En caso de que no vivas para siempre

Patricia Truffello

Fragmento

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Era un verano extraño, sofocante. El verano en que empezaron los incendios. Nadie supo cómo se inició el fuego. Emprendió primero con los pastizales y luego con los espinos, dejando los cerros aledaños ennegrecidos y yermos. Victoria, sin embargo, recordaría la brusca llegada de las ráfagas de aire caliente como algo difuso, sin más importancia que enmarcar un día al que volvería una y otra vez con el paso de los años.

La frescura del amanecer se evaporó con los sueños y dio pie a un día bochornoso, con un viento tibio y seco, que envolvía todo en un sopor infernal. Habían estado viendo una película en casa de Ignacio y los dos se levantaron del sofá sintiéndose pegajosos y amodorrados. Discutieron por algo sin importancia, probablemente inducidos por el tedio y el calor. Fue ella quien sugirió que fueran a casa de Russo. El aburrimiento le parecía, entonces, igual de doloroso que la tristeza.

Mientras caminaban uno al lado del otro por la calle, sin dirigirse la palabra, Victoria pensaba que a pesar de todos los años que conocía a Ignacio, y de las cosas que habían vivido juntos, nunca habían tenido mucho de qué hablar. No es que se llevaran mal, pero en esa relación Russo era la tercera pata. Sin él los dos cojeaban, se aburrían. Era cierto que era el más introvertido de los tres, pero sus palabras, sus silencios y sus actos eran los tensos cables que los conectaban, aunque después de tantos años los tres eran postes demasiado profundos para ser arrancados.

Victoria sentía el calor subiendo desde el asfalto. Los capós de los autos estacionados reverberaban bajo un sol blanco y cegador que se estrellaba contra las fachadas de las casas y el viento producía un ruido continuo, sordo y pesado como el aletear de una bandada de pájaros. Victoria no podía dejar de pensar en que ese sol y la hostilidad de aquel viento salvaje tenían algo de macabro.

Tocaron y oyeron el sonido del timbre al otro lado de la puerta cerrada. Siguieron haciéndolo, aún después de convencerse de que nadie respondería. Luego se sentaron en la vereda, bajo el árbol más tupido que encontraron. Victoria se desabrochó los primeros dos botones del vestido y se pasó la mano por el cuello transpirado. Se soltó el pelo colorín. Lo sacudió, con el colet entre los labios. Lo peinó con los dedos y después volvió a sujetarlo en una cola de caballo. Ignacio tomó un palito y empezó a hacer dibujos invisibles en la acera caliente. El viento no se pasaba. Hacía remolinos en la tierra suelta. Victoria miró los pedacitos de cielo que se colaban por las ramas del árbol mientras metía la mano en uno de los bolsillos laterales de su mochila. Se detuvo en seco.

—No lo vas a creer. Mira lo que encontré —sacó un paquete de Starburst prácticamente lleno y se lo enseñó.

Se repartieron los masticables disputándose los rojos, pero dejando aparte los amarillos, que eran los favoritos de Russo. El cielo se había nublado y el viento traía el olor del humo. Se quedaron allí un buen rato oyendo las sirenas a lo lejos hasta que vieron llegar a la mamá de Russo en su Volkswagen escarabajo. Cuando se bajó con las bolsas de la compra en cada mano se quedó mirándolos con curiosidad.

—¿Y ustedes?

Era una mujer que alguna vez había sido bonita. Ahora daba la impresión de no tener tiempo ni recursos para un buen corte de pelo o para comprarse ropa nueva.

—Estamos esperando a Gabriel. ¿Sabe a qué hora vuelve?

—Estaba en su pieza cuando salí —dijo ella y abrió la reja baja que crujió débilmente. Atravesó el minúsculo jardín delantero hasta la entrada de la casa. Metió la llave en la puerta y la empujó con el pie, dejándola abierta para que ellos pasaran. Después añadió—. Debe estar escuchando música con esos audífonos enormes que usa. Cuando los tiene puestos no oye nada más.

A Victoria le tomó unos segundos acostumbrar la vista a la penumbra del interior. La casa tenía las cortinas corridas y en la entrada, en un rayo oblicuo de luz solar, bailaban motas de polvo. Un espeso silencio hizo que se detuvieran junto a los abrigos que colgaban desde el invierno como animales muertos. Russo no estaba allí. Victoria lo supo al oler aquel aire cálido a mueble viejo, la densidad de un lugar donde todas las ventanas estaban cerradas. Ayudó a la mamá de Russo a sacar las bolsas del auto mientras Ignacio se perdía por el angosto pasillo que iba hacia la pieza de Russo.

Victoria pensó que reinaba un silencio anormal y en el mismo instante en que tuvo ese pensamiento se dio cuenta de que era verdad: ocurría algo raro. Permaneció inmóvil con todos los sentidos en alerta. Sobre la mesa de la cocina, había un plato con un sándwich de queso reseco. El pan blanco se curvaba un poco hacia arriba. Se fijó en las aureolas sobre el enchapado de la mesa. A través de los años esa imagen, los círculos blancos en el enchapado, aparecerían en su cabeza cada vez que se acordara de aquel momento. El momento en que escuchó el grito.

Jamás había escuchado algo parecido. Como si alguien se desgarrara o se hiciera pedazos por dentro. Una sensación de peligro pasó a través de ella como una ráfaga. Corrió ciegamente hacia el pasillo, que era estrecho y tenía un aspecto sombrío con todas esas puertas y armarios de madera oscura tan juntos. Al fondo, de pie, había una sombra inmóvil, rodeada de un haz opaco de luz. Llamó a Russo, pero cuando la figura avanzó unos pasos se dio cuenta de que no era él. Vio la camiseta manchada de sangre. Cuando uno ve algo que no debiera estar ahí lo primero que hace el cerebro es tratar de asegurarse de que ese algo es real. Después intenta encontrar una explicación para lo que está viendo. Pensó que Ignacio estaba herido y su mente ocupó unos segundos en intentar adivinar con qué. Mientras Victoria caminaba por el pasillo hacia él, sus piernas temblaban como si estuvieran sometidas a un esfuerzo que no eran capaces de soportar. En vez de avanzar sentía que la distancia crecía, que el pasillo se alargaba. Lo único que veían sus ojos era la camiseta llena de sangre. La madre de Russo pasó corriendo a su lado.

Algo dentro de ella se resistía aún. Se negaba a ceder. Cuando finalmente llegó la realidad, fue como un estruendo. Con el dolor terrible de las cosas que no tienen remedio. Un invierno repentino le subió por la espalda y le hizo castañear los dientes. Se dio cuenta de que, aunque todavía no era de noche, había llegado algo tan oscuro como la noche. Se hizo un silencio largo y espeso, otra breve cadena de segundos eternos que Ignacio rompió sin palabras, descargando el puño cerrado contra la pared.

Victoria todavía tenía colgada la mochila en el hombro. Pensó una y otra vez en los Starburst amarillos que guardaba para Russo. Todo lo demás ocurría a su alrededor, irreal y extraño. La gente que entraba y salía. Las voces, los llantos quedos, los gemidos. Alguien le pegó en el hombro cuando pasó raudo a su lado. Los muros y los muebles temblaban, se inclinaban y se volvían borrosos e irreales. Una enorme mariposa nocturna ensombreció con sus alas la inmensa solidez de los objetos, apag

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