacho no era una buena cosa, y el hecho de que este no hubiese pronunciado todavía una sola palabra era aún peor. Llevaba allí el tiempo suficiente como para haber repasado en su mente, tres veces, la lista de los gobernantes británicos. Solía recurrir a este medio tanto cuando algo lo aburría como cuando se encontraba asustado o nervioso. En ese momento sufría de estas dos últimas cosas.

—¿Tienes idea de lo que has hecho mal?

Christopher dio un respingo al escuchar la voz autoritaria y dura de su padre. Negó con la cabeza, pero se dio cuenta de que él no podía verlo, puesto que no se había girado para mirarlo. Continuaba con la vista clavada en los primorosos jardines de Addington House.

—No, señor —respondió con un hilo de voz.

El silencio que siguió a su declaración lo puso aún más nervioso. Forzó su mente hasta los límites, intentando en vano encontrar algún recuerdo de acciones incorrectas. No lo halló, a pesar de que, a los ojos del marqués, casi todo lo que hacía lo era: no se mantenía lo suficientemente derecho, gesticulaba demasiado, se movía demasiado, bostezaba demasiado... En suma, todo era «demasiado» para el marqués, intuía que hasta su misma existencia. Si no fuese porque necesitaba un heredero para el marquesado, con toda probabilidad su padre habría prescindido de él.

—Parece que todavía no comprendes lo que se espera del futuro marqués de Addington. —Se giró y observó a su hijo con una mirada fría y desapasionada. Su esposa había muerto durante el nacimiento del niño; lo único que lamentaba de ese hecho era que no hubiese muerto la criatura también, pues sospechaba que no llevaba su misma sangre—. Te refrescaré la memoria. Esta tarde, en el corredor de las habitaciones infantiles.

Christopher se estremeció y sus hombros se encogieron de forma involuntaria por la aprensión. Recordaba con claridad lo sucedido. Había salido de su dormitorio a la carrera, puesto que llegaba tarde al comedor y el marqués detestaba la impuntualidad. No se había percatado de que John, uno de los criados, venía por el pasillo portando una pila de ropa pulcramente doblada que acabó en el suelo cuando chocó contra él. Avergonzado por su falta de modales, había comenzado a recoger la ropa mientras balbuceaba unas disculpas al viejo John.

—Pero fue mi culpa —se atrevió a decir, a pesar de que el miedo hacía que le sudaran las manos—, yo causé el accidente.

—El sirviente ya ha sido despedido —repuso su padre con tono frío—, pero tú todavía tienes que aprender la lección. Desnúdate.

No se había percatado de la vara que descansaba sobre el escritorio de nogal; cuando vio que la cogía, todo su cuerpo se estremeció ante los dolorosos recuerdos. Quiso llorar, quiso negar con la cabeza y rebelarse, pero el miedo lo paralizaba. Al final, conteniendo las lágrimas que acudían a sus ojos azules, inclinó la cabeza y comenzó a desvestirse. Los dedos le temblaron y tuvo dificultad para desabrochar los botones de su camisa.

Su pecho blanco y escuálido subía y bajaba por la ansiedad cuando se giró, ofreciendo su espalda para los azotes. Apretó los puños a la espera de sentir la quemazón y el escozor del primer golpe.

—Serás el futuro marqués de Addington. —Oyó que decía su padre antes de escuchar el silbido de la vara al cortar el aire y sentir en su tierna carne el bastonazo que sacudió su cuerpo menudo—. Un marqués no recoge las cosas del suelo como un vulgar criado, es a él a quien deben servir los demás. —Un nuevo golpe y un nuevo dolor—. No necesita pedir nada, todos deben adelantarse a sus deseos. Un marqués jamás se disculpa. Tampoco llora ni manifiesta emoción alguna en su semblante, nunca debe dar muestra de debilidad. Un marqués...

No supo en qué momento se había desmayado ni cuánto tiempo llevaba tumbado sobre el suelo alfombrado del despacho, pero cuando abrió los ojos vio que las sombras acechaban ya sobre los jardines de Addington House. Intentó moverse. No podía llegar tarde a la cena, o su padre lo castigaría de nuevo. Sin embargo, el movimiento hizo que el dolor estallase a través de su piel, recorriendo su cuerpo en una oleada que le provocó náuseas. Los ojos se le llenaron de lágrimas. En esta ocasión, amparado por la penumbra de la estancia, no las detuvo; dejó que brotasen cálidas y amargas en un sollozo quedo.

La puerta se abrió de pronto y un haz de luz iluminó el lugar. Christopher se encogió sobre sí mismo, aterrado.

—¡Jesús bendito!

La voz de la señora Pinkle, su niñera, provocó que llorase con más fuerza, silenciosas lágrimas que descendieron por sus mejillas hasta la alfombra. Una mano cálida y llena de ternura acarició sus cabellos.

—Llora cuanto quieras, mi niño.

—Un ma... marqués no de... debe llorar.

—Pero tú todavía eres vizconde —señaló la mujer con tono razonable y maternal—, así que está bien. Cuando te sientas mejor, iremos a tu habitación y te llevaré un trozo de esa tarta de manzana que tanto te gusta, ¿eh?

El llanto quedo le partió el corazón y la visión de la carne rojiza y amoratada de aquella espalda le revolvió el estómago y le hizo desear que el marqués de Addington muriese de una forma horrible. Sabía que no era un sentimiento muy cristiano, pero tampoco lo era que un padre azotase de aquella manera brutal a su hijo de seis años.

Lord Addington no tenía corazón. La señora Pinkle miró hacia el cielo estrellado que asomaba a través del gran ventanal y rogó con fervor para que las lecciones impartidas con sangre y dolor no le arrebatasen al pequeño Christopher el suyo. Solo el tiempo les diría si aquel diablo había logrado su propósito.

Kilkenny, Irlanda, 31 de octubre de 1818

La noche estrellada y el arrullo suave del viento entre los árboles servían de escenario para la ceremonia que se realizaba en el claro del bosque, iluminado por la blanca luz de la luna. El murmullo quedo de los cánticos de las brujas erizó el vello de las dos mujeres que contemplaban con una mezcla de aprensión y esperanza la escena.

Las manos huesudas trazaron símbolos sobre la frente de la bebé, de poco menos de un año, que las miraba con sus grandes ojos abiertos de par en par. Una de las brujas ignoró el gorjeo que escapó de la garganta infantil y la risa que le siguió cuando dibujó una de las runas sobre la piel de la barriga descu

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